lunes, 18 de septiembre de 2017

LA PRIMERA EXPLOSIÓN NUCLEAR


La tribuna estaba engalanada con alegres banderas en oro y azul. Personalidades locales, políticos y miembros de la corporación ferroviaria estaban sentados en las filas ordenadas sobre la plataforma de madera, las mujeres con sus faldas largas de tafetán protegiéndose del sol estival con sus parasoles de volantes. Una orquesta de viento tocaba melodías alegres.
Los pájaros trinaban a contrapunto desde las ramas cercanas. Una multitud de granjeros y comerciantes, sus mujeres e hijos, llenaban el ancho prado alrededor de la tribuna. Los vendedores paseaban ofreciendo limonada y dulces, flores y baratijas.
El lugar era el pequeño pueblo de Letchworth, al norte de Londres; el año, 1834, poco después de la aprobación de la Ley de Pobres, que transformaría el paisaje rural, recluyendo a sus mendigos en instituciones. La ocasión era la inauguración de una nueva línea férrea, un ramal de la línea principal Londres-Cambridge.
A unos pocos metros de la tribuna se extendían las relucientes vías nuevas, prolongándose hacia el horizonte. Los cimientos de piedra de la estación, con su superestructura de ladrillo a medio acabar y rodeada de andamios, se alzaban al sur de la escena.
Sobre las vías —enorme, orgullosa, potente— descansaba una locomotora de diseño revolucionario. No muy lejos rondaba nervioso su revolucionario diseñador, Cosmo Cowperthwait, de veintiún años de edad.
Junto a Cowperthwait estaba un tipo ligeramente mayor, pero poseedor de una elegancia y una obvia sensación de seguridad muy superiores. Era el joven de veintiocho años Isambard Kingdom Brunel, hijo del famoso arquitecto e inventor Marc Isambard Brunel, genio responsable del túnel del Támesis, la primera construcción subacuática en utilizar tecnología de escudo (...)
En ese momento el joven Cowperthwait se volvió hacia su compañero y le dijo:
—Bueno Ikky, ¿tú qué crees? Se mantiene a todo vapor, con sólo unas pocas onzas de combustible. ¿Es o no es un milagro? El cohete de Stephenson no fue nada comparado con esto.
Siempre práctico, Ikky contestó:
—Si esto funciona, vas a poner fin a toda la industria minera del carbón. Yo de ti vigilaría mis espaldas, no vaya a ser que reciban el pico de algún minero disgustado. O lo que es más probable, el cuchillo de plata de un propietario minero.
Cosmo se quedó pensativo.
—No había pensado en ese aspecto de mi descubrimiento. Aun así, uno no puede retrasar el progreso. Si yo no hubiera dado con el refinamiento del nuevo metal de Klaproth, seguro que otro lo habría hecho.
En 1789, Martin Heinrich Klaproth había descubierto un elemento nuevo al que llamó «uranio», en referencia al cuerpo celestial descubierto recientemente, Urano. Otros científicos, entre ellos Eugene-Melchior Peligot, se habían propuesto refinar la sustancia pura. Cosmo Cowperthwait, heredero del talento de su padre, educado en una atmósfera de invención práctica, fue el primero en lograrlo, mediante la reducción del tetracloruro de uranio con potasio.
Tratando de encontrar nuevos usos para este interesante elemento, a Cosmo se le ocurrió aprovechar sus propiedades generadoras de calor para remplazar los medios de producción de vapor convencionales en una de las locomotoras de su padre. Clive Cowperthwait había accedido con reticencia y éste era el día del recorrido de prueba de la locomotora modificada.
—Ven —dijo Cosmo—, deja que le dé las instrucciones al ingeniero por última vez.
Los dos jóvenes treparon al tren. En la cabina el personal le dio la bienvenida con cierta frialdad. El ingeniero jefe, un tipo viejo con bigote largo y caído, asentía con la cabeza sin cesar mientras Cosmo hablaba, pero el joven inventor sabía que no le estaba prestando atención en realidad.
—Bien, recuerden, esta locomotora no se alimenta con leña o carbón, ni se le añade combustible. Bajando esta palanca las dos porciones de uranio se aproximan más entre sí, produciendo más calor, mientras que levantándola aumenta la distancia y disminuye el calor. Notarán que este pasador evita que la palanca baje hasta la zona de peligro…
Cosmo se detuvo alarmado.
—El pasador… está partido y a punto de desprenderse. Esto parece un incumplimiento deliberado de todas mis precauciones de seguridad. ¿Quién es el responsable de esta negligencia?
La tripulación se puso a mirar el techo de la cabina. Un fogonero insolente e innecesario silbó algo que Cosmo reconoció como una indecente canción popular titulada «Champagne Charlie».
Cosmo comprendió que sería inútil intentar hallar al culpable en ese momento.
—Ven conmigo, Ikky. Tenemos que arreglar esto antes de la prueba.
Los dos bajaron de la locomotora. Más allá en la tribuna, Clive Cowperthwait acababa de besar a su mujer y se dirigía hacia la parte delantera del podio para pronunciar su discurso.
—Lamento que mi socio no haya podido estar aquí hoy, pero estoy seguro de que puedo hablar el rato suficiente por los dos…
El público soltó unas risitas.
Cosmo no estaba de humor para unirse al júbilo de los espectadores.
—¿Dónde puedo encontrar unas herramientas? —preguntó frenético a Ikky.
—¿En la herrería del pueblo?
—Bien pensado. Déjame que le diga a Padre que retrase el encendido de la locomotora.
—No, vamos corriendo y ya está. Ya sabes cuánto habla tu padre. Tendremos tiempo de sobra.
Cosmo e Ikky se apresuraron hacia el pueblo.
Cuando estaban en la herrería oyeron ligeramente la reanudación de la música, que había cesado para el discurso de Clive. Cosmo e Ikky salieron corriendo alarmados.
En aquel instante una enorme explosión les tiró al suelo e hizo añicos todos los cristales del pueblo. Un viento caliente les empujó rodando por el suelo. Cuando consiguieron ponerse en pie, vieron los restos de una nube con forma de hongo que se alzaba en el cielo.
Con profunda consternación, mezclada con no poco aturdimiento, la pareja de amigos se precipitaron hacia el lugar de la ceremonia.
A muchos cientos de metros todavía, hallaron el borde de un inmenso cráter humeante que descendía hasta una llanura cristalina, el comienzo de una excavación con destino a Asia.
Cosmo gritó hacia el desolado páramo humeante.
—¡Padre! ¡Madre!
Ikky apoyó una mano en su brazo.
—Es totalmente inútil, Cosmo. Allí no puede quedar nadie vivo. Tu invento los ha lanzado ante Jehová. Interpreto esto como un signo de la Providencia, que ni siquiera la locuacidad habitual de tu padre pudo prevenir, lo que indica que el mundo no está preparado para un conocimiento así, si llega a estarlo algún día… Puedes consolarte con la idea de que habrá sido una muerte sin sufrimiento, gracias a Dios. En cualquier caso, me atrevo a decir que no encontraremos suficientes restos mortales ni para llenar un paragüero.
Cosmo estaba muy conmocionado y no pudo responder. (Después de esto, su vieja amistad con Ikky sería siempre algo tirante, pues recordaba la falta de sensibilidad de Ikky tras aquel desastre, del que, siendo justos, tenía parte de culpa).
Pensando por algún motivo que no sería conveniente quedarse en la escena del desastre, Ikky se llevó a su amigo a rastras.
De vuelta en Londres, tras un periodo de apatía de unos pocos días, Cosmo, el único heredero del clan Cowperthwait, había recuperado gradualmente sus facultades mentales. Una de las primeras cosas que había notado había sido la aparición de unas llagas extrañas en su cuerpo. Ikky resultó estar padeciendo los mismos efectos de su vivencia en común, al igual que los pocos habitantes de Letchworth que sobrevivieron. Con la ayuda de un boticario, Cowperthwait había obtenido un remedio naturópata, que aplicado en la piel de forma continuada, parecía contener la peste. (Cuatro años después, las llagas casi habían desaparecido, pero Cowperthwait siguió llevando la prenda naturópata, más por extrema precaución que por cualquier razón científica).

Paul di Filippo, Victoria

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