miércoles, 6 de octubre de 2021

¿SUCEDIÓ ASÍ?

 


Después de beber un sorbo de vino para aclararse la garganta, el aedo pulsó las cuerdas, carraspeó y emprendió una nueva tirada de versos (...)

»Gritaron los pretendientes al verlo así abatido y aterrados de susasientos saltaron. Y con una torva mirada les dijo el sagaz Odiseo:

»—¡Ah, perros viles! ¿Creíais que nunca volvería de Troya y por eso devorabais mi hacienda, os acostabais con mis criadas y pretendíais a mi esposa? ¡Pues ya la muerte se cierne sobre vuestras cabezas!» (...)

Tapando las cuerdas con la mano izquierda, el cantor buscó el rostro de su solitaria audiencia allí donde había escuchado su voz la última vez y preguntó:

—¿El poema va bien así, wánax?

—Muy bien, mi joven cantor. Tienes un gran talento. Aunque las cosas no sucedieron exactamente así, me gusta cómo suena el conjunto. ¿Cuántos pretendientes has dicho que había reunidos?

—Ciento dos, mi señor.

—¡Ciento dos! —Odiseo, sentado a horcajadas sobre su silla favorita, palmeó el respaldo, divertido—. ¿Y contra esos ciento dos cuántos luchamos?

—Tú, tu hijo el noble Telémaco, el leal porquerizo Eumeo y el irreprochable boyero Filetio.

A Odiseo, aunque la vista le fallaba para distinguir objetos cercanos y a veces se descubría en alguno de los almacenes del palacio sin saber qué había ido a buscar, aún se le daban bien los números.

—Veinticinco pretendientes para cada uno, y todavía nos habrían sobrado dos. ¡Una batalla digna de culminar un poema épico!

—Así es, señor —respondió el aedo con una sonrisa y un brillo de entusiasmo en sus ojos invidentes.

—Ciento dos —repitió Odiseo para sí, pensativo.

Ocho años habían transcurrido tan sólo y los pretendientes ya se habían multiplicado por cinco. ¿En cuántos los convertirían las generaciones venideras?

Aquel joven aedo quería completar la magna obra que había empezado con los cantos que había aprendido de Demódoco, ciego como él, y que no eran otra cosa que la versificación del relato que en aquella noche hiciera Odiseo ante la corte de los feacios. Para mantener el tono, y ya que ni el joven ni mortal alguno que pisara la tierra conocían lo que de verdad había acontecido en el brumoso Tártaro, ¿qué mejor culmen que una gloriosa matanza de pretendientes?

Había detalles del poema que a Odiseo le gustaban más y otros menos. No le agradaba, por ejemplo, que, al llegar a Ítaca, Atenea lo convirtiera mágicamente en un anciano pordiosero. ¡Siempre los dioses arreglándolo todo! La verdad era que él se había camuflado por sus propios medios con ropa vieja y había deformado sus rasgos, como en otras ocasiones, remetiéndose pulpa de hojas bajo las mejillas y entre las encías y los labios. De ese modo había visitado de incógnito su propio palacio fingiéndose un buhonero, como ya hiciera en el pasado para desenmascarar a Aquiles y llevárselo a la guerra de Troya. Así pudo reconocer el terreno antes de actuar contra los pretendientes —que no eran más de dos docenas— que le tenían invadida la casa y no dejaban de comerse sus cochinillos, sus corderos y sus terneras, de acosar a sus esclavas, de mirar con lujuria a su mujer y de hacerle la vida imposible a su hijo.

Una vez que comprobó que aquellos mozos insolentes eran más pendencieros y fanfarrones que valientes, Odiseo no esperó ni un solo día para actuar. Tras revelar su identidad a su hijo, a Eumeo, a Filetio —en eso acertaba el poema— y a unos cuantos hombres de confianza más, se las arregló para que desde el mediodía se dedicaran a cebar y emborrachar a aquella caterva de parásitos.

Después, por la noche, cuando todos los pretendientes se hallaban dentro del mégaron, pesados y somnolientos por el vino y la pingüe carne, Odiseo se plantó en el umbral ataviado con una coraza de bronce y unas grebas de estaño. A su vera estaban Telémaco, sujetándole el escudo, y Eumeo, encargado de sostenerle el yelmo y la lanza. Detrás de él había más criados con antorchas, de tal modo que la sombra de Odiseo, tal como había planeado, se proyectaba amenazadora y gigantesca en la pared del fondo.

En sus manos empuñaba su arco favorito, el mismo que había olvidado al partir a Troya. Telémaco se lo había traído del almacén a escondidas de Penélope, ignorante todavía de que su esposo había retornado.

—Entonces —preguntó el aedo—, ¿no es verdad que te las ingeniaste para que la discreta Penélope propusiera un certamen en el que quien consiguiera tensar y disparar tu arco se casaría con ella?

—¿Permitir que esos patanes me mancharan el arco con la grasa de sus manazas? ¡Jamás! Lo que sí es verdad es que le disparé una flecha a Antínoo y le atravesé el gaznate de parte a parte. Era el cabecilla de esa patulea y, cuando uno pelea contra un grupo de enemigos más numeroso, lo primero que tiene que hacer siempre es descabezarlo matando al más decidido.

—¿Y cómo es que mientras les advertías de lo que ibas a hacer él fue tan imprudente de seguir bebiendo?

—Es que no les advertí. En la vida he aprendido que lo mejor es actuar primero y amenazar después. Así que maté a ese rufián sin avisar, tal como se merecía.

—¿Y no dijiste nada?

Odiseo pensó un instante. Lo cierto era que le habría gustado pronunciar aquellas palabras. «¡Ah, perros viles! ¡Ya la muerte se cierne sobre vuestras cabezas!». Sonaban realmente rotundas. Pero en su momento no se le habían ocurrido.

—Creo que me limité a decir: «La fiesta ha terminado».

El aedo parecía sorprendido, sus ojos mirando sin ver las vigas enceradas del techo del pórtico bajo el que se encontraban.

—¿Y con eso bastó? ¿Salieron huyendo como conejos asustados?

—Como conejos asustados y muy borrachos —precisó Odiseo.

Aquellos pretendientes estaban acostumbrados a peleas de bravucones, a alardear entre ellos y a amedrentar a criadas y sirvientes, pero carecían de agallas para enfrentarse a un guerrero de verdad, armado de bronce y con la violencia pintada en los ojos. Por eso ver muerto al que parecía más valiente fue más que suficiente para que todos huyeran despavoridos. Los que eran de Ítaca pasaron meses encerrados en sus casas, y a los que procedían de las islas vecinas nadie los volvió a ver por allí.

—Pero me gusta más tu versión, hijo —dijo Odiseo—. Continúa, por favor.

El aedo volvió a pulsar la lira, en tono algo más inseguro. Conforme entonaba los versos, sin embargo, fue cobrando de nuevo confianza en su historia. Así cantó cómo, tras masacrar a los pretendientes, Odiseo y sus fieles se habían vengado a conciencia de la servidumbre que había fraternizado con ellos. A las criadas que les habían entregado sus favores, nada menos que doce, las ahorcaron en el patio; después, eso sí, de obligarlas a limpiar a fondo la sangre, las vísceras y los sesos derramados por el suelo y las paredes del mégaron.

—Siempre he sido un hombre práctico, eso no se puede negar —reconoció Odiseo (...)

—Mi señor —dijo el aedo, interrumpiendo su canto—. ¿Te estás burlando de mí?

—¡Líbrenme los dioses, amigo! Continúa, que me place mucho tu historia (...)

—¿Has llegado al final, hijo? No me lo había parecido.

—No del todo, wánax. Conozco la materia de ese final, pero me falta todavía hilar los hexámetros.

—Aunque no me los cantes, me gustaría saber qué historia te han contado.

—Pero, señor, si es verdad que no mataste a ciento dos pretendientes, sino sólo a uno…

—Imaginemos que fue así, que di muerte a ciento dos jóvenes de estos pagos. —Cavilando sobre ello, Odiseo se rascó la cabeza—. ¿Te imaginas cuántos familiares se habrían plantado en mi palacio para vengar su sangre derramada? ¡Un ejército entero!

—¡Y precisamente eso fue lo que ocurrió, señor! —El joven se quedó callado, confuso—. Bueno, lo que me dijeron que ocurrió.

—Pues sigue, háblame de ese ejército.

—Guiados por Eupites, el padre del insolente Antínoo, cientos de familiares, unos de Ítaca y otros llegados de las islas vecinas, se presentaron armados y con antorchas para tomar venganza y quemar tu palacio.

—Eso suena bien —reconoció Odiseo—. ¿Cómo lo solucioné?

El padre de Antínoo se llamaba en verdad Eupites, un cobarde que, cuando partieron los doce barcos a Troya, enfermó de forma sospechosa por unos cólicos de orina. Era el único al que Odiseo había tenido que compensar por la muerte de su hijo. Había tasado a este en diez bueyes no demasiado cebados, de los que le había descontado nueve como gastos de manutención por el tiempo que Antínoo pasó instalado en su palacio.

Eupites se había llevado el buey que quedaba sin poner la menor objeción.

El aedo, que se había emocionado pensando en el desenlace, elevó el tono de su voz.

—¡Tú pediste amparo a tu protectora, Palas Atenea, y ella te infundió tal fuerza que desde cien pasos arrojaste tu lanza de bronce y acertaste a Eupites en pleno rostro, entre las dos carrilleras del yelmo! Y entonces todos los demás se detuvieron acobardados mientras tú, Telémaco, tu padre Laertes…

—¡Esto sí que es bueno! —aplaudió Odiseo—. ¡Mi pobre padre metido en combate a sus años! Pero continúa (...)

El poeta se quedó pensativo un instante. Después, al parecer inspirado por su propio entusiasmo, volvió a tañer las cuerdas e improvisó unos hexámetros (…)

—¿Y ya está? —preguntó Odiseo al ver que el aedo había apagado el sonido de la lira con la palma de la mano.

—Así es, wánax. Gracias a la diosa Atenea hubo paz para siempre entre aquellas dos partes contrarias y la concordia reinó en Ítaca.

Odiseo se levantó por fin de la silla. Tenía las rodillas anquilosadas, pero consiguió no emitir ningún gruñido.

—Me gusta. Me gusta, sí. Tienes mis bendiciones, hijo. Aunque las cosas no sucedieran del todo así, tus versos las hacen parecer más grandiosas y al mismo tiempo más emocionantes.

—Gracias, señor —respondió el joven con una enorme sonrisa de felicidad.

Javier Negrete, Odisea

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