lunes, 16 de julio de 2018

LA PLAZA DE SAN MARCOS



En los últimos minutos había clareado bastante. Raffaele miró al cielo nocturno, que se cernía sobre ellos como una anguila entre las estrechas calles. Las estrellas palidecían, la oscuridad del cielo se aclaraba.
–¡Vamos a la plaza de San Marcos a ver salir el sol! –dijo Sofía en un tono que no admitía réplica.
–La piazza está al otro lado de la ciudad –gimió Raffaele–. Tardaremos una eternidad en llegar.
Se sentía cansado y estaba deshecho tras dormir sobre el duro suelo.
–¡Pero merece la pena! Cuando los primeros rayos de sol caen sobre el león de San Marcos y el sol de la mañana hace resplandecer su melena, se puede oír su profundo rugido.
La estatua del león de San Marcos, el símbolo de la ciudad, se encontraba sobre una enorme columna de granito que daba al Gran Canal, el más grande de Venecia. Raffaele adoraba aquel león alado. El animal dominaba tan majestuoso y noble la ciudad, que el chico tenía la sensación de que parte de esa fuerza pasaba a él cuando estaba el tiempo suficiente a sus pies.
–¿En serio? ¿Se oye su rugido? –preguntó, entusiasmado. Al momento se arrepintió de su reacción. ¡Cómo iba a ser verdadera la historia de Sofía! No obstante, nunca había visto un león de verdad, y la idea de oír el rugido le daba escalofríos...
Raffaele se levantó. A pesar del frío, se quitó la chaqueta con el símbolo que le identificaba como judío y se la colocó bajo el brazo.
–Pues venga, ¡vamos a la piazza!
Corrían silenciosamente por las callejuelas, se escondían en portales y se asomaban en cada esquina antes de aventurarse a cruzar un espacio abierto. A Raffaele, la ciudad le recordaba a veces a la cara de una anciana, recubierta de arrugas aquí y allá. De la misma forma se bifurcaban las callejas y los callejones por Venecia. La mayoría de los viajeros se perdían en aquel caos de calles, y por la noche se solía oír el salpicar del agua y las maldiciones de la gente que se caía por girar en la esquina equivocada.
–No se ve a ningún guardia sobre el puente de Rialto –le susurró Sofía por encima del hombro.
Avanzó agachada, la cara enrojecida por los nervios. Para ella, aquello era como un juego, pero para Raffaele iba muy en serio. Sus ojos captaban el más mínimo movimiento, aunque se tratase de una simple rata en los canales. Sentía una presión desagradable en la tripa que le recordaba lo peligroso de su propósito. ¡Hubiera sido más inteligente esperar a la luz del día en su escondite!
Sin querer, se acordó de su padre. Le había prohibido encontrarse con la niña traviesa y contestataria del orfanato. Pero Sofía desbordaba de ideas y locas ocurrencias, y Raffaele disfrutaba hasta el último segundo que pasaba con ella. Con su pelo despeinado, la piel morena y los ojos verdes brillantes, era muy distinta de las demás niñas que conocía. Pero a lo mejor tenía razón su padre cuando decía que no le traería más que desgracias.
Se colaron por un pequeño pasaje a un espacio abierto. La brisa marina acariciaba la cara de Raffaele. Frente a ellos se extendía la plaza de San Marcos. Como siempre, la vista lo dejó paralizado un momento. A la tenue luz del amanecer, reconocía la sombra del campanile, el campanario de más de doscientos metros de altura, las cúpulas de la basílica, el palacio del Dux justo detrás y los mástiles de los numerosos buques mercantes anclados en el puerto del Gran Canal. Lo que más le llamaba la atención, tras haber caminado entre las altas y apiñadas casas del casco antiguo, era la magnitud de la plaza, perceptible incluso ahora, en la semioscuridad. Raffaele se detuvo, encantado. Nunca antes había visto la plaza de San Marcos a esa hora. El cielo, todavía azul oscuro, se extendía como una cúpula divina sobre la piazza, y las estrellas de la noche se despedían de este lugar tan bello con un último centelleo. Al aspirar el aire impregnado del olor a sal y algas, se vio invadido por una sensación de absoluta libertad.
Esa sensación se desvaneció en cuanto Sofía le condujo apresuradamente a la sede administrativa de los procuradores, y se acordó de que debía ser precavido. El majestuoso edificio, denominado Procuratie Vecchie, poseía una larga galería de columnas en la que encontraron refugio.
Se escondieron detrás de una de ellas y se asomaron discretamente hacia el centro de la plaza. A pesar de lo temprano que era, ya había algunos comerciantes montando sus puestos para vender frutas, verduras, pescado y pollo, especias y frutas confitadas. La mayoría de ellos se habían juntado en el centro de la plaza y mantenían una acalorada discusión con dos guardias.

Janine Wilk, La Maldición Veneciana

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