Mis padres no
pudieron darme mucho. Crecí en una familia humilde, y los lujos estaban de más.
No salíamos a comer fuera, ni tampoco había muchos juguetes. Al cine un par de
veces al año, y con las entradas que le regalaban a mi padre en la sucursal del
banco, poco más.
Y sin embargo
fui un niño rico y feliz. Porque nuestro Citroen tenía 17 años cuando se jubiló
y no tuvimos tele hasta que yo cumplí los cinco, pero teníamos libros.
Ediciones en papel biblia y forradas en plástico con las obras completas de
Julio Verne, Walter Scott y Rudyard Kipling. Tomos pequeños en rústica de
Tarzán de los Monos y John Carter de Marte, de La Sombra y Doc Savage. Libros
viejos, antiguos, polvorientos. Muchos eran de mi abuelo, tenían el papel de
color casi marrón. Algunos, como el Círculo del Crimen —donde salía Fu Manchú,
señores—, tenían las esquinas rotas o quebradizas. Otros estaban en francés
—idioma que nunca he conseguido entender— o en inglés, en el que me defendí
desde pequeño gracias a Astounding Stories y un millar de novelas pulp. Un
amable librero las ponía en una caja de cartón en la Cuesta de Moyano, y yo me
gastaba mis cien pesetas de asignación en tres o cuatro, más alguna que
intentaba escamotearle mientras él se hacía el loco y fingía que no me veía.
Cuando llegaba
junio, yo iba cada fin de semana a pasear por la feria. Cogía una bolsa y la
llenaba de todo lo que pudiese conseguir gratis. Catálogos, puntos de lectura,
folletos, globos y caramelos. Como siempre he sido bajito, mis ojos alcanzaban
sólo hasta la primera fila del mostrador, donde se colocan siempre las
novedades más jugosas. Aquellos enormes tomos en tapa dura, con brillos, el
papel blanco y nuevo.
Y el olor.
El olor a
libro nuevo me entraba por las fosas nasales —recordemos que no me tenía que
agachar— y me volvía loco. Era como un paseo por un oasis a un hombre sediento
al que le han cosido la boca. Era impensable gastar 1.200 o 1.500 pesetas en
aquellas ediciones, y aún así mi padre siempre, siempre, me daba un billete de
los verdes, aquellos con la cara de Galdós, y me decía que escogiese bien. Lo
cual era aún peor, porque así alcanzaba para libro y medio de bolsillo, y los
libreros siempre han sido reticentes a vender medio libro. Yo perseveraba y
hacía lo que podía, y sin embargo siempre volvía a casa frustrado y llorando,
pensando en todos aquellos tesoros que dormirían allí aquella noche, y que
nunca podría poseer.
Aquello fue mi
verdadera riqueza. Al no darme nada, mis padres regalaron el amor más grande
que un ser humano puede desarrollar. Y aún hoy no puedo pasear por la feria,
subirme a una de esas butacas y firmar los libros, rodeado de novedades, sin
recordar al mocoso que lloraba camino de casa, dejando todo aquello atrás.
Bienvenidos a
la Feria.
Juan Gómez-Jurado
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