lunes, 4 de octubre de 2021

MI NOMBRE

 

Me llamo Haneul Hong. Hong Ha Neul, pero eso da lo mismo.

Cuando tenía ocho años e iba a tercero de primaria nuestra profesora de matemáticas me llamaba Anulo. «Anulo, limpia la pizarra». «Anulo, corrige el quinto ejercicio». Al principio no me importaba porque lo decía solo ella, pero luego todos los grupos del curso empezaron a conocerme como «La Culo». «Culo, ¿has hecho el workbook?». Me dejaban retratos sobre la mesa de clase. Eran todos bastante poco originales, porque la mayoría me sustituían la cara por un culo, pero había mentes creativas allí. Alguno, en vez de eso, me puso los culos en los pies. Parece una tontería. No es una tontería, ¿qué habrá sido de Manuel Perea, el genio oculto que me dibujó los culos en los pies? Manuel Perea desafió alguna ley no escrita sobre la creatividad del mundo. A la Hana de siete años eso le importaba poquísimo.

Un día, mientras pasaban lista, tomé aire y le declaré a todos:

—Se dice Janul Jong, profesora.

Y recuerdo que ella levantó la cabeza, y me miró como si nunca me hubiese visto.

—Es que aquí no se pronuncian las haches —fue lo que respondió—. Pero vale, ¿tienes el examen firmado?

Me siguió llamando Anulo. Con el tiempo, al menos, la broma perdió la gracia.

Cuando cumplí los doce años, era oficialmente Culo para todo el colegio. La gente no se planteaba otra posibilidad. Lo escribían así en los trabajos, en las notas, en las diapositivas. No era irónico: hubo un conjunto real de seres humanos que pensaron que yo me llamaba Culo. La naturalidad con la que lo aceptaban era sobrecogedora. Fue entonces cuando descubrí que solo yo podía autodenominarme, y que tenía que encontrar un nombre mío, y el primero que se me ocurrió fue Hana. Hana sonaba a persona interesante. Sonaba a algo fácil de pronunciar en España, así que a partir de ese momento ya nadie me llamaría Culo, ni Haneul, solo Hana.

Dos meses después, mientras la mujer de secretaría llamaba a mi familia, lo escribí en mi mochila a rotulador «H A N A» (...)

—¿A qué estás jugando, Haneul? Mírame. Haneul, mírame. Te han expulsado dos semanas. Primero suspendes matemáticas y luego me llaman porque has… ¿Sabes cuánto cuesta este colegio? ¿Lo sabes? No, no lo sabes, claro que no, y cuando se entere tu padre… Cuando sepa que has pegado a… Haneul. Haneul, ¿me estás escuchando? Haneul. Haneul.

Me llamo Hana. Me llamo Hana. Me llamo Hana. Me llamo Hana.

Los nombres que elegimos dicen mucho sobre quiénes somos, como el desayuno y los zapatos (...)

Mamá nunca entendió que yo necesitase llamarme Hana. Se negó a decirlo durante toda mi vida, porque supongo que creía que estaba renunciando a mí, a mis raíces. Kyung, que me conocía más que ella, me dijo: «no tienes nada que defender». Haneul era un nombre coreano. Yo no era totalmente coreana, y no era que no quisiera serlo, quería quedarme ahí, en ese punto medio, de pertenecer a algo y no pertenecer a ningún sitio. Esa era mi propia pertenencia. Quería tener un nombre que encajase con eso. Tenía los ojos un poco rasgados, pero eran verdes. Son verdes. Los de Kyung también. El pelo negro y liso, y los labios de mamá, demasiado carnosos. Era una mezcla tan extraña para un nombre tan coreano. Papá me dijo un día:

—Fue por la abuela. La madre de mi padre, ella quería que te llamases Haneul, te lo conté, ¿no? Porque ella se llamaba Haneul. Naciste y entonces todavía estaba viva, y te vi y… tenías la misma cara. Estabas muy arrugada. Eras un bebé muy feo, Haneul… —Y se rio, tranquilo. Y bebió de su té—. Ahora llámate como tú quieras.

—No le digas eso —murmuró mamá, en español. Estaba vaciando el lavaplatos—. Ha suspendido matemáticas. Le ha roto la nariz a un niño.

—Y eso está muy mal, Hana. No lo hagas más.

—Pero no la llames así, Ha Min, por Dios, es que…

Yo sonreí. Mi hermano, que estaba bebiendo café junto a la encimera, sonrió conmigo. Tenía diecisiete años entonces y me parecía la persona más alta del mundo, y se daba siempre contra la esquina de la estantería en la que poníamos los vasos.

—Pues yo quiero llamarme Eugenio —dijo. Mamá suspiró fuerte—. ¿Qué pasa? ¿Unos sí y otros no?

—Tú anímala, Kyung. Anímala (…)

Así que volví a clase quince días después y para entonces todos lo habían entendido: me llamaba Hana.

Clara Duarte, Cada seis meses

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