Pasaron tres
magníficos días en los que Klaus les enseñó lo mejor de Berlín: la
Alexanderplatz, la catedral, la Puerta de Brandeburgo, el palacio
Charlottenburg... La noche del día 10 salieron a dar un paseo y acabaron en los
alrededores de la Opernplatz, la plaza de la ópera, cuando sin previo aviso se
vieron arrastrados por una multitud compuesta por civiles adeptos a Hitler,
nacionalsocialistas y miembros de la Asociación de Estudiantes; casi todos
llevaban camisas pardas y brazaletes con la esvástica.
-Quiero que
sepáis lo que pasa en la nueva Alemania -dijo Klaus-. Vais a ver algo
asombroso.
Grupos de
jóvenes que portaban antorchas y cantaban consignas nazis se dirigían a la
plaza, donde una multitud enardecida no dejaba de crecer.
-¿Qué van a
hacer? -preguntó Chantal, agarrándose fuertemente al brazo de su marido, que
también mostraba signos de inquietud.
-¡Limpieza!
-contestó Klaus con voz firme-. ¡Una gran limpieza!
Se dejaron
llevar por la corriente y se encontraron con una extraordinaria pila de libros
en el centro de la plaza, a la que arrojaban montones de ejemplares. Jean se
volvió hacia su amigo.
-¿Qué es esto,
Klaus?
-Libros
peligrosos y contrarios a nuestra ideología -respondió con satisfacción-.
Enemigos que desprestigian a Alemania.
-¿Para qué los
amontonan? -preguntó Chantal.
-Ahora lo
veréis... ¡Fijaos!
Atónitos,
vieron cómo prendían fuego a los miles de volúmenes entre los que se
encontraban obras de Sigmund Freud, H. G. Wells, Bertolt Bretch, Ernest
Hemingway, Franz Kafka, Albert Einstein... En la oscuridad de la noche, la gran
fogata cobró vida y más de veinte mil libros se dispusieron a ser pasto de las
llamas.
-¡Mira, Jean!
-Chantal señalaba un libro que empezaba a arder en los límites del montón,
corno si quisiera escapar.
Jean se
inclinó y consiguió sacarlo.
-¡Es de
Saint-Exupéry! -exclamó-. ¿Por qué...?
Klaus se lo
arrancó de las manos y lo arrojó a la hoguera ante la mirada de incomprensión
de su amigo:
-¿Estás loco,
Jean? ¿Quieres que os maten? ¡Estamos llamando la atención! -Algunos
uniformados cercanos los miraron extrañados, pero Klaus los tranquilizó con un
gesto-. ¡Salgamos de aquí antes de que las cosas se compliquen! -los apremió al
tiempo que echaba miradas nerviosas a su alrededor-. ¡Deprisa!
Así fue como
los sacó de la plaza y los condujo apresuradamente hasta el hotel, asegurándose
de que nadie los siguiera.
-¿Qué está
pasando? -le preguntó Jean, estupefacto por lo que acababa de ocurrir-. ¿A qué
ha venido esto? ¿Por qué queman libros?
-Alemania está
cambiando -explicó Klaus-. Adolf Hitler ha tomado las riendas y nadie le va a
impedir hacer lo que considere necesario para salvar a la patria. Espero que
esto abra los ojos a Europa. Habéis visto un acto de valentía: el pueblo alemán
está recuperando su honor.
-¿Por qué nos
has invitado a ver todo esto? -Chantal estaba envuelta en lágrimas-. Sabes muy
bien que respetamos los libros y...
-Ya os lo he
dicho: quería que supieseis de primera mano lo que está sucediendo en Alemania
y espero contar con vuestro apoyo.
-¿Nuestro
apoyo en la quema de libros? -exclamó Jean-. ¡Nunca alentaremos eso!
Tanto para él
como para Chantal, los libros eran su vida -su propio romance había comenzado
cuando Jean publicó un libro de Chantal en una cuidada edición que había tocado
el corazón de la escritora- y no podían apoyar ningún tipo de censura.
-¡Ha sido
horrible! -declaró ella-. Nunca hubiera esperado que tú estuvieras de acuerdo.
Klaus guardó
silencio durante unos instantes. Parecía defraudado por la respuesta de sus
amigos. Sobre todo por la de Chantal.
-Por vuestro
bien, es mejor que volváis a París inmediatamente -reconoció por fin-. Sí
pensáis así, aquí corréis peligro.
Santiago García Clairac, El Principito se Fue a la Guerra
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