En secreto, y
a pie, se fue al continente. Vivía en una isla de aproximadamente veinte
kilómetros cuadrados, con forma de bota como Italia. Entre la isla y el
continente había un puente flotante de tres kilómetros de largo. Sus padres le
habían prohibido ir al continente: representaba la vida fácil y holgazana; la
isla era la vida de la disciplina, la severidad, la voluntad divina. Sus padres
habían roto lazos con los parientes que vivían en el continente, quienes a su
vez les tenían lástima a los isleños por ser incultos, supersticiosos y
empobrecidos.
En la isla
había colonias de gatos salvajes, en gran parte endogámicos, y feroces cuando
se los arrinconaba o atrapaba, pero de una belleza incomparable. Una de las
colonias se componía, sobre todo, de gatos atigrados de un naranja flamígero y
con seis dedos; otra, de gatos negro azabache con ojos ambarinos; otra más,
mayoritariamente de gatos blancos de pelo largo y con los ojos de un verde
deslumbrante; y la más numerosa estaba formada, sobre todo, por gatos carey con
intrincadas manchas en tonos piedra, plata y negro y ojos dorados, que parecían
proliferar en una zona pedregosa cerca del puente flotante. En general, los
niños de la isla tenían prohibido acercarse a los gatos salvajes o darles de
comer; para cualquiera era peligroso aproximarse a los gatos con la intención
de acariciarlos, no digamos ya de capturar a uno de ellos y llevárselo a casa;
incluso de los gatitos pequeños se sabía que arañaban y mordían como locos. Sin
embargo, de camino al continente, cuando se acercaba al puente flotante, no
pudo resistirse a arrojarles trocitos de comida a los gatos carey, que lo observaban
desde cierta distancia con ojos fijos y hostiles. «¿Gatito?… ¿Gatito?…» ¡Qué animales
tan preciosos! Un día, sin pensar, se las había apañado para coger a un gato
carey jovencito, poco más que un cachorro, muy flaco, con las costillas muy
marcadas y orejas puntiagudas y en alerta, y durante un momento tuvo aquella
vida temblorosa entre los dedos como si fuera su propio corazón arrancado del
pecho; entonces el gato se retorció, frenético, siseó y arañó y le hundió los
dientecitos afilados en el pulpejo del pulgar, y él lo soltó con un grito por
lo bajo, «¡Joder!», y se limpió la sangre en la pernera del pantalón y continuó
el trayecto a través del puente flotante.
En el
continente la vio: una niña de su misma edad, imaginaba, o quizá algo más
pequeña, que caminaba con otros niños. El viento costero estaba envuelto en una
cortina de niebla y era húmedo y frío, implacable. En las pestañas se le habían
formado gotitas de humedad, como lágrimas. El largo cabello de la niña
revoloteaba al viento. Apartaba de él su rostro perfecto, con timidez o con
coquetería. Él se había vuelto atrevido, impulsivo; por lo visto, su
experiencia con el gato carey no lo había desalentado sino todo lo contrario.
Era un niño que fingía ser un hombre allí en el continente, donde se sentía
mayor, más seguro de sí mismo. Y ahí nadie sabía su nombre ni el de su familia.
Anduvo junto a la niña, apartándola de los demás niños. Le preguntó su nombre:
Mariana. Le cogió la mano, una mano pequeña que al principio se resistió. La
besó en los labios, con suavidad pero con mucha emoción. Como ella no se
apartó, la besó de nuevo, esta vez con más fuerza. La niña se apartó de él como
si fuera a echar a correr. Pero él le cogió la mano, el brazo; la retuvo con
insistencia y la besó tan fuerte que notó la huella de sus dientes contra los
de él. Le pareció que le devolvía el beso, aunque con menos fuerza. La niña se
apartó, le cogió la mano y, riéndose, lo mordió en la base del pulgar, en la
carne blanda del pulpejo. Atónito, él se quedó mirando cómo brotaba la sangre.
La herida era diminuta, y sin embargo… ¡cuánta sangre! Le manchó las perneras
de los pantalones. Le salpicó las botas. Retrocedió, y la niña salió corriendo
para alcanzar a los demás niños; y él advirtió que todos corrían juntos por la
playa ancha y pedregosa y cubierta de restos de las tormentas, entre risas
agudas y burlonas, y que ni uno solo de ellos miraba atrás.
Atenazado de
repente por el temor de que el puente se hubiera alejado flotando, volvió hasta
él. Pero ahí seguía, azotado por los vientos costeros, y parecía más pequeño y
más maltrecho. Era finales de otoño. No conseguía recordar la estación en la
que había empezado a hacer eso…; ¿había sido en verano? ¿En primavera? El mar
se elevaba en olas airadas y revueltas. La isla era prácticamente invisible
tras una cortina de niebla. En las olas, veía los rostros de sus parientes
mayores de la isla. Hombres con barba, mujeres que fruncían el entrecejo. El
regreso a la isla cruzando el puente bamboleante lo dejó sin aliento. En la
orilla, no prestó atención a la colonia de gatos carey que parecía estar
esperándolo entre las rocas con sus maullidos burlones y sus maliciosas caras
felinas. La herida en el pulpejo del pulgar le dolía; lo avergonzaba aquella
herida, las marcas perceptibles de unos dientecitos afilados en la carne. Al
cabo de unos días, la herida se amorató, y con un cuchillo de pesca cauterizado
en una llama volvió a abrirla para dejar que la sangre fluyera de nuevo,
caliente. Se envolvió la base del pulgar con una venda. Explicó que se había
hecho daño sin querer con un clavo o un gancho oxidados. Retornó a su vida, que
no tardó en arrastrarlo como las olas que llegaban a la playa y rompían entre
las rocas. Un día, cuando se quitara el vendaje, vería la diminuta cicatriz
dentada en la piel, prácticamente curada. En secreto, besaría esa cicatriz en
un vertiginoso arranque de emoción, pero, con el tiempo, dejaría de recordar
por qué.
Joyce Carol Oates
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