viernes, 29 de septiembre de 2017

LOPE: LA FURIA DEL FÉNIX


No os cuento esto por otros, sino que lo sé por mí mismo. Dejad que os hable de Lope, de su espada y de la armada, de sus amoríos escandalosos, de sus galopadas en la noche. Dejad que hable de sus idas y venidas, de sus bastardos, de sus ansias de fama, y también de mentiras. ¿No llenaréis otra vez mi copa? Dejad que os hable de las envidias. De los teatros de la corte, de las rencillas entre escritores, de la triste España de nuestro rey Felipe, del desastre de las finanzas. De las cuchilladas y duelos a espada, de sangre y honor, de manuscritos y de impresores. De las tertulias literarias, de ajusticiamientos de poetas, de corrupción, de nobles y damas, de lances de honor. Que os hable de Valencia, de Madrid, de Sevilla del Siglo de Oro, de Granada de los Mendoza, de la Alhambra. De la gloria del teatro y del aplauso del público.

Dejad que os hable de Lope y de sus ansias de vivir y de su temor a la soledad y al olvido. Y de sus muchas miserias. ¿No merece mi relato un vino? Y después, juzgad si tenéis razón o no para envidiarle.

La novela de Blas Malo abarca la vida de Lope desde el Madrid de diciembre de 1587, cuando Elena Osorio rompe con él, lo que desencadena su  destierro de Madrid y el matrimonio con Isabel de Urbina, hasta su estancia en Granada en 1603, pasando por la boda con Juana de Guardo y sus relaciones con Micaela de Luján, aunque la acción comienza en  Lisboa, cuando Lope embarca en la Armada Invencible.

                El autor nos ofrece un acertado panorama de nuestro Siglo de Oro, donde se reflejan tanto las clases como distintos conflictos sociales (por ejemplo, la pugna entre el estamento religioso y la necesidad de evasión y diversión que necesitaba el pueblo que desemboca en el cierre de los corrales de comedias).

                La novela es amena y ágil; en ella se entremezclan personajes ficticios e históricos, todos ellos perfectamente trazados, como Juan de Dios de Belloso, Isabel de Urbina, Claudio Conde, Micaela de Luján, y por encima de ellos Lope, un Lope mujeriego (pues el está enamorado de la idea del amor) y ambicioso que quiere triunfar en las letras y en la escena (aparecen sus pullas con Góngora o Cervantes), revolucionando el teatro ofreciendo lo que la gente quería ver.

jueves, 28 de septiembre de 2017

LA RAZÓN ÚLTIMA DE LA LECTURA


Como autor de libros infantiles, realizo frecuentes visitas a los colegios, y los profesores y profesoras suelen pedirme que anime a los niños a leer. En tales casos, empiezo por preguntarles si les gusta la lectura (no tiene mucho sentido animar a quienes ya están animados), y casi siempre hay alguien que se atreve a reconocer que no.
¿Por qué?, pregunto entonces, y las respuestas suelen pertenecer a una (o a varias) de estas tres categorías:
1.       Porque es muy cansado.
2.       Porque es más divertido ver la televisión.
3.       Porque no sirve para nada.
En resumen: leer es un esfuerzo tedioso e inútil. Y si las estadísticas sobre hábitos de lectura no mienten, muchos adultos deben de pensar lo mismo, aunque no se atrevan a decirlo.
Entonces les pregunto a los pequeños teleadictos si prefieren ver jugar a los demás o participar personalmente en los juegos, e invariablemente se decantan por lo segundo.
Pero jugar es mucho más cansado que ver jugar a otros, les digo.
Pero también es más divertido, replican. ¿Por qué? Porque lo haces tú, porque tú eres el protagonista.
Lo mismo ocurre con la lectura, les digo entonces. La televisión te lo da todo hecho: imágenes, sonidos, acciones... Deja muy poco margen a la participación personal. Sin embargo, cuando lees, ante tus ojos sólo hay unas hileras de garabatos negros que, misteriosamente, tu cerebro convierte en imágenes mentales, voces interiores, ideas... junto con la creación artística, literaria o científica, junto con su complemento la escritura, la lectura es la actividad intelectual por excelencia, el ámbito privilegiado de la reflexión, de ese pensamiento abstracto que nos define como individuos y como especie. Solo la lectura nos hace plenamente dueños del lenguaje, que es la materia misma de la que estamos hechos.
Leer es jugar con la imaginación, mientras que ver la tele es ver jugar a otros (que, además, suelen hacerlo bastante mal), les digo a los niños. Y jugando con tu imaginación no solo te diviertes más, sino que la ejercitas, te vuelves más ágil mentalmente, del mismo modo que al jugar a fútbol ejercitas tu cuerpo y mejoras tu forma física.
A veces les digo a los niños: ¿Sabéis por qué la Historia propiamente dicha empieza con la escritura y a la etapa anterior se la denomina Prehistoria? Porque sin escritura, sin libros, la cultura no tiene más capacidad que la de la memoria individual ni más alcance que el de la voz humana. Sin escritura no hay Historia: solo pequeñas historias dispersas, y a lo sumo algunos mitos que intentan darles unidad y sentido. Sin escritura no hay siquiera tiempo: solo ciclos que se repiten una y otra vez.
Y lo que vale para las sociedades, vale también, mutatis mutandis, para las personas. Sin escritura -sin lectura- no hay una estructuración mental sólida, no hay progresión continua, no hay auténtico desarrollo. Leer para crecer, y no solo los niños.
Somos lenguaje, incluso cuando callamos. Continuamente nos recorre un río de palabras, y somos los ecos innumerables que esas palabras multiplican en los laberintos de la mente. Y la lectura alimenta, depura y vivifica ese río verbal mejor que ninguna otra fuente. Leer para ser.
Y cuando, con distintas o parecidas palabras, termino de exponer estas poderosas razones, les digo a los niños que se olviden de ellas, porque hay obra que las hace innecesarias.
Un día conoces a una persona, hablas con ella, se establece un vínculo, el tiempo lo consolida y enriquece... Tienes un amigo o una amiga. No te preguntas por qué ni para qué, pues es algo que se justifica en sí mismo: no requiere una razón de ser, sino que la brinda.
Un día abres un libro, hablas silenciosamente con él (leer nunca es una actividad meramente receptiva), se establece un vínculo, el tiempo (con ayuda de otros libros) lo consolida y enriquece. Tienes un amigo que te acompañará siempre.
Esa es la razón última de la lectura: que, al igual que la amistad, su perfecta metáfora, no necesita ninguna.

Carlo Frabetti

miércoles, 27 de septiembre de 2017

EL DRAGÓN


La noche soplaba en el pasto escaso del páramo. No había ningún otro movimiento. Desde hacía años, en el casco del cielo, inmenso y tenebroso, no volaba ningún pájaro. Tiempo atrás, se habían desmoronado algunos pedruscos convirtiéndose en polvo. Ahora, sólo la noche temblaba en el alma de los dos hombres, encorvados en el desierto, junto a la hoguera solitaria; la oscuridad les latía calladamente en las venas, les golpeaba silenciosamente en las muñecas y en las sienes.
Las luces del fuego subían y bajaban por los rostros despavoridos y se volcaban en los ojos como jirones anaranjados. Cada uno de los hombres espiaba la respiración débil y fría y los parpadeos de lagarto del otro. Al fin, uno de ellos atizó el fuego con la espada.
‒¡No, idiota, nos delatarás!
‒¡Qué importa! ‒dijo el otro hombre‒. El dragón puede olernos a kilómetros de distancia. Dios, hace frío. Quisiera estar en el castillo.
‒Es la muerte, no el sueño, lo que buscamos...
‒¿Por qué? ¿Por qué? ¡El dragón nunca entra en el pueblo!
‒¡Cállate, tonto! Devora a los hombres que viajan solos desde nuestro pueblo al pueblo vecino.
‒¡Que los devore y que nos deje llegar a casa!
‒¡Espera, escucha!
Los dos hombres se quedaron quietos.
Aguardaron largo tiempo, pero sólo sintieron el temblor nervioso de la piel de los caballos, como tamboriles de terciopelo negro que repicaban en las argollas de plata de los estribos, suavemente, suavemente.
‒Ah... ‒El segundo hombre suspiró‒. Qué tierra de pesadillas. Todo sucede aquí. Alguien apaga el sol; es de noche. Y entonces, y entonces, ¡oh, Dios, escucha! Este dragón dicen que tiene ojos de fuego, y un aliento de gas blanquecino; se lo ve arder a través de los páramos oscuros. Corre echando rayos y azufre, quemando el pasto. Las ovejas, aterradas, enloquecen y mueren. Las mujeres dan a luz criaturas monstruosas. La furia del dragón es tan inmensa que los muros de las torres se conmueven y vuelven al polvo. Las víctimas, a la salida del sol, aparecen dispersas aquí y allá, sobre los cerros. ¿Cuántos caballeros, pregunto yo, habrán perseguido a este monstruo y habrán fracasado, como fracasaremos también nosotros?
‒¡Suficiente te digo!
‒¡Más que suficiente! Aquí, en esta desolación, ni siquiera sé en qué año estamos.
‒Novecientos años después de Navidad.
‒No, no ‒murmuró el segundo hombre con los ojos cerrados‒. En este páramo no hay Tiempo, hay sólo Eternidad. Pienso a veces que si volviéramos atrás, el pueblo habría desaparecido, la gente no habría nacido todavía, las cosas estarían cambiadas, los castillos no tallados aún en las rocas, los maderos no cortados aún en los bosques; no preguntes cómo sé; el páramo sabe y me lo dice. Y aquí estamos los dos, solos, en la comarca del dragón de fuego. ¡Qué Dios nos ampare!
‒¡Si tienes miedo, ponte tu armadura!
‒¿Para qué? El dragón sale de la nada; no sabemos dónde vive. Se desvanece en la niebla; quién sabe a dónde va. Ay, vistamos nuestra armadura, moriremos ataviados.
Enfundado a medias en el corselete de plata, el segundo hombre se detuvo y volvió la cabeza.
En el extremo de la oscura campiña, henchido de noche y de nada, en el corazón mismo del páramo, sopló una ráfaga arrastrando ese polvo de los relojes que usaban polvo para contar el tiempo. En el corazón del viento nuevo había soles negros y un millón de hojas carbonizadas, caídas de un árbol otoñal, más allá del horizonte. Era un viento que fundía paisajes, modelaba los huesos como cera blanda, enturbiaba y espesaba la sangre, depositándola como barro en el cerebro. El viento era mil almas moribundas, siempre confusas y en tránsito, una bruma en una niebla de la oscuridad; y el sitio no era sitio para el hombre y no había año ni hora, sino sólo dos hombres en un vacío sin rostro de heladas súbitas, tempestades y truenos blancos que se movían por detrás de un cristal verde: el inmenso ventanal descendente, el relámpago. Una ráfaga de lluvia anegó la hierba; todo se desvaneció y no hubo más que un susurro sin aliento y los dos hombres que aguardaban a solas con su propio ardor, en un tiempo frío.
‒Mira... ‒murmuró el primer hombre‒. Oh, mira, allá...
A kilómetros de distancia, precipitándose, un cántico y un rugido, el dragón.
Los hombres vistieron las armaduras y montaron los caballos, en silencio. Un monstruoso ronquido quebró la medianoche desierta, y el dragón, rugiendo, se acercó, y se acercó todavía más. La deslumbrante mirada amarilla apareció de pronto en lo alto de un cerro, y en seguida, desplegando un cuerpo oscuro, lejano, impreciso, pasó por encima del cerro y se hundió en un valle.
‒¡Pronto!
Espolearon las cabalgaduras hasta un claro.
‒¡Por aquí pasa!
Los guanteletes empuñaron las lanzas y las viseras cayeron sobre los ojos de los caballeros.
‒¡Señor!
‒Sí, invoquemos su nombre.
En ese instante, el dragón rodeó un cerro. El monstruoso ojo ambarino se clavó en los hombres, iluminando las armaduras con destellos y resplandores bermejos. Hubo un terrible alarido quejumbroso, y un ímpetu demoledor, y la bestia prosiguió su carrera.
‒¡Dios misericordioso!
La lanza golpeó bajo el ojo amarillo sin párpado, y el hombre voló por el aire. El dragón se le abalanzó, lo derribó, lo aplastó, y el hombro negro lanzó al otro jinete a unos treinta metros de distancia, contra la pared de una roca. Gimiendo, gimiendo siempre, el dragón pasó, vociferando, todo fuego alrededor y debajo: un sol rosado, amarillo, naranja, con plumones suaves de humo enceguecedor.

* * *

‒¿Viste? ‒gritó una voz‒. ¿No te lo había dicho?
‒¡Sí! ¡Sí! ¡Un caballero con armadura! ¡Lo atropellamos!
‒¿Vas a detenerte?
‒Me detuve una vez; no encontré nada. No me gusta detenerme en este páramo. Me pone la carne de gallina. No sé qué siento.
‒Pero atropellamos algo.
El tren silbó un buen rato; el hombre no se movió.
Una ráfaga de humo dividió la niebla.
‒Llegaremos a Stokely a horario. Más carbón, ¿eh, Fred?
Un nuevo silbido, que desprendió el rocío del cielo desierto. El tren nocturno, de fuego y furia, entró en un barranco, trepó por una ladera y se perdió a lo lejos sobre la tierra helada, hacia el Norte, desapareciendo para siempre y dejando un humo negro y un vapor que pocos minutos después se disolvieron en el aire quieto.

Ray Bradbury

martes, 26 de septiembre de 2017

NARRADORES DE LA NOCHE

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        Salim, cochero de Damasco, famoso por sus narraciones, pierde la voz. Un hada le explica que para recuperarla deberá recibir siete favores. Después de muchos intentos fallidos, cuando el plazo temporal está llegando a su fin, sus amigos intentan curarlo contándole un cuento cada uno, en la tertulia nocturna que han compartido toda la vida. Efectivamente, este es el remedio para que Salim recupere la capacidad de hablar. El sencillo hilo argumental sirve para ir enhebrando multitud de cuentos, leyendas, chistes, anécdotas que los personajes introducen en el cañamazo principal del relato. Años después de la curación de Salim, el narrador quiere saber si su mudez fue real o sólo un engaño para probar a sus amigos, pero el viejo cochero no quiere dar explicaciones.

          Esta novela de Rafik Schami  se estructura como una colección de cuentos al estilo de Las mil y una noches pero no es una  recopilación de cuentos, ya que los personajes tienen un tratamiento literario complejo: son más importantes que los cuentos que narran. Al igual que Sherezade cuenta sus historias para intentar alejar la muerte, los amigos de Salim quieren salvarle de la incomunicación, que es otra forma de la muerte.  Los relatos se narran desde diferentes perspectivas y con muy variados tonos: humorísticos, fantásticos, históricos, legendarios. En ocasiones, el estilo es sentencioso, en otras es vivo y ágil, y busca la comicidad. El autor intenta reflejar la personalidad de cada personaje a través de sus relatos, por ejemplo el emigrante que utiliza palabras en inglés que caracterizan su forma de hablar. El exministro es farragoso, está acostumbrado a que le escuchen y no hace nada por mantener la atención de sus oyentes, etc.

             La incomunicación humana es el tema fundamental del libro, tanto desde una perspectiva real (los personajes pierden la facultad de hablar o de oír) como simbólica (el personaje está encarcelado, es un emigrante, reprime sus emociones, etc.) La trama principal y todos los cuentos importantes que se van insertando en la novela hacen referencia a esta temática. 

lunes, 25 de septiembre de 2017

ÉRASE UNA VEZ UNA NIÑA LLAMADA SEPTIEMBRE


que estaba muy aburrida de vivir en casa de sus padres, donde todos los días tenía que lavar las mismas tazas de té rosa y amarillas y las salseras a juego, debía dormir en la misma almohada bordada y jugar con el mismo perrito simpático. Como había nacido en mayo, tenía un lunar en la mejilla izquierda y los pies grandes y torpes, el Viento Verde se compadeció de ella y voló hasta su ventana una noche justo después de que cumpliera once años. Llevaba un batín verde, una capa verde de conductor de carruajes, unos pantalones de montar verdes y unas raquetas de nieve, también verdes. Y es que en las casas sobre las nubes donde habitan los Seis Vientos hace mucho frío.

—Pareces una niña con bastante mal genio e irascible —dijo el Viento Verde—. ¿Quieres venirte conmigo a cabalgar a lomos del Leopardo de las Brisas Suaves y viajar hasta el gran mar que delimita la frontera de Tierra Fantástica? Yo, por desgracia, no podré entrar, porque a los Aires Fuertes no nos está permitida la entrada, pero me encantaría poder acompañarte hasta el Mar Perverso y Peligroso.

—¡Claro! ¡Por supuesto que quiero! —dijo Septiembre con un suspiro, pues tanto las tazas de té rosa y amarillas como los perritos simpáticos le disgustaban profundamente.

—Perfecto. Pues ven y siéntate conmigo. Ah, y procura no dar demasiados tirones a mi leopardo, que muerde.

Septiembre trepó hasta la ventana de la cocina, y dejó atrás la pila rebosante de tazas de té rosa y amarillas llenas de jabón y con hojas todavía pegadas en el fondo, que formaban figuras con las que se podía leer el futuro. Una de ellas le recordaba un poco a su padre, que se encontraba lejos de allí, en el mar, con su largo impermeable color café, un rifle y objetos relucientes en el sombrero. Otra se parecía un poco a su madre, inclinada sobre un terco motor de avión con su mono de trabajo y los músculos de los brazos marcados. En otra de ellas, la forma de las hojas parecía un repollo aplastado. El Viento Verde le tendió la mano, enfundada, cómo no, en un guante verde. Septiembre respiró hondo a la vez que estrechaba la mano que le ofrecía. Sin embargo, cuando se subió al alféizar perdió uno de los zapatos. Como éste será un hecho que más adelante cobrará importancia en nuestra historia, tomémonos un momento para despedirnos de su delicada y remilgada mercedita, adornada con una hebilla dorada, que cayó ruidosa sobre el suelo de parqué. ¡Adiós, zapato! Septiembre no tardará mucho en echarte de menos.

Catherynne M. Valente, La niña que recorrió Tierra Fantástica
en un barco hecho por ella misma

domingo, 24 de septiembre de 2017

EL OTOÑO


Ya el sol, Platero, empieza a sentir pereza de salir de sus sábanas, y los labradores madrugan más que él. Es verdad que está desnudo y que hace fresco.

¡Cómo sopla el Norte! Mira, por el suelo, las ramitas caídas; es el viento tan agudo, tan derecho, que están todas paralelas, apuntadas al Sur.

El arado va, como una tosca arma de guerra, a la labor alegre de la paz, Platero; y en la ancha senda húmeda, los árboles amarillos, seguros de verdecer, alumbran, a un lado y otro, vivamente, como suaves hogueras de oro claro, nuestro rápido caminar.

Juan Ramón Jiménez, Platero y Yo

SCI-FI: SINCE 1902


Homenaje a las películas de Ciencia Ficción, que siempre nos han acompañado, y a los autores que nos abrieron esos mundos.

viernes, 22 de septiembre de 2017

EL MEJOR VERANO


La piscina apareció cubierta de hojas, y con un fondo de barro acumulado a lo largo de los meses, en el que se ahogaban los saltamontes y rondaban algunas moscas azulencas. Olía de la misma manera que los cuartos de baño del chalet, abandonado durante ocho meses y resucitado con los calores.
Raúl se alegró. Eso suponía que, como todos los años, habría que limpiarla, y él había planeado encargarse de todo: ya era mayorcito, y si sus padres se lo permitían, se sacaría una paga extra. Durante esos meses y en la sierra, los gastos aumentaban: había que comprar helados, flashes de fresa y algunos petardos para el día de Santiago, que se celebraba en la urbanización como el día gordo del verano.
Los mayores contaban con sus propios medios para competir, los coches, los anillos y las reformas de los chalets, y los niños empleaban los helados y los petardos. Aquel año, además, Raúl comenzaba a sentir un ligero interés por las chicas, y entre los compañeros de la clase ya se rumoreaba que a las niñas se las compraba con helados.
Sus padres no le dedicaron una segunda mirada a la piscina. Su madre entró en la casa, abrió el ventanal y se dejó caer sobre el sofá, aún cubierto con las fundas blancas.
- Anda, vete a incordiar por ahí. Yo estoy medio mareada.
El padre le agarró por un brazo cuando intentaba escabullirse fuera de la finca.
- Tú, quieto. ¿A dónde vas? Ayúdame a sacar las cosas del coche. Luego ya tendrás tiempo de correr. ¿Qué hace tu madre?
- Nada.
- Vaya. Menuda novedad.
A Raúl no le interesaba discutir. Se encargó de la comida, de la nevera de picnic, de sus propios juguetes y de una mesa pequeña que su madre había insistido en llevar al chalet. Mientras tanto, ella continuaba con la cabeza reclinada sobre la funda, fingiendo que dormía. Cada vez lo hacía más a menudo, y Raúl ya no le daba importancia. Él intentaba lo mismo todos los lunes por la mañana, y nadie le hacía caso.
Durante la cena dejó caer un par de veces que habría que encargarse de la piscina. Sus padres estaban en otra cosa, aunque callaban, la madre desmigando el pan con mucho cuidado, el padre sin camisa, mirando al infinito.
- Qué pesado estás con la dichosa piscina. Mientras no vengan a limpiarla, puedes ir a la casa de Rubén, y si sus padres os aguantan, bañaros allí.
- ¿Y si la limpio yo?
- No digas tonterías, hijo –cortó la madre-. Cada año se mueren muchos niños ahogados en las piscinas.
- Pero si está vacía...
-Anda, come.

Los platos del chalet eran los que se habían usado durante años en la otra casa, de arcopal rayado, en los que la sopa se enfriaba inmediatamente. Raúl lo intentó de nuevo.
- Pero yo necesito dinero...
- Haber sacado mejores notas.
Tocaban ahí un punto sensible, porque por primera vez había llevado a casa suficientes y un mísero notable, y aunque no le habían dicho nada, se había quedado sin regalo de fin de curso.
- Tú pregunta cuánto te cobran. Yo te lo hago por la mitad. ¿Vale?
El padre sonrió sin ganas.
- Bueno. Ya hablaremos.
La comunidad que se reunía en la urbanización de la sierra se encontraba unida por lazos laborales y de sangre, y Raúl era el único que no se reunía con primos y con tíos. Su padre había elegido el lugar de veraneo porque todos sus compañeros de oficina habían comprado una casa allí, y porque deseaba olvidarse de las vueltas al pueblo cada agosto, a Toledo, a un pueblo en el que Raúl no había estado nunca. Su madre tomaba granizado casero y café helado con sus amigas, y durante Julio bajaban todas un par de días a las rebajas. La moda de los dos años anteriores había sido organizar barbacoas, y montar fiestas cuando ya caía la noche y el calor se retiraba.
Los adultos sólo despertaban con la brisa de la tarde. El resto del día pertenecía a los niños, a sus sesiones entre piscinas y las excursiones al kiosko de chucherías. El orden de las horas escapaba de lo normal, no había siesta, no había hora de acostarse, y la televisión permanecía encendida durante largas horas sin que nadie se preocupara por los ojos o por los deberes.
Cuando se encontró de nuevo con sus amigos, se sorprendió al ver que habían crecido. Él se veía más mayor, más alto y más fuerte, pero no imaginaba que también los demás cambiaran. Rubén, que tenía ya trece años, hablaba con una voz profunda que no habían escuchado antes, y se le habían cubierto las piernas de vello. Resucitaron las bicicletas de los garajes, y vivieron los dos primeros días con agujetas en las pantorrillas y los muslos, que se quejaban del movimiento y las horas al aire libre.
Sin embargo, lo más chocante fue comprobar lo mucho que habían variado las aficiones. El fútbol continuaba siendo sagrado, por supuesto, y chapoteaban en la piscina de Rubén, la única que funcionaba a aquellas alturas, pero ya no competían entre ellos. Cuando Raúl proponía una escapada al cerro, o una carrera, le tachaban de crío, y se negaban a moverse de la sombra.
Quien más quien menos, espiaba a una chica. Se colaban en las terrazas desde las que podrían verlas desnudas, y en la piscina se apostaban siempre en una altura inferior, de modo que si movían las piernas de manera descuidada podrían atisbar qué ocultaban bajo las bragas. Otros años habían aceptado a niñas en el grupo, a Anita, a Mariluz. Éste, ni siquiera permitían que se acercaran, y cuando se las cruzaban por la calle les dedicaban insultos y silbidos. Sin embargo, uno de los Canijos había robado un sujetador minúsculo con florecitas azules, y desde que sabían que pertenecía a Mariluz no podían pensar en nada más.
Raúl había descubierto hacía años que los mayores se comportaban de manera muy extraña con las mujeres. A veces, en las barbacoas, sobre todo cuando ya habían bebido un poco, las mujeres dejaban de preocuparse por los escotes y por las rodillas que mantenían impecablemente apretadas entre sí. Y a veces él había sido testigo de apartes entre ellos, de sobresaltos al ver que alguien se acercaba, y de alivio al comprobar que era solamente él. No le gustaba que sus amigos comenzaran tan pronto con el mismo procedimiento, con las quejas, con los vermuts y las siestas.
Durante el verano apenas veía a su madre. Él mismo se preparaba el cola-cao del desayuno, se agenciaba la merienda y se saltaba la cena si podía evitarla. Ella aflojaba su tenaza, no controlaba su ropa, ni sus sandalias llenas de tierra, y apenas salía de casa. Se aposentaba en el mismo sofá en el que se derrumbó el primer día y dejaba que se le escaparan las horas, ella, tan activa, llena de proyectos aplazados siempre para el verano. A veces, cuando Raúl se escabullía sin decir nada y se cruzaban en el pasillo o en las escaleras, ella le pasaba una mano por la cabeza y le dejaba paso.
- Si vas a correr, llévate el casco.
Raúl le obedecía, porque aún guardaba en mente la promesa de la limpieza de la piscina, pero dejaba el casco de la bici en la plaza y se olvidaba de él, como todos los demás.
No se había vuelto a saber nada de la piscina, que a medida de que los días avanzaban se llenaba de mosquitos y de restos de gasolina que se filtraban por el suelo del garaje. Raúl y sus padres ya no utilizaban esa zona del jardín, y habían comprado repelente de mosquitos sin preocuparse de nada más.
Su padre cogía el coche cada mañana y se ausentaba cada vez a menudo un par de días. A Raúl no le había quedado claro si continuaba trabajando o no, y cuando había querido preguntar, había recibido un silencio demasiado largo.
- Bueno, díselo –había empezado su madre.
- Yo no tengo nada que decirle. ¿Y tú?
La madre se encogió de hombros.
- Tu sabrás. Te ha preguntado a ti, no a mí.
- Os he preguntado a los dos –dijo Raúl.
- Yo no tengo nada que decir –continuó la madre, con voz ronca pero clara-. Yo me paso aquí el día, sin moverme del chalet, sin armar escándalo y sin pedir nada. Lo que hacen otros, no lo sé.
- Fuiste tú la que quisiste venir al chalet. Lo que no vas a conseguir es obligarme a quedarme aquí, mano sobre mano, viéndote bostezar por las esquinas.
- Esto me lo dices en privado, y no delante del niño. ¿Eh? Que ya bastante me está costando callarme y continuar como si no pasara nada.
Raúl había quedado con la pandilla para ver la televisión en casa de los Canijos, y se escapó sin comer la fruta. Sus padres nunca discutían, nunca parecían enfadados ni sorprendidos por nada, imponían castigos suaves y una rutina llevadera. Si pensaban tirarse los trastos a la cabeza, al menos que lo hicieran entre ellos.
Rubén traía cotilleos nuevos, porque se había quedado escuchando a su madre y sus amigas detrás de la puerta. Habló de una de las vecinas de verano, que no se había reunido con ellas ese año, porque al parecer, se había operado. Rubén dejó claro que intentaba rejuvenecerse, y que al año siguiente aparecería con el rostro planchado y sin arrugas. Aquello les hizo pensar: uno de ellos había visto en la televisión esas operaciones, en las que el cirujano le cortaba a la mujer las orejas para colocárselas más tarde. A Raúl, al que le habían dado doce puntos en la cabeza cuando era pequeño, aquello le pareció repugnante. Luego, uno de los Canijos, en voz más tenue, le señaló con la cabeza.
- ¿Y de ése, qué?
Rubén le fulminó con la mirada.
- Calla, idiota. ¿No ves que no sabe nada?
Raúl se les quedó mirando antes de reaccionar.
- Que no sé nada ¿de qué?
De pronto tuvo la certeza de que le habían descubierto, de que sabrían que a él le gustaba también Mariluz, con o sin sostén de flores, y que aquello le convertiría en el hazmerreír del grupo.
- Nada, tú ni caso. Tonterías que dice éste.
No se sintió cómodo el resto de la tarde, y regresó a casa antes de lo normal. Su madre no había recogido la mesa, y sobre ellas, entre las migas desmenuzadas con precisión, la ensalada desleída en aceite y vinagre, su padre apoyaba los codos. No parecía haberse movido de allí desde el mediodía.
- Raúl, hijo, ven aquí.
Su padre rebuscó en los pantalones y se sacó la cartera. Le tendió unos cuantos billetes grandes.
- Toma, para ti.
Nunca había visto tanto dinero junto. La idea de que le pertenecieran le hizo que le subiera la sangre a la cabeza.
- Entonces... ¿te limpio la piscina?
- ¿Qué? No, no. Nada de piscinas. Se acabó la piscina por este año. Esto te lo gastas en lo que te dé la gana. No es otra cosa.
Raúl cogió el dinero sin pensarlo más, y se encerró en su habitación, con el pecho dilatado de felicidad. Pensó en los helados, en los flashes, pensó en comprar a la pandilla (y, muy en el fondo, casi sin atreverse a soñarlo, también a Mariluz) todos los helados del verano, pensó en comprarse un monopatín que había visto, y pensó que no había nadie en el mundo comparable a su padre.
Más tarde vendrían las horas de soledad, el divorcio, las notas justas y las discusiones con su madre. Más tarde se acercarían los veranos nefastos, un mes con su madre en el chalet, otros quince días robados al padre en el mismo sitio, sin barbacoas, alejándose cada vez más de Rubén y los otros chicos, a los que mandaban a Inglaterra a estudiar durante el verano. Llegaron las escaseces de dinero, y los regalos desorbitados del padre. Pero en aquel momento era feliz, el sol brillaba sobre el jardín y la piscina abandonada, y los billetes por gastar, y nada parecía capaz de estropear aquel verano.

Espido Freire

jueves, 21 de septiembre de 2017

ARRUGAS, DÍA DEL ALZHEIMER


21 DE SEPTIEMBRE 
DÍA DEL ALZHEIMER

Emilio, un antiguo ejecutivo bancario, es internado en una residencia de ancianos por su familia tras sufrir una nueva crisis de Alzheimer. Allí, aprende a convivir con sus nuevos compañeros –cada uno con un cuadro “clínico” y un carácter bien distinto– y los cuidadores que los atienden. Confuso y desorientado en su nuevo entorno, sufre regresiones a etapas anteriores de su vida. Emilio se adentra en una rutina diaria de cadencia morosa con horarios prefijados –la toma de los medicamentos, la siesta, las comidas, la gimnasia, la vuelta a la cama...–, y en su pulso con la enfermedad para intentar mantener la memoria y evitar ser trasladado a la última planta, la de los impedidos, cuenta con la ayuda de Miguel, su compañero de habitación...

                Paco Roca aborda en Arrugas temas delicados, hasta ahora escasamente tratados en cimic o novela gráfica, como son el alzheimer y la demencia senil. Y lo hace de un modo intimista y sensible, con algunos apuntes de humor pero sin caer en ningún momento en la caricatura. El aire de verosimilitud que se respira en el relato se ha visto propiciado por un cuidadoso trabajo de documentación. Paco Roca comenzó a recopilar anécdotas de los padres y familiares ancianos de sus amigos y visitó residencias de ancianos para saber cómo era la vida en ellas, un material de primera mano que le ha servido para estructurar una consistente ficción.


La historia está ambientada en una residencia para personas mayores. Narra la amistad entre Emilio, que acaba de llegar a una residencia de ancianos en un estado inicial de Alzheimer, y Miguel, un compañero un tanto geta que se convertirá en su amigo y que le ayudará en las actividades de la vida cotidiana y que trazará planes, un tanto descabellados, para superar el tedioso día a día de la residencia. La historia, llena de ternura, se tiñe de comedia para realizar un alegato sobre la amistad y en envejecimiento activo. Miguel muestra otra imagen de envejecimiento totalmente distinta a la de Emilio: un envejecimiento sin dependencia ni deterioro. Él es testigo directo de la progresiva degeneración de su nuevo amigo debida a la enfermedad de Alzheimer y decide acompañarlo y cuidarlo. En esta novela gráfica se revela la importancia de la amistad. Emilio, el protagonista de esta historia, tiene un amigo: Miguel, con el que comparte muchas situaciones. Ambos quieren seguir activos y mantener su dignidad. Su relación muestra las líneas que debe trazar la amistad y los detalles que se han de tener en cuenta para conservarla.


De Emilio y Miguel ya hemos hablado; veamos otros personajes. Antonia, que, a pesar de necesitar un andador, siempre quiere bailar; guarda en su bolso comida, recordando la falta de alimentos de la posguerra. Dolores y Modesto, un matrimonio de ancianos, donde ella le da de comer. Juan, el viejo locutor que repite lo que oye. Sol, que quiere llamar a sus hijos para que la saquen de la residencia, pero nunca llega al teléfono (a pesar de pagarle a Miguel por esa llamada que ella se olvida de hacer). Rosario, siempre junto a la ventana, creyendo que viaja en el Orient Express. Pellicer mostrando su medalla de bronce.


Paco Roca es dibujante, ilustrador y autor del cómic. Él mismo se define como “dibujante ambulante” y en una obra posterior, realizada junto al dibujante Miguel Gallardo (“Emotional World Tour, diarios itinerantes”. Astiberri, 2009), se pregunta por qué quiso hacer una historia sobre la vejez y expone sus razones. La primera es por sus padres, que ya van siendo mayores y, en cierta medida, los homenajea en estas páginas; la segunda es por su experiencia con la publicidad. Una realidad social en la que parece que los mayores no existan, en la que los ancianos suelen ser invisibles porque, en ocasiones, se consideran antiestéticos. “La vejez es un tema secundario no sólo en el cine, ocurre lo mismo en la literatura o en los tebeos. Hay muy pocas historias que hablen, principalmente, de las personas mayores”. Para escribir esta historia el autor se fijó en el padre de un amigo, enfermo de Alzheimer, y visitó distintas residencias de mayores para ver la realidad de las personas que allí conviven.


Arrugas ha sido llevada al cine en un largometraje animado en 2D con una duración de 90 minutos realizado en España y dirigida por Ignacio Ferreras. Recibió el premio a la mejor película de animación y al mejor guión adaptado de la XXVI edición de los Premios Goya; nominada mejor película de animación en los premios Annie 2012; ganadora del premio belga Anima 2012 (Audience Choice) y Cartoon Movie de Lyon 2012 (mejor producción europea).


PREMIO NACIONAL DEL CÓMIC 2008
PREMIO GOYA MEJOR PELÍCULA DE ANIMACIÓN 2012



miércoles, 20 de septiembre de 2017

DESEOS

Dejaba Florinda todos los días a la niña en la escuela a las seis de la mañana, aunque no abrían hasta las ocho, para poder tornar el autobús que la llevaba a la ciudad. El portero, don Herminio, la dejaba estar en la pequeña biblioteca hasta la hora en que quitaba el pesado candado de la puerta de la calle y una algarabía de gritos y carreras llenaba todo el lugar.

Y esas dos horas, a la luz de los mortecinos amaneceres que despliegan una tímida luz pálida, Anabella leía.

Cuentos de piratas, de ogros, de brujas, de princesas encerradas en un castillo esperando a ser rescatadas.

Y soñaba que algún día ella, también princesa, aunque nadie lo supiera, sería sacada del hoyo donde vivía y llevada sobre un caballo blanco a una torre reluciente de departamentos, en la capital.

O mejor aún, a Los Ángeles. Donde hablaban en inglés y comían tres veces al día, y pagaban en dólares y todos tenían carros enormes y relucientes aparatos que tocaban cumbias y merengues y rancheras a todo volumen, todo el bendito día.

Pero primero había que saber nadar como una sirena, escribir y leer como una maestra, luego aprender inglés, pero había tiempo de sobra.

Por ahora le bastaba y sobraba con ser la única princesa del pueblo.

Benito Taibo, Anabella y la Bestia

martes, 19 de septiembre de 2017

LA CARNE


«La carne está triste y ya he leído todos los libros», decía Mallarmé.

Qué acertada es esta cita que encontramos en la novela de Rosa Montero.

Una noche de ópera, Soledad, que acaba de cumplir 60 años y teme la vejez, contrata a un gigoló, el ruso Adam, para que la acompañe a la función y así poder dar celos a un examante. Pero, a la salida, el atraco y el navajazo a unos comerciantes chinos conocido de Soledad trastornará sus planes con Adam, dando comienzo a una relación, por una parte peligrosa, pues el ruso, aparte de cobrarle, va a sacar todo el beneficio que pueda en forma de regalos, incluso exige que le le busque un buen trabajo o le preste dinero; por otra parte, Soledad, queriendo huir de la vejez y del temor a la soledad, va a caer en una inquietante tela de araña de la que ni puede ni quiere escapar.

Además, Soledad está preparando una exposición, Arte y locura, para la Biblioteca Nacional. Una exposición en la que los autores están marcados por el abandono paterno en la infancia o la búsqueda del amor, hechos que han marcado la vida de Soledad. Una exposición, que una joven arquitecta, Marita Kemp, le quiere arrebatar.

La historia entre Soledad Alegría (nombre y apellido simbólico, igual que el de su hermana Dolores) y Adam, es previsible, y en cierta manera es lo que menos nos importa de la novela. Nos atraen más esos recuerdos de Soledad, donde muestra una aparente rebeldía ante la sociedad imperante: no tiene pareja estable, la mayoría de sus relaciones son clandestinas o ilícitas, no ha querido tener hijos, parece que es la vida que le gusta… pero es sobre todo un canto vitalista de una persona que teme envejecer, envejecer en soledad (Necesitaba estar enamorada. Amaba el amor, como decía san Agustín. Era una adicta a la pasión y, como buena adicta, sin eso no le interesaba vivir).

Conforme avanza la trama, se van hilvanando anécdotas de esos autores que Soledad ha elegido como malditos, todos reales salvo uno, Josefina Aznárez. Así nos vamos enterando de historias de Philip K. Dick, Guy de Maupassant, María Lejárraga, Pedro Luis de Gálvez, María Luisa Bombal, María Carolina Geel, Anne Perry, Willian Burroughs, Thomas Mann… Y junto a ello la música, especialmente el liebestod, la muerte de amor, de la opera Tristan e Isolda de Richard Wagner.

Es memorable, el capítulo donde Soledad se entrevista con la propia Rosa Montero.

Os dejo con dos videos, una entrevista a la autora, y el liebestod:




lunes, 18 de septiembre de 2017

LA PRIMERA EXPLOSIÓN NUCLEAR


La tribuna estaba engalanada con alegres banderas en oro y azul. Personalidades locales, políticos y miembros de la corporación ferroviaria estaban sentados en las filas ordenadas sobre la plataforma de madera, las mujeres con sus faldas largas de tafetán protegiéndose del sol estival con sus parasoles de volantes. Una orquesta de viento tocaba melodías alegres.
Los pájaros trinaban a contrapunto desde las ramas cercanas. Una multitud de granjeros y comerciantes, sus mujeres e hijos, llenaban el ancho prado alrededor de la tribuna. Los vendedores paseaban ofreciendo limonada y dulces, flores y baratijas.
El lugar era el pequeño pueblo de Letchworth, al norte de Londres; el año, 1834, poco después de la aprobación de la Ley de Pobres, que transformaría el paisaje rural, recluyendo a sus mendigos en instituciones. La ocasión era la inauguración de una nueva línea férrea, un ramal de la línea principal Londres-Cambridge.
A unos pocos metros de la tribuna se extendían las relucientes vías nuevas, prolongándose hacia el horizonte. Los cimientos de piedra de la estación, con su superestructura de ladrillo a medio acabar y rodeada de andamios, se alzaban al sur de la escena.
Sobre las vías —enorme, orgullosa, potente— descansaba una locomotora de diseño revolucionario. No muy lejos rondaba nervioso su revolucionario diseñador, Cosmo Cowperthwait, de veintiún años de edad.
Junto a Cowperthwait estaba un tipo ligeramente mayor, pero poseedor de una elegancia y una obvia sensación de seguridad muy superiores. Era el joven de veintiocho años Isambard Kingdom Brunel, hijo del famoso arquitecto e inventor Marc Isambard Brunel, genio responsable del túnel del Támesis, la primera construcción subacuática en utilizar tecnología de escudo (...)
En ese momento el joven Cowperthwait se volvió hacia su compañero y le dijo:
—Bueno Ikky, ¿tú qué crees? Se mantiene a todo vapor, con sólo unas pocas onzas de combustible. ¿Es o no es un milagro? El cohete de Stephenson no fue nada comparado con esto.
Siempre práctico, Ikky contestó:
—Si esto funciona, vas a poner fin a toda la industria minera del carbón. Yo de ti vigilaría mis espaldas, no vaya a ser que reciban el pico de algún minero disgustado. O lo que es más probable, el cuchillo de plata de un propietario minero.
Cosmo se quedó pensativo.
—No había pensado en ese aspecto de mi descubrimiento. Aun así, uno no puede retrasar el progreso. Si yo no hubiera dado con el refinamiento del nuevo metal de Klaproth, seguro que otro lo habría hecho.
En 1789, Martin Heinrich Klaproth había descubierto un elemento nuevo al que llamó «uranio», en referencia al cuerpo celestial descubierto recientemente, Urano. Otros científicos, entre ellos Eugene-Melchior Peligot, se habían propuesto refinar la sustancia pura. Cosmo Cowperthwait, heredero del talento de su padre, educado en una atmósfera de invención práctica, fue el primero en lograrlo, mediante la reducción del tetracloruro de uranio con potasio.
Tratando de encontrar nuevos usos para este interesante elemento, a Cosmo se le ocurrió aprovechar sus propiedades generadoras de calor para remplazar los medios de producción de vapor convencionales en una de las locomotoras de su padre. Clive Cowperthwait había accedido con reticencia y éste era el día del recorrido de prueba de la locomotora modificada.
—Ven —dijo Cosmo—, deja que le dé las instrucciones al ingeniero por última vez.
Los dos jóvenes treparon al tren. En la cabina el personal le dio la bienvenida con cierta frialdad. El ingeniero jefe, un tipo viejo con bigote largo y caído, asentía con la cabeza sin cesar mientras Cosmo hablaba, pero el joven inventor sabía que no le estaba prestando atención en realidad.
—Bien, recuerden, esta locomotora no se alimenta con leña o carbón, ni se le añade combustible. Bajando esta palanca las dos porciones de uranio se aproximan más entre sí, produciendo más calor, mientras que levantándola aumenta la distancia y disminuye el calor. Notarán que este pasador evita que la palanca baje hasta la zona de peligro…
Cosmo se detuvo alarmado.
—El pasador… está partido y a punto de desprenderse. Esto parece un incumplimiento deliberado de todas mis precauciones de seguridad. ¿Quién es el responsable de esta negligencia?
La tripulación se puso a mirar el techo de la cabina. Un fogonero insolente e innecesario silbó algo que Cosmo reconoció como una indecente canción popular titulada «Champagne Charlie».
Cosmo comprendió que sería inútil intentar hallar al culpable en ese momento.
—Ven conmigo, Ikky. Tenemos que arreglar esto antes de la prueba.
Los dos bajaron de la locomotora. Más allá en la tribuna, Clive Cowperthwait acababa de besar a su mujer y se dirigía hacia la parte delantera del podio para pronunciar su discurso.
—Lamento que mi socio no haya podido estar aquí hoy, pero estoy seguro de que puedo hablar el rato suficiente por los dos…
El público soltó unas risitas.
Cosmo no estaba de humor para unirse al júbilo de los espectadores.
—¿Dónde puedo encontrar unas herramientas? —preguntó frenético a Ikky.
—¿En la herrería del pueblo?
—Bien pensado. Déjame que le diga a Padre que retrase el encendido de la locomotora.
—No, vamos corriendo y ya está. Ya sabes cuánto habla tu padre. Tendremos tiempo de sobra.
Cosmo e Ikky se apresuraron hacia el pueblo.
Cuando estaban en la herrería oyeron ligeramente la reanudación de la música, que había cesado para el discurso de Clive. Cosmo e Ikky salieron corriendo alarmados.
En aquel instante una enorme explosión les tiró al suelo e hizo añicos todos los cristales del pueblo. Un viento caliente les empujó rodando por el suelo. Cuando consiguieron ponerse en pie, vieron los restos de una nube con forma de hongo que se alzaba en el cielo.
Con profunda consternación, mezclada con no poco aturdimiento, la pareja de amigos se precipitaron hacia el lugar de la ceremonia.
A muchos cientos de metros todavía, hallaron el borde de un inmenso cráter humeante que descendía hasta una llanura cristalina, el comienzo de una excavación con destino a Asia.
Cosmo gritó hacia el desolado páramo humeante.
—¡Padre! ¡Madre!
Ikky apoyó una mano en su brazo.
—Es totalmente inútil, Cosmo. Allí no puede quedar nadie vivo. Tu invento los ha lanzado ante Jehová. Interpreto esto como un signo de la Providencia, que ni siquiera la locuacidad habitual de tu padre pudo prevenir, lo que indica que el mundo no está preparado para un conocimiento así, si llega a estarlo algún día… Puedes consolarte con la idea de que habrá sido una muerte sin sufrimiento, gracias a Dios. En cualquier caso, me atrevo a decir que no encontraremos suficientes restos mortales ni para llenar un paragüero.
Cosmo estaba muy conmocionado y no pudo responder. (Después de esto, su vieja amistad con Ikky sería siempre algo tirante, pues recordaba la falta de sensibilidad de Ikky tras aquel desastre, del que, siendo justos, tenía parte de culpa).
Pensando por algún motivo que no sería conveniente quedarse en la escena del desastre, Ikky se llevó a su amigo a rastras.
De vuelta en Londres, tras un periodo de apatía de unos pocos días, Cosmo, el único heredero del clan Cowperthwait, había recuperado gradualmente sus facultades mentales. Una de las primeras cosas que había notado había sido la aparición de unas llagas extrañas en su cuerpo. Ikky resultó estar padeciendo los mismos efectos de su vivencia en común, al igual que los pocos habitantes de Letchworth que sobrevivieron. Con la ayuda de un boticario, Cowperthwait había obtenido un remedio naturópata, que aplicado en la piel de forma continuada, parecía contener la peste. (Cuatro años después, las llagas casi habían desaparecido, pero Cowperthwait siguió llevando la prenda naturópata, más por extrema precaución que por cualquier razón científica).

Paul di Filippo, Victoria

domingo, 17 de septiembre de 2017

EVOLUCIÓN DE LOS PRINCIPIOS DEL ANIMALISMO


El trabajo de enseñar y organizar a los demás recayó naturalmente sobre los cerdos, a quienes se reconocía en general como los más inteligentes de los animales.
Elementos prominentes entre ellos eran dos cerdos jóvenes que se llamaban Snowball y Napoleón, a quienes el señor Jones estaba criando para vender. Napoleón era un verraco grande de aspecto feroz, el único cerdo de raza Berkshire en la granja; de pocas palabras, tenía fama de salirse siempre con la suya. Snowball era más vivaz que Napoleón, tenía mayor facilidad de palabra y era más ingenioso, pero lo consideraban de carácter más débil. Los demás puercos machos de la granja eran muy jóvenes. El más conocido entre ellos era uno pequeño y gordito que se llamaba Squealer, de mejillas muy redondas, ojos vivarachos, movimientos ágiles y voz chillona. Era un orador brillante, y cuando discutía algún asunto difícil, tenía una forma de saltar de lado a lado moviendo la cola que le hacía muy persuasivo. Se decía de Squealer que era capaz de hacer ver lo negro, blanco.
Estos tres habían elaborado, a base de las enseñanzas del Viejo Mayor, un sistema completo de ideas al que dieron el nombre de Animalismo.

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Snowball y Napoleón explicaron que, mediante sus estudios de los últimos tres meses, habían logrado reducir los principios del Animalismo a siete Mandamientos.
Esos siete Mandamientos serían inscritos en la pared; formarían una ley inalterable por la cual deberían regirse en adelante, todos los animales de la «Granja Animal». Los Mandamientos fueron escritos sobre la pared alquitranada con letras blancas, y tan grandes, que podían leerse a treinta yardas de distancia. La inscripción decía así:

LOS SIETE MANDAMIENTOS

1.       Todo lo que camina sobre dos pies es un enemigo.
2.       Todo lo que camina sobre cuatro patas, o tenga alas, es un amigo.
3.       Ningún animal usará ropa.
4.       Ningún animal dormirá en una cama.
5.       Ningún animal beberá alcohol.
6.       Ningún animal matará a otro animal.
7.       Todos los animales son iguales.

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También se descubrió que los más estúpidos como las ovejas, las gallinas y los patos eran incapaces de aprender de memoria los siete mandamientos. Después de mucho meditar, Snowball declaró que los siete mandamientos podían reducirse a una sola máxima expresada así:

«¡Cuatro patas sí, dos pies no!».

 Esto, dijo, contenía el principio esencial del Animalismo. Quien lo hubiera entendido a fondo estaría asegurado contra las influencias humanas. Al principio, las aves hicieron ciertas objeciones pues les pareció que también ellas tenían solamente dos patas; pero Snowball les demostró que no era así.
—Las alas de un pájaro —explicó— son órganos de propulsión y no de manipulación. Por lo tanto deben considerarse como patas. La característica que distingue al hombre es la «mano», útil con el cual comete todos sus desafueros.
Las aves no acabaron de entender la extensa perorata de Snowball pero aceptaron sus explicaciones y hasta los animales más insignificantes se pusieron a aprender la nueva máxima de memoria.
«¡Cuatro patas sí, dos pies no! » fue inscrita en la pared del fondo del granero, encima de los siete mandamientos y con letras más grandes.

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Versión renovada

LOS SIETE MANDAMIENTOS

1.       Todo lo que camina sobre dos pies no es siempre un enemigo.
2.       Todo lo que camina sobre cuatro patas, o tenga alas, es un amigo.
3.       Ningún animal usará ropa, salvo los cerdos.
4.       Ningún animal dormirá en una cama con sábanas
5.       Ningún animal beberá alcohol en exceso.
6.       Ningún animal matará a otro animal sin motivo.
7.       Todos los animales son iguales.

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Versión definitiva

ÚNICO MANDAMIENTO

TODOS LOS ANIMALES SON IGUALES,
PERO ALGUNOS ANIMALES SON MÁS IGUALES QUE OTROS.

Que se resume en la siguiente máxima:

«¡Cuatro patas sí, dos patas mejor! »

George Orwell, Rebelión en la Granja

viernes, 15 de septiembre de 2017

QUERIDO LOQUILLO

Hoy he recordado aquella serie inglesa de los ochenta que tanto nos gustaba titulada Blackadder. En ella aparecía un príncipe cretino (genialmente interpretado por Hugh Laurie, luego famoso por House) a quien tenían que impedirle asistir al teatro, porque cada vez que veía a Bruto asesinando al emperador en Julio César interrumpía la representación para llamar a los guardias y detener al actor por matar a un señor mayor. Lo he recordado a raíz de un desafortunado artículo periodístico titulado Guía del machismo que da el cante, donde se te tacha de sexista por haber interpretado una canción mía titulada La mataré.

Escribí La mataré en 1987 y creo que fue una de las primeras denuncias en el rock español del maltrato en pareja. Por aquellos días, hacíamos una gira con éxito por toda España y, con la enternecedora vitalidad de los 20 años, andábamos siempre locos por ligar. Como bien recordarás (¡quién podría olvidarlo!), nuestras contemporáneas se habían liberado sexualmente tras la ­Transición y no tenían melindres en pasar la noche en nuestro hotel. Pero muchas veces, sobre todo en los pueblos pequeños, nos comentaban que, aunque les gustaría hacerlo, no podían porque si se enteraba su pareja “la mataría”. Escuchamos tantas veces esa triste expresión que decidí escribir una canción sobre ello. Usé la primera persona para meterme en la mente de un maltratador y mostré un cuadro de desequilibrio emocional donde la mujer era la parte centrada y fuerte, mientras que el hombre se colocaba en una posición incapaz de controlar sus emociones, de­sembocando en delirio y violencia. El público de Radio 3, la emisora progre de aquella época, así lo entendió y esa temporada la eligieron

Te gustará saber que me puse en contacto con la autora del análisis en que se sustentaba el artículo para entender cómo una denuncia se puede interpretar como apología. Me encontré a una persona joven, bienintencionada, que tenía 10 años cuando sucedieron los hechos y que ignoraba todos los detalles. Nos entendimos bien. Pero me llamó la atención un rasgo: dirigía su propia consultora de estudios de género y serán esos temas los que llevarán el pan a su mesa los próximos años. Le pregunté sobre los peligros de la conocida figura del bombero pirómano. En Cataluña la conocemos bien debido al nacionalismo: se trata de difundir primero el miedo de que nos roban para, acto seguido, postularse como defensor indispensable a cambio de una módica cantidad vitalicia. Mucho defensor empezó con una inquietud genuina al final del franquismo, cuando se preocupaba de ser más escrupulosamente democrático, pero la pereza intelectual les deslizó hasta ese lamentable rol.

Está claro que, en los próximos años, los jóvenes van a tener que lidiar con contradicciones similares. La buena intención contará, pero también la honradez intelectual y el antidogmatismo. Nosotros lo veremos desde el escepticismo que la edad otorga, pero, si te conozco bien, sé que nunca callaremos. Por eso, cuídate la voz. Vamos a necesitarla.

Sabino Méndez

jueves, 14 de septiembre de 2017

COMIENZA EL CURSO

La ventana del aula de 3.° C me hipnotiza. Parezco una mosca de hierro pegada al cristal, que me atrae como un poderoso imán. El primer día de clase elegí uno de los pupitres con vistas al patio y la tutora aún no me ha cambiado de sitio, a pesar de que no atiendo nada. Será que no se ha dado cuenta de que existo.

Estaba muy enfadada ese primer día de clase. Me habían separado de todas mis amigas y el grupo donde había caído no me gustaba nada: unas cuantas niñas monas, dos o tres pesados de esos que no dejan dar clase, Prieto (el matón oficial del instituto, al que tengo pavor desde primero) y una masa de seres invisibles entre los que me encuentro yo.

El panorama a través de la ventana es tan desolador que el mundo dentro del aula parece menos temible, menos amenazador. Me habría gustado que se viera un parque lleno de árboles y de gente paseando, pero las vistas no producen alegría, sino más bien inquietud.

Una vez, alguien me contó que su clase daba a un cementerio y podían contemplar las lápidas, los nichos y las cruces, grises como un día de lluvia. No es un cementerio lo que se ve desde el aula de 3.° C, pero la imagen me parece más desoladora que la de un entierro.

Os preguntaréis qué demonios se ve a través del ventanal.

-¡Quieres hacer el favor de atender! -me grita la profe de Lengua.

Entre los que andamos en las nubes, los que no paran de hablar y la gente que interrumpe constantemente, no hace más que llamarnos la atención. No es la única a la que tenemos desesperada, pero esta se empeña en que aprendamos algo a pesar de la falta de interés de la mayoría. No es que yo no tenga interés... es que lo que veo por la ventana me tiene hipnotizada. ¿Seré víctima de un hechizo?

Se trata de un edificio abandonado que se está cayendo a trozos dentro del patio. Es un viejo palacio que se encuentra pegado a nuestro instituto, el San Isidro, en pleno centro de Madrid, al lado de la Plaza Mayor. El edificio pertenece al Ayuntamiento pero, como no hay dinero para arreglarlo y no pueden tirarlo porque es un inmueble histórico, están dejando que se caiga. Encima de nosotros.

Antes del verano colocaron unos andamios, pero después de las vacaciones nos encontramos con que una parte se había derrumbado y mostraba paredes desoladas, ladrillos rotos, trozos de escaleras que no llevan a ninguna parte, puertas desvencijadas y piedras colgando de cables pelados. Y esa parte del patio, cerrada a cal y canto para los alumnos.

Mirarlo me pone triste, muy triste, pero no puedo evitar hacerlo y, cuando la vista se concentra en esas paredes destrozadas, parece que los sonidos de la clase desaparecen. Aunque mis compañeros no paran de hacer ruido.

Ahora la profe se pone a gritar para que nos callemos. Las monisimas no dejan de charlar, Prieto suelta una tontería de las suyas, sin venir a cuento, y el resto le ríe la gracia. Miro alrededor y compruebo que solo hay un alumno que permanece serio y en silencio, aunque juraría que tampoco está atendiendo a la explicación de sintaxis.

Rosa Huertas, Prisioneros de lo Invisible