domingo, 26 de septiembre de 2021

NO TIENE IMPORTANCIA

Fue particularmente lamentable para la señora de Christopher Molesworth tener ladrones la noche del domingo de lo que fue, quizá, el triunfante fin de semana que coronaba su carrera de anfitriona.

Como anfitriona, la señora Molesworth era una experta. Elegía a sus invitados con escrupulosa discriminación, despreciándolo todo excepto lo más raro. La simple notoriedad no era un pasaporte para acudir a Molesworth Court.

Tampoco la simple amistad conseguía muchas migas de la mesa de los Molesworth, aunque la habilidad para complacer y representar la pieza de uno tendría posibilidades de lograr una cama cuando la celebridad del momento prometiera ser monótona, incómoda y probablemente aburrida.

Así fue como el joven Petterboy llegó a estar allí en el gran fin de semana. Era diplomático, presentable, abstemio casi lo suficiente para ser absolutamente digno de confianza, incluso al final de la velada, y hablaba un poco de chino.

Esto último apenas le había servido de nada hasta entonces, salvo con las chicas muy jóvenes en las fiestas, que aliviaban su incomodidad por no tener conversación persuadiéndole de que les dijera cómo se pedía que bajaran el equipaje a tierra en Hong Kong, o cómo se pedía para ir al cuarto de baño en un hotel de Pekín.

Sin embargo, en esa ocasión su habilidad le resultó realmente útil, ya que le hizo conseguir una invitación a la más grandiosa fiesta de fin de semana organizada por la señora Molesworth.

Esta fiesta era tan selecta, que sólo asistían a ella seis personas. Estaban los propios Molesworth; Christopher Molesworth era diputado, cazaba a caballo y apoyaba a su esposa igual que un marco negro decente apoya a un cuadro de colores.

Después estaba el propio Petterboy, los hermanos Feison, que parecían muy sosegados y sólo hablaban si era necesario, y finalmente el invitado de todos los tiempos, la joya de una magnífica colección, la pieza de la vida: el doctor Koo Fin, el científico chino; el doctor Koo Fin, el Einstein del este, el hombre de la Teoría. Después de abandonar su Pekín natal, sólo había salido de su casa de Nueva Inglaterra en una ocasión memorable, cuando dio una conferencia en Washington ante un público que era incapaz de comprender una sola palabra. Sus palabras eran traducidas, pero como se referían a altas matemáticas, esa tarea era comparativamente sencilla.

La señora Molesworth tenía todas las razones del mundo para felicitarse por su captura. «El Einstein chino», como le apodaban los periódicos, no era una persona sociable. Su timidez era proverbial, igual que su desagrado y desconfianza hacia las mujeres. Esta última fobia es lo que explicaba la ausencia de feminidad en la fiesta de la señora Molesworth. Su propia presencia era inevitable, por supuesto, pero vestía su traje más serio e hizo el juramento mental de hablar sólo lo necesario. Es muy posible que de haber podido cambiar de sexo, la señora Molesworth lo hubiera hecho para aquel fin de semana solo.

Había conocido al sabio en una cena muy selecta después de la única conferencia que él dio en Londres. Era la misma conferencia que había sumido a Washington en un estado de perplejidad. Desde que había llegado, el doctor Koo Fin había sido fotografiado más a menudo que cualquier estrella de cine. Su nombre y su redondo rostro chino eran más conocidos que los de los protagonistas de la última cause célebre, y los cómicos de televisión ya aludían a su gran teoría de la objetividad en sus programas.

Aparte de esta única conferencia, sin embargo, y la cena que le ofrecieron después, no había sido visto en ningún otro sitio salvo en su suite, celosamente protegida, del hotel.

Cómo consiguió la señora Molesworth ser invitada a esa cena, y cómo, una vez allí, persuadió al sabio de que consintiera en visitar Molesworth Court, es uno de esos pequeños milagros que a veces se producen. Sus enemigos hicieron muchas conjeturas indignas, pero, como los profesores universitarios encargados del acto en aquella ocasión no era muy probable que se hubieran dejado sobornar por dinero o amor, seguramente la señora Molesworth movió la montaña sólo mediante la fe en sí misma.

La cámara de invitados preparada para el doctor Koo Fin era la tercera habitación del ala oeste. Esta monstruosidad arquitectónica contenía cuatro dormitorios, provistos cada uno de ellos con puertas vidrieras que daban a la misma terraza.

El joven Petterboy ocupaba la habitación del final del pasillo. Era una de las mejores de la casa, en realidad, pero no tenía cuarto de baño anexo, ya que éste había sido convertido por la señora Molesworth, que tenía la segunda cámara, en una gigantesca prensa para ropa. Al fin y al cabo, como dijo ella, era su casa.

El doctor Koo Fin llegó el sábado en tren, como una persona de inferior categoría. Estrechó la mano a la señora Molesworth, a Christopher, al joven Petterboy y a los Feison como si compartiera su inteligencia, y les sonrió de ese modo blando, absolutamente demasiado chino.

Desde el principio fue un éxito tremendo. Comió poco, bebió menos, no habló sino que asentía apreciativamente al chino titubeante del joven Petterboy, y gruñó una o dos veces, de la manera más encantadora, cuando alguien sin darse cuenta se dirigió a él en inglés. En conjunto, era la idea que la señora Molesworth tenía de un invitado perfecto.

El domingo por la mañana, la señora Molesworth recibió un cumplido de él, y en un breve destello se vio a sí misma como la mujer más comentada en las fiestas de la semana próxima.

El encantador incidente se produjo poco antes del almuerzo. El sabio se encontraba en el césped y se levantó de pronto de la silla; y, ante la mirada sobrecogida de todo el grupo, ansioso por no perderse nada del incidente para poder contarlo después, se dirigió con pasos decididos al macizo de flores más cercano, pisoteando violetas y coronas de rey con el desprecio del visionario por los obstáculos físicos, cortó una enorme rosa de la variedad favorita de Christopher, volvió triunfante sobre sus pasos y la dejó sobre el regazo de la señora Molesworth.

Luego, mientras ella permanecía en éxtasis, él volvió en silencio a su asiento y se la quedó mirando con aire afable. Por primera vez en su vida, la señora Molesworth estaba realmente emocionada. Eso dijo después a numerosas personas.

Sin embargo, el sábado por la noche hubo ladrones. Fue asquerosamente inoportuno. La señora Molesworth poseía un destacado juego de brillantes, dos juegos de pendientes, un brazalete y cinco anillos, todo montado en platino, que guardaba en una caja de caudales de pared, debajo de un cuadro de su dormitorio. El sábado por la noche, después del incidente de la rosa, abandonó el programa de autoanulación y bajó a cenar con todas sus pinturas de guerra. Los Molesworth siempre se vestían de gala el domingo, y ella, sin lugar a dudas, tenía un aspecto devastadoramente femenino, toda en azul pálido y diamantes.

Fue la velada más satisfactoria de las dos. El sabio demostró poseer un gran talento para hacer castillos de naipes, y también interpretaba ejercicios de cinco dedos en el piano. La gran sencillez de aquel hombre jamás había estado mejor exhibida. Finalmente, deslumbrados, honrados y felices, los miembros del grupo se fueron a la cama.

La señora Molesworth se quitó las joyas y las metió en la caja fuerte, pero desgraciadamente no la cerró enseguida. Descubrió que se le había caído un pendiente, y bajó a buscarlo al salón. Cuando por fin volvió con él, la caja fuerte se hallaba vacía. En verdad fue muy inoportuno, y el ingenioso Christopher, llamado enseguida a su habitación del ala principal, confesó encontrarse en un apuro.

Los criados, a los que se despertó con discreción, dijeron en susurros que no habían oído nada y dieron coartadas intachables. Quedaban los invitados. La señora Molesworth lloraba. Que una cosa semejante ocurriera era ya algo terrible, pero que ocurriera en aquella ocasión era más de lo que ella podía soportar. En una cosa coincidieron ella y Christopher: el sabio jamás debía adivinar… jamás debía soñar…

Quedaban los Feison y el infortunado joven Petterboy. Los Feison fueron eliminados casi enseguida. Era evidente que el ladrón había entrado por la ventana, pues el cierre de la ventana de la habitación de la señora Molesworth estaba roto; por lo tanto, si alguno de los Feison hubiera salido de su habitación, habría tenido que pasar por delante de la del sabio, que dormía con la ventana abierta de par en par. O sea que sólo estaba el joven Petterboy. Parecía muy evidente.

Por fin, tras muchas consultas, Christopher fue a hablar con él de hombre a hombre, y regresó al cabo de quince minutos acalorado y nada comunicativo.

La señora Molesworth se secó los ojos, se puso su bata más nueva, y, sin hacer caso de sus temores y las objeciones de su esposo, fue a hablar con el joven Petterboy como una madre. El pobre joven Petterboy dejó de reírse de ella al cabo de diez minutos, se encolerizó de repente y pidió que también se preguntara al sabio si había «oído algo». Luego, se olvidó completamente de los buenos modales y sugirió con toda vulgaridad que avisaran a la policía.

La señora Molesworth casi perdió la cabeza, se recuperó a tiempo, se disculpó por la insinuación y volvió desconsolada a su dormitorio.

La noche transcurrió de un modo horrible.

Por la mañana, el pobre joven Petterboy acorraló a su anfitriona y repitió la petición de la noche anterior. Pero el sabio partía hacia las once y doce minutos y la señora Molesworth iba a acompañarle a la estación en coche. En aquel momento, los diamantes le parecían relativamente poco importantes a Elvira Molesworth, que había heredado la fortuna Cribbage un año antes. Besó al pobre joven Petterboy y le dijo que en realidad no importaba, y ¿no habían disfrutado de un maravilloso fin de semana? Y que el joven debía volver en otra ocasión, pronto.

Los Feison se despidieron del sabio, y, como la señora Molesworth iba con él, también se despidieron de ella. Una vez cumplidas todas las formalidades, parecía que no tenía sentido quedarse, y Christopher les vio partir en su coche, mientras el pobre joven Petterboy encabezaba la marcha con el suyo.

Cuando se hallaba aún de pie en el césped, saludando con la mano algo someramente a los que se marchaban, llegó el correo. Una carta para su esposa ostentaba el blasón del hotel del doctor, y Christopher, con una de esas intuiciones que le hacían ser tan buen esposo, la abrió.

Era muy breve, pero dadas las circunstancias, maravillosamente instructiva:

Distinguida señora:

Al repasar los memorandos del doctor Koo Fin veo con horror que prometió visitarles este fin de semana. Sé que perdonarán al doctor Koo Fin cuando sepan que él nunca participa en actos sociales. Como usted sabe, su arduo trabajo le ocupa el tiempo entero. Sé que es inexcusable por mi parte no habérselo comunicado antes, pero hace sólo un momento que he descubierto que el doctor se comprometió.

Espero que su ausencia no le haya puesto a usted en ningún apuro, y que perdonará este atroz desliz.

Con todas mis disculpas, señora, la saludo atentamente,

Lo Pei Fu

Secretario

P.D. El doctor habría escrito él mismo, pero, como sabe usted, su inglés no es muy bueno. Me ruega que le dé recuerdos y espera que le perdone.

Cuando Christopher levantó los ojos de la nota, su esposa regresó. Detuvo el coche en el sendero y cruzó corriendo el césped hacia él.

—¡Querido, qué maravilla! —dijo, arrojándose a sus brazos con un abandono que no le mostraba con frecuencia—. ¿Qué hay en el correo? —preguntó, soltándose.

Christopher se metió la carta que había estado leyendo en el bolsillo con discreción y habilidad.

—Nada, cariño —dijo galante—. Nada en absoluto. —Era extremadamente afectuoso con su esposa.

La señora Molesworth frunció su blanca frente.

—Querido —dijo—, respecto a mis joyas… ¿no ha sido odioso que sucediera una cosa así cuando ese dulce anciano se encontraba aquí? ¿Qué haremos?

Christopher la cogió del brazo.

—Creo, querida —dijo con firmeza— que será mejor que me lo dejes a mí. No debemos armar un escándalo.

—¡Oh, no! —exclamó ella, abriendo los ojos alarmada—. No, eso lo estropearía todo.

*******************

En un compartimiento de primera del tren de Londres, el anciano chino se inclinó sobre la variada colección de joyas que se encontraban en un gran pañuelo de seda sobre sus rodillas. Sonrió como un niño, con blandura y levemente maravillado. Al cabo de un rato, dobló el pañuelo sobre su tesoro y se metió el paquete en el bolsillo del pecho.

Entonces se recostó en el asiento tapizado y miró por la ventanilla. El paisaje verde y ondulante era agradable. Los campos estaban bien cuidados y labrados. El cielo era azul, la luz del sol, hermosa. Era una tierra hermosa.

Suspiró y se maravilló de que pudiera ser el hogar de una raza de bárbaros cultos para los que, mientras la altura, el peso y la edad fueran relativamente los mismos, todos los chinos eran iguales.

Margery Allingham


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