jueves, 14 de septiembre de 2017

COMIENZA EL CURSO

La ventana del aula de 3.° C me hipnotiza. Parezco una mosca de hierro pegada al cristal, que me atrae como un poderoso imán. El primer día de clase elegí uno de los pupitres con vistas al patio y la tutora aún no me ha cambiado de sitio, a pesar de que no atiendo nada. Será que no se ha dado cuenta de que existo.

Estaba muy enfadada ese primer día de clase. Me habían separado de todas mis amigas y el grupo donde había caído no me gustaba nada: unas cuantas niñas monas, dos o tres pesados de esos que no dejan dar clase, Prieto (el matón oficial del instituto, al que tengo pavor desde primero) y una masa de seres invisibles entre los que me encuentro yo.

El panorama a través de la ventana es tan desolador que el mundo dentro del aula parece menos temible, menos amenazador. Me habría gustado que se viera un parque lleno de árboles y de gente paseando, pero las vistas no producen alegría, sino más bien inquietud.

Una vez, alguien me contó que su clase daba a un cementerio y podían contemplar las lápidas, los nichos y las cruces, grises como un día de lluvia. No es un cementerio lo que se ve desde el aula de 3.° C, pero la imagen me parece más desoladora que la de un entierro.

Os preguntaréis qué demonios se ve a través del ventanal.

-¡Quieres hacer el favor de atender! -me grita la profe de Lengua.

Entre los que andamos en las nubes, los que no paran de hablar y la gente que interrumpe constantemente, no hace más que llamarnos la atención. No es la única a la que tenemos desesperada, pero esta se empeña en que aprendamos algo a pesar de la falta de interés de la mayoría. No es que yo no tenga interés... es que lo que veo por la ventana me tiene hipnotizada. ¿Seré víctima de un hechizo?

Se trata de un edificio abandonado que se está cayendo a trozos dentro del patio. Es un viejo palacio que se encuentra pegado a nuestro instituto, el San Isidro, en pleno centro de Madrid, al lado de la Plaza Mayor. El edificio pertenece al Ayuntamiento pero, como no hay dinero para arreglarlo y no pueden tirarlo porque es un inmueble histórico, están dejando que se caiga. Encima de nosotros.

Antes del verano colocaron unos andamios, pero después de las vacaciones nos encontramos con que una parte se había derrumbado y mostraba paredes desoladas, ladrillos rotos, trozos de escaleras que no llevan a ninguna parte, puertas desvencijadas y piedras colgando de cables pelados. Y esa parte del patio, cerrada a cal y canto para los alumnos.

Mirarlo me pone triste, muy triste, pero no puedo evitar hacerlo y, cuando la vista se concentra en esas paredes destrozadas, parece que los sonidos de la clase desaparecen. Aunque mis compañeros no paran de hacer ruido.

Ahora la profe se pone a gritar para que nos callemos. Las monisimas no dejan de charlar, Prieto suelta una tontería de las suyas, sin venir a cuento, y el resto le ríe la gracia. Miro alrededor y compruebo que solo hay un alumno que permanece serio y en silencio, aunque juraría que tampoco está atendiendo a la explicación de sintaxis.

Rosa Huertas, Prisioneros de lo Invisible

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