miércoles, 18 de julio de 2018

VISITANDO UNA LIBRERÍA



¿Cómo sabemos que una cosa es importante o no? Una nimiedad, pongamos por caso, como seguir a un hombre de unos cuarenta años por las calles de Madrid, en principio para matar el tiempo en una soleada tarde de junio en la que no te apetece nada encerrarte en casa. Cuando le perdí podía haberme dado la vuelta, pero no lo hice; entré en la calle —un lugar absurdo para tener un comercio, porque digo yo ¿quién demonios va a pasar por un lugar que no lleva a ninguna parte?— y en el mismo instante en que vi la tienda, una librería de viejo con el escaparate lleno de lápices de colores, pinturas al pastel y libros de Julio Verne, en ese mismo instante, supe que estaba ocurriendo algo extravagante, y que dependía de mí la importancia que este hecho tuviera en el futuro. Podía darme media vuelta y olvidarlo todo. O podía entrar en aquel portal y hablar con él.
Entré.
           He visitado el interior de la tienda en dos o tres ocasiones. Es un sitio muy raro para poner una librería. Demasiado pequeño, demasiado apartado y al principio me pareció, incluso, algo inadecuado para el barrio. Seguramente fue eso lo que aumentó mi curiosidad. ¿Quién era este hombre que mantenía un negocio de apariencia tan ruinosa? Desde luego yo estaba firmemente decidida a descubrirlo. Los libros son mi religión; así que, bien mirado, no es tan descabellado mi empeño.
Esa vez solo compré una goma de borrar, la más barata que tuviera, le pedí. Total no la necesitaba para nada... Pude verle de cerca. Su mirada era interesante, profunda, un poco melancólica. Quizá porque tenía las pestañas negras y largas y unas ligeras ojeras de color marrón alrededor de los ojos. La nariz era grande, un poco aguileña, y los labios anchos. Lucía una sombra de barba y, no sé por qué, pensé en el roce de aquel mentón en mi piel. No, desde luego que no, no fantaseaba con una aventura romántica; es simplemente que me trajo el recuerdo de algo que hubo en mi vida en el pasado: las tardes perezosas del Mediterráneo, con los primeros calores, Valencia ardiendo en las calles y las sábanas húmedas en las que Henry y yo intentábamos escapar del miedo y el ruido. El roce de su barba contra mi piel...
En fin, recuerdos que duelen. No quisiera irme por las ramas, no se trata de eso; necesito concentrarme si quiero explicar cómo sucedieron realmente las cosas.
Tengo que reconocer que soy testaruda; cuando me empeño en algo, no cejo, no soy capaz de abandonar, ni de ceder. En fin, cada uno es como es, eso hace tiempo que lo he aceptado. Estuve observando al hombre de la librería durante un tiempo, casi todo el verano. Es muy trabajador, siempre está haciendo algo además de atender a sus clientes: lee mucho, clasifica y rellena fichas, a veces escribe en un cuaderno negro de tapas de hule que lleva consigo, un cuaderno exactamente igual al que tenía Henry. A mí, cada vez que le veo con esa libreta en las manos me da un vuelco el corazón.
Los martes y los jueves su mujer se queda en la tienda y él sale a repartir sus libros a los que supongo son clientes especiales. Tiene cuatro o cinco a los que visita a domicilio. Uno vive en el portal al que bajó la mujer del mandil y otro en aquella calle en la que me senté el primer día.
Su mujer me gusta. Es joven y muy guapa, tiene una melena ondulada que siempre lleva perfectamente peinada. Eso me da cierta envidia, debo confesarlo. Un día le compré un lapicero de la marca Faber-Castell, del 2B, y me fijé en que tenía unas manos muy bonitas, ágiles y armoniosas, de dedos largos, como las de una pianista.
La tercera vez que entré en la librería era sábado. En esa ocasión quería un libro, y no era una excusa. Pensé que este pequeño local medio escondido en una calle cortada podía proporcionarme en el futuro muchos momentos felices.


Le pregunté si tenía algún libro en inglés. Él me sacó The Black Arrow y un ejemplar desencuadernado de Oliver Twist. Estuve a punto de explicarle que no era precisamente eso lo que yo buscaba, pero no me dio tiempo porque en ese momento entró en el portal un hombre bajito y feo con una pesada maleta que, según pude saber después, estaba llena de libros de segunda mano. En realidad fue ese anodino personaje el que encendió la luz en mi cabeza. El librero levantó el mostrador, le hizo pasar al interior de la tienda y le pidió que esperara un momento, mientras me atendía. El hombre se llamaba Garrido, según pude escuchar.
Cuando tuve la oportunidad le pedí algo menos... digamos juvenil. Era una petición, si quieren, un tanto ridícula, porque ¿dónde está escrito que Stevenson o Dickens sean autores juveniles? Creo que estaba nerviosa, simplemente. Pero él pareció entenderme.
—Pase usted dentro —dijo levantando de nuevo la encimera del mostrador y abriendo la compuerta—. En aquel rincón, en la segunda balda, tengo unos pocos libros en inglés y francés. Puede encontrar algo y, si no, enseguida estoy con usted.
Tres personas dentro de aquel estrecho habitáculo eran demasiadas. Ahora bien, me sentí en la gloria. Tenía muy pocos libros en inglés, pero todos eran curiosísimos; ediciones norteamericanas de autores a los que había leído en el pasado, como Edith Wharton, Faulkner o John Dos Passos. También encontré los cuentos de Katherine Mansfield, una autora que siempre me acompaña. Eran libros que una no podía esperar encontrarse en un lugar como este. Creo que fue esto, sumado a todo lo anterior y al hecho de que llevaba el libro en el bolso por casualidad, lo que me dio la idea.
Vi cómo ese hombre que se llamaba Garrido vaciaba su maleta en una silla, una torre de libros bastante nuevos, todos de autores españoles, y escuché sin poderlo evitar cada palabra de su conversación, aunque no pude averiguar de dónde sacaba el tal Garrido los libros.
—¿Ha encontrado algo que le interese?
Era una pregunta redundante, porque yo tenía ya en la mano The Age of Innocence, de Edith Wharton, y The Garden Party, de Katherine Mansfield, y los apretaba contra el pecho como auténticos tesoros. Garrido se había marchado apenas hacía un minuto, el librero le había pagado veinte pesetas y ahora había venido a atenderme.
—¿Ha visto este? —me enseñaba un ejemplar de A passage to India, de E. M. Forster bastante bien conservado—. Es un buen libro.
Me lo tendió. Lo cogí.
—Te transporta a la época colonial como si fueras en alfombra voladora —añadió sin el más mínimo deseo de convencer.
Me hizo gracia la observación. Era bastante acertada.
—Te alivia de la realidad, ¿no es eso?
Él me miró sorprendido. Luego asintió con naturalidad.
—A veces buena falta nos hace —respondí asintiendo también y devolviéndole el libro—. Lo he leído ya, muchas gracias.
Decir que entre los dos se creó una corriente de mutua simpatía no es fantasear; yo lo noté y él lo notó. Mientras envolvía los libros me acerqué al montón que había dejado Garrido en la silla y lo hice. Nadie se dio cuenta. En mi mente sonaron las palabras que Ezra Pound le escribió a Walt Whitman: «Tenemos la misma savia y la misma raíz. Haya comercio, pues, entre nosotros».
Lo hice, sí. Sin dudarlo. Saqué el libro que llevaba en el bolso y lo puse junto al montón que había traído el tal Garrido. Seguramente esta pequeña tienda era un buen lugar para él.

Marian Izaguirre, La Vida cuando Era Nuestra

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