jueves, 30 de septiembre de 2021

POSIBLE AUTORRETRATO

 


Yo siempre quise ser una mujer de bien,

ser alguien de provecho, valiente, emprendedora,

mesurada en las fobias, estable en los afectos,

brillante en los estudios, por poner un ejemplo.

 

Yo siempre quise ser una mujer de bien

y tenerlos a todos felices y contentos,

a mis padres y amigos, a Fulano y a Mengano,

a Diestro y a Siniestro…

 

Pero hay alguien en mí que todo lo estropea,

que tuerce los caminos, equivoca las cosas,

desbarata mis planes, incumple mis promesas.

Alguien que pisa antes que yo sobre mis huellas.

 

En fin, visto lo visto, ya lo dicen mis padres:

a este paso, hija mía, no llegarás a nada.

Está bien, os lo debo, lo siento, lo confieso:

aludiendo a un anuncio, no soy como Farala.

 

Soñadora, insegura, mitómana, algo vaga,

con vocación de hormiga y verano de cigarra,

contradictoria y harta de conciliar extremos

en mi defensa alego

 

que siempre quise ser una mujer de bien

pero que en su defecto

soy, en el buen sentido de la palabra, mala.

Silvia Ugidos

miércoles, 29 de septiembre de 2021

CONOCIENDO A SOPHIE

 


En el hospital me habían dicho que Sophie Clairmont todavía no había cumplido diez años, pero me sorprendió lo pequeña y delgada que era incluso tratándose de una enferma aquejada de fibrosis quística. Tenía en el regazo lo que parecía ser un cuaderno de dibujo sobre el que deslizaba la mano derecha en amplios movimientos. No alzó los ojos ni siquiera cuando entorné la puerta y me acerqué poco a poco a la silla de ruedas.

—Hola —la saludé dejando mi maleta en el suelo—. Tú debes de ser Sophie, ¿verdad?

No obtuve respuesta. Los rizos que le caían por la cara, de un castaño claro al que el fuego arrancaba reflejos de oro, dejaban entrever unos ojos oscuros muy concentrados.

—Soy la señorita Baudin —seguí diciendo—. Me imagino que tu padre ya te lo habrá explicado, pero he venido de un hospital de Le Havre para cuidar de ti a partir de ahora.

Tampoco esta vez me contestó. Su pequeña mano alcanzó el extremo del cuaderno y después regresó al centro, mientras la niña respiraba exactamente igual que los demás pacientes con la misma enfermedad de los que me había hecho cargo. «Tiene los bronquios demasiado dilatados», recuerdo que pensé. «Durará menos de lo que imaginan.»

—Sophie —volví a decir, y me senté en el borde de la cama, junto a ella—. Mira, sé que esto resulta difícil para ti, pero no servirá de nada que te empeñes en ignorarme. Me han encargado que te cuide y eso es lo que pienso hacer, tanto si te gusta como si no...

Me fui callando poco a poco al reparar en que lo que la niña sostenía en el regazo no era un cuaderno, como había pensado al principio. Era una tabla de madera con las letras del alfabeto y los números del uno al cero colocados en abanico, entre las palabras «sí» y «no» a ambos lados, con un sol y una luna, y «adiós» en la parte inferior. Sentí cómo se me helaba la sangre mientras la mano de Sophie se detenía sobre esta última.

—No puedo creer lo que estoy viendo. ¿Con eso te dedicas a jugar? ¿Con una ouija?

Esta vez el movimiento fue más enérgico: la pieza de madera que Sophie sostenía en la mano, con la forma de un corazón horadado por un agujero, avanzó hacia el «no».

—Ah, claro, esto no es un juego para ti... —La pieza siguió donde estaba—. Supongo que crees que ese trasto realmente funciona, que permite contactar con los muertos. —La mano de Sophie se deslizó hacia el «sí», dando un golpecito sobre él al alcanzarlo como si le indignara que no me lo tomara en serio—. Está bien... ¿y por qué estás haciendo esto?

Con un ágil movimiento de muñeca, la pequeña comenzó a deslizar el puntero por las letras de la tabla. P-O-R-Q-U-E-T-E-N-G-O-Q-U-E-P-R-A-C-T-I-C-A-R, fui leyendo.

—¿Practicar? —quise saber, estupefacta—. ¿Practicar para qué?—Pero antes de que acabara de decirlo obtuve una respuesta: P-A-R-A-C-U-A-N-D-O-E-S-T-E-M-U-E-R-T-A.

Me obligué a respirar hondo para mantener la calma. Mi capacidad de raciocinio había sido hasta entonces una de mis mayores virtudes, algo que en mi opinión debía ser un requisito sine qua non en cualquier enfermera, tanto si había sobrevivido a una guerra como si había empezado a trabajar después, como era mi caso. Me incliné hacia la niña.

—Escúchame, Sophie —le dije en un tono más suave—. Aunque te cueste creerme, entiendo perfectamente cómo te sientes. Sé que tienes mucho miedo, sé que estás muy asustada y que ya no te atreves a confiar en las promesas de nadie. No pretendo que me veas como a una amiga, sino más bien como a una aliada. Podría ayudarte, si te dejaras...

Pero de nuevo la mano comenzó a revolotear por las letras, tan precipitadamente que me costó no perder el hilo. N-O-N-O-P-U-E-D-E-A-Y-U-D-A-R-M-E-N-A-D-I-E-P-U-E-D-E-A-Y-U-D-A-R-M-E. Apretaba tan fuertemente el puntero contra la tabla que le arrancaba a la madera un chirrido estremecedor. N-O-N-E-C-E-S-I-T-O-U-N-A-E-N-F-E-R-M-E-R-A-N-O-T-E-N-I-A-Q-U-E-H-A-B-E-R-V-E-N-I-D-O-N-O-H-A-Y-N-A-D-A-Q-U-E-P-U-E-D-A-H-A-C-E-R-P-O-R-M-I-M-E-V-O-Y-A-M-O-R-I-R. Y al final la pieza se quedó girando sobre las últimas letras, como una mosca dando vueltas furiosa en un frasco. M-E-V-O-Y-A-M-O-R-I-R-M-E-V-O-Y-A-M-O-R-I-R-M-E-V-O-Y-A-M-O-R-I-R.

Dejé de prestar atención a la ouija para mirar a Sophie y me di cuenta de que se le habían humedecido los ojos. Con cuidado, le sujeté la muñeca con la mano derecha para que se detuviera y eso la hizo alzar la mirada por primera vez hacia mí, desconcertada.

—Tienes razón —le respondí en voz queda—. No hay nada que yo pueda hacer para evitarlo, por mucho que lo intente. No pienso engañarte dándote falsas esperanzas.

—¿No va a decirme lo que todo el mundo, que pronto me pondré bien?

Cada palabra parecía costarle un esfuerzo atroz, como si sus doloridos pulmones no pudieran dar más de sí. «¿Cuánto tiempo ha estado comunicándose con este trasto?»

—Sé que no serviría de nada que lo hiciera —le contesté—. Eres muy inteligente, de eso se daría cuenta cualquiera. Por eso necesito que me creas cuando te digo que lo único que quiero es ayudarte. No puedo impedir que te mueras, pero sí que sufras aún más.

Aproveché que se había quedado paralizada para quitarle suavemente la ouija de las manos. La dejé encima de la cama y después rodeé con mis dedos los de la pequeña.

—Aunque no consiga acabar con todo tu dolor, lo alejaré de ti lo suficiente para que merezca la pena aguantar un poco más. Yo estaré a tu lado siempre que me lo pidas y podrás contarme muchas cosas sobre lo que más te gusta, lo que más feliz te ha hecho...

—Antes pensaba que sería feliz siendo escritora —contestó Sophie en un susurro—. Es lo que me habría gustado hacer de mayor: escribir historias de miedo como las de papá, de esas que no te dejan dormir cuando estás en la cama. Pero ahora sé que es imposible.

—Bueno, si te sirve de consuelo, creo que tienes un talento innato para eso, y no solo por ser hija de Alain Clairmont. El numerito de la ouija me ha resultado espeluznante.

—¿De verdad? —Sus ojos relucían de repente—. ¿Creyó que había un fantasma aquí?

—Por un momento lo pensé, pero me temo que no soy lo bastante fantasiosa. Aun así, estoy convencida de que más de una de mis compañeras del hospital habría echado a correr nada más verte con ella. —Como imaginaba, esto la hizo reírse en voz baja, aunque enseguida la acometió un acceso de tos. Me estiré para coger un vaso de agua que había sobre la mesilla y se lo acerqué—. Si tanta ilusión te hace ser escritora, ¿por qué no tratas de cumplir tu sueño mientras aún estás a tiempo? ¿Qué te impide escribir ahora tu historia?

—No sé cómo hacerlo —me contestó con evidente sorpresa—. Nadie me ha enseñado.

—No estoy hablando de escribir un libro perfecto, sino de tener algo que contar. Nos pasamos la vida postergando para más adelante lo que querríamos hacer, engañándonos a nosotros mismos con «este no es el momento adecuado», o «mejor en otra ocasión»...

Mientras hablaba, me puse en pie para acercarme a la única ventana del cuarto. Me incliné sobre el arcón con su auditorio de muñecas para pelearme con unos cerrojos que parecían no haber sido manipulados desde mucho antes de que Francia fuera invadida.

—A veces se nos olvida —seguí mientras la brisa de los jardines me revolvía el pelo y agitaba los tirabuzones de Sophie— que los «más adelante» no durarán para siempre. En el hospital no he hecho más que escuchar lamentarse a los moribundos por no haberse atrevido a hacer lo que siempre soñaron hacer. Tú aún eres muy joven, pero eso no quiere decir que no tengas una historia interesante que compartir con el mundo antes de despedirte de él. Si lo piensas bien, es una buena manera de mantener a la muerte a raya.

Para mi sorpresa, cuando me volví hacia ella me di cuenta de que sonreía, aunque la suya no era una sonrisa de felicidad, ni siquiera de alivio. Casi parecía de compasión.

—Cómo se nota que solo ha pasado unos minutos en esta casa, señorita Baudin. Si realmente piensa que podríamos mantenerla a raya, es que no ha prestado atención.

Victoria Álvarez, La Costa de Alabastro

martes, 28 de septiembre de 2021

EL ALMACÉN DE LAS PALABRAS TERRIBLES

 

Enviado por Juan

Talia llora en el parque porque ha gritado a su madre que no la quiere y que es mejor que se vaya. Un anciano le sugiere que vaya al almacén de las palabras terribles, donde quizá tendrá la oportunidad de aprender a utilizar bien el lenguaje, ya que en ocasiones el mal uso de las palabras le ha ocasionado grandes problemas, hasta el punto de haber contribuido a que su madre se marchara de casa. Allí conoce a Pablo, un chico que se ha peleado con su mejor amigo y también busca un remedio. Unos guías les irán enseñando que las palabras pueden utilizarse como una flor o como un cuchillo.

Mientras Talia y Pablo permanecen en el almacén de las palabras terribles, sus padres y amigos viven una angustiosa espera, puesto que, para ellos, Talia y Pablo están en realidad en coma tras haber sufrido un grave accidente.

Cuando ambos se recuperan, una nueva vida llena de ilusiones y esperanzas comienza.

La novela de Elia Barceló es una reflexión sobre el poder que el lenguaje puede llegar a tener en la vida de los seres humanos. La manera más o menos correcta de utilizar las palabras puede acarrear, independientemente de su intencionalidad, graves consecuencias. También muestra las dificultades que pueden surgir en la relaciones en el seno de una familia, y la posibilidad de mejorarlas por medio de la comprensión mutua y la tolerancia.

Otros temas que podemos observar en la novela:

La amistad que aparece con diferentes aspectos: la amistad sencilla que nace entre Talia y Pablo al encontrarse por azar en el almacén de las palabras terribles; la amistad entre Ana Díaz, la madre de Talia, y su amiga Marga, cuya compañía resulta fundamental en los momentos más difíciles; la tormentosa relación entre Pablo y su amigo Jaime, quien aparece como ejemplo de fidelidad y tenacidad.

El crecimiento y el proceso de maduración que se produce en la protagonista gracias a su viaje al almacén de las palabras terribles.

La novela, en un primer momento, parece pertenecer al género fantástico. Sin embargo, aparecen una serie de personajes y un conjunto de relaciones humanas descritas de manera absolutamente realista, en situaciones cotidianas y en un contexto cercano y conocido.

lunes, 27 de septiembre de 2021

ME LLAMO AMANDA BLACK

 


… y mi historia comienza un día de no hace mucho tiempo.

Mi vida en aquellos momentos era una... No sé cómo decirlo para que suene más suave... En fin, te lo cuento y ya rellenas tú los puntos suspensivos.

Vivía en un apartamento de una sola habitación con mi tía abuela Paula; es más abuela que tía, su amor puede llegar a ser agobiante, pero, aun así, me siento agradecida por tenerla. Me llevó a vivir con ella cuando yo era un bebé. Mis padres murieron poco después de nacer yo. No tengo recuerdo alguno de ellos. La tía Paula es mi única familia.

Nuestro piso era diminuto, apenas una habitación estrecha, y teníamos que compartir el cuarto de baño con nuestro casero, que también era el propietario del restaurante mejicano que había justo debajo de nuestro piso y del edificio en el que vivíamos, un edificio que se caía a pedazos situado en uno de los peores barrios de la ciudad. El casero ya no trabajaba en el restaurante, lo llevaba uno de sus hijos. Él sólo pasaba por allí para comer. El hombre adoraba la comida mejicana. «Adoraba» = «No comía otra cosa». Y cuanto más picante, mejor, le encantaba el picante.

Kilotones de picante.

Tenía que levantarme antes del amanecer para ir al baño porque el casero era muy madrugador. Si perdía la carrera, aquello se convertía en zona catastrófica. Habría sido necesario ponerlo en cuarentena, en alarma de guerra biológica. Habría necesitado una pinza en la nariz para internarme en aquella jungla olfativa, de lo contrario me hubiese esperado una desagradable muerte por asfixia.

Sin embargo, mi vida estaba a punto de cambiar.

Y no sabes de qué manera.

Bárbara Montes y Juan Gómez-Jurado, Una herencia peligrosa

domingo, 26 de septiembre de 2021

NO TIENE IMPORTANCIA

Fue particularmente lamentable para la señora de Christopher Molesworth tener ladrones la noche del domingo de lo que fue, quizá, el triunfante fin de semana que coronaba su carrera de anfitriona.

Como anfitriona, la señora Molesworth era una experta. Elegía a sus invitados con escrupulosa discriminación, despreciándolo todo excepto lo más raro. La simple notoriedad no era un pasaporte para acudir a Molesworth Court.

Tampoco la simple amistad conseguía muchas migas de la mesa de los Molesworth, aunque la habilidad para complacer y representar la pieza de uno tendría posibilidades de lograr una cama cuando la celebridad del momento prometiera ser monótona, incómoda y probablemente aburrida.

Así fue como el joven Petterboy llegó a estar allí en el gran fin de semana. Era diplomático, presentable, abstemio casi lo suficiente para ser absolutamente digno de confianza, incluso al final de la velada, y hablaba un poco de chino.

Esto último apenas le había servido de nada hasta entonces, salvo con las chicas muy jóvenes en las fiestas, que aliviaban su incomodidad por no tener conversación persuadiéndole de que les dijera cómo se pedía que bajaran el equipaje a tierra en Hong Kong, o cómo se pedía para ir al cuarto de baño en un hotel de Pekín.

Sin embargo, en esa ocasión su habilidad le resultó realmente útil, ya que le hizo conseguir una invitación a la más grandiosa fiesta de fin de semana organizada por la señora Molesworth.

Esta fiesta era tan selecta, que sólo asistían a ella seis personas. Estaban los propios Molesworth; Christopher Molesworth era diputado, cazaba a caballo y apoyaba a su esposa igual que un marco negro decente apoya a un cuadro de colores.

Después estaba el propio Petterboy, los hermanos Feison, que parecían muy sosegados y sólo hablaban si era necesario, y finalmente el invitado de todos los tiempos, la joya de una magnífica colección, la pieza de la vida: el doctor Koo Fin, el científico chino; el doctor Koo Fin, el Einstein del este, el hombre de la Teoría. Después de abandonar su Pekín natal, sólo había salido de su casa de Nueva Inglaterra en una ocasión memorable, cuando dio una conferencia en Washington ante un público que era incapaz de comprender una sola palabra. Sus palabras eran traducidas, pero como se referían a altas matemáticas, esa tarea era comparativamente sencilla.

La señora Molesworth tenía todas las razones del mundo para felicitarse por su captura. «El Einstein chino», como le apodaban los periódicos, no era una persona sociable. Su timidez era proverbial, igual que su desagrado y desconfianza hacia las mujeres. Esta última fobia es lo que explicaba la ausencia de feminidad en la fiesta de la señora Molesworth. Su propia presencia era inevitable, por supuesto, pero vestía su traje más serio e hizo el juramento mental de hablar sólo lo necesario. Es muy posible que de haber podido cambiar de sexo, la señora Molesworth lo hubiera hecho para aquel fin de semana solo.

Había conocido al sabio en una cena muy selecta después de la única conferencia que él dio en Londres. Era la misma conferencia que había sumido a Washington en un estado de perplejidad. Desde que había llegado, el doctor Koo Fin había sido fotografiado más a menudo que cualquier estrella de cine. Su nombre y su redondo rostro chino eran más conocidos que los de los protagonistas de la última cause célebre, y los cómicos de televisión ya aludían a su gran teoría de la objetividad en sus programas.

Aparte de esta única conferencia, sin embargo, y la cena que le ofrecieron después, no había sido visto en ningún otro sitio salvo en su suite, celosamente protegida, del hotel.

Cómo consiguió la señora Molesworth ser invitada a esa cena, y cómo, una vez allí, persuadió al sabio de que consintiera en visitar Molesworth Court, es uno de esos pequeños milagros que a veces se producen. Sus enemigos hicieron muchas conjeturas indignas, pero, como los profesores universitarios encargados del acto en aquella ocasión no era muy probable que se hubieran dejado sobornar por dinero o amor, seguramente la señora Molesworth movió la montaña sólo mediante la fe en sí misma.

La cámara de invitados preparada para el doctor Koo Fin era la tercera habitación del ala oeste. Esta monstruosidad arquitectónica contenía cuatro dormitorios, provistos cada uno de ellos con puertas vidrieras que daban a la misma terraza.

El joven Petterboy ocupaba la habitación del final del pasillo. Era una de las mejores de la casa, en realidad, pero no tenía cuarto de baño anexo, ya que éste había sido convertido por la señora Molesworth, que tenía la segunda cámara, en una gigantesca prensa para ropa. Al fin y al cabo, como dijo ella, era su casa.

El doctor Koo Fin llegó el sábado en tren, como una persona de inferior categoría. Estrechó la mano a la señora Molesworth, a Christopher, al joven Petterboy y a los Feison como si compartiera su inteligencia, y les sonrió de ese modo blando, absolutamente demasiado chino.

Desde el principio fue un éxito tremendo. Comió poco, bebió menos, no habló sino que asentía apreciativamente al chino titubeante del joven Petterboy, y gruñó una o dos veces, de la manera más encantadora, cuando alguien sin darse cuenta se dirigió a él en inglés. En conjunto, era la idea que la señora Molesworth tenía de un invitado perfecto.

El domingo por la mañana, la señora Molesworth recibió un cumplido de él, y en un breve destello se vio a sí misma como la mujer más comentada en las fiestas de la semana próxima.

El encantador incidente se produjo poco antes del almuerzo. El sabio se encontraba en el césped y se levantó de pronto de la silla; y, ante la mirada sobrecogida de todo el grupo, ansioso por no perderse nada del incidente para poder contarlo después, se dirigió con pasos decididos al macizo de flores más cercano, pisoteando violetas y coronas de rey con el desprecio del visionario por los obstáculos físicos, cortó una enorme rosa de la variedad favorita de Christopher, volvió triunfante sobre sus pasos y la dejó sobre el regazo de la señora Molesworth.

Luego, mientras ella permanecía en éxtasis, él volvió en silencio a su asiento y se la quedó mirando con aire afable. Por primera vez en su vida, la señora Molesworth estaba realmente emocionada. Eso dijo después a numerosas personas.

Sin embargo, el sábado por la noche hubo ladrones. Fue asquerosamente inoportuno. La señora Molesworth poseía un destacado juego de brillantes, dos juegos de pendientes, un brazalete y cinco anillos, todo montado en platino, que guardaba en una caja de caudales de pared, debajo de un cuadro de su dormitorio. El sábado por la noche, después del incidente de la rosa, abandonó el programa de autoanulación y bajó a cenar con todas sus pinturas de guerra. Los Molesworth siempre se vestían de gala el domingo, y ella, sin lugar a dudas, tenía un aspecto devastadoramente femenino, toda en azul pálido y diamantes.

Fue la velada más satisfactoria de las dos. El sabio demostró poseer un gran talento para hacer castillos de naipes, y también interpretaba ejercicios de cinco dedos en el piano. La gran sencillez de aquel hombre jamás había estado mejor exhibida. Finalmente, deslumbrados, honrados y felices, los miembros del grupo se fueron a la cama.

La señora Molesworth se quitó las joyas y las metió en la caja fuerte, pero desgraciadamente no la cerró enseguida. Descubrió que se le había caído un pendiente, y bajó a buscarlo al salón. Cuando por fin volvió con él, la caja fuerte se hallaba vacía. En verdad fue muy inoportuno, y el ingenioso Christopher, llamado enseguida a su habitación del ala principal, confesó encontrarse en un apuro.

Los criados, a los que se despertó con discreción, dijeron en susurros que no habían oído nada y dieron coartadas intachables. Quedaban los invitados. La señora Molesworth lloraba. Que una cosa semejante ocurriera era ya algo terrible, pero que ocurriera en aquella ocasión era más de lo que ella podía soportar. En una cosa coincidieron ella y Christopher: el sabio jamás debía adivinar… jamás debía soñar…

Quedaban los Feison y el infortunado joven Petterboy. Los Feison fueron eliminados casi enseguida. Era evidente que el ladrón había entrado por la ventana, pues el cierre de la ventana de la habitación de la señora Molesworth estaba roto; por lo tanto, si alguno de los Feison hubiera salido de su habitación, habría tenido que pasar por delante de la del sabio, que dormía con la ventana abierta de par en par. O sea que sólo estaba el joven Petterboy. Parecía muy evidente.

Por fin, tras muchas consultas, Christopher fue a hablar con él de hombre a hombre, y regresó al cabo de quince minutos acalorado y nada comunicativo.

La señora Molesworth se secó los ojos, se puso su bata más nueva, y, sin hacer caso de sus temores y las objeciones de su esposo, fue a hablar con el joven Petterboy como una madre. El pobre joven Petterboy dejó de reírse de ella al cabo de diez minutos, se encolerizó de repente y pidió que también se preguntara al sabio si había «oído algo». Luego, se olvidó completamente de los buenos modales y sugirió con toda vulgaridad que avisaran a la policía.

La señora Molesworth casi perdió la cabeza, se recuperó a tiempo, se disculpó por la insinuación y volvió desconsolada a su dormitorio.

La noche transcurrió de un modo horrible.

Por la mañana, el pobre joven Petterboy acorraló a su anfitriona y repitió la petición de la noche anterior. Pero el sabio partía hacia las once y doce minutos y la señora Molesworth iba a acompañarle a la estación en coche. En aquel momento, los diamantes le parecían relativamente poco importantes a Elvira Molesworth, que había heredado la fortuna Cribbage un año antes. Besó al pobre joven Petterboy y le dijo que en realidad no importaba, y ¿no habían disfrutado de un maravilloso fin de semana? Y que el joven debía volver en otra ocasión, pronto.

Los Feison se despidieron del sabio, y, como la señora Molesworth iba con él, también se despidieron de ella. Una vez cumplidas todas las formalidades, parecía que no tenía sentido quedarse, y Christopher les vio partir en su coche, mientras el pobre joven Petterboy encabezaba la marcha con el suyo.

Cuando se hallaba aún de pie en el césped, saludando con la mano algo someramente a los que se marchaban, llegó el correo. Una carta para su esposa ostentaba el blasón del hotel del doctor, y Christopher, con una de esas intuiciones que le hacían ser tan buen esposo, la abrió.

Era muy breve, pero dadas las circunstancias, maravillosamente instructiva:

Distinguida señora:

Al repasar los memorandos del doctor Koo Fin veo con horror que prometió visitarles este fin de semana. Sé que perdonarán al doctor Koo Fin cuando sepan que él nunca participa en actos sociales. Como usted sabe, su arduo trabajo le ocupa el tiempo entero. Sé que es inexcusable por mi parte no habérselo comunicado antes, pero hace sólo un momento que he descubierto que el doctor se comprometió.

Espero que su ausencia no le haya puesto a usted en ningún apuro, y que perdonará este atroz desliz.

Con todas mis disculpas, señora, la saludo atentamente,

Lo Pei Fu

Secretario

P.D. El doctor habría escrito él mismo, pero, como sabe usted, su inglés no es muy bueno. Me ruega que le dé recuerdos y espera que le perdone.

Cuando Christopher levantó los ojos de la nota, su esposa regresó. Detuvo el coche en el sendero y cruzó corriendo el césped hacia él.

—¡Querido, qué maravilla! —dijo, arrojándose a sus brazos con un abandono que no le mostraba con frecuencia—. ¿Qué hay en el correo? —preguntó, soltándose.

Christopher se metió la carta que había estado leyendo en el bolsillo con discreción y habilidad.

—Nada, cariño —dijo galante—. Nada en absoluto. —Era extremadamente afectuoso con su esposa.

La señora Molesworth frunció su blanca frente.

—Querido —dijo—, respecto a mis joyas… ¿no ha sido odioso que sucediera una cosa así cuando ese dulce anciano se encontraba aquí? ¿Qué haremos?

Christopher la cogió del brazo.

—Creo, querida —dijo con firmeza— que será mejor que me lo dejes a mí. No debemos armar un escándalo.

—¡Oh, no! —exclamó ella, abriendo los ojos alarmada—. No, eso lo estropearía todo.

*******************

En un compartimiento de primera del tren de Londres, el anciano chino se inclinó sobre la variada colección de joyas que se encontraban en un gran pañuelo de seda sobre sus rodillas. Sonrió como un niño, con blandura y levemente maravillado. Al cabo de un rato, dobló el pañuelo sobre su tesoro y se metió el paquete en el bolsillo del pecho.

Entonces se recostó en el asiento tapizado y miró por la ventanilla. El paisaje verde y ondulante era agradable. Los campos estaban bien cuidados y labrados. El cielo era azul, la luz del sol, hermosa. Era una tierra hermosa.

Suspiró y se maravilló de que pudiera ser el hogar de una raza de bárbaros cultos para los que, mientras la altura, el peso y la edad fueran relativamente los mismos, todos los chinos eran iguales.

Margery Allingham


viernes, 24 de septiembre de 2021

EL SILENCIO DE LAS MUJERES


Enviado por Pedro

Pat Barker nos ofrece las últimas semanas de la guerra de Troya desde una perspectiva muy distinta, la de Briseida, antes reina de Limeso, ahora esclava concubina de Aquiles, tras haber visto como este mata a su marido y a sus hermanos; la joven deberá adaptarse para sobrevivir a una vida distinta a la que había llevado, la de las mujeres cautivas que sirven al ejército griego. Así que la historia nos la va a contar una mujer, una de los vencidos, una de los no combatientes

Cuando Agamenón, el rey de todos los griegos, exige que le den a Briseida, la joven se ve atrapada entre los dos aqueos más poderosos. A modo de protesta, Aquiles se niega a luchar y los griegos empiezan a perder terreno frente al enemigo troyano. Briseida no se arredra ante los horrores cotidianos de la guerra y observa a los dos hombres al frente de las tropas griegas.

A través de Briseida conocemos el desenlace de la historia y a sus protagonistas; vemos a un Aquiles muy pagado de sí mismo en su condición de héroe, pero a la vez se nos muestra su lado más humano en diversos momentos… Agamenón, el malo malísimo, ávido de poder y riquezas, borracho y cobarde pues evita la lucha en primera línea y teme a Aquiles, aunque este haya muerto… Patroclo, el amigo que sigue a todas partes a Aquiles y el que más le comprende…  Pirro, que no le llega a la suela de las sandalias a su padre, a quien desea imitar y superar… Y tras los héroes tenemos a Briseida, Hecamede, Políxena, Ritsa, Criseida, Hécuba, Tecmesa, Andromaca….

miércoles, 22 de septiembre de 2021

ODA AL OTOÑO

 


 

Estación de las nieblas y fecundas sazones,

colaboradora íntima de un sol que ya madura,

conspirando con él cómo llenar de fruto

y bendecir las viñas que corren por las bardas,

encorvar con manzanas los árboles del huerto

y colmar todo fruto de madurez profunda;

la calabaza hinchas y engordas avellanas

con un dulce interior; haces brotar tardías

y numerosas flores hasta que las abejas

los días calurosos creen interminables

pues rebosa el estío de sus celdas viscosas.

 

¿Quién no te ha visto en medio de tus bienes?

Quienquiera que te busque ha de encontrarte

sentada con descuido en un granero

aventado el cabello dulcemente,

o en surco no segado sumida en hondo sueño

aspirando amapolas, mientras tu hoz respeta

la próxima gavilla de entrelazadas flores;

o te mantienes firme como una espigadora

cargada la cabeza al cruzar un arroyo,

o al lado de un lagar con paciente mirada

ves rezumar la última sidra hora tras hora.

 

¿En dónde con sus cantos está la primavera?

No pienses más en ellos sino en tu propia música.

Cuando el día entre nubes desmaya floreciendo

y tiñe los rastrojos de un matiz rosado,

cual lastimero coro los mosquitos se quejan

en los sauces del río, alzados, descendiendo

conforme el leve viento se reaviva o muere;

y los corderos balan allá por las colinas,

los grillos en el seto cantan, y el petirrojo

con dulce voz de tiple silba en alguna huerta

y trinan por los cielos bandos de golondrinas.

John Keats

martes, 21 de septiembre de 2021

BEATRIZ GIMÉNEZ DE ORY, PREMIO NACIONAL DE LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL 2021 POR SU OBRA UN HILO ME LIGA A VOS. MITOS Y POEMAS

 

El jurado del galardón ha destacado que el libro es “una obra singular en la que se combina la actualización de una acertada selección de mitos clásicos con poemas sobre los mismos temas refrendando la validez universal de los mitos. El libro muestra la posibilidad de que los protagonistas sigan ofreciendo en la actualidad una imagen en la que reconocerse o en la que percibir el reflejo de quien se conoce”. También comenta que “resuena la tradición de la lírica clásica en la métrica y recursos retóricos de los poemas, de gran belleza. Estos crean un contrapunto con la narración por el que los jóvenes lectores serán capaces de reconocer a su vez en otras voces, o en otras artes, las referencias a los mitos que constituyen uno de los pilares de la cultura occidental. Este libro en el que se entreveran lírica y narración es una propuesta de alto vuelo y altísima calidad literaria”.

                Beatriz Giménez de Ory parte de la idea de que los dioses siguen existiendo, que los ve todos los días en su vida cotidiana, en los alumnos de su instituto, por ejemplo: «Es verdad que están llenos de defectos (pueden ser más coléricos que el propio Zeus, más celosos que Hera, brutotes como Polifemo, un verdadero incordio como Eros, vengativos como Némesis, indiscretos como Pandora o siniestros como Hades), pero también poseen la inteligencia de Atenea, la rapidez de Mercurio, la osadía de Prometeo».


Los hilos a menudo son tan leves

que viajan por el aire inadvertidos.

Son las briznas de hierba, los caminos,

las cuerdas de un laúd, la vida breve,

las hormigas que marchan como deben,

los versos alineados en un libro,

tus venas, tus cabellos... todos hilos.

También la lluvia que la tierra bebe.

No sueltes esta hebra que te tiendo

y a mí gentes más viejas me dejaron.

Eres porque otros fueron en el tiempo.

Que este hilo es la voz de antiguos cantos.

Si nadie los recuerda, van muriendo.

Un presente te doy: nuestro pasado.

                Cada mito se abre con un poema, sencillo, con unos esquemas métricos que pertenecen a nuestra tradición literaria, que nos introduce en la historia, contada de una forma amena y que nos hace ver que esos dioses, héroes, ninfas no son tan diferentes a nosotros. A lo largo del libro nos encontramos con Midas, Orfeo y Eurídice (¡Ah, el amor!), Ariadna y Teseo, Aracne, Eco y Narciso, Ícaro, Pandora… que en sus historias esconden virtudes y defectos que podemos reconocer: la avaricia, el amor obsesivo que conduce al acoso, la curiosidad…

Luego tenemos las desenfadad ilustraciones de Paloma Corral, que adapta la esencia de los relatos al mundo moderno con sus anacronismos, así vemos a Teseo recorriendo el laberinto con una bicicleta:



– Tomad esta arma sin filo-

– ¡Un hilo!

– Porque todo cuanto os diga…

– Me liga.

– Y me jurasteis amor.

– ¡A vos!

– Pues venceremos los dos.

Sostened este ovillejo:

sabed que, aunque estemos lejos,

un hilo me liga a vos.



lunes, 20 de septiembre de 2021

LLEGAN MIS HERMANOS

 


Por la mañana, me cepillé el pelo cien veces seguidas, tratando de que quedara brillante, y me lo recogí con un lazo blanco a juego con mi vestido —por si no lo sabíais, las chicas de clase alta deben ir de blanco, así se puede apreciar cualquier motita de suciedad. Me puse mi vestido más nuevo y menos manchado, y debajo, unos pololos muy bonitos de encaje blanco y las habituales medias negras con unas botas negras que Lane acababa de lustrar.

Después de tanta preparación a esa hora tan temprana, no tuve tiempo para desayunar. Como era una mañana muy fría, tomé un chal del estante del vestíbulo y monté en la bicicleta, pedaleando a toda velocidad para no llegar tarde.

Había descubierto que montar en bici me permitía pensar sin preocuparme de que alguien se percatara de mis muecas y expresiones. Era un alivio, aunque no un consuelo, el hecho de poder madurar los acontecimientos recientes mientras pasaba velozmente por Kineford y tomaba el camino hacia Chaucerlea.

Me pregunté qué diablos le había pasado a mi madre.

Para alejar aquel pensamiento, me pregunté si tendría problemas en encontrar la estación de tren y a mis hermanos (…)

Me pregunté si los reconocería al llegar a la estación. No los había visto desde que tenía cuatro años, en el funeral de padre. Todo lo que podía recordar de ellos era que me habían parecido muy altos en sus chisteras de crepé negro, y muy severos en sus levitas de color negro, guantes negros, negros brazaletes en señal de luto y negras y brillantes botas de charol (…) Me pregunté si mis hermanos me reconocerían después de diez años.

Por descontado, conocía la razón por la que no nos habían visitado a madre y a mí, la misma por la que nosotras tampoco lo habíamos hecho: por la vergüenza que había supuesto para la familia mi nacimiento. Mis hermanos no podían permitirse que se los relacionara con nosotras. Mycroft era un hombre ocupado e influyente que trabajaba en Londres al servicio del gobierno, y mi hermano Sherlock era un famoso detective que incluso contaba con un libro que hablaba sobre él: Un estudio en escarlata, escrito por su amigo y anterior compañero de piso, el doctor John Watson. Mamá había comprado un ejemplar...

«No pienses en mamá».

... y las dos lo habíamos leído. Desde entonces, soñaba con Londres, con su gran puerto marítimo; Londres, la sede de la monarquía, el corazón de la alta sociedad, y también, según el doctor Watson, «esa gran fosa séptica hacia la que todos los holgazanes y perezosos del Imperio se sienten arrastrados irremediablemente»; Londres, la ciudad en que, según Black Beauty: autobiografía de un caballo, otro de mis libros favoritos, hombres vestidos de frac y mujeres adornadas con diamantes asistían a la ópera mientras, en las calles, los despiadados cocheros hacían trabajar a sus caballos hasta la extenuación; Londres, la ciudad en que los académicos leían en el Museo Británico y las multitudes se agolpaban en los teatros para que los discípulos del mesmerismo las hipnotizaran; Londres, la ciudad en que la gente famosa convocaba sesiones para hablar con los espíritus de los muertos, mientras que otras célebres personalidades intentaban explicar científicamente cómo un espiritualista había conseguido levitar a través de la ventana hacia un carruaje que esperaba en el exterior.

Londres, donde chiquillos sin un penique vestían harapos, corrían salvajes por las calles y no iban a la escuela. Londres, donde los villanos asesinaban a las damas de la noche —no tenía una idea muy clara de quiénes eran estas últimas— y arrebataban a sus bebés para venderlos como esclavos. En Londres había realeza y asesinos. En Londres, había maestros de la música, maestros del arte y maestros del crimen que secuestraban a las criaturas y las obligaban a trabajar en antros de iniquidad. Tampoco tenía una idea clara de qué eran estos últimos, pero sabía que mi hermano Sherlock, contratado en ocasiones por la realeza, se aventuraba en antros de iniquidad para medir su inteligencia con la de rufianes, ladrones y príncipes del crimen. Mi hermano Sherlock era un héroe.

Recordé aquella lista del doctor Watson que enumeraba las veintinueve aptitudes de mi hermano: académico, químico, soberbio violinista, experto tirador, espadachín, diestro con el bastón, púgil y brillante pensador deductivo.

Entonces conformé una lista mental de mis propias cualidades: capaz de leer, escribir y sumar; de encontrar nidos de pájaros; de buscar gusanos y pescar; ah, claro, y de montar en bicicleta.

Ante una comparación tan deprimente, dejé de pensar y presté especial atención a la carretera, puesto que me aproximaba a Chaucerlea (.,,)

Tan solo se apearon unos pocos pasajeros, y entre ellos, no tuve dificultad en reconocer a los dos altos londinenses que debían de ser mis hermanos. Iban vestidos con el atuendo habitual para el campo: trajes oscuros de tweed con orla trenzada, corbatas de tela suave y bombín. Y guantes de piel. Solo la aristocracia llevaba guantes en pleno verano. Uno de mis hermanos se había engordado un poco y su chaleco de seda sobresalía. Supuse que se trataba de Mycroft, siete años mayor que yo. El otro, Sherlock, enfundado en su traje color carbón y sus botas negras, estaba de pie, recto como un palo y esbelto como un galgo.

Haciendo girar sus bastones, miraban a uno y otro lado como si buscaran algo, aunque su escrutinio me pasó de largo.

Mientras tanto, todos los presentes en el andén los miraban de reojo. Y para mi fastidio, al apearme de la bicicleta, advertí que estaba temblando. Una de las cintas del encaje de mis pololos se enredó en la cadena, se desgarró y quedó colgando sobre mi bota izquierda. Malditos refinamientos.

Al tratar de recogerla y embutirla hacia dentro, se me cayó el chal. Aquello no iba a salir bien. Respiré profundamente, dejé el chal sobre la bicicleta, y la bicicleta, apoyada contra la pared de la estación. Me enderecé y me aproximé a los dos londinenses, aunque sin lograr mantener la cabeza alta.

—¿Señor Holmes? —pregunté—. ¿Y, hum, señor Holmes?

Dos pares de ojos grises y astutos se posaron sobre mí. Dos pares de cejas aristócratas se alzaron.

—Me pidieron, hum..., me pidieron que los viniera a recoger —dije.

—¿Enola? —exclamaron al unísono.

Después, en rápida alternancia, dijeron:

—¿Qué haces tú aquí?

—¿Por qué no has enviado el carruaje?

—Deberíamos haberla reconocido; es igualita que tú, Sherlock. —El más alto y esbelto era, entonces, Sherlock. Me gustaba su rostro huesudo, sus ojos de halcón, su nariz aguileña, pero percibí que la mención a nuestro parecido no era un cumplido.

—Pensé que era una de esas chiquillas callejeras.

—¿En bicicleta?

—¿Por qué en bicicleta? ¿Dónde está el carruaje, Enola?

Pestañeé. ¿Carruaje? Un landó y un faetón acumulaban polvo en la cochera; hacía años que no teníamos caballos, no desde que el caballo de caza de mi madre había partido hacia pastos más verdes.

—Supongo que podría haber alquilado caballos —dije lentamente—, pero no hubiese sabido cómo colocarles el arnés o conducirlos.

El corpulento, Mycroft, exclamó:

—Y entonces, ¿para qué pagamos un mozo de cuadra y un peón?

—¿Cómo?

—¿Me estás diciendo que no hay caballos?

—Más tarde, Mycroft. —Con una facilidad pasmosa para dar órdenes, Sherlock llamó a un muchacho que vagabundeaba por allí—. ¡Mozo! Busca una berlina.

Lanzó una moneda hacia el chico, que se arregló la gorra en señal de asentimiento y echó a correr.

—Será mejor que esperemos dentro —dijo Mycroft—. Si nos quedamos aquí afuera, con este viento, el cabello de Enola acabará pareciéndose cada vez más al nido de un grajo. ¿Dónde está tu sombrero, Enola?

Para entonces, de algún modo, se había disipado el momento de decir «¿Cómo están?» o de que ellos dijeran «Qué alegría volver a verte, querida» y darse un apretón de manos o algo por el estilo, aunque yo fuese la vergüenza de la familia. Para entonces, también estaba empezando a darme cuenta de que el «por favor recógenos en estación» era una petición de transporte, no de que acudiera en persona.

Bueno, pues si no deseaban el placer de mi conversación, estaban de suerte, porque me quedé callada y con cara de tonta.

Sherlock me agarró del brazo, me guio hacia el interior de la estación y, continuando con el reproche sobre el sombrero que acababa de lanzar su hermano, dijo:

—¿Y dónde están tus guantes? ¿O cualquier otro tipo de prenda decorosa y decente? Ya eres una joven dama, Enola.

Esa frase me devolvió el habla.

—Acabo de cumplir catorce.

Mycroft, en un tono contrariado y casi lastimero, murmuró:

—Pero yo he estado pagando a la modista para que...

—Deberías llevar falda larga desde los doce —decretó Sherlock en ese estilo imperial suyo tan informal—. ¿En qué estaba pensando tu madre? Supongo que se habrá marchado con las sufragistas y se habrá abandonado a la causa.

—No sé adónde ha ido —contesté, y para mi sorpresa, porque no había derramado una sola lágrima hasta aquel preciso momento, rompí a llorar.

Se evitó entonces cualquier otra mención a mamá hasta que estuvimos sentados en la berlina, con mi bicicleta sujetada en la parte posterior, meciéndonos camino de Kineford.

—Somos un par de brutos sin tacto —observó Sherlock dirigiéndose a Mycroft mientras me ofrecía un pañuelo enorme y muy almidonado, poco agradable a la nariz. Estaba segura de que pensaban que lloraba por mamá, y era cierto. Pero, en verdad, también lloraba por mí misma.

Enola.

Sola.

Nancy Springer, El caso del marqués desaparecido

domingo, 19 de septiembre de 2021

ESCAPANDO DEL GUSANO

 


La noche es un túnel, pensó. Un agujero hacia el mañana... siempre que exista un mañana para nosotros. Agitó la cabeza. ¿Por qué estos morbosos pensamientos? ¡Estoy mejor adiestrada que eso!

Paul regresó, tomó la mochila y abrió camino hacia la primera duna, donde se detuvo para escuchar mientras su madre le alcanzaba. Oyó su suave avanzar y el gélido caer de los granos de arena... el código del desierto marcando la defensa de sus secretos.

—Debemos avanzar sin ningún ritmo —dijo, y reclamó a su memoria la imagen de hombres andando en la arena... a su memoria real y a su memoria presciente—. Observa cómo lo hago —dijo—. Así caminan los Fremen por la arena.

Avanzó por el lado de la duna expuesto al viento, siguiendo su curva, arrastrando los pies.

Jessica estudió su avance durante diez pasos, y le siguio imitándole. Captó el sentido de todo aquello: sus sonidos debían ser iguales que los de la arena en su caída natural... como el viento. Pero los músculos protestaban ante aquel cortado e innatural movimiento: paso... deslizamiento... deslizamiento... paso... paso... pausa... deslizamiento... paso...

El tiempo se dilataba a su alrededor. La roca frente a ellos parecía no acercarse nunca: La que quedaba a sus espaldas seguía viéndose enorme.

¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!

El rítmico pulsar surgió de las rocas, a su espalda.

—El martilleador —susurró Paul.

El batir continuó, y encontraron difícil sustraerse a su ritmo mientras avanzaban.

Bum... bum... bum... bum...

Se movían en una hondonada iluminada por la luna, perseguídos por aquel batir. Arriba y abajo, duna tras duna: paso... deslizamiento... pausa... paso... La arena aglomerada rodaba bajo sus pies: deslizamiento... pausa... pausa... paso... Y no dejaban de escuchar ni un solo instante, esperando oír en cualquier momento aquel silbido especial.

El sonido, cuando llegó, fue tan suave que el ruido de sus pasos lo cubrió. Pero creció en intensidad... más y más... desde el oeste.

Bum... bum... bum... bum... repetía el martilleador.

El silbido se aproximó, extendiéndose en la noche a sus espaldas. Giraron sus cabezas, sin dejar de andar, y vieron la ola del gusano avanzando.

—Sigue moviéndote —murmuró Paul—. No mires hacia atrás. Un ruido terrible, furioso, estalló en las rocas que habían abandonado. Una ensordecedora avalancha de sonido.

—Sigue moviéndote —repitió Paul.

Observó que habían alcanzado el punto teórico desde el cual las dos caras, la de delante y la de atrás, parecían estar a idéntica distancia.

Y, tras ellos, sonó de nuevo el retumbar de rocas despedazadas dominando la noche.

Siguieron avanzando y avanzando... Sus músculos alcanzaron el estado de dolor mecánico que parecía prolongarse hasta el infinito, pero Paul vio que la escarpadura rocosa ante ellos parecía mucho más grande.

Jessica se movía en un vacío de concentración, consciente tan sólo de una voluntad desesperada que la empujaba a seguir caminando. Su boca era una llaga reseca, pero los ruidos a su espalda anulaban cualquier esperanza de poder detenerse, aunque sólo fuera para beber un sorbo de agua de los bolsillos de recuperación de su destiltraje.

Bum... Bum...

Un nuevo paroxismo de furor hizo erupción en la lejana escarpadura, sofocando cualquier martilleo.

¡Silencio!

—¡Aprisa! —susurró Paul.

Asintió, aún sabiendo que él no podía ver su gesto. Pero necesitaba efectuarlo para exigir aún un poco más a sus músculos que habían superado todo límite en aquel movimiento innatural...

La pared rocosa y la seguridad que representaba se erguían ante ellos recortándose contra las estrellas, y Paul vio una llana extensión de arena entre ellos y su base. Penetró en ella, tropezando a causa de la fatiga e irguiéndose en un movimiento instintivo al siguiente paso.

Un ruido resonante se elevó de la arena a todo su alrededor.

Paul dio dos vacilantes pasos.

¡Booom! ¡Booom!

—¡Un tambor de arena! —gimió Jessica.

Paul recuperó su equilibrio. Barrió la arena a su alrededor con una ojeada: la escarpadura no estaría a más de doscientos metros de ellos.

Tras ellos sonó un silbido... como el viento, como la resaca en un lugar donde no había agua.

—¡Corre! —gritó Jessica—. ¡Paul, corre!

Corrieron.

El tambor batía bajo sus pasos. Luego estuvieron fuera de él, y continuaron corriendo sobre arena más gruesa. Por un tiempo, el correr fue un alivio para sus músculos doloridos a causa de la arrítmica y poco familiar marcha. Ahora existía un movimiento al que estaban acostumbrados. Ahora había ritmo. Pero la arena y la grava dificultaban su marcha. Y el silbido del gusano acercándose era como una tempestad a sus espaldas.

Jessica cayó sobre sus rodillas. Consiguió pensar tan sólo en su fatiga y en aquel sonido y en el terror.

Paul la levantó, tirando de ella.

Corrieron juntos, mano contra mano.

Una pequeña estaca surgió de la arena ante ellos. La rebasaron, y vieron otra.

La mente de Jessica no se dio cuenta de ello hasta que la hubieron pasado.

Más adelante había otra... una estaca de roca con la superficie corroída por el viento.

Y otra.

¡Roca!

La sintieron bajo sus pies, el impacto de una superficie dura que no frenaba sus movimientos, y aquello les dio un renovado vigor.

Una profunda hendidura se abría ante ellos, proyectando su sombra vertical en el macizo rocoso. Corrieron hacia ella, sumergiéndose en la reconfortante oscuridad.

A sus espaldas, el sonido del avanzar del gusano se detuvo.

Jessica y Paul se volvieron, oteando el desierto.

Donde se iniciaban las dunas, a una cincuentena de metros de distancia, a los pies de una playa rocosa, una cúpula gris plateada se elevó en el desierto, chorreando ríos y cascadas de arena a su alrededor. Se elevó más y más arriba, hasta definirse en una enorme boca anhelante. Era un agujero redondo y negro, cuyos contornos relucían al claro de luna.

La boca se contorsionó hacia la estrecha fisura donde se habían refugiado Paul y Jessica. El olor a canela inundó su olfato. El reflejo de la luna destelló en los dientes de cristal.

La gran boca osciló, avanzando y retrocediendo.

Paul contuvo la respiración.

Jessica se acuclilló, mirando fascinada.

Necesitó toda la concentración de su adiestramiento Bene Gesserit para dominar su terror primordial, para vencer el miedo atávico que amenazaba con destruir su mente.

Paul experimentaba una especie de embriaguez. En un instante muy reciente, había franqueado alguna barrera temporal, penetrando en un territorio que le era desconocido. Sentía las tinieblas ante él, nada se revelaba a su ojo interior. Era como si sus últimos pasos le hubieran arrastrado hacia un pozo sin fondo...o en el seno de una ola donde el futuro era algo invisible. Todo el paisaje ante él se había visto profundamente sacudido.

Lejos de aterrarle, aquella sensación de tinieblas temporales desencadenó una hiperaceleración en sus otros sentidos. Se descubrió a sí mismo registrando los más ínfimos detalles de la cosa que, ante ellos, surgía de la arena en su busca. Su boca tendría unos ochenta metros de diámetro... los dientes cristalinos con la forma curvilínea del crys brillando a su alrededor... el rugiente aliento a canela y a sutiles aldehidos... ácidos...

El gusano oscureció la luna mientras escrutaba las rocas sobre sus cabezas. Una lluvia de guijarros y arena se abatió en la Paul arrastró a su madre hacia atrás dentro del refugio.

¡Canela!

El olor lo invadía todo.

¿Qué relación hay entre el gusano y la melange?, se preguntó a sí mismo. Y recordó que Liet-Kynes había hecho una velada insinuación acerca de una asociación entre el gusano y la especia.

¡Barrroooouuuum!

Fue como un violento trueno, en alguna parte a su derecha.

Y luego: ¡Barrroooouuuum!

El gusano se aplastó contra la arena y permaneció unos instantes inmóvil, con la luz destellando en sus dientes cristalinos.

¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!

¡Otro martilleador!, pensó Paul.

El ruido se repitió a sú derecha.

Un estremecimiento recorrió el cuerpo del gusano. Se alejó por entre la arena. Sólo su mitad superior surgía de ella, como la cúpula de una campana, la bóveda de un túnel trazando su camino entre las dunas.

La arena crujió. La criatura se hundió más, retrayéndose, girando. Se convirtió tan sólo en una amplia curva entre las dunas, alejándose.

Paul salió de la hendidura y contempló la ola de arena que avanzaba a través del desierto, hacia el reclamo del nuevo martilleador.

Jessica acudió a su lado, escuchando: Bum... bum... bum... bum... bum...

Poco después, el ruido cesó. Paul tomó el tubo de su destiltraje, aspirando una bocanada de agua reciclada. Jessica centró su atención en aquel acto, pero su mente aún inmovilizada por la fatiga y el terror estaba como vacia.

—¿Se ha ido realmente? —jadeó.

—Alguien lo ha llamado —dijo Paul—. Los Fremen.

Frank Herbert, Dune

viernes, 17 de septiembre de 2021

RÍOS DE LONDRES

 


El joven Peter Grant era un agente de policía novato hasta que un día, durante la investigación de un terrible asesinato, recibe cierta información de un testigo ocular muy especial: un fantasma. Tras descubrir que la magia existe, Grant ingresará en un departamento secreto de Scotland Yard que se encarga de las investigaciones sobrenaturales y, junto al enigmático inspector Nightingale, llevará a cabo tareas tan singulares como negociar treguas entre el dios y la diosa del Támesis, desenterrar tumbas en Covent Garden y perseguir a un espíritu maligno y vengativo que está sembrando el caos en la ciudad.

Con este libro Ben Aaronovitch inicia la saga conocida como Ríos de Londres, donde vamos a encontrar a un aprendiz de mago, no muy brillante, en esa división muy secreta de Scotland Yard, que es La locura (sede oficial de la magia inglesa desde que la fundara en 1775 sir Isaac Newton), en pleno siglo XX.

                Con un narrador en primera persona, Aaronovitch nos acerca al protagonista: negro, de clase baja, muy baja, cuya mayor ilusión es dormir en las dependencias policiales con Leslie, una compañera, haciendo la cucharita, y su sueño dedicarse a tareas burocráticas una vez que termine la instrucción básica, y una madre que se las trae, como podremos comprobar en las siguientes entregas. Estará arropado por personajes como: Thomas Nightingale, paradigma del típico caballero británico flemático; Leslie, su compañera en la academia, destinada a la Brigada de Homicidios (primero, disparad; luego, preguntad); el doctor Walid, un forense muy peculiar; Molly, el ama de llaves de La Locura, una criatura misteriosa, silenciosa, de inquietante personalidad y con mal genio (para ella, Nightingale es Dios); los dioses de los ríos con sus hijos: Mamá Támesis, con unas hijas de armas tomar, o Padre Támesis.

                El autor, con un estilo ágil y ameno, conjuga la intriga policial con la fantasía, y aprovecha con un humor ácido para para cargar contra las normas de la policía, de la burocracia, de la sociedad, no dejando títere con cabeza.

jueves, 16 de septiembre de 2021

¿POR QUÉ ME GUSTA AGATHA CHRISTIE?

 

Cal dedicó la hora del almuerzo a leer un libro de Agatha Christie en edición de bolsillo mientras daba cuenta de un falafel para llevar. Había estado dándole vueltas a la decisión de cometer un asesinato. Podía concebir que alguien deseara la muerte de otra persona, pero ¿desear ser el artífice de esa muerte? ¿Llevar a cabo la acción física de alzar una hoja y descargarla sobre el cuerpo de otro ser humano? Eso le costaba entenderlo.

Lo que hacía de las novelas de misterio de Agatha Christie sus preferidas era que siempre contenían un número limitado de sospechosos. Con Sherlock Holmes, prácticamente la mitad de Londres podría haber cometido el crimen, pero con Agatha los posibles criminales potenciales se reducían a una decena, que además aparecía expuesta con claridad al principio. Y aunque resultara difícil seguirlos a todos a medida que la historia avanzaba —¿quién habíamos dicho que era ese lord Loquesea?— al menos uno estaba seguro de que había sido uno de ellos. Agatha jugaba limpio: al final de la historia no aparecía un personaje inesperado del que no habías oído hablar hasta ese momento. Todos sus libros poseían un giro argumental ingenioso. En Asesinato en el Orient Express, descubrías que los doce eran culpables. En El asesinato de Roger Ackroyd, la favorita de Cal, el culpable era el narrador. En Telón, la más triste de todas, el detective. Podían decirse muchas cosas de la buena señora, pero ¿quién sino Agatha había jugado con absolutamente todas las combinaciones posibles de presuntos asesinos?

¿Qué empujaba a los personajes de la autora a cometer sus fechorías? Por lo general, el dinero. En ocasiones, la sed de venganza. Muy de vez en cuando, alguno de ellos mataba por amor.

Graham Moore, La jurado 272

miércoles, 15 de septiembre de 2021

IN MEMORIAM: ANTONIO MARTÍNEZ SARRIÓN (1939 - 2021)

 


LA CHICA QUE CONOCÍ EN UNA BODA

fue la prima que entonces se casó

luego hubo baile

piano y batería mucho vino

yo diría que gentes más bien pobres

con los trajes de muerto de las fiestas

nevaba muchos viejos

que echaban la colilla en un barreño

y sacudían la mota

mucha música

la pizpireta que se está

bajando las bragas

se pone de puntillas

mira la galería

con aquellos ojazos virgen santa

y aquel reír el vino

estuvo luego haciendo lo restante

hasta que ya no pude contenerme y se lo dije

no a ella

a mis amigos

y estuve enamorado como un mes

 

 EXCELENTES TIEMPOS PARA LA LÍRICA

¡Qué delicia escarbar en la pelambre

hasta dar con el cuero cabelludo

y allí cientos de liendres eruditas

ahítas de la sangre eminentísima

de tal o tal talento alejandrino!

Felices con sus propias deyecciones

plasman en un papel los grumos últimos.

Como un rayo lo imprimen en itálicas,

y tras uso de zafa y toalla sucia,

y una vez ajustados busto y medias,

instalan su real cuerpo en Boulevard Cavafís

y les ingresa en cuenta el señor March.

 

 CARPE DIEM

Qué dispendioso pulular de nombres,

de ateridas esperas mientras la madrugada

difuminaba taxis en una sucia niebla.

Qué lástima de tiempo barajando

naipes ya de textura ala de mosca

cuando el sol meridiano, más de un punto granado,

no sabe de demoras, admite alistamientos

sin requisito alguno,

por ahogado de sombra que llegue el aspirante,

para entregar a cambio manos como paneles,

ríos de campanillas, zureos de palomas,

terco mundo presente,

que fulgura y se esfuma tan tranquilo,

negándose de plano -y con cuánto derecho-

al deshonesto oficio de pañuelo de lágrimas.

 

MINUTOS

Consérvanse, hasta ahora, las raíces capilares,

la molestia periódica en la boca

que requiere de frontes muy seguidos.

La loca de la casa revolotea en cenizas,

el moscardón aguarda

inútilmente el mes de abril, la sangre

se licúa como en Nápoles,

adelgaza la mugre en la rafia, en el brillo.

El resplandor del mundo cada vez menos claro.

La llama, un día viva,

gotea regularmente por sucios y borrosos baldosines.

Agorera, la luz,

parpadea, tuerce el gesto, me rindo:

roja, ahora negra, roja.

Abre la nicotina muescas en el diencéfalo.

Los libros me prometen no bostezar ya más.

A vueltas con la cuerda, con el musgo

que la lluvia ha logrado en el alféizar.

Ruego al cielo que pare el artefacto

o que rompa en las rosas más azules.

 

DUCHESSE DE NORMANDIE

Con lunares postizos como las Silenciosas

paseas por la vulgar barriada de los ricos

vibrando en los incendios del color amarillo

fichando marquesinas y criados

para la fiesta tentacular del fuego.

A pie firme resistes el verano. Mientes

en danés. Acabas la noche ¡oh loca de ojos húmedos!

en imposibles barras de bares periféricos

pidiendo con voz ronca una copa no más la última copa

de espesa menta y una mirada amable

que borre tanta llaga, tanta

bajada a los infiernos, deseados lo sabes,

desde los días dorados de Palm Beach.

 

EL CINE DE LOS SÁBADOS

maravillas del cine galerías

de luz parpadeante entre silbidos

niños con su mamá que iban abajo

entre panteras un indio se esfuerza

por alcanzar los frutos más dorados

ivonne de carlo baila en scherezade

no sé si danza musulmana o tango

amor de mis quince años marilyn

ríos de la memoria tan margos

luego la cena desabrida y fría

y los ojos ardiendo como faros