jueves, 31 de mayo de 2018

SINDBAD EN EL PAÍS DEL SUEÑO


                Imaginad la Basora de las mil y una moches, imaginad la Basora de Harun al Rashid.

                En ella ha atracado un extraño barco, un barco propulsado por ruedas y una larga chimenea, un barco que nos recuerda los barcos fluviales del Mississippi del siglo XIX, un barco que despertará la curiosidad de Sindbad el marino, capitán del mercante El Viajero.

                Pero esa no va a ser la única sorpresa de ese día. En la bodega encuentra un polizón escondido, el joven Radi, perseguido por unos extranjeros que han asesinado a su hermano y buscan un misterioso libro con extraños símbolos que obra en su poder. Sindbad decide ayudarle y satisfacer de esta manera su instinto aventurero que tanta fortuna le ha reportado.

                La primera etapa del viaje nos lleva a Bagdad, donde Sindbad conoce a la bella andalusí Aisha. Cae tan rendido a sus pies que, cuando ésta es raptada por el visir y los carolingios, no duda en iniciar un largo viaje que le llevara a la isla de Zanzíbar, el río Pangani (el reino de la mosca tsé-tsé que acaba por igual con los hombres y el ganado) y, finalmente, a la ciudad perdida de Salomón, donde se guarda el mayor tesoro de todos los tiempos y donde tendrá lugar un enfrentamiento épico que dirimirá el mismísimo destino de la humanidad.

                Juan Miguel Aguilera nos ofrece un relato de aventuras en ese oriente mítico, que muchos de niños hemos leído; así encontraremos los djins (los genios), las alfombras voladoras… Pero no todo es fantasía: el sabio Al-Yahiz, que acompaña desde el principio a Sindbad, existió en la realidad y era un pionero en el estudio de la evolución de las especies; esa embajada de Carlomagno para aliarse con el califa Harún al-Rashid tuvo lugar; la descripción de los diferentes tipos de djinn se basa en citas contenidas en el Corán…

           La narración es fluida, a lo que ayuda que muchos de los capítulos sean cortos. Los personajes, aunque a veces corresponden a arquetipos, vemos como cobran vida ente nosotros y se mueven motivados por el amor, el honor, la venganza, el dinero, el deseo de poder. Uno de los aciertos de la novela es el personaje de Sindbad, un personaje humano con sus dudas, sus fracasos…

Al final de cada capítulo encontramos unos códigos QR que nos proporcionan acceso a interesantes artículos relacionados, y tenemos que señalar las ilustraciones hechas por el propio autor.

miércoles, 30 de mayo de 2018

Y EL CID ENTRÓ EN LA LEYENDA


      Entré en la ciudad de madrugada. Nadie reparó en mí desde el ejército almorávide. Nadie me vio escabullirme como una sombra por entre los huecos ocultos de la muralla. Mi miedo sin duda se fundió con el miedo de los ciento veinte mil hombres que esperaban el ataque, hasta hacerme indistinguible de sus ansias. Soplaba un viento frío de levante que agitaba las hogueras que iluminaban las quince mil tiendas del campamento, a pesar de que era julio y en mi camino ya me había cruzado con el verano un par de veces este mismo año.
         Me encontraron al alba, sentado en las almenas del Alcázar, intentando en vano arreglar las cuerdas de mi viejo laúd y sabiendo que no era momento de recordarme que tenía hambre. Apenas mediaron palabra. Me condujeron al caserío, y de ahí a los aposentos privados de quien los almorávides conocían por al-Kanbayatur y yo había tenido por señor y amigo, en otra época. Ya sabía que llegaba tarde: es difícil no leer malos augurios en el vuelo de la corneja.
       Ximena aún no vestía de negro: quizá no había tenido tiempo de asimilar la muerte como, lo vi en sus ojos, no era capaz de asimilar las juventudes de mi vida. A pesar de los años, seguía siendo esa mujer hermosa y fuerte que yo había conocido en Burgos, los ojos fieros, la boca un punto demasiado grande, el pecho altivo. La rodeaban los capitanes de su marido, los mismos hombres que nos habían acompañado al destierro, marcados ahora también por las heridas de tanto tiempo y de tanta guerra: Álvar Fáñez, su sobrino; Pedro Vermúdez, el alférez; Muño Guztioz, su cuñado; Martín Antolínez, el burgalés a quien yo tantas veces había desplumado jugando a los dados. Noté que faltaban otros camaradas: Martín Muñoz de Montemayor, el portugués; Galind García, el bueno de Aragón. Quién sabía si estaban ahora encargados de la defensa de la ciudad, o si habían caído en su conquista, o en cualquiera de las muchas hazañas que sin duda habían realizado desde que sus destinos se separaron del mío. Estaba también un hombre a quien no conocía y que vestía la mitra obispal, y que nada más verme entrar en la recámara torció el gesto y habría lanzado un anatema contra mi persona si la propia Ximena no hubiera detenido su conato de hechizo.
          —Estebanillo —me recibió la dueña—. Llegas tarde, mi buen amigo.
        —Tarde recibí tu aviso, mi señora —respondí. En deferencia al obispo no especifiqué qué tipo de mensaje era—. ¿Cuándo...?
        —El domingo. La herida del cuello que recibió en Albarracín nunca curó del todo. Y ahora los ejércitos de Abu Bekr vuelven a amenazar Valencia. Nos superan en número, y ya no tienen miedo.
         Se apartó, y con ella dejáronme paso los capitanes y el religioso. Avancé al encuentro del cadáver. Suele decirse que un hombre parece que duerme cuando está muerto, pero no era éste el caso, ni creo que lo haya sido jamás. Un hombre parece otra cosa cuando está muerto, un reflejo que ni siquiera recuerda a la cara que tenía cuando estaba vivo, porque los músculos se aflojan y ya no brilla en él esa luz que los seguidores de Cristo llaman alma. Lo mismo pasaba aquí. A pesar de las calzas de buen paño, a pesar de la camisa de finísimo ranzal, bordada en oro y plata, a pesar de las babuchas y el brimal labrado con oro, y la pelliza bermeja con bandas doradas tan característica, a pesar del manto de valor incomparable, Rodrigo Díaz estaba muerto.
        —Los almogávares entrarán en Valencia a sangre y fuego, Truhán —dijo la voz de doña Ximena, pero sólo para mí, sólo para dentro de mi cabeza—. Nos pasarán a todos a cuchillo. Sabe Dios que no temo la muerte, pero es posible que el emperador Alfonso venga en nuestra ayuda.
Sacudí la cabeza con tristeza, tanto por expresar mi desconsuelo ante la muerte de mi señor y amigo como para desaconsejar las palabras que Ximena machacaba en mi cerebro.
         —No durará, mi señora Ximena. Sin Mío Cid, Valencia caerá tarde o temprano.
         —Que tarde o temprano caiga. Pero no mañana.
        Me volví. Como si todos los capitanes hubieran oído también nuestro intercambio, asintieron al unísono, con un crujido de metal y cuero. A ninguno le importaba la muerte, ahora que la muerte estaba aquí sentada. Miré fijamente a los ojos al obispo, y éste me devolvió un momento la mirada, se fijó en el guante negro de mi zurda, acabó por asentir también, dando un paso atrás, como si ese mínimo movimiento pudiera salvar de juicios divinos la decisión que tomaba.
        La larga barba del Cid, ahora entrecana, había sido peinada y arreglada. Por la propia Ximena, sin duda: ningún hombre se había atrevido nunca a mesarla. Me quité el guante y extendí la mano. Podría haberlo hecho con la mano derecha, pero usar la mano que no es, la mano que existe sin existir, me pareció más aconsejable. Con ternura, acaricié aquella barba, fijándome de paso en el contorno de cicatrices de aquel rostro, la cruel herida del cuello, las arrugas en torno a los ojos. Mío Cid debía tener cincuenta y seis o cincuenta y siete años; cinco o seis más que yo. Y aquí estaba, sin embargo, muerto y antes que muerto avejentado, y yo seguía pareciendo un muchacho recién destetado, un pilluelo saltabancos, el truhán redomado que hay quien usa como nombre cuando me llama.
         Elegí una larga tira de pelo, lo trencé con cuidado, como si fuera la tripa de cerdo con la que antes había intentado reparar mi laúd. La piel de Mío Cid estaba fría, del color de ceniza bajo mi mano invisible. Con un puñal, corté la trenza y la pasé por la boca y los ojos cerrados del cadáver. Luego, la anudé despacio, con tres vueltas, una vuelta por cada religión, en torno al pomo de la espada que esperaba junto a nosotros, reluciente y afilada, como dispuesta ella sola para volver a la guerra. La reconocí: era Tizona, la espada que el rey Fernando encomendara a Rodrigo, la espada que yo quise robarle en Zaragoza.
         Pasé la yema de los dedos que no existen por su filo, y de la nada brotó una grieta de sangre que la hoja absorbió como si fuera papel secante. Sin darle tiempo a que la herida cerrara, como sabía que cerraría porque mi cuerpo cura de manera prodigiosa, teñí de rojo la trenza de cabello. Esperé unos segundos mientras murmuraba para mí una letanía. Entonces, cogí la espada y la coloqué en las manos de Mío Cid.
        Todos contuvieron la respiración, y don Jerónimo, el obispo, se habría persignado si Muño Guztioz no le hubiera sujetado el brazo: no era momento para poner en marcha fuerzas contrarias.
         El pecho del caballero muerto se hinchó, como un odre, con un suspiro ronco que traía consigo el eco de un país desconocido. Los dedos se cerraron con fuerza en torno al pomo de la Tizona, y por fin los dos ojos se abrieron, al unísono.
          —Mío Cid de Vivar, mi señor Campeador —susurré—. Valencia te llama. Levántate y anda.
        Con torpeza, con movimientos que no tenían del todo la agilidad de la vida, el caballero se puso en pie. No había brillo en sus ojos, sino dos botones negros, dos agujeros oscuros en los que no me atreví a asomarme mucho rato.
         —Esteban... —susurró una voz que era remedo de la voz que un día tuvo.
       —Mío Cid, mi señor, tarde he llegado. Sólo puedo rescatarte brevemente del sueño de la muerte. El peligro sigue acechando más allá de las murallas. Es hora de que hagas lo que en vida quisiste hacer.
         Álvar Fáñez acercó el casco diademado. Pedro Vermúdez alzó el escudo con el dragón furente. Mío Cid, o lo que había sido Mío Cid hasta el domingo, se puso en cruz y permitió que lo armaran. En un rincón, junto a la ventana, don Jerónimo procuraba contener sus deseos de rezar y no golpearse el pecho en un acto de contrición que ahora llegaba, como yo había llegado, demasiado tarde. Detrás del muro de cotas de malla y camisones de estopa, doña Ximena lloraba.
       —No tienes mucho tiempo, mi señor Rodrigo —le dije cuando montaba en el patio, un alazán sin duda descendiente de Babieca—. El hechizo no aguantará más de un día, si acaso. Es lo malo de andar con la vida jugada.
          No sé si aquello que ahora habitaba el cuerpo de Rodrigo me entendió. En cualquier caso, no hacía falta. El rastrillo se alzó, el caballero resucitado picó espuelas, y todo el ejército sitiado cabalgó persiguiendo a un espejismo, un fuego de artificio iluminado por un humilde aprendiz que quizá habría preferido no entender nunca de magias.

Rafael Marín, Juglar

FINALISTA PREMIO MINOTAURO 2006

martes, 29 de mayo de 2018

UN PINGÜINO EN GULPIYURI


 Javier García Rodríguez nos trae una corta y peculiar novela, que nos trae aventuras, humor, mil y una referencias literarias y audiovisuales, una tipografía que va cambiando según quien vaya hablando (emoticonos incluidos), y nos explica qué es el narrador, qué es la descripción, cómo se construye un diálogo, cómo se lee y se escribe…

TSO, el narrador deshilachado, empieza a contar la misteriosa aparición de un pingüino en la playa asturiana de Gulpiyuri, pero la sabihonda o sabionda lectora, alias la Pepito Grillo de esta historia, lo interrumpe una y otra vez. Entre los dos, junto con una voz en off (un wikipédico Vladimir Mijaíl VOZENOFF de origen ruso) y el propio protagonista de la historia, el pingüino Gundemaro, se establece un diálogo a cuatro voces que es, al mismo tiempo, un viaje literario a los distintos aspectos de la construcción de un relato como hemos señalado antes. Toda una alegoría acerca de la magia de la literatura.

      Según la editorial y el autor, Un Pingüino en Gulpiyuri es una novela juvenil posmoderna. El objetivo de este proyecto es promover formas de ficción innovadoras entre los jóvenes que les permitan explorar y experimentar la narración de una manera individual y creativa, y desarrollar nuevas sensibilidades y otras capacidades de análisis en un mundo de permanente cambio

                La historia en si es solamente uno de los capítulos: un día aparece, tras una larga tormenta, un pingüino en la playa de Gulpiyuri, que nos va a contar su historia. Culpable de ello es Aureliano, un niño que sueña con ver el hielo, (el futuro coronel Aureliano Buendía, de Cien Años de Soledad de Gabriel García Márquez). Los primeros capítulos nos pueden parecer raros con esas cuatro voces que se entremezclan: el narrador que cuenta la historia y contestar al lector que interrumpe su relato; el lector, que intenta sabotear al narrador; la voz en off, que intenta dar explicaciones y que no se  interrumpa la historia; y el pingüino, que será el quien nos cuente su historia.

El libro, indica el autor en una entrevista, “comienza cuatro veces de la misma manera pero desde perspectivas distintas. Juega con diferentes tipografías. Al final del primer capítulo aparece una lectora, que además es una sabihonda, poniendo en tela de juicio esa idea que se tiene acerca del lector. Interviene y dice: oye, que no soy lector, soy lectora. Y obliga así a parar a quien lee y preguntarse qué está leyendo. O te hace dejar de creer en lo que cuenta el narrador cuando surge otra voz que sugiere que miremos desde otro punto de vista. Y que reflexiones sobre el propio discurso. Todos esos detalles son posibilidades. Pero el caso es disfrutar de ella.”

lunes, 28 de mayo de 2018

UN CHICO POCO CORRIENTE



A medida que el sol se eleva, su luz se va filtrando a través de la niebla amarillenta que empieza a disiparse e ilumina una oscura marea humana: los sombreros de copa y de señora, ropas gruesas y botas que se aglomeran sobre los puentes y en las calles adoquinadas. Los cascos de los caballos golpean el pavimento, y su eco vence el estruendo de las ruedas de hierro, el ruido de la muchedumbre y los reclamos de los vendedores ambulantes. El aire está cargado con el olor de los caballos, la basura, el carbón y el gas. En esta mañana del final de la primavera del año de Nuestro Señor de 1867, prácticamente todo el mundo se dirige hacia algún lugar de la ciudad.
Entre aquellos que cruzan el turbio río desde el sur, se encuentra un joven alto y delgado cuya piel es tan pálida como los márgenes del periódico londinense The Times. Tiene trece años y debería estar en la escuela. De lejos parece elegante, vestido con su levita negra y corbata, chaleco y botas lustrosas. De cerca, la ropa se ve desgastada. Tiene la mirada triste, pero sus ojos de color gris están alerta.
Se llama Sherlock Holmes.
El crimen que sucedió anoche en Whitechapel, uno de tantos ocurridos en Londres, aunque quizás el más atroz, le cambiará la vida. Dentro de un momento se le pondrá delante, y en cuestión de días se verá involucrado en él.
El chico se acerca a estas calles ruidosas y bulliciosas para huir de sus problemas, en busca de emociones y para observar a los ricos y famosos, para saber qué los convierte en personas con éxito y reconocimiento. Tiene un fino olfato para el rastro que dejan las situaciones emocionantes y desesperadas, y, entre estas arterias abarrotadas, las encuentra.
Cada día sigue la misma ruta hasta aquí. Primero se dirige al sur desde la vivienda familiar, encima de la vieja sombrerería, en el mísero Southwark, y camina en dirección a la escuela. Pero, cuando está fuera del alcance de la vista de sus padres, siempre tuerce hacia el oeste y se escabulle hacia el norte cruzando el río junto a la muchedumbre por el puente de Blackfriars, en dirección al glorioso centro de la ciudad.
Los londinenses pasan junto a él en oleadas, cada uno con su historia. Todas le fascinan.
Sherlock Holmes es una máquina de observar; lo ha sido prácticamente desde que nació. Es capaz de formarse una opinión de un hombre o de una mujer en un instante. Sabe de dónde es una persona y a qué se dedica la otra. De hecho, en su callejuela le conocen por eso. Si algo desaparece —una bota o un delantal o una hogaza de pan crujiente—, él observa rostros, examina pantalones, encuentra pistas reveladoras y descubre al culpable, ya sea grande o pequeño.
El hombre que camina hacia él ha estado en el ejército, su porte le delata. Con el encallecido dedo índice de su mano derecha, ha apretado el gatillo de su rifle. Estuvo destinado en la India, basta con fijarse en el símbolo hindú de su gemelo izquierdo, idéntico al que el muchacho vio una vez en un libro.
Sigue caminando. Una mujer con un sombrero calado hasta las orejas y envuelta en un chal le roza al pasar. «¡Mira por dónde vas!», le gruñe mientras le lanza una mirada hostil.
«Esa es fácil», piensa el chico. «Acaba de perder un amor: fíjate en las ojeras que tiene, los labios apretados de rabia y el chocolate que oculta en la mano. Le falta un año para cumplir los treinta, está ganando peso y vive en la campiña de Sussex: su característica arcilla marrón le ha dejado marcas en el empeine de las botas negras».
El chico tiene la necesidad de saberlo todo. En una vida que le ha ofrecido pocas alegrías, le hace falta sentir que tiene alguna ventaja. Una vez, un maestro de escuela le dijo que era un chico brillante, pero a Sherlock le hizo gracia. «¿Brillante por qué?», refunfuñó para sus adentros. «¿Por llevar la vida equivocada en el momento equivocado?».
En Fleet Street mete la mano en un cubo de basura y saca un puñado de periódicos. The Times… fuera. The Daily Telegraph… fuera. The Illustrated Police News, sí. ¡Este sí que es un periódico como Dios manda! Cualquier suceso sorprendente que Londres pueda generar cobra vida en sus páginas con enormes fotografías en blanco y negro. Todos los días, Sherlock lee este periódico sensacionalista, pero el de hoy, con un fascinante relato de violencia sanguinaria e injusta, le revelará su destino. El chico se guarda el periódico bajo la levita.
En Trafalgar Square alza la vista buscando a los cuervos. Unos cuantos suelen colocarse en fila sobre la cornisa del hotel Morley, cerca de la majestuosa Northumberland House, en el lado sureste de la plaza, a cierta distancia de las orondas palomas y del gentío que hay alrededor de las fuentes. Eso le hace sonreír: uno de los hoteles más prestigiosos de todo Londres, coronado por cuervos. Son el tipo de pájaros que le gustan.
Esquiva el tráfico y cruza la plaza en dirección a las escaleras de piedra de la National Art Gallery. Los negros pájaros también se mueven. A veces cree que le siguen. Un par de cuervos desciende en picado y se posa cerca de él.
—Buenos días, pareja. Vamos a ver qué dicen las noticias.
Sherlock despliega el periódico. La primera plana acapara su atención: «¡ASESINATO!».
Debajo del titular hay un escabroso dibujo de una hermosa joven tendida en una calle de Londres, bañada en un charco de sangre.
Los cuervos graznan y se marchan volando. Sherlock sigue leyendo.
Sucedió en mitad de la noche, al este del casco antiguo de la ciudad. Nadie vio nada, y tampoco se oyó ningún grito. El arma utilizada fue un largo y afilado cuchillo.
Sherlock pasa la página y lee el artículo con avidez: una dama de estatus social indeterminado, cuyo nombre no ha sido revelado y a quien no se le conocen enemigos. Se sobresalta al darse cuenta de que esa mujer guarda un extraordinario parecido con su madre.

domingo, 27 de mayo de 2018

EL NIÑO QUE OLÍA A LIBRO NUEVO


Mis padres no pudieron darme mucho. Crecí en una familia humilde, y los lujos estaban de más. No salíamos a comer fuera, ni tampoco había muchos juguetes. Al cine un par de veces al año, y con las entradas que le regalaban a mi padre en la sucursal del banco, poco más.

Y sin embargo fui un niño rico y feliz. Porque nuestro Citroen tenía 17 años cuando se jubiló y no tuvimos tele hasta que yo cumplí los cinco, pero teníamos libros. Ediciones en papel biblia y forradas en plástico con las obras completas de Julio Verne, Walter Scott y Rudyard Kipling. Tomos pequeños en rústica de Tarzán de los Monos y John Carter de Marte, de La Sombra y Doc Savage. Libros viejos, antiguos, polvorientos. Muchos eran de mi abuelo, tenían el papel de color casi marrón. Algunos, como el Círculo del Crimen —donde salía Fu Manchú, señores—, tenían las esquinas rotas o quebradizas. Otros estaban en francés —idioma que nunca he conseguido entender— o en inglés, en el que me defendí desde pequeño gracias a Astounding Stories y un millar de novelas pulp. Un amable librero las ponía en una caja de cartón en la Cuesta de Moyano, y yo me gastaba mis cien pesetas de asignación en tres o cuatro, más alguna que intentaba escamotearle mientras él se hacía el loco y fingía que no me veía.

Cuando llegaba junio, yo iba cada fin de semana a pasear por la feria. Cogía una bolsa y la llenaba de todo lo que pudiese conseguir gratis. Catálogos, puntos de lectura, folletos, globos y caramelos. Como siempre he sido bajito, mis ojos alcanzaban sólo hasta la primera fila del mostrador, donde se colocan siempre las novedades más jugosas. Aquellos enormes tomos en tapa dura, con brillos, el papel blanco y nuevo.

Y el olor.

El olor a libro nuevo me entraba por las fosas nasales —recordemos que no me tenía que agachar— y me volvía loco. Era como un paseo por un oasis a un hombre sediento al que le han cosido la boca. Era impensable gastar 1.200 o 1.500 pesetas en aquellas ediciones, y aún así mi padre siempre, siempre, me daba un billete de los verdes, aquellos con la cara de Galdós, y me decía que escogiese bien. Lo cual era aún peor, porque así alcanzaba para libro y medio de bolsillo, y los libreros siempre han sido reticentes a vender medio libro. Yo perseveraba y hacía lo que podía, y sin embargo siempre volvía a casa frustrado y llorando, pensando en todos aquellos tesoros que dormirían allí aquella noche, y que nunca podría poseer.

Aquello fue mi verdadera riqueza. Al no darme nada, mis padres regalaron el amor más grande que un ser humano puede desarrollar. Y aún hoy no puedo pasear por la feria, subirme a una de esas butacas y firmar los libros, rodeado de novedades, sin recordar al mocoso que lloraba camino de casa, dejando todo aquello atrás.

Bienvenidos a la Feria.

Juan Gómez-Jurado 

viernes, 25 de mayo de 2018

LA LIBRERÍA DEL SEÑOR LIVINGSTONE



Pocas veces hemos comentado aquí libros que hayan sido autoeditados, pero esta novela de Mónica Gutiérrez es una pequeña joya que vale la pena.

Agnes Marti, arqueóloga barcelonesa en paro, se ha mudado a Londres en busca de una oportunidad laboral.

Una tarde, desanimada y triste por su poco éxito profesional, tropieza en el corazón del barrio del Temple con el pomo de una puerta en forma de pluma, el sonido de unas lúgubres campanillas y el hermoso rótulo azul de Moonlight Books. La librería, regentada con encantador ceño fruncido por Edward Livingstone, debe su nombre a un espectacular techo de cristal que permite contemplar la luna y las estrellas en las noches despejadas.

Intrigada por la personalidad y el sentido del humor del señor Livingstone, Agnes decide aceptar la oferta de convertirse en ayudante del librero mientras continúa su búsqueda de trabajo. El té de la tarde en el rincón de los románticos, las visitas de Mr. Magoo, las conversaciones con la bella editora de Edward, las cenas junto a la chimenea del Darkness and Shadow y la buena lectura convencerán a Agnes de que la felicidad está en los pequeños detalles cotidianos.

Por medio, el robo del manuscrito del Dr. Samuel  Livingstone; las relaciones entre el librero y Sioban, su editora; los “excéntricos” clientes o los personajes habituales de la librería; el ansiado fallo de un premio para libreros; los paseos por esos rincones de Londres que nos encantan; el inspector John Lockwood, que... Es una trama sencilla en la que no ocurre nada, pero suceden muchas cosas.

                La autora señala que su novela es un pequeño homenaje a sus novelas y autores preferidos (lo podemos observar en las citas y en las referencias, y aquí no hay un género o autor menor, pues nos podemos encontrar a Shakespeare, junto a Tolkien –“¿morirá Frodo?”, es la duda de esa anciana y extravagante clienta-, G. R. R. Martin, Edmund Crispin, Virginia Woolf, entre otros muchos). La propia Mónica Gutiérrez califica su novela como feelgood, ¿y qué es esa palabreja? os preguntaréis muchos; veamos como lo explica la autora en la novela:

—¿Qué es eso del feelgood?
—Novelas en las que los protagonistas jamás comen acelgas —resumió ella pensando en todos los títulos que le había descubierto su amiga—. Historias en las que apenas ocurre nada extraordinario, cuyos protagonistas no son grandes héroes. Historias en las que la felicidad se mide en pequeños momentos y se halla en los gestos más cotidianos...    
 
                Los personajes son entrañables: Edward Livingstone, el culto y viejo librero, que hace honor al refrán “perro ladrador…” por su forma de comportarse; Agnes, ese hada con los pies descalzos, que cautiva al librero y al policía; Sioban, la novia que no quiere casarse; el inspector Lockwood, que, en su presentación, nos recuerda a un elefante en una cacharrería; Oliver, Oliver Twist, ese niño “abandonado” en la librería y aficionado a la astronomía…

                Un consejo, dejadlos entrar en vuestra casa.

jueves, 24 de mayo de 2018

UNA CONFERENCIA DE SIR ARTHUR CONAN DOYLE



—En el cartel que hay en la entrada pone que Arthur Conan Doyle dará una conferencia esta tarde en el salón de actos del ayuntamiento.
—No me extraña —comentó Lady Elisabeth—. Doyle vivió mucho tiempo aquí, en Portsmouth.
—¿De qué trata la conferencia? —preguntó Cairo.
—Se titula La nueva revelación y creo que es sobre espiritismo.
Zarco soltó una sonora carcajada.
—Paparruchas —se limitó a decir en tono despectivo.
—Parece mentira —intervino García— que el creador de Sherlock Holmes, el personaje más racional de la historia de la literatura, crea en fantasmas y en hadas.
Lady Elisabeth le dio un sorbo a su taza de té y dijo:
—A Doyle siempre le interesó la «investigación psíquica», pero no era un fanático; hasta que, hace tres años, su hijo Kingsley, que había sido movilizado, murió a consecuencia de las heridas sufridas en la batalla de Somme. A partir de entonces, Doyle se obsesionó con el espiritismo. Supongo que, ante una desgracia semejante, es lógico aferrarse a cualquier esperanza, aunque sea imaginaria.
—Sustentar esperanzas imaginarias —sentenció Zarco— es como intentar sobrevivir a un naufragio agarrándote a un salvavidas de plomo.
Samuel, que había dejado de prestar atención y tenía la mirada perdida en algún punto de la mesa, murmuró para sí:
—Yo estuve en Somme...
(…)
El domingo pasado, aprovechando que tenía el día libre, asistí a la conferencia que pronunció Arthur Conan Doyle en el ayuntamiento de Portsmouth. Había mucho público y el escritor habló durante más de una hora acerca de la investigación psíquica y el mundo de los espíritus. La verdad es que me sorprendió el aspecto de Doyle; supongo que esperaba a un hombre menudo y con aire romántico, pero en realidad es alto y robusto, con un bigote de guías puntiagudas y un carácter expansivo.
Cuando concluyó la conferencia, me aproximé a él para que me firmara mi ejemplar de El Mundo Perdido y conversamos durante unos minutos. Le hablé acerca del señor Charbonneau, y Doyle me dijo que no debía estar triste, pues el espíritu de mi tutor seguía vivo en un plano alternativo de la realidad. Añadió que su madre había muerto recientemente y ya se había comunicado con ella varías veces a través de una médium. Según él, tarde o temprano todos nos reuniremos con nuestros seres queridos en el más allá.
Me gustaría creerle, pero no puedo. Si realmente el espíritu sobrevive a la muerte física, ¿dónde están las almas de los millones de personas que fallecieron durante la guerra? ¿Por qué no hacen oír sus voces mediante golpes en los muros, manifestaciones ectoplásmicas, apariciones o del modo que sea? ¿Por qué ese silencio? Sólo se me ocurre una respuesta: después no hay nada.

César Mallorquí, La Isla de Bowen

PREMIO EDEBÉ DE LITERATURA JUVENIL 2012
PREMIO NACIONAL DE LITERATURA JUVENIL 2013
PREMIO CERVANTES CHICO 2015

miércoles, 23 de mayo de 2018

¿POR QUÉ ESCRIBO?



Escribo porque soy diferente.

Escribo para ser diferente.

Empecé a escribir porque era diferente. Empecé a escribir porque quería ser diferente. Nadie quería ser escritor cuando yo decidí ser escritor. Recuerdo a un niño que quería ser dentista y a otro que quería ser mecánico. Tenía doce años. No conocía a ningún escritor. Nunca había hablado con un escritor. Había leído a Rimbaud. Había leído una biografía de Rimbaud. Había leído los manifiestos dadaístas y El hombre aproximativo de Tristan Tzara. Siempre había leído. Había leído los libros de Enid Blyton. Había leído los siete secretos y los cinco. Había leído otros libros que no eran de Enid Blyton pero lo parecían, como los de los tres investigadores.

Y, antes de que supiera leer, mi madre me leía cuentos y me contaba historias que yo entendía a medias: historias de su pueblo, Castejón de Tornos, Teruel, junto a la Laguna de Gallocanta, que para mí estaba tan lejano como Tokio; historias de estraperlos; historias sobre la obstinación de los burros, sobre todo cuando hacía un frío del demonio y al parecer lo hacía siempre; de los maquis y sus razias; historias del azafrán y la dificultad de conseguirlo; historias de los carnavales secretos de la posguerra, con ensabanados y rondas; de las cartas de amor que le enviaba mi padre... personajes abandonados en mitad de la nada que trataban de escapar no se sabe de dónde ni cómo. Unas historias que luego leí en Agota Kristof.

Quería ser un escritor porque era diferente y quería ser un escritor de los diferentes. Digo escritor, pero lo que yo quería era ser un poeta diferente. En 8º de EGB fabriqué mis primeras plaquettes fotocopiadas. Las destruí poco después porque me daba vergüenza escribir tan mal. Ahora puedo decir que en esas plaquettes está lo mejor que he escrito.

Quería escribir para robarle la máquina de escribir a mi padre, su más precioso tesoro: la cuidaba con esmero y no nos dejaba tocarla. Thomas Mann escribió un ensayo en el que hablaba de la gran cantidad que hay de escritores huérfanos de padre. El padre de Truman Capote desapareció y el padre de Alejandro Gándara se fue sin dejar rastro y el padre de… Mi padre era huérfano de padre, huérfano desde los dos años, pero a él se le pasó la vez y el que se hizo escritor fui yo. Huérfano heredero. Aunque mi padre escribía a máquina todo el tiempo: su Olivetti gigante con forma de ballena. Mi padre escribía informes sobre sus servicios de policía y sobre el tráfico y sobre las incidencias del trabajo. Tenía unas hojas de calco y guardaba copia de todo lo que escribía.

Me hice escritor para robarle esa estupenda máquina de escribir. Me hice escritor para consumar un incesto raro. Mi padre me puso una condición para poder usar su Olivetti: aprender mecanografía perfectamente... una práctica que él, que escribía sólo con dos dedos, no conocía. Quizá pensaba que yo no conseguiría escribir a máquina, pero pasé el verano de mis trece años sacrificando la piscina y aprendiendo a escribir a máquina en una academia con un calor sofocante: asdf ñlkj etcétera. Así rendí a mi padre y le quité su bien más preciado. Truman Capote escribió algo sobre la mecanografía y la literatura, y es posible que, pese a su afirmación, se trate de ramas de la misma actividad. Durante un tiempo tuve que usar la máquina siempre en la mesa del comedor, bajo vigilancia, y guardarla siempre en su maleta. Mi madre cosía en su máquina de coser y yo escribía en mi máquina de escribir. Unos meses más tarde llevé la Olivetti ballena a la mesa de estudio de mi cuarto.

Tenía catorce años y escribía poseído. Escribía todo el tiempo. Nunca he vuelto a escribir de esa manera y cuando escribo deseo poder volver a escribir así alguna vez. Febril. Enfermo. Escribía poemas. Escribía minúsculas vidas imaginarias. Escribía obras de teatro. Era diferente y quería ser un escritor diferente. Leía a Beckett, y mis obras de teatro querían parecerse a Esperando a Godot. Leía a Jack Kerouac. Leía a Henry Miller, al que había llegado siguiendo a Rimbaud, un camino excéntrico. Leía a Joyce, pero las piezas más raras, Poemas manzanas. Leía solo. Escribía solo. Entonces yo era el único escritor. Rey soberano.

Aunque quizá leía más solo que escribía solo, porque entonces publiqué mis primeros poemas en una revista. No guardo ni un ejemplar. Me avergonzaba esa revista, sabía que estaba mal hecha, que era cutre... y aunque sabía que la revista estaba mal hecha y que era cutre, me sentía feliz porque publicando en esa revista que me avergonzaba me convertía en escritor. Nadie lo sabía, pero yo había cruzado una línea y ya no podía volver atrás. Recuerdo el nombre de la revista.

Escribo porque tengo miedo: antes cuando tenía miedo me metía debajo de la cama. Escribo para levantarme cuando quiera. Escribo para acostarme cuando quiera. Escribo para imponer mi versión de los hechos. Escribo por envidia. Escribo por fascinación. Escribo para ser feliz. Escribo para ganar dinero. Escribo para saber cómo escribo. Escribo para que se publique lo que escribo. Escribo para seducir. Escribo para ser apreciado. Escribo para existir. Escribo para ser visible. Escribo para despertarme cada día en un lugar del mundo. Escribo para que me insulten. Escribo para seguir vivo. Escribo para no matarme. Escribo para saber lo que pienso. Escribo para mentir. Escribo porque soy feliz. Escribo para pedir perdón. Escribo para no pedir perdón. Escribo porque cuando escribo no vivo. Escribo para vivir más tiempo. Escribo porque me lo piden. Escribo porque no me reconozco en las fotografías. Escribo porque quiero dar mi versión de la historia. Escribo porque en mi escritura sólo mando yo. Escribo porque me gusta escribir. Escribo porque no sé conducir. Escribo porque soy vanidoso. Escribo para perder el sentido. Escribo porque busco el sentido. Escribo como el cultivador de champiñones: con los pies enterrados en mierda y con la certeza de que el producto no es un manjar. Escribo como el pescador de un barco congelador. Escribo para follar. Escribo para respirar. Escribo para no tener que escribir. Escribo para mirar todo y todo el tiempo. Escribo para recordar. Para recordarme. Para volver a alcanzar ese estado febril. Febril y fabril. Escribo por insatisfacción. Escribo por venganza. Escribo por remordimiento. Escribo para confesar mis pecados. Escribo para esconder mi vergüenza. Escribo para reírme. Escribo porque me da miedo el fuego.

Escribo porque tengo algunas historias viejas que contar. Las que me llenan la cabeza ahora sucedieron todas antes de que cumpliera veintiocho años: la de un asesino que mató a su mujer y con el que compartí celda en 1995 en la cárcel de Torrero de Zaragoza, que ya ha desaparecido, demolida por la piqueta; la de una loca, prima de mi padre, a la que visitamos en un manicomio de Valencia en el verano de 1975; la de unos curanderos de Petrel, Paco y Lola, que visitamos cuando mi abuela Rosario había sido desahuciada por los médicos.

Mi padre me cedió su máquina de escribir. Y una vez que se la arrebaté ya no podía cambiar: tenía que escribir y tenía que ser escritor. Ahora, más que diferente, me siento extraño.

Félix Romeo

martes, 22 de mayo de 2018

LA CATEDRAL DEL MAR


Enviado por Pedro:

Siglo XIV.

 La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.

Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre. El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…

La Catedral del Mar, la primera novela de Ildefonso Falcones, es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

Es un libro entretenido, que sigue la estructura de loa culebrones y de las telenovelas (algo sale mal, algo sale bien, algo sale peor, algo sale mejor… así hasta que llegamos a ese final que pone los puntos sobre las íes). Se lee de una forma ágil. La pega que le puedo poner es que los personajes apenas están descritos, están muy poco trabajados

PREMIO QUÉ LEER AL MEJOR LIBRO EN ESPAÑOL DEL AÑO 2006
PREMIO FUNDACIÓN JOSÉ MANUEL LARA A LA NOVELA MÁS VENDIDA EN 2006

lunes, 21 de mayo de 2018

CARPE DIEM!



Una de las cosas más ridículas que la edad conlleva es la cantidad de trucos, potingues y ortopedias con los que intentamos combatir el deterioro: el cuerpo se nos va llenando de alifafes y la vida, de complicaciones.

Eso se ve claramente en los viajes: de joven eres capaz de recorrer el mundo con apenas un cepillo de dientes y una muda, mientras que, cuando te adentras en la edad madura, tienes que ir añadiendo a la maleta infinidad de cosas. Por ejemplo: lentillas, líquidos para limpiar las lentillas, gafas graduadas de repuesto y otro par de gafas para leer; ampollas de suero fisiológico porque casi siempre tienes los ojos enrojecidos; pasta de dientes especial y colutorio contra la gingivitis, más hilo encerado y cepillitos interdentales, porque los tres o cuatro implantes que te han puesto exigen cuidados constantes; una crema contra la psoriasis o contra la rosácea o contra los hongos o contra los eczemas o cualquier otra de esas calamidades cutáneas que siempre se van desarrollando con la edad; champú especial anticaspa, antigrasa, antisequedad, anticaída; tinte porque las canas han colonizado tu cabeza; ampollas contra la alopecia; cremas hidratantes, seas hombre o mujer; cremas nutritivas, alisantes, antiflaccidez, más para ellas, pero también para algunos varones; lociones antimanchas; protector solar total porque ya te ha dado todo el sol que puedes soportar en veinte vidas; ungüentos anticelulíticos, esto en las mujeres; podaderas de los vellos nasales y auriculares, esto en los hombres; férulas de descarga para la noche, porque el estrés hace chirriar los dientes; tiritas nasales adhesivas, molestas y totalmente inútiles, para atenuar los ronquidos; píldoras de melatonina, Orfidal, Valium o cualquier otro fármaco contra el insomnio y la ansiedad; con un poco de mala suerte, pomada antihemorroides para lo evidente y/o laxantes contra el estreñimiento contumaz; vitamina C para todo; ibuprofeno y paracetamol para la inacabable diversidad de molestias que van parasitando el cuerpo; omeprazol para las gastritis; Alka-Seltzer y más omeprazol para las resacas, que uno va perdiendo resistencia; suplementos de soja porque la menopausia baja las hormonas; con otro poco de mala suerte, las píldoras del colesterol, de la tensión, de la próstata. Y así sucesivamente, en suma. Una pesada carga
.
Pero a fin de cuentas la existencia misma es un viaje, así que no hace falta tener que coger un coche o un avión ni trasladarse a otra ciudad para ser rehén de toda esa parafernalia protésica.

Rosa Montero, La Carne

domingo, 20 de mayo de 2018

EL PADRE BROWN



Al examinar, pues, al último viajero, Valentín renunció a descubrir a su hombre, y casi se echó a reír: el curita era la esencia misma de aquellos insulsos habitantes de la zona oriental; tenía una cara redonda y roma, como pudín de Norfolk; unos ojos tan vacíos como el mar del Norte, y traía varios paquetitos de papel de estraza que no acertaba a juntar. Sin duda el Congreso Eucarístico había sacado de su estancamiento local a muchas criaturas semejantes, tan ciegas e ineptas como topos desenterrados. Valentín era un escéptico del más severo estilo francés, y no sentía amor por el sacerdocio. Pero sí podía sentir compasión, y aquel triste cura bien podía provocar lástima en cualquier alma. Llevaba una sombrilla enorme, usada ya, que a cada rato se le caía. Al parecer, no podía distinguir entre los dos extremos de su billete cuál era el de ida y cuál el de vuelta. A todo el mundo le contaba, con una monstruosa candidez, que tenía que andar con mucho cuidado, porque entre sus paquetes de papel traía alguna cosa de legítima plata con unas piedras azules. Esta curiosa mezcolanza de vulgaridad —condición de Essex— y santa simplicidad divirtieron mucho al francés, hasta la estación de Stratford, donde el cura logró bajarse, quién sabe cómo, con todos sus paquetes a cuestas, aunque todavía tuvo que regresar por su sombrilla. Cuando le vio volver, Valentín, en un rapto de buena intención, le aconsejó que, en adelante, no le anduviera contando a todo el mundo lo del objeto de plata que traía. Pero Valentín, cuando hablaba con cualquiera, parecía estar tratando de descubrir a otro; a todos, ricos y pobres, machos o hembras, los consideraba atentamente, calculando si medirían los seis pies, porque el hombre a quien buscaba tenía seis pies y cuatro pulgadas.

G. K. Chesterton, El Candor del Padre Brown

viernes, 18 de mayo de 2018

MONTEPERDIDO


             Enviado por Teresa (B1H):

Ana y Lucía, dos amigas de once años, vecinas de un pueblo de los Pirineos, salen del colegio y se dirigen a sus casas. Nunca llegan a su destino. Nadie vuelve a verlas.

Cinco años después. Entre los restos de un coche accidentado en un desfiladero cercano, aparecen el cadáver de un hombre y una adolescente malherida y desorientada. Resulta ser Ana, una de las niñas desaparecidas tiempo atrás. Mientras todo el pueblo intenta asimilar el giro de los acontecimientos, el caso se reabre. ¿Quién es el hombre muerto? ¿Quién estuvo tras el secuestro de las niñas? ¿Seguirá Lucía con vida?

Las respuestas a estas preguntas esconden actos terribles que muchos habitantes de Monteperdido lucharán hasta el final por mantener en secreto.

Esta novela de Agustín Martínez es un thriller psicológico absorbente, emotivo, de ritmo cinematográfico y plagado de sorpresas.

Me llamó la atención por la sipnosis, que resumía muy bien la trama principal: el secuestro y la búsqueda de un culpable.

Me gustó porque cada página te intriga más, y por la gran lista de sospechosos y culpables, pero que no son ninguno de ellos, lo que hace que te replantees tus hipótesis. Esto favorece el clima de misterio favorecido por los secretos e intimidades que tratan de esconder. Al transcurrir la acción en un lugar montañoso, las descripciones de los paisajes están muy bien conseguidas, y te sitúan muy bien en el entorno. También me ha gustado que la protagonista sea una mujer.

No me han gustado las páginas de relleno, o que se centre mucho en las descripciones como si se tratara de una película (hasta los suspiros de algunos personajes). A algunos personales les falta personalidad y profundidad, otros, como Caridad, no me aportan nada en la historia.

El final me ha parecido muy rápido; eso de que el culpable cuente toda la verdad en dos páginas como mucho y dé el giro final en las últimas frases.

jueves, 17 de mayo de 2018

VISITA A ALMAGRO Y A LAS TABLAS DE DAIMIEL



                Este miércoles pasado, hicimos el petate, cogimos el bocata y nos fuimos de excursión, con alumnos de 3º ESO y 1º de Bachillerato, que hacía buen tiempo (¡alguno casi se quemó!): Almagro y las Tablas, teatro y naturaleza para alimentar el espíritu.

           Primera parada (eso sí, tras el consabido almuerzo): el Museo Nacional del Teatro, un recorrido desde los orígenes hasta el siglo XX, a través de trajes, maquetas, algún libro, máscaras (¡je, se curró Dalí las máscaras de Don Juan Tenorio! ¡si hasta yo las hago mucho mejor y no me pagan por ello!).


                Lo que más nos gustó los aparatos para hacer los efectos especiales de sonido (la lluvia, el viento, el mar, el trueno…) y ese teatrillo, que había abajo y que medio podéis ver aquí abajo, donde algunos hicimos nuestros pinitos como actores:


              Luego, al Corral de Comedias, a ver La Venganza de Don Mendo, de Pedro Muñoz Seca, una parodia  de los dramas del siglo XIX llenos de tragedias amorosas, celos, muertes..
.
  La acción transcurre en la época de Alfonso VII y está dividida en cuatro actos. Narra las peripecias del Marqués Don Mendo en su intento de vengarse de Magdalena, su amante, al casarse con el Duque Don Pero. La obra es en verso e intenta imitar la forma de hablar de la Edad Media (matalle, miralle…). Recordemos algunos de los versos que nos hicieron reír:




Los cuatro hermanos Quiñones
a la lucha se aprestaron,
y al correr de sus bridones,
como a cuatro exhalaciones,
hasta el castillo llegaron.
¡Ah del castillo! —Dijeron—
¡Bajad presto ese rastrillo!
Callaron y nada oyeron,
sordos sin duda se hicieron
los infantes del castillo.
¡Tended el puente!… ¡Tendedlo!
Pues de no hacello, ¡pardiez!,
antes del primer destello
domaremos la altivez
de esa torre, habéis de vello…
Entonces los infanzones
contestaron: ¡Pobres locos!…
Para asaltar torreones,
cuatro Quiñones son pocos.
¡Hacen falta más Quiñones!




¡Serena
escúchame, Magdalena,
porque no fui yo… no fui!
Fue el maldito cariñena
que se apoderó de mí.
Entre un vaso y otro vaso
el Barón las cartas dio;
yo vi un cinco, y dije «paso»,
el Marqués creyó otro el caso,
pidió carta… y se pasó.
El Barón dijo «plantado»;
el corazón me dio un brinco;
descubrió el naipe tapado
y era un seis, el mío era un cinco;
el Barón había ganado.
Otra y otra vez jugué,
pero nada conseguí,
quince veces me pasé,
y una vez que me planté
volví mi naipe… y perdí.




¡Mora de la morería!…
¡Mora que a mi lado moras!….
¡Mora que ligó sus horas
a la triste suerte mía!…
¡Mora que a mis plantas lloras
porque a tu pecho desgarro!…
¡Alma de temple bizarro!
¡Corazón de cimitarra!
¡Flor la más bella del Darro
y orgullo de la Alpujarra!…
¡Mora en otro tiempo atlética
y hoy enfermiza y escuálida,
a quien la pasión frenética
trocó de hermosa crisálida
en mariposa sintética!…


                Después de comer, nos fuimos a las Tablas de Daimiel (¿se llama así por las tablas de los puentes?). Algún traidor aprovechó el viaje para echar una cabezada.


                Ya en el parque, bajo un sol que picaba lo suyo, algunos, los más avispados, pudieron ver patos, grullas, tortugas, peces; a otros, pobres desgraciados de nosotros, se nos comían los mosquitos y pedíamos agua, ese líquido y preciado elemento.


                Eso sí, buscábamos la sombra con ahinco, hasta el infinito y más allá.


miércoles, 16 de mayo de 2018

TARDE DE LECTURA



                A la salida de clase, por la tarde, su profesora había invitado a un grupito de alumnos a su casa para que tomaran un vaso de leche con tarta de chocolate y vieran sus cuentos de hadas. María Jesús llevaba toda la vida coleccionando libros de cuentos de todos los países y tenía una de las mejores bibliotecas privadas de literatura para niños de Fléroe. Tenía libros antiguos y modernos, libros con cristales de colores en la portada, libros con tapas de madera y un príncipe luchando con un dragón tallado en el lomo, libros con las hojas amarillentas y una flor antigua apretada entre las páginas.
   De vez en cuando le gustaba invitar a unos cuantos alumnos, permitirles que exploraran su biblioteca y luego ofrecerles una merienda deliciosa. Sus hijas eran ya mayores y no sentían interés por los cuentos de hadas, y María Jesús pensaba que era una lástima que todos aquellos libros estuvieran allí sin que los abriera nunca nadie. Los niños siempre esperaban en secreto que les regalara algún libro de cuentos, pero por supuesto que María Jesús no les invitaba allí para eso. Además, muchos de sus libros eran muy valiosos.
   A Fridolín siempre le resultaba emocionante ir caminando hasta la casa de María Jesús, que vivía cerca del colegio, en un edificio antiguo sin ascensor. Nada más entrar había que descalzarse, porque en la casa de María Jesús no se podía estar con zapatos.
   La puerta de la biblioteca estaba siempre cerrada. Era una puerta blanca, con molduras de estilo suizo, y se abría con una llavecita dorada que María Jesús tenía guardada en un cajoncito secreto del mueble del pasillo.
                 Siempre que María Jesús sacaba la llave dorada del mueble y abría la puerta, Fridolín tenía la sensación de entrar en un mundo mágico donde no existía el tiempo. La biblioteca era una habitación grande, en forma de Z, con el suelo cubierto de una gruesa moqueta verde en la que era muy cómodo sentarse a leer y una escalerita dorada que corría por un carril a lo largo de los anaqueles para poder alcanzar los libros que estaban más altos. A Fridolín, el hecho de ir descalzo por aquel suelo verde y mullido le hacía sentir como si caminara sobre el musgo tibio de algún bosque misterioso, un bosque de libros, de cuentos y de sueños.
   Ahora estaban los cinco dentro de la biblioteca, Fridolín, Rani, Roto, Amapola y Abbás. María Jesús encendió un interruptor y decenas de pequeñas lamparitas con forma de tulipán se encendieron por doquier iluminando los anaqueles llenos de libros.
   Fridolín encontró un grueso libro encuadernado en rojo y con el canto de las páginas pintado también en rojo, lo abrió y se puso a mirar los dibujos.
   Fue pasando hoja tras hoja contemplando los bonitos dibujos a plumilla e iluminados tan solo con dos colores, verde pistacho y amarillo limón, y llegó hasta una lámina que ocupaba una página entera y representaba un árbol cargado de hojas, de frutas y de flores, bajo el cual unos niños descansaban, charlaban entre sí y miraban a lo alto.
   El cuento al que correspondía la ilustración comenzaba en la página siguiente, y se llamaba «El manzano del Paraíso». Fridolín se sintió intrigado con el dibujo y con el título, y buscó un rincón cómodo de la biblioteca para sentarse y leerlo a sus anchas.
   «Hace muchos años vivía en Asia un jardinero que ya no era joven y que había perdido a su mujer y a sus dos hijos...»
   Esta era la primera frase del cuento. Fridolín frunció el ceño. No era un comienzo muy prometedor: solo en una frase ya habían muerto la mujer y los dos hijos del protagonista. ¿Sería este un cuento triste? A Fridolín nunca le habían gustado mucho los cuentos tristes. Sin embargo, había algo que le intrigaba, y era la mención a Asia, el mismo lugar del que provenía Rani.
   A lo mejor por esta razón, decidió hacer otra intentona y probar a ver si aquel cuento le gustaba o no le gustaba.

 Andrés Ibáñez, El Parque Prohibido

martes, 15 de mayo de 2018

EL LAZO ROJO



Esta novela mezcla la narración de Kathleen Weise con el cómic y las ilustraciones de Carla Miller e Isabelle Metzen.

Nos situamos en la campiña inglesa a mediados del siglo XVIII.

Cathy, una joven de familia humilde, abandona su hogar para trabajar en la lúgubre mansión Worthington, cercana a una ciénaga, y encuentra un ambiente lleno de misterios. ¿Por qué no se deja ver nunca el joven señor de la casa? ¿Por qué son despedidas tantas doncellas al poco de entrar a servir? ¿Cuál es la razón de las constantes visitas del médico a la mansión?

Cathy puede escuchar lo que otros no escuchan y ver lo que otros no ven, puede comunicarse con los animales y sabe descifrar lo que esconden las sombras.


Pronto se enamora del joven amo de la casa. Este se encuentra cada día más enfermo; su viejo amigo y médico personal no logra curarle.

El lazo rojo del título hace referencia al único regalo que le pudo hacer su madre antes de abandonar su casa; y tendrá importancia tanto para el desarrollo de la historia.

En realidad, estamos ante un magnífico cuento, que, por una parte hace que nos encontremos ante una novela romántica que nos recuerda la obra de Jane Austen o de Charlotte Bronte, pero el misterio y lo sobrenatural nos acercan a Dickens, Bécquer, Poe...

Las ilustraciones son todas en blanco y negro excepto unos pequeños detalles siempre en rojo: el lazo, la sangre… que les hace destacar sobre el dibujo. También hay que fijarse en las sombras, tanto en la narración como en los dibujos, esas sombras que juegan un papel destacado, esas sombras que sugieren.

Esta alternancia en la narración de escritura e ilustración puede ser un aliciente para muchos lectores. El paso de la escritura al cómic es fluido, sin transiciones que lo entorpezcan. El final es sorprendente, original, no nos lo esperamos; su rapidez es la propia de esos cuentos de fantasmas victorianos.

La mayor parte de los personajes son curiosos: Ivy, la joven cocinera, alegre, simpática e incapaz de mantener un enfado; el ama de llaves, cuyo mal genio es pura fachada para ocultar la lealtad a su amo; a Maltch, el pastor que se enamora de Cathy y la colma de regalos; el doctor Adrian, preocupado por la salud de su amigo; William, el amo y señor, que quiere apurar la vida por…; el gato de la casa con el que conversa por las noches y le invita a averiguar un secreto…