La tribuna
estaba engalanada con alegres banderas en oro y azul. Personalidades locales,
políticos y miembros de la corporación ferroviaria estaban sentados en las
filas ordenadas sobre la plataforma de madera, las mujeres con sus faldas
largas de tafetán protegiéndose del sol estival con sus parasoles de volantes.
Una orquesta de viento tocaba melodías alegres.
Los pájaros
trinaban a contrapunto desde las ramas cercanas. Una multitud de granjeros y
comerciantes, sus mujeres e hijos, llenaban el ancho prado alrededor de la
tribuna. Los vendedores paseaban ofreciendo limonada y dulces, flores y
baratijas.
El lugar era
el pequeño pueblo de Letchworth, al norte de Londres; el año, 1834, poco
después de la aprobación de la Ley de Pobres, que transformaría el paisaje
rural, recluyendo a sus mendigos en instituciones. La ocasión era la
inauguración de una nueva línea férrea, un ramal de la línea principal
Londres-Cambridge.
A unos pocos
metros de la tribuna se extendían las relucientes vías nuevas, prolongándose
hacia el horizonte. Los cimientos de piedra de la estación, con su
superestructura de ladrillo a medio acabar y rodeada de andamios, se alzaban al
sur de la escena.
Sobre las vías
—enorme, orgullosa, potente— descansaba una locomotora de diseño
revolucionario. No muy lejos rondaba nervioso su revolucionario diseñador,
Cosmo Cowperthwait, de veintiún años de edad.
Junto a
Cowperthwait estaba un tipo ligeramente mayor, pero poseedor de una elegancia y
una obvia sensación de seguridad muy superiores. Era el joven de veintiocho
años Isambard Kingdom Brunel, hijo del famoso arquitecto e inventor Marc
Isambard Brunel, genio responsable del túnel del Támesis, la primera
construcción subacuática en utilizar tecnología de escudo (...)
En ese momento
el joven Cowperthwait se volvió hacia su compañero y le dijo:
—Bueno Ikky,
¿tú qué crees? Se mantiene a todo vapor, con sólo unas pocas onzas de
combustible. ¿Es o no es un milagro? El cohete de Stephenson no fue nada
comparado con esto.
Siempre
práctico, Ikky contestó:
—Si esto
funciona, vas a poner fin a toda la industria minera del carbón. Yo de ti
vigilaría mis espaldas, no vaya a ser que reciban el pico de algún minero
disgustado. O lo que es más probable, el cuchillo de plata de un propietario
minero.
Cosmo se quedó
pensativo.
—No había
pensado en ese aspecto de mi descubrimiento. Aun así, uno no puede retrasar el
progreso. Si yo no hubiera dado con el refinamiento del nuevo metal de
Klaproth, seguro que otro lo habría hecho.
En 1789,
Martin Heinrich Klaproth había descubierto un elemento nuevo al que llamó
«uranio», en referencia al cuerpo celestial descubierto recientemente, Urano.
Otros científicos, entre ellos Eugene-Melchior Peligot, se habían propuesto
refinar la sustancia pura. Cosmo Cowperthwait, heredero del talento de su
padre, educado en una atmósfera de invención práctica, fue el primero en
lograrlo, mediante la reducción del tetracloruro de uranio con potasio.
Tratando de
encontrar nuevos usos para este interesante elemento, a Cosmo se le ocurrió
aprovechar sus propiedades generadoras de calor para remplazar los medios de
producción de vapor convencionales en una de las locomotoras de su padre. Clive
Cowperthwait había accedido con reticencia y éste era el día del recorrido de
prueba de la locomotora modificada.
—Ven —dijo
Cosmo—, deja que le dé las instrucciones al ingeniero por última vez.
Los dos
jóvenes treparon al tren. En la cabina el personal le dio la bienvenida con
cierta frialdad. El ingeniero jefe, un tipo viejo con bigote largo y caído,
asentía con la cabeza sin cesar mientras Cosmo hablaba, pero el joven inventor
sabía que no le estaba prestando atención en realidad.
—Bien,
recuerden, esta locomotora no se alimenta con leña o carbón, ni se le añade
combustible. Bajando esta palanca las dos porciones de uranio se aproximan más
entre sí, produciendo más calor, mientras que levantándola aumenta la distancia
y disminuye el calor. Notarán que este pasador evita que la palanca baje hasta
la zona de peligro…
Cosmo se
detuvo alarmado.
—El pasador…
está partido y a punto de desprenderse. Esto parece un incumplimiento
deliberado de todas mis precauciones de seguridad. ¿Quién es el responsable de
esta negligencia?
La tripulación
se puso a mirar el techo de la cabina. Un fogonero insolente e innecesario
silbó algo que Cosmo reconoció como una indecente canción popular titulada
«Champagne Charlie».
Cosmo
comprendió que sería inútil intentar hallar al culpable en ese momento.
—Ven conmigo,
Ikky. Tenemos que arreglar esto antes de la prueba.
Los dos
bajaron de la locomotora. Más allá en la tribuna, Clive Cowperthwait acababa de
besar a su mujer y se dirigía hacia la parte delantera del podio para
pronunciar su discurso.
—Lamento que
mi socio no haya podido estar aquí hoy, pero estoy seguro de que puedo hablar
el rato suficiente por los dos…
El público
soltó unas risitas.
Cosmo no
estaba de humor para unirse al júbilo de los espectadores.
—¿Dónde puedo
encontrar unas herramientas? —preguntó frenético a Ikky.
—¿En la
herrería del pueblo?
—Bien pensado.
Déjame que le diga a Padre que retrase el encendido de la locomotora.
—No, vamos
corriendo y ya está. Ya sabes cuánto habla tu padre. Tendremos tiempo de sobra.
Cosmo e Ikky
se apresuraron hacia el pueblo.
Cuando estaban
en la herrería oyeron ligeramente la reanudación de la música, que había cesado
para el discurso de Clive. Cosmo e Ikky salieron corriendo alarmados.
En aquel
instante una enorme explosión les tiró al suelo e hizo añicos todos los
cristales del pueblo. Un viento caliente les empujó rodando por el suelo.
Cuando consiguieron ponerse en pie, vieron los restos de una nube con forma de
hongo que se alzaba en el cielo.
Con profunda
consternación, mezclada con no poco aturdimiento, la pareja de amigos se
precipitaron hacia el lugar de la ceremonia.
A muchos
cientos de metros todavía, hallaron el borde de un inmenso cráter humeante que
descendía hasta una llanura cristalina, el comienzo de una excavación con
destino a Asia.
Cosmo gritó
hacia el desolado páramo humeante.
—¡Padre!
¡Madre!
Ikky apoyó una
mano en su brazo.
—Es totalmente
inútil, Cosmo. Allí no puede quedar nadie vivo. Tu invento los ha lanzado ante
Jehová. Interpreto esto como un signo de la Providencia, que ni siquiera la
locuacidad habitual de tu padre pudo prevenir, lo que indica que el mundo no
está preparado para un conocimiento así, si llega a estarlo algún día… Puedes
consolarte con la idea de que habrá sido una muerte sin sufrimiento, gracias a
Dios. En cualquier caso, me atrevo a decir que no encontraremos suficientes
restos mortales ni para llenar un paragüero.
Cosmo estaba
muy conmocionado y no pudo responder. (Después de esto, su vieja amistad con
Ikky sería siempre algo tirante, pues recordaba la falta de sensibilidad de
Ikky tras aquel desastre, del que, siendo justos, tenía parte de culpa).
Pensando por
algún motivo que no sería conveniente quedarse en la escena del desastre, Ikky
se llevó a su amigo a rastras.
De vuelta en
Londres, tras un periodo de apatía de unos pocos días, Cosmo, el único heredero
del clan Cowperthwait, había recuperado gradualmente sus facultades mentales.
Una de las primeras cosas que había notado había sido la aparición de unas
llagas extrañas en su cuerpo. Ikky resultó estar padeciendo los mismos efectos
de su vivencia en común, al igual que los pocos habitantes de Letchworth que
sobrevivieron. Con la ayuda de un boticario, Cowperthwait había obtenido un
remedio naturópata, que aplicado en la piel de forma continuada, parecía
contener la peste. (Cuatro años después, las llagas casi habían desaparecido,
pero Cowperthwait siguió llevando la prenda naturópata, más por extrema
precaución que por cualquier razón científica).
Paul di Filippo, Victoria
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