miércoles, 31 de diciembre de 2014

A VOSOTROS

Que con vuestras visitas, esporádicas o continuas, hacéis que este blog siga funcionando.

Que con vuestros artículos y recomendaciones hacéis que la Biblioteca vaya creciendo.

Que durante este mes de diciembre habéis conseguido que sobrepasáramos las 5000 visitas.

A vosotros, querido lectores y redactores, a vosotros...

¡¡¡FELIZ AÑO NUEVO!!!


  
Para terminar una vieja canción con la que se cierra una hermosa historia de Navidad, muchos la reconoceréis enseguida; por el ángel que se ganó sus alas:




martes, 30 de diciembre de 2014

TODOS SOMOS ROBINSÓN


(MANIFIESTO EN FAVOR DE LA LECTURA)

Escribir un libro es inventar una isla desierta, modificar con un punto apenas perceptible el mapa de los sentimientos, de las emociones humanas, para desear fervientemente un naufragio, la llegada de ese Robinsón desnudo y desarmado que somos todos los lectores cuando abrimos por primera vez un libro.

Yo he creado algunas de esas islas, pero he colonizado muchísimas más. He nadado centenares, quizás miles de veces, hasta el barco, y he vuelto remando, con madera, con lienzos, con comida, con armas y municiones para defender mi casa. Y en muchos de esos viajes, un grano de trigo ha caído en la tierra sin que yo me diera cuenta, y el sol y la lluvia lo han hecho germinar, y ha crecido una espiga para que yo pudiera cosecharla, y molerla, y fabricar por fin mi propio pan, un pan que me ha alimentado mucho más que las tostadas que desayuno todos los días. Yo he aprendido muchas más cosas en los libros que en la vida, y he sido feliz, y desgraciada, y me he reído, y he llorado, y me he asustado, y me he emocionado, y me he enamorado, y me he desenamorado muchas más veces, porque los libros viven, laten, palpitan con su propio corazón. La literatura es el telar donde Penélope teje cada día con los hilos de la vida humana el sudario que desteje cada noche paraempezar otra vez, apenas sale el sol, desde hace miles de años.

La lectura y la escritura son dos caras de la misma moneda, una isla desierta y su náufrago. Yo lo sé bien, porque fueron los propios libros quienes me abocaron a escribir libros, y si antes no hubiera vivido leyendo, nunca habría podido empezar a escribir. Cuando descubrí la extraordinaria capacidad de la literatura para multiplicar y enriquecer mi vida, la prodigiosa generosidad con la que desplegaba ante mis ojos una infinidad de aventuras, de lugares, de identidades múltiples que sin embargo eran capaces de superponerse sin conflicto alguno a mi propia identidad, para coexistir con el tiempo y el espacio de mi vida verdadera, me enganché a los libros como otros se enganchan al ejercicio físico, al alcohol, a la velocidad o a la música. Y si alguna vez, aquel fervor se identificó con la necesidad de autoafirmación de todos los adolescentes, pronto empezó a confundirse con el puro instinto de supervivencia de los adultos.

Eso sigue siendo tan cierto que, si en este momento, alguien me obligara a elegir entre vivir sin leer y vivir sin escribir, estoy segura de que acabaría renunciando al oficio que he perseguido desde que era una niña que decía que iba a ser escritora. Porque tal vez sería capaz de llegar a ser feliz trabajando en otra cosa –una librería literaria, una papelería bien surtida de rotuladores y lápices de todos los colores, una ferretería empapelada de cajoncitos con tuercas y tornillos, o una huerta- pero, para mí, vivir sin leer ya no sería vivir, sino un sucedáneo insoportable de la vida.

¿Quieren ustedes vivir? Lean.

¿Quieren vivir más años, con más intensidad, más variedad, más alegría? Lean más.

Déjense llevar por las eternas mareas de una pasión inmortal y no teman a las olas. Al otro lado de cualquier océano siempre hay una playa, una isla, un mundo completo que sabrá llamarles por su nombre y un grano de trigo que les está esperando.


Almudena Grandes 


EL FICHERO PERFECTO

En medio del camino de la vida,
me encontré en una oscura biblioteca,
un abismo con forma de guarida.
«El pecado es la pena del que peca»,
dijo el bibliotecario, un saturnino
diablo de lengua negra y voz reseca.
«En estos libros duerme tu destino
desde la eternidad, y una eviterna
búsqueda en adelante es el camino
que habrás de deshacer hacia la interna
meta u origen. Fueron tu pecado
los libros: sean tu noche y tu linterna.»
Igual que este terceto encadenado
me vi, pues, al lenguaje y su impostura,
en su inmenso palacio confinado...

No me sorprendió que el infierno fuera una biblioteca. Subir la piedra de la ignorancia por una montaña de libros, sin alcanzar nunca la cima del conocimiento, es la más refinada versión del suplicio de Sísifo.

—La biblioteca es inmensa, como puedes ver —dijo el demonio—, y crece sin cesar; pero tiene un pequeño defecto: carece de fichero. Hacerlo será tu cometido.

—Eso es tarea del bibliotecario —objeté.

—Cierto. Y sólo el bibliotecario puede salir de aquí; por lo tanto, si quieres recobrar la libertad, tienes que asumir su función. Mejor dicho, tienes que consumarla. Deberás hacer fichas precisas y detalladas de todos los libros, lo más completas posible.

—Todas las semanas se publican miles de libros —protesté—. Por muy deprisa que hiciera las fichas, cada vez estaría más lejos de la meta.

—Estás dando por supuesto que la producción de libros nunca tendrá fin. Ni la de hombres. Lo cual es de todo punto inverosímil. Lo más probable es que acabes tu tarea en unos cuantos milenios. SÍ la emprendes con diligencia y tesón, naturalmente.

Las últimas palabras me llegaron distorsionadas por el efecto Doppler, pues, mientras las pronunciaba, el demonio se alejó a gran velocidad por un larguísimo corredor de la inmensa biblioteca.

Al cabo de un rato lo llamé, e inmediatamente apareció a mi lado con un chasquido eléctrico.

—¿Todavía no has iniciado tu tarea? —preguntó al ver que no me había movido del sitio.

—Por el contrario, ya la he terminado.

—Espero que no te ofendas si me permito ponerlo en duda —ironizó. O tal vez hablara en serio, pues en su rostro no había más que melancolía.

—No sólo he fichado todos los libros que ahora mismo hay en la biblioteca —afirmé—, sino que he puesto a punto una máquina que fichará automática e instantáneamente todos los que vayan entrando.

—Fascinante —dijo sin inmutarse—. ¿Y dónde está?

—Es una máquina conceptual, y la hemos inventado entre los dos. Tú me has dado la clave.

—¿De qué modo?

—-Al decirme que tenía que hacer fichas precisas y detalladas, lo más completas posible. Obviamente, he dado por supuesto que no te conformarías con la mera consignación del título, el autor, la editorial, la fecha de publicación y demás datos técnicos.

—Obviamente.

—He pensado que las fichas tendrían que dar constancia del contenido de cada libro. Qué menos que un resumen del argumento, me dije. Pero enseguida me di cuenta de mi error, pues resumir es trivializar o traicionar, y un bibliotecario tan riguroso como tú nunca aceptaría fichas triviales o traicioneras.

—Puedes estar seguro de ello.

—Y entonces me he acordado de tus últimas palabras al hablar de las fichas: lo más completas posible. Ahora bien, ¿cuál es la ficha lo más completa posible de un libro? La respuesta es obvia: el libro mismo. Una ficha en la que no figurara el libro entero podría ser más completa y, por tanto, no cumpliría el requisito de ser la más completa posible. De modo que aquí tienes tu fichero —concluí señalando con un amplio gesto las interminables estanterías—. Cada libro es la ficha de sí mismo, la más precisa y detallada, la única realmente completa.

—Merdre —masculló el bibliotecario mientras los libros empezaban a bajar de sus estantes y a apilarse formando una pirámide escalonada, una torre de Babel para subir al cielo.

Carlo Frabetti, El Libro Infierno

Como Dante, el protagonista de este libro (infierno) tiene que recorrer nueve círculos escalonados, nueve niveles infernales correspondientes a otros tantos crímenes y penas. Pero en este infierno-biblioteca sólo hay un demonio, el bibliotecario, y los condenados son los propios libros.

¿O acaso el único condenado es el perplejo protagonista (y con él el lector), atrapado en un infierno a la medida y enfrentado a un diablo hecho a su imagen y semejanza?

En este libro, que es ingenio, juego y narración, Carlo Frabetti nos propone una reflexión irónica sobre la visión del mundo que subyace a nuestra cultura. Un divertimento lleno de sabiduría y agudeza.



lunes, 29 de diciembre de 2014

AL MORIR DON QUIJOTE

Un caluroso día de octubre de 1614 moría el señor Alonso Quijano, conocido como don Quijote de la Mancha, asistido por su sobrina y el ama y rodeado de sus amigos, y el mismo día, por la tarde, se le enterraba en presencia de todo el pueblo. La novela de don Quijote había llegado a su término, pero no así la de muchos a los que la vida increíble del ingenioso hidalgo había sacado de su previsible anonimato. Y si don Quijote había tenido su novela, también la tuvieron, muerto él y por haber trenzado sus vidas con la suya, Sancho Panza, Dulcinea, el ama, la sobrina, el bachiller Sansón Carrasco y cuantos quedaron marcados para siempre por la inagotable humanidad de quien fue tenido en su tiempo por el mayor y más gracioso de los locos.

Hace quinientos años empezó una historia que no ha terminado aún, porque las vidas, como las novelas, a un tiempo que propagan bajo tierra sus raíces, multiplican sus ramas hasta formar esta copiosa trama que llamamos vida, donde la realidad y la ficción a menudo no quieren decir lo que parece.

Andrés Trapiello emplea los primeros capítulos en la presentación de los personajes que rodearon a don Quijote y asistieron a su muerte. Se resumen episodios protagonizados por don Quijote en sus tres salidas. Toda rememoración viene avaladas por testigos que estuvieron presentes en las citadas aventuras (Sancho, el cura y el barbero) o en la vida diaria del hidalgo y su enloquecimiento (ama, sobrina) o por algún personaje que ha leído ya la primera parte con las dos primeras salidas de don Quijote (Sansón Carrasco).

Las principales novedades están en el secreto enamoramiento del ama, que no podía encontrar correspondencia en don Quijote, en el amor de la sobrina por el bachiller Carrasco, en que Sancho Panza aprenda a leer y en la marcha final de todos ellos a América, dejando así abierta su novela a posibles continuaciones (El final de Sancho Panza y otras suertes, publicada hace poco más de un mes).

Los preparativos del funeral y el entierro o las gestiones de la herencia constituyen dos ejes sobre los que discurre la acción al tiempo que Sansón Carrasco y Sancho Panza van cobrando consciencia de la relevancia que adquirirá su desaparecido paisano. Buena prueba de ello lo constituye también la lectura del primer tomo de las aventuras de Don Quijote que acaba de llegar al pueblo, al tiempo que no hay quien dude de que acabará por publicarse una segunda parte con el resto de las aventuras. El personaje principal de la obra será el bachiller Sansón Carrasco, que desde el principio lamenta haberse hecho pasar por caballero andante y haber derrotado a Don Quijote para hacerlo volver a su pueblo. Será ésta una trama novelesca de amores y honras secretas y perdidas que transcurrirá en paralelo a la tristeza de Sancho, quien es desprovisto de su perfil más cómico pero adquiere un nuevo perfil:


                No se apuren, señoras. Sabe bien mi señor Sansón Carrasco que aquí se queda mi mujer y mis hijos bien provistos con dineros nuevos y ricoteros, y si el caudal se seca y quieren encontrarme, ya sabrán cómo hacerlo y yo les mandaré recado con la flota. Y ahora me salgo al mundo, como hace un año me salí con don Quijote. No iba entonces tan contento como voy ahora, porque por lo menos sé que no me zurrarán ni cocearán ni me brumarán más las costillas. Cuando serví a don Quijote me di cuenta de que no hacen falta muchas cosas para salir adelante, y que lo mucho, cuando se va ligero y libre, estorba, y lo poco, satisface y contenta. Traigo algunos dineros conmigo para pagar mí pasaje y el libro que el señor Cuesta me dio hace dos días. Un poco de empanada para el camino y algo de vino. Y mi rucio, que puede hacerme ganar al día veintiséis maravedíes, y con ello la mitad de mi despensa. Con eso tengo de sobra. Y sólo pido que allá donde vamos baste nuestro nombre, ya famoso, para que aquellos que quieran avasallar doncellas, robar a pobres, azotar a niños, importunar a viejos, someter a viudas y hacer cualquier tuerto, sepan que sin estar en la jurisdicción de la locura, defenderemos la fuerza de la razón, y cuando ésta no baste, emplearemos la razón de la fuerza, que en causas tan palmarias, no hay peligro de errar ni por qué dar más explicaciones ¿Puedo entonces, señor bachiller, llamaros amo?

NAVIDAD EN ROCA CASTERLY


Ya es Navidad en Roca Casterly, la fortaleza y el hogar de la casa Lannister, una de las principales familias de las Tierras de Occidente, ese mundo creado por G. R. R. Martin.

Su lema más conocido es "un Lannister siempre paga sus deudas".

Y de ese lema puede dar fe la fotografía que vemos: el árbol de Navidad de esta familia, tras la decapitación de Ned Stark de Invernalia.

domingo, 28 de diciembre de 2014

HALLELUJAH

Ayer fue el concierto de este grupo de mi tierra.

Una auténtica gozada, disfrutando con sus versiones musicales y la ironía que rezuman muchas de sus intervenciones (ese Silent Night, junto con la parodia de Los Pecos, donde el niños Jesús ha nacido el portal de Berlín, y que ellos se van a Alemania a trabajar porque aquí no hay curro).

B-Vocal es un grupo procedente de Zaragoza y está compuesto por Alberto Marco, Fermín Polo, Carlos Marco, Augusto González y Juan Luis García, Son cinco voces sin instrumento alguno y con una gran dosis de ironía y buen humor, en un espectáculo de Navidad diferente con el obtienen el favor del público, a pesar de que Augusto nos dijera que peor no lo podíamos hacer.

El repertorio de A Cappella Christmas incluye temas como Adeste Fideles, Oh Holy Night, El burrito sabanero, White Christmas, Santa Claus is coming to town, o El tamborilero. Estos y otros temas clásicos de estas fechas conforman una cuidada selección que se presenta con el inconfundible estilo de b vocal, donde se alternan estilos desde la música renacentista al tecno, pasando por la samba o el recordatorio de los anuncios de la lotería de Navidad. Sus registros donde se alternan bajo, tenor y contratenor son únicos, como el pequeño Nicolas, al cual estuvimos buscando por las butacas del Gran Teatro.

Como broche final de su actuación, un grandioso tema de Leonard Cohen, una de esas canciones que nunca puedes olvidar, Hallelujah:


EL GRECO

Se acaba el año 2014, y con él las celebraciones y los actos en homenaje a este maestro de la pintura. Parece mentira, pero muchas veces sólo nos acordamos de alguien o de algo cuando se cumplen los tropecientos años de... Si alguien tiene alguna duda que espere a los dos próximos años.

Veamos parte de la obra de El Greco:

  

viernes, 26 de diciembre de 2014

EL APRENDIZ DEL ESPECTRO

Enviado por Tomás

Es el primer volumen de las Crónicas de la Piedra de Ward

No abras la puerta a nadie.
No dejes que la vela se apague.
Cuando llegue la medianoche baja al sótano…
el Espectro ha llegado.

Thomas Ward tiene trece años, es el séptimo hijo de un séptimo hijo y vive feliz en una granja junto a sus padres, su hermano y su cuñada embarazada. Todo cambia cuando, una tarde, viene a buscarlo un Espectro para llevárselo como aprendiz. Junto a él deberá enfrentarse a criaturas malignas: brujas, boggarts, espíritus y aparecidos. Thomas no quiere marcharse pero su madre, que tiene poderes ocultos, insiste en que ésa es su obligación y su misión en el mundo. Así pues, no tiene más remedio que obedecer. Durante su aprendizaje, Thomas descubre los secretos del espectro, se somete a pruebas terroríficas (como pasar una noche solo en una casa encantada) y recibe valiosos consejos (nunca te fíes de las niñas con zapatos de punta). Todo marcha bien hasta que Alice, una chica del pueblo, se cruza en su camino. Es la sobrina de la bruja Lizzie la Huesuda y engatusa a Thomas para que libere de su prisión a Madre Malkin, una malvada hechicera. Desde ese instante, las cosas se ponen muy difíciles para el joven e incluso para su familia.

El personaje del espectro nos recuerda bastante al brujo Geralt de Rivia creado por el escritor polaco Andrzej Sapkowski. Es un personaje que tiene ciertas capacidades para percibir el mundo sobrenatural y lo oscuro y que toma el trabajo de proteger a la población contra ello.

Es un libro ameno, que se lee rápidamente, dinámico, sabe mantener el interés. Delaney utiliza un estilo sencillo a la hora de escribir. Los personajes son mucho más humanos y menos arquetípicos que en otras novelas de corte fantástico. Por cierto, pocas espadas mágicas y hechizos se ven en el libro, a diferencia del trailer de la película que se estrena esta semana con el título El Séptimo Hijo: 

miércoles, 24 de diciembre de 2014

FELIZ NAVIDAD

Primero, un villancico clásico, de los de toda la vida:



Ahora una versión rockera:



Una versión un tanto gamberra (quien haya visto la película sabe el motivo)



Grandes voces para esta versión



Y para terminar; no es precisamente un villancico, pero la canción si que sería idónea para estas fechas:


¡¡¡FELIZ NAVIDAD!!!

PERDIDA

Estaba perdida.
O, al menos, eso le pareció a Manuel.
Llevaba un buen rato observándola con desconfianza, esperando que se marchara sin causar problemas. Era la víspera de Navidad, y de momento la tarde se estaba desarrollando sin incidentes. Pero aún quedaba un rato antes de que las tiendas empezaran a cerrar, y toda la noche por delante.
Estaba de mal humor. Le había tocado trabajar en Nochebuena, y aquella extraña muchacha que iba de un lado para otro haciendo cosas raras no contribuía a mejorar su estado de ánimo.
Parecía una indigente, aunque no molestaba a los clientes pidiendo limosna, ni tampoco estaba buscando comida, o al menos a Manuel no le dio esa sensación. Vagaba desorientada por el centro comercial, un maremágnum de gente, de ruidos… de luces.
Las luces le llamaban la atención. Bombillas multicolores en los escaparates de todas las tiendas, disfrazando los muros de los grandes almacenes en un mosaico que atrapaba su mirada una y otra vez.
Y daba unos pasos en una dirección, hacia el brillante cartel que anunciaba “Feliz Navidad” sobre la puerta de una tienda de moda; pero se detenía a mitad de camino, y entonces daba media vuelta y avanzaba con timidez hacia un Papá Noel que presidía otro de los escaparates, y cuyo gorro rojo estaba cuajado de bombillas que, de nuevo, atraían su atención. Se daba cuenta entonces de que no era eso lo que buscaba, y seguía dando vueltas, desconcertada y confusa.
Manuel observaba sus pasos vacilantes, desde su puesto cerca de la entrada principal del edificio. No sabía si echarla o no. De momento, la chica no hacía nada malo.
Llevaba ya muchos años trabajando como guardia jurado, y por norma general no intervenía si no lo consideraba necesario. Aunque eso no impedía que estuviera alerta, vigilando con atención a todo el que pudiera causar algún conflicto en un momento determinado.
Deseó, de todas formas, que la chica se cansase de dar vueltas por allí y se marchara a cualquier otra parte. Lo último que quería era tener problemas la víspera de Navidad.
La gente andaba muy atareada aquellos días. Todos con prisas, de una tienda a otra, eligiendo regalos, cargados con bolsas, y con aquel aspecto agobiado. Algunos sí se habían quedado mirando a la chica que deambulaba desorientada por los pasillos; contemplaban, con lástima o con reprobación, sus ropas ligeras, viejas y gastadas, sus pies descalzos. Pero sus ojos resbalaban sobre ella y la olvidaban enseguida, hechizados por las luces, la música, el ajetreo de la zona comercial. Si la hubieran observado con atención, se habrían dado cuenta de que aquella muchacha no parecía sentir frío, y apenas era consciente incluso de que llevaba ropa encima. Vestía de forma descuidada, como si cubriera su cuerpo más por imitación que por verdadera necesidad de taparse. Eso intrigaba a Manuel. ¿De dónde habría salido aquella muchacha? No pasaría de los diecisiete o dieciocho años; y, sin embargo, parecía actuar como una niña de cinco.
La vio sentarse en un rincón, exhausta, y echar un vistazo desalentado a su alrededor. Daba la sensación de que ni siquiera sabía cómo había llegado hasta allí. La atraían las luces, eso estaba claro. Era como si buscase una en particular, pero no la encontrase en medio de aquel estallido de reflejos y destellos.
Manuel sacudió la cabeza, perplejo. Abandonó su puesto junto a la puerta para acercarse un poco más a ella y vigilarla discretamente desde la entrada de la pizzería. Prefería no perderla de vista, y, por otro lado, si ella se daba cuenta de que el guardia estaba pendiente, tal vez se pusiera nerviosa y se marchara.
No obstante, la muchacha no hizo nada de eso. Permaneció allí, sentada en el suelo, abatida, y no le prestó más atención que al resto de las personas que recorrían el centro comercial.
Alguien dejó caer una moneda frente a ella. Manuel pensó que tal vez sí había ido a mendigar allí. En tal caso, se dijo, tendría que echarla.
De nuevo, la actitud de aquella chica lo sorprendió. La vio coger la moneda y contemplarla con curiosidad y cierta perplejidad, como si no supiera qué clase de objeto era aquél. La olió y hasta se arriesgó a mordisquearla. Descubrió, obviamente, que no era comestible, y la tiró a un lado, con indiferencia, un poco decepcionada. Una señora, que la observaba, exclamó:
—¡Será desagradecida!
Manuel empezaba a pensar que la muchacha simplemente estaba loca. Tal vez se había escapado de algún psiquiátrico. Se retiró un poco para hablar con uno de sus compañeros a través del walkie:
—Oye, Luis, que tengo a una tía un poco rara por aquí.
—¿Cómo de rara?
—Pues parece una indigente, pero hace cosas que… Más que una chica parece un perrillo perdido, va de un lado a otro un poco despistada… No sé si tirarla, macho, es que me da pena. Fuera se va a congelar de frío, y de momento no da guerra.
—Ya, pues como la vean los jefes… A los chuchos perdidos también los echamos, por muy bien que se porten, ¿no?
—No te pases, tío, que es una mujer, no un perro.
—¿Le has dicho algo?
Manuel abrió la boca para contestar, pero se calló lo que iba a decir: que no quería acercarse mucho a ella por temor a asustarla. Pensó que aquello era un poco estúpido, de todas formas.
—No, ahora voy.
Cortó la comunicación y se acercó a la muchacha, inseguro.
Entonces vio que de pie, junto a ella, se había detenido una niña que parecía una mullida pelota, envuelta en un grueso abrigo rosa, con un gorro y una bufanda que le tapaban la cara casi por completo, dejando ver solamente unos expresivos ojos castaños.
Las dos se miraron. La chica perdida sonrió a la niña y le tendió la mano, tal vez ofreciendo su amistad, tal vez implorando ayuda. La niña nunca llegó a saberlo, porque su madre tiró de ella para alejarla de aquella extraña joven. Manuel oyó aún su voz, protestando:
—¡Era un ángel, mamá!
No pareció que la muchacha entendiera sus palabras ni se diera por aludida. Manuel la contempló un momento.
Un ángel…, qué imaginación tienen los niños. Pero Manuel pensó de pronto, que, desde luego, aquella chica resultaba lo bastante peculiar como para no parecerse a ninguna otra que hubiera conocido.
Se inclinó junto a ella; la muchacha levantó la cabeza para mirarlo con unos enormes ojos oscuros, abiertos de par en par, curiosos y sin asomo de temor.
—¿Te has perdido? —le preguntó Manuel, con el tono de voz que habría utilizado para hablarle a un niño pequeño.
Aun así, la muchacha lo miró sin comprender.
“Vaya por Dios”, pensó el vigilante. “No habla mi idioma”. Seguramente sería una de esos inmigrantes que venían de Europa del Este o de algún sitio similar. Lo intentó de nuevo, gesticulando mucho:
—¿Tienes hambre? ¿Quieres comida?
Calló enseguida, sintiéndose ridículo. La chica lo contemplaba fascinada y divertida, con sus grandes ojos fijos en la boca de él, como si le resultara chocante oír salir de ella aquellos sonidos tan curiosos. Definitivamente, o estaba loca o era muy, muy rara.
—Bueno, espera aquí —farfulló—. Veré si puedo traerte algo de comer, ¿vale?
Ella le dedicó una radiante sonrisa, que iluminó su rostro sucio y cansado.Veía algo en ella, tal vez ingenuidad, inocencia… algo encantador, diferente, que hacía que Manuel sintiese ganas de protegerla.
La dejó allí, sentada en el suelo, y se dirigió a la bocatería más cercana.
Cuando volvió a salir, momentos más tarde, con un bocadillo de jamón y un botellín de agua, la chica se había marchado.
Maldiciendo por lo bajo, Manuel recorrió todo el pasillo, buscándola, hasta desembocar en la plaza principal del complejo.
El centro comercial estaba construido en torno a un inmenso árbol centenario que no habían derribado porque los ecologistas de la región pusieron el grito en el cielo. De manera que allí se quedó, y las tiendas crecieron en torno a él, dejándolo en el centro del complejo, como punto de referencia. Ahora estaba engalanado con todas las luces y adornos de Navidad, y una enorme estrella relucía en su rama más alta.
Y la extraña chica estaba allí, al pie del árbol, contemplando, extasiada, aquella orgía de luces, luces rojas, azules, verdes, amarillas… todas tan brillantes, que parpadeaban, y se encendían, y se apagaban, y bañaban su rostro con su suave resplandor.
Manuel se detuvo a pocos pasos de ella y la miró. Se leía en su expresión una huella de profunda nostalgia, como si el árbol, o las luces, o tal vez ambas cosas, le recordaran a algo perdido tiempo atrás, que añorara con todo su ser. Alzó la mano, maravillada, y rozó las ramas bajas con profunda ternura. Después tocó una de las luces rojas con la punta del dedo, con precaución, como si esperara quemarse. Pareció sorprendida al comprobar que no era así.
Cogió la bombilla con los dedos y tiró de ella. Se resistía a separarse del árbol, por lo que tiró con más fuerza. Contempló, fascinada, la sarta de luces que salían detrás de la primera.
Manuel reaccionó y se apresuró a acercarse a ella.
—¡Eh, eh! ¿Qué haces? ¡Deja eso!
La muchacha lo miró sin comprender, e insistió en tirar de las bombillas. Manuel la agarró del brazo y trató de arrebatarle las luces. La chica gimió, angustiada, y se debatió con la desesperación de un animalillo atrapado en una trampa. Manuel la soltó, un poco intimidado. Ella dio un fuerte tirón y echó a correr, llevándose la ristra de bombillas detrás.
Manuel corrió tras ella, enfadado y desconcertado. Algunas personas se habían parado a contemplar la escena, y el vigilante se sintió muy ridículo y furioso consigo mismo por no haber echado a aquella chica del centro horas atrás.
Al cabo de unos momentos se detuvo, frustrado. La había perdido de vista.
No volvió a toparse con ella en toda la tarde, y abrigó la esperanza de que se hubiera marchado.
Aquel día, las tiendas cerraban mucho antes que de costumbre. Manuel asistió, con amargura, a la marcha de los clientes y de los dueños de los comercios, que regresaban a sus casas para celebrar la Nochebuena, y los envidió en silencio.
Cuando el centro comercial quedó en calma, solitario y a oscuras, Manuel hizo una nueva ronda por los pasillos. Le dolía la cabeza, seguramente a causa de aquel disco de villancicos que había estado sonando por megafonía toda la tarde, machaconamente. Se consoló pensando que una de las ventajas de hacer el turno de noche era que no tendría que soportar aquella música.
Estaba pensando en ello todavía cuando volvió a ver a la chica.
La descubrió al pie del árbol centenario, bailando en torno a él. Manuel se quedó mirando, fascinado, cómo sus gráciles pies descalzos se deslizaban sobre las raíces sin tropezar con ellas, casi como si flotaran. Contempló sus movimientos, aquella danza salvaje y exótica que no se asemejaba a nada que hubiera visto antes, pero que parecía tener su propio ritmo, el ritmo de todas las cosas, un ritmo que incluso los latidos del corazón del vigilante parecían seguir. Todavía estaba enredada en la sarta de bombillas que se había llevado un rato antes, y resultaba una imagen chocante, con su cabello flotando en torno a ella, bailando, envuelta en inútiles bombillas apagadas. Debería ser un espectáculo grotesco, y no lo era; la chica debería parecer ridícula, pero Manuel la encontró más encantadora que nunca.
Y entonces vio, turbado y estupefacto, cómo ella se arrancaba las bombillas, deshaciéndose de ellas como de un molesto estorbo, y acto seguido se quitaba la ropa, sin dejar de bailar, hasta quedar desnuda bajo las luces del árbol de Navidad.
“Ahora sí que sé que está completamente loca”, pensó Manuel, aturdido, sin saber muy bien si acercarse o no a ella.
Sin embargo, enseguida sucedió algo que lo hizo decidirse: porque, antes de que Manuel se diera cuenta, la chica se abrazó al tronco y comenzó a trepar por él con envidiable agilidad.
—¡Eh! —le gritó él, perplejo y alarmado—. ¡Baja de ahí! ¡No puedes hacer eso!
La muchacha no lo escuchó. Estaba ya a una altura considerable e iba directa a la estrella que brillaba en lo alto del árbol. “La luz”, pensó Manuel. Estaba claro que era eso lo que le llamaba la atención; pero estaba demasiado alta, era una locura. Maldiciendo por lo bajo, corrió hacia allí y se dispuso a trepar tras ella para obligarla a bajar.
Al llegar junto a las raíces descubrió, estupefacto, algo extraordinario: de la tierra nacían docenas de pequeñas flores blancas, flores que antes no estaban allí, que parecían haber brotado bajo los pies descalzos de la muchacha perdida que había estado bailando, momentos antes, en torno al árbol centenario.
“Estoy soñando”, se dijo Manuel, muy confuso. Pero la chica seguía trepando por las ramas, y se concentró en detenerla como fuera, antes de que resbalara y cayera al suelo.
Nunca llegó a saber cómo demonios consiguió alcanzarla. El árbol era enorme y altísimo y, aunque no resultaba difícil ascender por sus ramas, sí era peligroso. Sin embargo, Manuel fue sin dudarlo en pos de la muchacha perdida, y logró agarrarla por el tobillo cuando ella ya alcanzaba la estrella.
—¡Baja de ahí! —le gritó, aun a sabiendas de que ella no podía entender sus palabras; esperaba, al menos, que captase la intención—. ¡Vas a hacerte daño!
Ella apenas lo escuchó. Cogió la estrella y tiró de ella.
—¡No, no hagas…! —empezó Manuel.
Demasiado tarde. La estrella chisporroteó y se apagó. La chica la dejó caer, indiferente; el objeto chocó contra el suelo, varios metros más abajo, y se rompió en mil pedazos.
En esta ocasión, Manuel no dijo nada.
Porque la muchacha se había encaramado a la rama más alta y miraba hacia lo alto, y su rostro mostraba una dulce y radiante expresión de éxtasis, como si hubiera encontrado algo largamente anhelado. Manuel comprendió enseguida qué había atrapado su atención.
Era la luna, su tenue disco plateado presidiendo el cielo.
La luna, que relucía sobre ellos, bañando sus rostros y el cuerpo desnudo de ella.
La muchacha dejó escapar un curioso sonido, entre gorjeo, risa y gemido. Sacudió el pie, y Manuel le soltó el tobillo.
—¿Es la luna? —le preguntó, sintiéndose, sin embargo, un poco estúpido—. ¿La luna es la luz que estabas buscando?
Ella no contestó. Seguía contemplando la luna como si fuera lo más hermoso que hubiera visto jamás. Y, en su expresión de júbilo, Manuel vio reflejada su propia añoranza, algo que había estado oculto en su corazón, la luz de la luna, de aquellas estrellas que tachonaban el cielo, y que las luces artificiales de la ciudad se esforzaban tanto por ocultar.
Volvió a la realidad cuando ella se puso en pie sobre la rama, aún con los ojos fijos en la luna, y abrió los brazos.
Manuel entendió enseguida lo que iba a hacer.
—¡NO! —pudo gritar, antes de que ella diera un salto y se arrojara al vacío, como una hoja en otoño.
Manuel se lanzó hacia adelante, manoteó en el aire, tratando de agarrarla antes de que cayera. Consiguió abrazarla. Pero perdió el equilibrio, y tuvo la suerte de que una rama lo retuviera allí y le impidiera caer al suelo.
Se dio cuenta entonces de que ya no tenía entre sus brazos a la chica perdida. Jadeó, atónito y aterrado, al ver lo que estaba aferrando: una piel, una piel humana, la piel de la muchacha, que ahora no parecía más que un inútil disfraz desinflado. Con un pequeño grito de horror, Manuel dejó caer aquella piel, que se deshizo entre sus dedos, transformándose en un fino polvo dorado. Sintiéndose inmerso en un extraño sueño, el vigilante, todavía temblando entre las ramas, miró en torno a sí.
Y entonces, la vio.
Estaba suspendida en el aire, frente a él. La luz de la luna bañaba su verdadero cuerpo, luminoso, sobrenatural; sus delgadas alas transparentes, que temblaban a su espalda como gotas de rocío; sus inmensos ojos rasgados, negros, todo pupila, tan profundos, sabios, eternos, que lo miraban fijamente. Manuel no se atrevió a moverse. La contempló, fascinado, preguntándose si estaba soñando.
La criatura rió, feliz, y fue una risa cantarina y musical, que coreó el susurro de la brisa en las hojas del árbol centenario. Se acercó un poco más al vigilante, que quiso retroceder, intimidado, pero no fue capaz. Y depositó un suave beso en los labios de él, apenas un roce, y después, hizo vibrar sus alas y echó a volar.
Manuel la vio dar un par de vueltas en torno al árbol, quizá para despedirse, jugando con las ramas, acariciando sus hojas, fluyendo en el aire nocturno como un suave aroma arrastrado por el viento; y después la contempló, maravillado, mientras se elevaba sobre el centro comercial hacia el cielo nocturno, como una estrella fugaz que regresara a lo más profundo del cosmos.
Y ella desapareció, de vuelta a su hogar, dondequiera que éste estuviese. Y de aquella noche no quedó más que el círculo de flores que nacieron en pleno invierno, en el corazón del centro comercial, en torno al árbol centenario, bajo los pies del hada que había bailado allí, a la luz de la luna.
Y Manuel se acurrucó allí, entre las ramas, y lloró como un niño.

Laura Gallego García

martes, 23 de diciembre de 2014

EL JUGLAR DE NUESTRA SEÑORA

(CUENTO DE NAVIDAD)              

Cuenta una leyenda que, en el país que hoy conocemos como Austria, era costumbre que la familia Burkhard (compuesta por un hombre, una mujer y un niño) animase las ferias navideñas recitando poesías, cantando baladas de antiguos trovadores, y haciendo malabarismos que divertían a todo el mundo. Por supuesto, nunca sobraba dinero para comprar regalos, pero el hombre siempre le decía a su hijo:

—¿Tú sabes por qué el saco de Papá Noel nunca termina de vaciarse, con la de niños que hay en el mundo? Pues porque, aunque está lleno de juguetes, a veces también deben entregarse algunas cosas más importantes, que son los llamados regalos invisibles. A un hogar dividido, él lleva armonía y paz en la noche más santa del año cristiano. Donde falta amor, él deposita una semilla de fe en el corazón de los niños. Donde el futuro parece negro e incierto, él lleva la esperanza. En nuestro caso, cuando Papá Noel viene a visitarnos, al día siguiente todos nos sentimos contentos por continuar vivos y por poder realizar nuestro trabajo, que es el de alegrar a las personas. Que esto nunca se te olvide.

Transcurrido el tiempo, el niño se convirtió en un muchacho, y cierto día la familia pasó por delante de la imponente abadía de Melk, que acababa de ser construida.

—Padre, ¿recuerda usted que hace muchos años me contó la historia de Papá Noel y sus regalos invisibles? Creo que cierta vez yo recibí uno de esos regalos: la vocación de hacerme religioso. ¿Le contrariaría mucho a usted si en este momento diera el primer paso hacia lo que siempre he soñado?

Aunque la compañía de su hijo les hacía mucha falta, los padres comprendieron y respetaron su deseo. Llamaron a la puerta del convento, y fueron recibidos con generosidad y amor por los monjes, que aceptaron al joven Burkhard como novicio.

Llegó la víspera de la Navidad y, justamente ese día, se obró en Melk un milagro muy especial: Nuestra Señora, llevando al Niño Jesús en brazos, decidió bajar a la Tierra para visitar el monasterio.

Sin poder disimular su orgullo, todos los religiosos hicieron una gran fila, y cada uno de ellos se iba postrando ante la Virgen, procurando homenajear a la Madre y al Niño. Uno de ellos les mostró las bellas pinturas que decoraban el local, otro les llevó un ejemplar de una Biblia que había requerido cien años de trabajo para ser manuscrita e ilustrada, y un tercero recitó de corrido el nombre de todos los santos.

Al final de la fila, el joven Burkhard aguardaba ansioso. Sus padres eran personas simples, y sólo le habían enseñado a lanzar bolas a lo alto para hacer con ellas algunos malabares. Cuando le tocó el turno, los otros religiosos querían poner fin a los homenajes, pues el antiguo malabarista no tenía nada importante que decir, y podría dañar la imagen del convento. Sin embargo, también él sentía en lo más hondo una fuerte necesidad de ofrecerles a Jesús y a la Virgen algo de sí mismo.

Avergonzado, sintiendo la mirada recriminatoria de sus hermanos, se sacó algunas naranjas de los bolsillos y comenzó a arrojarlas hacia arriba para atraparlas a continuación, creando un bonito círculo en el aire, al igual que solía hacer cuando él y su familia caminaban por las ferias de la región.

Fue sólo entonces cuando el Niño Jesús empezó a aplaudir de alegría en el regazo de Nuestra Señora. Y fue sólo a este muchacho a quien la Virgen María le extendió los brazos y le permitió sostener durante un tiempo al Niño, que no dejaba de sonreír.

La leyenda termina diciendo que, por causa de este milagro, cada doscientos años, un nuevo Burkhard llama a la puerta de Melk y es admitido y, mientras permanece allí, tiene el don de alegrar el ánimo de todos los que lo conocen.

Paulo Coelho

SWINGING CHRISTMAS

Es un album ilustrado de Benjamin Lacombe que se basa en un cuento de la cantante francesa de origen hispano Olivia Ruiz.

El protagonista es Robin, un niño de nueve años apodado “el rey de las travesuras”. Vive en un pueblo perdido entre las colinas y le parece un lugar tan aburrido que lo ha bautizado como Unrolloquetemueres. Su madre cada Navidad prepara cestas para los más necesitados y, aunque al principio a él no le hace mucha gracia, se acaba convirtiendo en el repartidor oficial. Y así es como aparece en la casa de Bernard, un hombre mayor con pinta de oso que, para su sorpresa, resulta ser encantador, bondadoso y un enamorado de los libros y de la música jazz. De hecho, en su viejo tocadiscos siempre suenan las canciones interpretadas por la bella Sol, la estrella de la orquesta Red Star y el gran amor de su vida al que perdió. Entre Robin y Bernard surgirá una amistad que les marcará para toda la vida y que será clave a la hora de afrontar sus respectivos futuros.

Lacombe retrata un paisaje navideño repleto de copos de nieve, bosques teñidos de blanco, altas colinas, estrellas como decoración principal, lecturas en un cómodo sofá al lado de la chimenea… Pero Swinging Christmas se convierte en mucho más que un cuento de Navidad: es un homenaje al amor, a la amistad, a la literatura y a la música. Robin no consigue aprender a leer correctamente y el ermitaño le explica que debe disfrutar de las palabras del mismo modo que sabe apreciar una bonita canción. “Hijo, para leer hay que estar relajado. Deja que las palabras te lleguen sin juzgarlas y sin juzgarte; deja que te invadan sin temor, igual que, por lo que veo, haces con la música. Escucha, aquí la trompeta también nos está contando una historia, No sabes nada de música, pero la percibes con emoción. Eso es lo más importante. Estas letras y estas palabras también son una música. Si las lees despacio y das con el tempo correcto, lo conseguirás”.

Lacombe nos sorprende y cautiva con una historia navideña y entrañable que tiene como protagonista al niño Robin el cual descubrirá un mundo diferente a través de la lectura y la música que le proporcionará el anciano y amigo Bernard.  Un cuento musical acompañado de un CD con cinco canciones de Olivia Ruiz y The Red Star Orchesta con el que se intensifica la lectura del mismo a ritmo de las canciones de jazz. Un libro para tener, guardar y disfrutar con la vista y el oído, con el que transportarse al pueblecito y acompañar a Robin en sus aventuras. Las ilustraciones son espectaculares, buscando la expresividad y los detalles en sus personajes.


 Os dejo con el booktrailer del libro, y escuchad relajadamente la preciosa voz de Olivia Ruiz:


lunes, 22 de diciembre de 2014

HISTORIA DEL REY ARTURO Y DE LOS NOBLES Y ERRANTES CABALLEROS DE LA TABLA REDONDA

También este libro trata de una historia interminable. Su temática tiene unas largas, sinuosas, y complicadas raíces en una antigua mitología, su relato se prolonga y se diversifica en narraciones incontables de muy diversas épocas y lugares, y, además, los mismos lectores de la historia entran luego, sesgadamente, a formar parte de la misma. Tal vez sea imposible, por muy hábil que sea quien escarba, descubrir del todo esas raíces, tan enrevesadas como las de las arenarias, hundidas en el humus mítico. El empeño, por otra parte, de intentar referir todos los cuentos y anotar todas las reliquias de la tradición literaria artúrica supondría pretender un amontonamiento infinito en un mamotreto impublicable. He renunciado a esas exhaustivas tareas, y me contentaría con que este breve resumen, de afán divulgador, pareciera una síntesis aceptable, por no omitir nada esencial, y no diera la impresión de un esquematismo excesivo. La historia del reino del fabuloso Arturo y sus errantes caballeros es la historia de un universo de ficción.

He tratado de exponer en unas líneas claras el origen del mito artúrico, situándolo en su contexto histórico, y resumir luego la evolución del mismo en la tradición literaria europea. El ímpetu mítico de esta literatura novelesca, las variaciones de su sentido, y el retorno de sus personajes y símbolos fundamentales a lo largo de varios siglos son los puntos centrales de estas páginas. Pretenden ser precisas y presentar ante el lector no especialista una idea general de lo que significó esta literatura lejana y fascinante.

 Ni la originalidad ni la erudición son méritos de este estudio, que es un conjunto de apuntes de muchas y muchas lecturas. Tan sólo la ordenación de los textos en una perspectiva amplia y de conjunto, y el afán de claridad y precisión en la exposición pueden ser considerados, en el mejor de los casos, como virtudes de este resumen divulgador para lectores españoles. Me parecía interesante ofrecer esa perspectiva histórica para recomendar luego la lectura de esos textos que yo leí con tanto placer, y por eso concluí por redactar estas páginas, que habría preferido que hubiera escrito otro, con estilo más fluido y con mayor amplitud.

En cierto modo me incitó también a hacerlo la lectura de algunos trabajos recientes, publicados al amparo de una renovada moda de lo artúrico, que enfocaban el mito de manera esotérica y con total desconocimiento de su entorno histórico. Bajo los episodios narrados por Malory, que vivió en el siglo XV, en la Inglaterra de la Guerra de las Dos Rosas, y que traducía libremente novelas francesas de caballería, se pretende encontrar ecos de mitos del neolítico, que habrían pervivido en tradiciones orales de imprecisos ambientes culturales. En esa exégesis de lo mítico parece volverse a los esquemas de Sir James Frazer, aunque con mucha menos inteligencia y amenidad de lo que lo hizo Jessie L. Weston a comienzos de siglo. From Ritual to Romance (1920, Cambridge), fue un libro sugestivo y brillante, que aún hoy se lee con interés.

Sin embargo, los mitos y leyendas del reino de Arturo, que encierran a veces un trasfondo mítico celta y que provienen a veces de narraciones orales o del folktale, alcanzan su sentido, no por ese arcano simbolismo, sino por su determinado contexto histórico y cultural. Los orígenes del caldero mágico significan menos en la historia del Grial que su adopción, a partir de la novela de Chrétien, en una versión cristianizada y eucarística, como enigmático objetivo de una búsqueda, o queste, espiritual.

En nuestro estudio la tesis fundamental, si es que conviene llamar así a lo que me parece, sencillamente, la constatación de un hecho manifiesto, es que todo el mundo del rey Arturo y sus caballeros y damas es un mito literario. Esto quiere decir que ha sido la literatura, o la ficción literaria, quien ha conformado la materia mitológica a partir de unas leyendas trasmitidas por una nebulosa tradición oral con un origen real en los siglos V, VI, o VII de nuestra era. Pero la trayectoria literaria del mito artúrico en los siglos XII y XIII es la que ha hecho de los personajes de la saga lo que son en nuestra fantasía. De un remoto caudillo britano, que tal vez capitaneó un tropel de jinetes o que dirigió una carga de galeses y bretones en alguna batalla contra los invasores anglosajones, la literatura ha hecho un magnánimo soberano, digno de rivalizar en esplendor con el antiguo Alejandro, o con el franco Carlomagno. De sus compañeros en esas correrías o encuentros de guerra ha hecho unos caballeros corteses. Y los ha rodeado de prestigiosos magos, como Merlín o Morgana, en un mundo fantástico, poblado de aventuras y maravillas. En la formación del mito han contribuido grandes escritores, con un nombre propio y con una precisa intención, que responden a la ideología de cierto público y cierto momento histórico. Geoffrey de Monmouth hizo de Arturo un gran monarca de grandeza imperial, parecido a Enrique II Plantagenet, Wace insistió en la opulencia de su corte refinada, Chrétien de Troyes otorgó el papel de protagonistas a sus más distinguidos vasallos y dejó a Arturo su aura de gran señor y roi fainéant, el ideal de los grandes señores feudales. Fue la imagen de la corte de Arturo un espejo ejemplar de cortesía, generosidad, y justicia, entendidas según las normas del momento. Fue una bella imagen que evolucionó sutilmente sirviendo los intereses del público. Los clérigos que compusieron el ciclo en prosa insistieron en el fin trágico de la caballería terrena, mundana y en exceso orgullosa. Y en el ocaso de la caballería la imagen de este mundo ficticio sobrevivió irónicamente en la nostalgia.

Es probable que decepcione a algunos lectores el que no me adentre en la floresta de los símbolos arquetípicos que pululan en los textos artúricos. He dejado de lado todo ese aspecto de la significación y renunciado a tal exégesis, que no niego que puede tener un interés y un atractivo superior incluso al planteamiento histórico y filológico que aquí, modestamente, me propongo.

Las investigaciones esotéricas y psicológicas de mitos e historias mágicas parecen gozar de un cierto éxito de público y prensa. A esa hermenéutica en la que se confunden todo tipo de relatos y textos, en la que todos los símbolos son eternos, ubicuos, trascendentes, y pardos como los gatos en la noche, he de renunciar. Por más que en los episodios y maravillas con que se encuentran los personajes de las aventuras caballerescas haya largo repertorio de imágenes y símbolos seductores de la fantasía, la ensoñadora divagación sobre ellos queda al alcance del lector. El texto guarda sus prestigios fantásticos y sus misterios, como toda buena literatura fantástica. Pero siempre dentro de su contexto real.

Como ya señalé, no es éste un libro de investigación erudita ni un índice exhaustivo de los elementos artúricos en la literatura universal. Vuelvo aquí a retomar algunos temas y textos ya analizados en mi libro Primeras novelas europeas, (Madrid, Istmo 1974), que trataba de los comienzos del género novelesco en la Europa occidental. Pero el enfoque es un tanto distinto, ya que en ese estudio se ponía el acento en la aparición de un género literario, la novela, mientras que ahora el hilo de estas reflexiones y noticias es el tema de Arturo y su mundo. Hay ciertos temas, como el del amor cortés, o el del mito trágico de Tristán e Isolda, p.e., o la distancia entre la épica y la novela, que están vistos con detenimiento en el estudio sobre el género novelesco y que ahora, en estas páginas, sólo aparecerán marginalmente.


Por lo demás, este libro es, creo, tan sólo un preludio y una invitación a la lectura de las grandes novelas sobre el rey Arturo y sus caballeros, una ventana sobre ese mundo fantástico de fascinantes escenarios y magnánimas y seductoras figuras. El mito literario en torno del «rey que fue y que será» es el fruto de una compleja colaboración entre bardos celtas, cuenteros bretones, novelistas franceses, e ingleses y alemanes, que crearon en la Edad Media un universo fabuloso y romántico («romántico» viene de «roman») de una perdurable vitalidad y una mágica coherencia. Arturo, Ginebra, Lanzarote, Galván, Perceval, Galaad, Cay, Merlín, Morgana, Mordred, y otros personajes de la corte de Camelot, son figuras espléndidas e inolvidables. La tradición literaria los perfila y los prestigia más o menos. (Gawain, Gauvain, Galván, es un personaje que se va desgastando, desde. su abolengo céltico; Lanzarote, en cambio, es un héroe inventado por Chrétien de Troyes que se engrandece más y más. Cabe una valoración diversa del héroe perfecto del Grial, Galaad, según las preferencias del lector). Pero están ahí, en el mágico escenario que la literatura medieval les ha procurado, y nuestra imaginación los alberga a todos.

Por un extraño avatar histórico, los ingleses consideran las leyendas artúricas como un mito nacional, mientras que en Francia, cuyos novelistas primeros romancearon las historias, sólo los eruditos y lectores de textos medievales andan bien informados sobre este mundo. La tradición literaria -y el fervor británico hacia la obra de T. Malory explica este fenómeno. He querido aludir en los últimos capítulos a esta pervivencia literaria, de modo rápido, pero con las referencias precisas a algún estudio reciente más amplio para que el lector español interesado en ellas pueda ampliarlas.


Carlos García Gual