domingo, 30 de diciembre de 2018

UN EXTRAÑO RELATO DE NAVIDAD



El doctor Bonenfantes forzaba su memoria, murmurando:
-¿Un recuerdo de Navidad?... ¿Un recuerdo de Navidad?... Sí, tengo uno, y por cierto muy extraño. Es una historia fantástica, ¡un milagro! Sí, señoras, un milagro de Nochebuena.
Comprendo que admire oír hablar así a un incrédulo como yo. ¡Y es indudable que presencié un milagro! Lo he visto, lo que se llama verlo, con mis propios ojos.
¿Que si me sorprendió mucho? No; porque sin profesar creencias religiosas, creo que la fe lo puede todo, que la fe levanta las montañas. Pudiera citar muchos ejemplos, y no lo hago para no indignar a la concurrencia, por no disminuir el efecto de mi extraña historia. Confesaré, por lo pronto, que si lo que voy a contarles no fue bastante para convertirme, fue suficiente para emocionarme; procuraré narrar el suceso con la mayor sencillez posible, aparentando la credulidad propia de un campesino.
Entonces era yo médico rural y habitaba en plena Normandía, en un pueblecillo que se llama Rolleville.
Aquel invierno fue terrible. Después de continuas heladas comenzó a nevar a fines de noviembre. Se amontonaban al norte densas nubes, y caían blandamente los copos de nieve tenue y blanca.
En una sola noche se cubrió toda la llanura.
Las masías, aisladas, parecían dormir en sus corralones cuadrados como en un lecho, entre sábanas de ligera y tenaz espuma, y los árboles gigantescos del fondo, también revestidos, parecían cortinajes blancos.
Ningún ruido turbaba la campiña inmóvil. Solamente los cuervos, a bandadas, describían largos festones en el cielo, buscando la subsistencia, sin encontrarla, lanzándose todos a la vez sobre los campos lívidos y picoteando la nieve.
Sólo se oía el roce tenue y vago al caer los copos de nieve.
Nevó continuamente durante ocho días; luego, de pronto, aclaró. La tierra se cubría con una capa blanca de cinco pies de grueso.
Y, durante cerca de un mes, el cielo estuvo, de día, claro como un cristal azul y, por la noche, tan estrellado como si lo cubriera una escarcha luminosa. Helaba de tal modo que la sábana de nieve, compacta y fría, parecía un espejo.
La llanura, los cercados, las hileras de olmos, todo parecía muerto de frío. Ni hombres ni animales asomaban; solamente las chimeneas de las chozas en camisa daban indicios de la vida interior, oculta, con las delgadas columnas de humo que se remontaban en el aire glacial.
De cuando en cuando se oían crujir los árboles, como si el hielo hiciera más quebradizas las ramas, y a veces se desgajan una, cayendo como un brazo cortado a cercén.
Las viviendas campesinas parecían mucho más alejadas unas de otras. Vivíanse malamente; cada uno en su encierro. Sólo yo salía para visitar a mis pacientes más próximos, y expuesto a morir enterrado en la nieve de una hondonada.
Comprendí al punto que un pánico terrible se cernía sobre la comarca. Semejante azote parecía sobrenatural. Algunos creyeron oír de noche silbidos agudos, voces pasajeras. Aquellas voces y aquellos silbidos los daban, sin duda, las aves migratorias que viajaban al anochecer y que huían sin cesar hacia el sur. Pero es imposible que razonen gentes desesperadas. El espanto invadía las conciencias y se aguardaban sucesos extraordinarios.
La fragua de Vatinel hallábase a un extremo del caserío de Epívent, junto a la carretera intransitada y desaparecida. Como carecían de pan, el herrero decidió ir a buscarlo. Se entretuvo algunas horas hablando con los vecinos de las seis casas que formaban el núcleo principal del caserío; recogió el pan, varias noticias, algo del temor esparcido por la comarca, y se puso en camino antes de que anocheciera.
De pronto, bordeando un seto, creyó ver un huevo sobre la nieve, un huevo muy blanco; se inclinó para cerciorarse; no cabía duda; era un huevo. ¿Cómo se hallaba en tan apartado lugar? ¿Qué gallina salió de su corral para ponerlo allí? El herrero, absorto, no se lo explicaba, pero cogió el huevo para llevárselo a su mujer.
-Toma este huevo que encontré en el camino.
La mujer bajó la cabeza, recelosa:
-¿Un huevo en el camino con el tiempo que hace? ¿No te has emborrachado?
-No, mujer, no; te aseguro que no he bebido. Y el huevo estaba junto a un seto, caliente aún. Ahí lo tienes; me lo metí en el pecho para que no se enfriase. Cómetelo esta noche.
Lo echaron en la cazuela donde se hacía la sopa, y el herrero comenzó a referir lo que se decía en la comarca.
La mujer escuchaba, palideciendo.
-Es cierto; yo también oí silbidos la pasada noche, y entraban por la chimenea.
Se sentaron y tomaron la sopa; luego, mientras el marido untaba un pedazo de pan con manteca, la mujer cogió el huevo, examinándolo con desconfianza.
-¿Y si tuviese algún maleficio?
-¿Qué maleficio puede tener?
-¡Toma! ¡Si yo supiera!
-¡Vaya! Cómetelo y no digas bestialidades.
La mujer abrió el huevo; era como todos, y se dispuso a tomárselo con prevención, cogiéndolo, dejándolo, volviendo a cogerlo. El hombre decía:
-¿Qué haces? ¿No te gusta? ¿No es bueno?
Ella, sin responder, acabó de tragárselo. Y de pronto fijó en su marido los ojos, feroces, inquietos, levantó los brazos y, convulsa de pies a cabeza, cayó al suelo, retorciéndose, dando gritos horribles.
Toda la noche tuvo convulsiones violentas y un temblor espantoso la sacudía, la transformaba. El herrero, falto de fuerza para contenerla, tuvo que atarla.
Y la mujer, sin reposo, vociferaba:
-¡Se me ha metido en el cuerpo! ¡Se me ha metido en el cuerpo!
Por la mañana me avisaron. Apliqué todos los calmantes conocidos; ninguno me dio resultado. Estaba loca.
Y, con una increíble rapidez, a pesar del obstáculo que ofrecían a las comunicaciones las altas nieves heladas, la noticia corrió de finca en finca: 'La mujer de la fragua tiene los diablos en el cuerpo.'
Acudían los curiosos de todas partes; pero sin atreverse a entrar en la casa, oían desde fuera los horribles gritos, lanzados por una voz tan potente que no parecían propios de un ser humano.
Advirtieron al cura. Era un viejo incauto. Acudió con sobrepelliz, como si se tratara de auxiliar a un moribundo, y pronunció las fórmulas del exorcismo, extendiendo las manos, rociando con el hisopo a la mujer, que se retorcía soltando espumarajos, mal sujeta por cuatro mocetones.
Los diablos no quisieron salir.
Y llegaba la Nochebuena, sin mejorar el tiempo.
La víspera, por la mañana, el cura fue a visitarme:
-Deseo -me dijo- que asista la infeliz a la misa de gallo. Tal vez Nuestro Señor Jesucristo la salve, a la hora en que nació de una mujer.
-Me parece bien, señor cura. Es posible que se impresione con la ceremonia, muy a propósito para conmover, y que sin otra medicina pueda salvarse.
-Usted es un incrédulo, doctor, y, sin embargo, confío mucho en su ayuda. ¿Quiere usted encargarse de que la lleven a la iglesia?
Prometí hacer para servirle cuanto estuviese a mi alcance.
De noche comenzó a repicar la campana, lanzando sus quejumbrosas vibraciones a través de la sombría llanura, sobre la superficie tersa y blanca de la nieve.
Bultos negros llegaban agrupados lentamente, sumisos a la voz de bronce del campanario. La luna llena iluminaba con su tibia claridad todo el horizonte, haciendo más notoria la pálida desolación de los campos.
Fui a la fragua con cuatro mocetones robustos.
La endemoniada seguía rugiendo y aullando, sujeta con sogas a la cama. La vistieron, venciendo con dificultad su resistencia, y la llevaron.
A pesar de hallarse ya la iglesia llena de gente y encendidas todas las luces, hacía frío; los cantores aturdían con sus voces monótonas; roncaba el serpentón; la campanilla del monaguillo advertía con su agudo tintineo a los devotos los cambios de postura.
Detuve a la mujer y a sus cuatro portadores en la cocina de la casa parroquial, aguardando el instante oportuno. Juzgué que éste sería el que sigue a la comunión.
Todos los campesinos, hombres y mujeres, habían comulgado pidiendo a Dios que los perdonase. Un silencio profundo invadía la iglesia, mientras el cura terminaba el misterio divino.
Obedeciéndome, los cuatro mozos abrieron la puerta y se acercaron a la endemoniada.
Cuando ella vio a los fieles de rodillas, las luces y el tabernáculo resplandeciente, hizo esfuerzos tan vigorosos para soltarse que a duras penas conseguimos retenerla; sus agudos clamores trocaron de pronto en dolorosa inquietud la tranquilidad y el recogimiento de la muchedumbre; algunos huyeron.
Crispada, retorcida, con las facciones descompuestas y los ojos encendidos, apenas parecía una mujer.
La llevaron a las gradas del presbiterio, sosteniéndola fuertemente, agazapada.
Cuando el cura la vio allí, sujeta, se acercó cogiendo la custodia, entre cuyas irradiaciones de oro aparecía una hostia blanca, y alzando por encima de su cabeza la sagrada forma, la presentó con toda solemnidad a la vista de la endemoniada.
La mujer seguía vociferando y aullando, con los ojos fijos en aquel objeto brillante; y el cura estaba inquieto, inmóvil, hasta el punto de parecer una estatua.
La mujer mostrábase temerosa, fascinada, contemplando fijamente la custodia; presa de terribles angustias, vociferaba todavía; pero sus voces eran menos desgarradoras.
Aquello duró bastante.
Hubiérase dicho que su voluntad era impotente para separar la vista de la hostia; gemía, sollozaba; su cuerpo, abatido, perdía la rigidez, recobraba su blandura.
La muchedumbre se había prosternado con la frente en el suelo; y la endemoniada, parpadeando, como si no pudiera resistir la presencia de Dios ni sustraerse a contemplarlo, callaba. Luego advertí que se habían cerrado sus ojos definitivamente.
Dormía el sueño del sonámbulo, hipnotizada..., ¡no, no!, vencida por la contemplación de las fulgurantes irradiaciones de la custodia de oro; humillada por Cristo Nuestro Señor triunfante.
Se la llevaron, inerte, y el cura volvió al altar.
La muchedumbre, desconcertada, entonó un tedeum.
Y la mujer del herrero durmió cuarenta y ocho horas seguidas. Al despertar, no conservaba ni la más insignificante memoria de la posesión ni del exorcismo.
Ahí tienen, señoras, el milagro que yo presencié.
Hubo un corto silencio y, luego, añadió:
No pude negarme a dar mi testimonio por escrito.

Guy de Maupassant

viernes, 28 de diciembre de 2018

TRES ILUSIONES ¡DE CINE!


                El Museo ABC nos presenta tres historias cuya narrativa ha mutado a través de diferentes artes. La muerte en Venecia, Los girasoles ciegos y Seda nacieron como libros, pasaron al cine y evolucionaron hasta esta exposición. Sus historias se visten una y otra vez para crear la ilusión de que habitamos otro tiempo, otro lugar. Pero, ¿podemos asegurar que se trata de un engaño? Si fuera un espejismo la obsesión del protagonista ideado por Thomas Mann, el dolor de los derrotados descrito por Alberto Méndez o la pasión de Hervé Joncour —el personaje principal de Seda—, ¿por qué, al conocerlos, algo nos punza el corazón? ¿Acaso la inquietud que nos habita al adentrarnos en estas historias no es cierta? Hay un espacio profundo donde el arte nos encuentra.

Muerte en Venecia, Seda y Los Girasoles Ciegos son relatos que forman parte de nuestra cultura popular. Nacieron como novelas y se convirtieron en referencias de la literatura contemporánea, directores europeos de renombre adaptaron sus guiones al cine, y, ahora, de la mano de grandes ilustradores actuales vuelven a ser editados en papel por Edelvives.

Los Girasoles Ciegos (escrita por Alberto Méndez y dirigida por J. L. Cuerda) se edita con ilustraciones de Gianluigi Toccafondo. Fotocopias de fotografías y pintura se reúnen en un collage de una apabullante fuerza expresiva, donde reina un clima tan apesadumbrado como ensordecedor.

Este libro es el regreso a las historias reales de la posguerra que contaron en voz baja narradores que no querían contar cuentos sino hablar de sus amigos, de sus familiares desaparecidos, de ausencias irreparables. Son historias de los tiempos del silencio, cuando daba miedo que alguien supiera que sabías. Cuatro historias, sutilmente engarzadas entre sí, contadas desde el mismo lenguaje pero con los estilos propios de narradores distintos que van perfilando la verdadera protagonista de esta narración: la derrota.

Un capitán del ejército de Franco que, el mismo día de la Victoria, renuncia a ganar la guerra; un niño poeta que huye asustado con su compañera niña embarazada y vive una historia vertiginosa de madurez y muerte en el breve plazo de unos meses; un preso en la cárcel de Porlier que se niega a vivir en la impostura para que el verdugo pueda ser calificado de verdugo; por último, un diácono rijoso que enmascara su lascivia tras el fascismo apostólico que reclama la sangre purificadora del vencido.

Todo lo que se narra en este libro es verdad, pero nada de lo que se cuenta es cierto, porque la certidumbre necesita aquiescencia y la aquiescencia necesita la estadística. Fueron tantos los horrores que, al final, todos los miedos, todos los sufrimientos, todos los dramas, sólo tienen en común una cosa: los muertos. Pero los muertos de nuestra posguerra ya están resueltos en cifras oficiales, aunque ya es hora de que empecemos a recordar que sabemos.

PREMIO NACIONAL DE LITERATURA 2005
PREMIO DE LA CRÍTICA 2005




La obra Seda (escrita por Alessandro Baricco y llevada al cine por François Girard) vuelve al papel con ilustraciones de Rébecca Dautremer, a través de escenarios que rozan lo onírico y que nos invitan a indagar en el ánimo de sus personajes.

Ésta no es una novela. Ni siquiera es un cuento. Ésta es una historia. Empieza con hombre que atraviesa el mundo, y acaba con un lago que permanece inmóvil, en una jornada de viento. El hombre se llama Hervé Joncour. El lago, no se sabe. Se podría decir que es una historia de amor. Pero si solamente fuera eso, no habría valido la pena contarla. En ella están entremezclados deseos, y dolores, que se sabe muy bien lo que son, pero que no tienen un nombre exacto que los designe. Y, en todo caso, es nombre no es amor. (Esto es algo muy antiguo. Cuando no se tiene un nombre para decir las cosas, entonces se utilizan historias. Así funciona. Desde hace siglos).

Todas las historias tienen una música propia. Ésta es una música blanca- Es importante decirlo porque la música blanca es una música extraña, a veces te desconcierta: se ejecuta suavemente y se baila lentamente. Cuando la ejecutan bien como oír el silencio y a los que la bailan estupendamente se les mira y parecen inmóviles. La música blanca es algo rematadamente difícil.


La Muerte en Venecia (escrita por Thomas Mann y dirigida por Luchino Visconti) es ahora ilustrada por el artista Ángel Mateo Charris. Con un singular estilo en el que tienen cita pintores clásicos y contemporáneos, brinda una importancia especial al ambiente y la atmósfera en la que se desarrolla esta historia.

Gustav von Aschenbach, un reconocido escritor alemán, decide visitar Venecia para pasar allí los meses de verano. Coincide en el hotel con una familia polaca y descubre el ideal de belleza en el joven hijo de la familia, Tadzio. Aschenbach observa cada vez más al chico y cae en una especie de enamoramiento que le sirve para reflexionar sobre temas como la verdad y la belleza. A medida que crece la fascinación por el joven, sobre Venecia se cierne una epidemia de cólera.

PREMIO NOBEL LITERATURA 1929

jueves, 27 de diciembre de 2018

CONFESIÓN



Han pasado siete largos años desde la primera noche en que él me visitó en mi dormitorio, siete largos años desde que tuvo lugar la cadena de inquietantes, inolvidables y peligrosos eventos; eventos que, estoy segura, nadie más creerá, aunque nos cuidamos de anotarlos de forma escrupulosa. Son aquellas transcripciones de nuestros diarios —el mío y el de otros— las que miro de vez en cuando para recordarme que todo sucedió de verdad y que no fue tan solo un sueño.
En ocasiones, cuando atisbo niebla blanca levantándose en el jardín, cuando una sombra cruza una pared en la noche o cuando veo motas de polvo arremolinándose en un rayo de luna, me sorprendo sobresaltándome presa de la expectación y de la inquietud. Jonathan me aprieta la mano y me mira en silencio con expresión tranquilizadora, como si quisiera hacerme saber que lo comprende, que estamos a salvo. Pero cuando vuelve junto a la chimenea para reanudar su lectura, mi corazón continúa martilleando dentro de mi pecho y me invade no solo la aprensión de que Jonathan sepa lo que siento, sino otra sensación… el anhelo.
Sí, el anhelo.
El registro que llevaba —el diario que escribí en taquigrafía con tanto esmero y luego mecanografié para que pudieran leerlo los demás— no revelaba toda la verdad; no mi verdad. Algunos pensamientos y experiencias son demasiado íntimos para que otros los conozcan, y algunos deseos demasiado escandalosos para admitirlos, ni siquiera ante mí misma. Si se lo revelase todo a Jonathan sé que lo perdería para siempre, del mismo modo que perdería la buena opinión que la sociedad tiene de mí.
Sé lo que mi marido desea, lo que desean todos los hombres. Para que una mujer, soltera o casada, sea amada y respetada, debe ser inocente: pura de mente, cuerpo y alma. Yo lo fui una vez, hasta que él entró en mi vida. A veces le temía. Otras le deseaba. Y, en ocasiones, le despreciaba. Y sin embargo, aun sabiendo lo que era y lo que anhelaba, no podía evitar amarle.
Jamás olvidaré la magia de su abrazo, el irresistible magnetismo de sus ojos cuando me miraba o cómo era girar en la pista de baile entre sus brazos. Me estremezco de gozo cuando recuerdo la embriagadora sensación de viajar con él a la velocidad de la luz y el modo en que me hacía jadear con inimaginable placer y deseo con solo rozarme. Pero lo más asombroso fueron las interminables horas que pasamos conversando, esos momentos robados en los que desnudamos mutuamente nuestro ser más íntimo y descubrimos todo cuanto teníamos en común.
Le amaba. Le amaba apasionada y profundamente, desde lo más recóndito de mi alma y con cada latido de mi corazón. Hubo un tiempo en el que podría haber renunciado, sin pensarlo dos veces, a esta vida humana para estar a su lado para siempre.
Y sin embargo…
La verdad de lo que sucedió ha pesado sobre mi conciencia durante todos estos años privándome del placer de las cosas cotidianas, despojándome del apetito y negándome el sueño. No puedo seguir cargando con la culpa que me consume. He de plasmarlo todo en papel, que nunca habrán de ver otros ojos, pero estoy segura de que solo escribiéndolo seré al fin libre para olvidar.

James Syrie, Drácula, mi Amor: el Diario Secreto de Mina Harker

miércoles, 26 de diciembre de 2018

NICOLÁS SAN NORTE Y LA BATALLA CONTRA EL REY DE LAS PESADILLAS



             Enviado por Luis

Este libro de William Edward Joyce y magníficamente ilustrado por Laura Geringer Gross es el primero de la serie Los Guardianes de la Infancia.

Aquí conocemos la historia de un pueblecito muy peculiar, Santoff Claussen. En él vive Ombric, un poderoso mago, erudito y bondadoso. Cuando Sombra, el rey de las pesadillas, despierta de su letargo las protecciones mágicas de la aldea comienzan a fallar y con ellas la seguridad de sus habitantes peligra.

Sombra y sus secuaces, los oscuros temores, penetrarán en la mente de los niños de Santoff Claussen poblando la noche de aterradores sueños. Ante la amenaza, Ombric pedirá ayuda al Zar Lunar, habitante del pálido satélite y eterno enemigo de Sombra.

Nicolás San Norte es el bandido más intrépido de todos los tiempos. Es listo, egoísta y sólo se preocupa por su propio bienestar. Sin embargo, cuando el Zar Lunar lo escoge y le guía hasta Ombric para que le ayude a combatir a Sombra, es porque ve algo en su corazón que ni siquiera Nicolás conoce.

El ladrón se embarcará en una experiencia mágica que cambiará su vida, sus sueños y su forma de pensar. Al lado de Ombric y de la pequeña y valiente Katherine, Nicolás comprenderá el valor de la amistad y el cariño, mientras combaten juntos el mal.

martes, 25 de diciembre de 2018

NAVIDAD EN EL MAR


Las velas se habían congelado y herían a la mano desnuda que las rozaba,
la cubierta era una capa de hielo en la que un hombre de mar apenas podía sostenerse;
el viento soplaba por el nornoroeste, desde el mar bruñido de borrasca,
y sólo los acantilados y los borbollones nos resguardaban a sotavento.

Antes de que rompiera el alba, se escuchó el bramido de las olas,
mas fue sólo con la irrupción de la luz que descubrimos la gravedad de nuestra situación.
Al instante, en un alarido, enclavamos nuestras manos en cubierta,
sujetamos la cofa y nos mantuvimos alertas para dirigir el navío.

Todo el día viramos y viramos entre el Cabo Sur y el Cabo Norte,
todo el día tiramos de las velas congeladas, sin resultado.
Todo el día, frío como la caridad, con gran dolor y con temor,
a fin de asirnos a la vida, por instinto, viramos de un Cabo a otro.

Intentamos eludir el derrotero del Cabo Sur, pues hacia allá la marea se avenía más calma,
pero cada golpe de timón más nos acercaba al Cabo Norte.
Así, pues, vimos el acantilado y las casas, y a las imponentes olas elevarse hasta las nubes,
y al guardacostas en su jardín, siguiéndonos con su catalejo.

La escarcha cubría los techos de la villa, blanca como la espuma del mar,
y el fuego, rojo y reconfortante, ardía luminoso en cada hogar a lo largo de la costa;
las ventanas titilaban con claridad, las exhalaciones de las chimeneas no cesaban,
y juro que percibimos el aroma de las viandas, conforme el navío cambiaba de curso.

Con regocijo sonaron las campanas de la iglesia, hasta el estremecimiento...
pues es justo que les diga que, de todos los días del año,
aquel día de nuestra desventura no fue sino la sagrada mañana de Navidad,
y aquella casa apenas más allá del hogar del guardacostas, el hogar en el que yo nací.

Bien atendí la calidez de la habitación, y la calidez de los rostros que me recibían:
los plateados anteojos de mi madre, el plateado cabello de mi padre;
y atendí también al fogón y sus brasas, un revoloteo de espíritus hogareños
que danzaba hacia la valija china, que descansaba solemnemente en la repisa.

Y bien supe de qué hablaban: no hablaban sino de mí,
de la sombra en el hogar y del hijo que se hizo a la mar,
y del inquieto rapaz, el perfecto idiota que debí parecerles, por innúmeras razones,
al estar allí, estrujado por mis ropas congeladas en el sagrado día de Navidad.

El faro se encendió, la oscuridad comenzó a instalarse en la costa.
“¡Todas las manos, a aligerar las gavias!”. Escuché el llamado del capitán.
“¡Por Dios, el navío no lo soportará!”, replicó Jackson, nuestro primer oficial.
“No hay alternativa. O salimos a flote o nos hundimos, oficial Jackson”, el capitán replicó.

En un vaivén, el navío se tambaleó... pero las velas eran nuevas, y eran las mejores...
y el navío se orientó a barlovento, como si nos hubiera comprendido;
y conforme la invernal jornada llegaba a su fin, a las puertas de la noche,
despejamos la agreste lengua de tierra, y una luz nos arropó.

Y cuando la proa apuntaba, nuevamente, hacia el próvido sendero del mar,
toda la tripulación dejó escapar un lánguido suspiro de alivio. Todos menos yo.
Pues lo único en lo que podía pensar, bajo el frío y la oscuridad,
era que, una vez más, me alejaba de mi hogar... y que mis padres... que mis padres envejecían.

Robert Louis Stevenson

lunes, 24 de diciembre de 2018

NOCHEBUENA ARISTOCRÁTICA



Después de la misa del Gallo celebrada en el oratorio y oída con más recogimiento que una comedia de teatro antiguo en lunes clásico, los invitados de la marquesa de San Severino pasaron al comedor.
La fiesta era de pura intimidad; la marquesa había limitado la invitación a las personas más allegadas de su familia y a unos pocos amigos predilectos.
Entre todos no pasaban de quince.
—La Nochebuena es una fiesta de familia. Todo el año vive uno de esperanzas, abierto el corazón al primero que llega; hoy quiero recogerme en los recuerdos: sé que todos ustedes me acompañan esta noche porque me quieren de verdad, y yo a su lado me encuentro muy dichosa.
Los invitados asintieron graciosamente al cumplido.
—¡Ya lo creo! ¿Dónde mejor podía pasarse la señalada noche?
—Así, así, pocos y buenos.
—¡Il faut serrer les rangs, querida marquesa!
—¡Home, sweet home!
                Y, rebosantes de expansiva satisfacción, dispusiéronse a celebrar con alegría la Noche que, según el poeta, «Envidia dar pudiera / al más luciente día».
Pero, a pesar de tan propicia disposición, lo cierto es que todos parecían tristes y preocupados, como si estuvieran con el alma en donde quisieran estar en cuerpo y alma.
El saque de la conversación correspondió, como siempre, al insigne Manolo Borines; pero perdió el tanto de salida, sin peloteo. Secundó con más fuerza, apuntando una historia escandalosa y tampoco le atendió nadie. Desalentado, desistió de su empeño y llamó a los criados para que le sirvieran por segunda vez de un exquisito turbot con salsa dieppoise.
La conversación desmayaba y caía a cada paso, mal sostenida por lugares comunes y frases de ocasión, sin espontaneidad y sin gracia. La risa no era franca ni sonora; parecían desgarraduras dolorosas y terminaban en un ¡ay! como aliviador suspiro. No había duda; neblina de tristeza nublaba el ambiente. Era como una obligación aparentar regocijo y nadie reflejaba siquiera cortés agrado. ¡Pobre marquesa! ¡Ella, que, según frase de revisteros, poseía como nadie el don encantador de que las horas parecieran minutos en su casa! Bien asegura la superstición vulgar que la noche del nacimiento del Hijo de Dios nada pueden maleficios y encantos. Porque no se hallaban encantados, ciertamente, los invitados de la marquesa. Ella, con su bondad confiada, había creído que pasarían una noche agradable a su lado, y ellos, por no desairarla estaban allí, forzados por los deberes sociales, estaban allí… y con el pensamiento muy lejos. Con quien y sin quien, porque cada uno, por su voluntad, por su gusto, habría pasado la Nochebuena en otra parte, donde le llamaban o el amor o el capricho, o la diversión, la virtud o el vicio, un móvil cualquiera, pero más atractivo, más fuerte que la cortesía social, y así pensaba cada uno, el marqués de San Severino, el dueño de la casa, esposo tranquilo de la bondadosa marquesa, el primero:
—¡Qué ocurrencia la de mi mujer! ¡Me aburren estas fiestas de familia! Tener que estar aquí toda la noche, sentado entre mi tía, la venerable condesa de Encinar del Valle, y Josefina Montero, prima carnal, es decir, prima ósea de mi mujer. ¡Porque cuidado si está delgada! En cambio, mi tía… ¡Para cuándo son los empréstitos! ¡Qué aburrimiento! Mi tía sólo habla de comer y de beber, y la primita… de arder. La una dice que el escaparate de Lhardy está hermoso estos días; la otra dice que Paul Bourget se amanera, que prefiere a Paul Hervieu. ¡Me vuelven loco! A estas horas estarán cenando en casa de la Chipilina. ¡Allí sí que se divertirán! ¡Si esta gente tuviera la feliz ocurrencia de marcharse temprano!
Así monologaba el dueño de la casa, el ilustre marqués de San Severino, y la primita espiritual, a su vez, pensaba:
—¡Qué idea la de mi prima! ¡Noche más aburrida! Mi primo es un bárbaro, no se le puede hablar de nada. A estas horas estará Federico en casa de los Vivares. Allí sí que me hubiese ido yo de muy buena gana… ¡Pero la familia!… ¡Si Pilar hubiera sabido que yo no venía a su casa por ir a casa de los Vivares!
La marquesa de Encinar del Valle, grosse gourmande, opinaba como el sacerdote de la Bella Helena que en la mesa de sus sobrinos había trop de fleurs y, en cambio, el menú dejaba mucho que desear. Muy artístico el espejo con marco de orquídeas, violetas y lilas blancas, muy caprichosa la góndola de porcelana de Sevres, y los pastorcitos de Watteau mirándose en el espejo como en un lago amoroso del país azul de citerea, pero los filets de volaille eran abominables.
La verdad, hubiera sido mejor ir al réveillon de Mistress Bryan. Allí sí se comía.
La condesita de Robledal, figura elegantísima, de una raza soñada, exótica en todas partes como una quimera de artista, pensaba… en lo imposible; en una cita misteriosa con un ser ideal, en poesía sin palabras y en música sin sonidos, como los amores que ella soñaba, sin caricias, sin besos, aroma purísimo de flores inaccesibles. ¡Triste condesita! ¡Cuántos tropezones había dado por ir mirando arriba! Aquella noche misma en que con qué poco hubiera forjado un ideal, como una niña que con un pedazo de trapo forma un muñeco y en él pone ternuras de madre. El trapo con que había formado su último muñeco dormiría a la hora aquella o quizás estaría de cena con sus compañeros, en el cuarto de oficiales de un cuartel de húsares, pero de húsares de Pavía, con uniforme de color de cielo…, y allí, allí estaba fijo el pensamiento de la marquesita soñadora mientras cenaba desentendida de cuanto la rodeaba.
A su lado, Manolo Borines, con la cara congestionada y la expresión de vaguedad idiota del predestinado al reblandecimiento, pensaba, como el marqués en la Chipilina, en la juerga que habría en aquella casa y lo gustoso que se hallaría en ella. ¡Digo! ¡Qué mujeres! ¡La francesa había prometido bailarles un quadrille con el grand eccart; seis mil francos se había gastado en dessous para la circunstancia! ¡Y perder aquello por cumplir con la marquesa! De reojo miraba al marqués, como si quisiera decirle: si esto concluyera pronto, podríamos hacer una escapada; el marqués lo comprendía y miraba el reloj impaciente.
Paco Noguera, literato de salón protegido de los marqueses, que le costeaban las ediciones de sus poesías, pensaba con tristeza en sus hermanas, dos pobres muchachas que sufrían en casa mil privaciones, mientras él brillaba en fiestas y en veladas aristocráticas. Dos tristes vidas sacrificadas para que él luciera; ellas planchaban con mil afanes las camisolas limpísimas del hermano; ellas vestían unas faldillas pardas y no podían salir a la calle bien abrigadas para que él vistiera un frac bien cortado y se abrigara con gabán de pieles, y el poeta, brillante luz sostenida por el pábilo consumido de dos existencias sacrificadas, pensaba en ellas con remordimiento, pensaba en la cena miserable de sus pobres hermanas.
Lola Montero pensaba en que Isidoro Torres cenaría en casa de la condesa de Fondelvalle, y en que la condesa quería casarle a toda costa con su hija…, y en que ella debía estar allí o Isidoro en casa de los de San Severino, y los nervios desbocados no la dejaban sosegar ni atravesar bocado… Y así todos, con el pensamiento lejos y el alma donde quisieran haber estado en cuerpo y alma.
Y la dueña de la casa, tan satisfecha de ver reunidas a su alrededor a las personas de su cariño. Sólo dos le faltaban: su hermana, la marquesa del Robledal, venerable señora, consagrada por entero a la devoción, una santa, una verdadera santa, y otra… de quien no quería acordarse, su cuñadito, el condesito de Santa Elena…, de quien más valía no hablar… Pasaría la Nochebuena rodeado de toreros y perdidos en algún colmado, ése estaba fuera de la sociedad… y de todo.
La marquesa, en su bondad placentera, no podía pensar que las dos personas que faltaban a su mesa aquella noche eran las dos únicas personas felices. Una por sublime virtud, otra por los vicios más abyectos, eran las únicas que rompían la monotonía vulgar de la vida, las únicas que dejaban sobresalir su propia vida sobre la vida impuesta por los demás, sacrificada a las conveniencias sociales.

Jacinto Benavente
PREMIO NOBEL DE LITERATURA 1922

viernes, 21 de diciembre de 2018

BELLAS DURMIENTES

Enviado por Jaime

En esta colaboración entre padre e hijo, Stephen King y Owen King nos ofrecen la historia más arriesgada de cuantas han contado hasta ahora: ¿qué pasaría si las mujeres abandonaran este mundo?

En un futuro tan real y cercano que podría ser hoy, cuando las mujeres se duermen, brota de su cuerpo una especie de capullo que las aísla del exterior (el llamado virus Aurora, por la protagonista de La Bella Durmiente). Si las despiertan, las molestan o tocan el capullo que las envuelve, reaccionan con una violencia extrema. Y durante el sueño se evaden a otro mundo. Los hombres, por su parte, quedan abandonados a sus instintos primarios: disturbios, conflictos de diverso tipo que nos conducen al fin del mundo…

La misteriosa Evie Black, encarcelada por un asesinato, sin embargo, es inmune a esta bendición o castigo del trastorno del sueño. ¿Se trata de una anomalía médica que hay que estudiar? O ¿es un demonio al que hay que liquidar?

Una fábula del siglo XXI que nos presenta una distopía, en la que se critican usos y costumbres machistas, sobre la posibilidad de un mundo exclusivamente femenino más pacífico y más justo que resulta especialmente relevante hoy en día.

La novela parte de una idea del hijo, Owen, pero sigue el esquema básico de las novelas de Stephen King. En esta novela coral, destacan sobre todo dos personajes, un hombre y una mujer: Clinton Norcross, el psiquiatra de la prisión, que ve como su esposa toma cafeína en un vano intento de mantenerse despierta, y Evie Black, la joven que está en prisión y considera justa la respuesta de las mujeres hacia aquellos que las despiertan. El ritmo va in crescendo, atrapándonos.

miércoles, 19 de diciembre de 2018

BARRO DE MEDELLÍN


            Enviado por Juan


Para Camilo y Andrés, los días transcurren vagabundeando por las calles de su barrio en Medellín, el mejor lugar del mundo. Camilo tiene claro que, cuando sean mayores, dirigirán una banda de ladrones. Pero Andrés no quiere ser ladrón, como su padre y su abuelo. Eso sí, siempre estarán juntos.

La vida de Camilo no es nada fácil. Vive en un barrio pobre. Tiene un padre alcohólico que le trae muchos problemas (le manda comprar alcohol sin darle dinero; si no lo consigue, le dará una paliza) y una madre trabajadora y abnegada que a duras penas logra obtener lo necesario para el sustento de Camilo y su hermano pequeño.

Camilo tuvo que robar los ladrillos para construir la
casa en la que viven, los robó de la Biblioteca, cuando la comenzaban a edificar, y, para que no los pillen, su padre le ordena a Camilo que le de barro a la casa cada vez que llueve.

Un día entran en la Biblioteca, y Camilo roba un libro para después cambiárselo a Rafael por aguardiente. Al día siguiente, repite la misma operación. Al tercer día, a la salida, Mar, la bibliotecaria, se lo cambia por otro libro. Cuando Camilo se dirigía a la taberna para continuar con sus trapicheos, decide no cambiar el libro por aguardiente, que prefería dormir en la calle que volver hacerlo y convertirse en un ladrón. Busca un refugio para en la taberna poder pasar la noche, y allí empieza a leer el libro de la Biblioteca.

Alfredo Gómez Cerdá  nos muestra cómo la cultura puede cambiar la vida de una persona. El libro está escrito de una forma muy sencilla, fácil de comprender

PREMIO DE LITERATURA INFANTIL ALA DELTA 2008
PREMIO NACIONAL DE LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL 2009

martes, 18 de diciembre de 2018

EN UNA HELADA NOCHE INVERNAL



Fuera reinaba una helada noche de invierno. Del cielo descendían copos de nieve, grandes como porciones de helado de cinco marcos. El hielo exhalaba sobre la ventana flores gélidas. Dentro caía un fulgurante resplandor lunar, pero no llevaba calor. Hacía rato ya que en la estufa se había apagado hasta el último trozo de carbón. Todo era frío, oscuridad y silencio. El reloj medía el paso del tiempo con golpes profundos y sonoros. En la camita, el niño estaba inmensamente triste. Su madre, por una razón desconocida, todavía no había vuelto del trabajo. Su padre hacía tiempo que se había ido de casa, poco a poco se convertía en un recuerdo vago, cada vez más descolorido. El niño tenía hambre. Se encogió en un rincón de la cama. Chillaba en voz baja como un conejo.
De pronto se oyeron en la cocina unos pasos prudentes y desconocidos. Por la puerta entreabierta, el niño vio que un extraño se alumbraba con una pequeña linterna. Ahora la figura se introducía silenciosamente en la habitación. Era un viejo ratero con una gorra de visera aplastada. Llevaba el rostro tapado con un antifaz negro de bandido. Con vivacidad lanzaba miradas a su alrededor. En la cintura se le balanceaba un racimo de ganzúas. En silencio ató la sábana con todo lo que le cabía en ella. A continuación volvió a desaparecer. Hay que reconocer que no se trataba de una persona particularmente mala. Se había lanzado a la profesión de ladrón sólo por el hecho de no tener éxito en otras actividades. Además, tartamudeaba un poquito. ¡Imperceptiblemente! A veces, algunos se burlaban de él por este motivo. Al ver al niño en la camita se dio un susto tremendo. De miedo le empezaron a castañetear los dientes y a temblar las rodillas. ¡Ser ladrón era un trabajo difícil!
En cambio, el niño empezó a reír de felicidad. Se puso de pie en la cama, y tendió las manos confiadamente hacia el visitante. ¡Estaba contento de tener por fin compañía! También, finalmente, el ladrón al verse en ese trance se puso a reír. Se dice que la risa es a veces contagiosa. De pronto el ladrón vio en los ojos del niño lágrimas secas.
—¡Vaya! ¡Vaya! —dijo en tono de reproche—. Alguien estaba llorando, aquí.
—¡Mi mamá no ha vuelto hoy de trabajar! —sollozaba el niño.
—Vendrá dentro de un rato. ¡Seguro! —dijo el ladrón con voz firme—. Simplemente, sólo se ha retrasado un poco. ¡Ya verás!
—¿Es que conoces a mi mamá? —se sorprendió el niño.
—¡Claro que sí! —mintió el ladrón, atrevido. Ni siquiera se ruborizó—. Es una vieja amiga mía.
El reloj volvió a dar la hora. El ratero dio un respingo.
—¡Bueno, pero ahora, de verdad, tengo que irme! —explicó con una sonrisa de disculpa.
—¡Por favor! Dile a mi mamá que venga cuanto antes a darme un beso de buenas noches —imploraba el niño.
—¡Cómo no! Se lo diré —prometió el ladrón con una voz extrañamente silenciosa. Se dio la vuelta para marcharse. Titubeó un poco, él mismo no sabía en realidad por qué.
El niño volvió a llorar silenciosamente a lágrima viva. Tenía mucho miedo de quedarse de nuevo solo en la habitación.
—¡Por favor! —llamaba al ladrón—. ¿No podrías, mientras tanto, darme el besito en vez de mi mamá?
El viejo ratero, con paso extraordinariamente lento, volvió de la entrada.
—¡Podría! —dijo con voz estrangulada.
¡Algo así no le había sucedido jamás en su larga carrera de ladrón! Se quitó el antifaz de bandido. Besó al niño en la frente lo más tiernamente que supo. También le acarició los cabellos con su ligera mano de ladrón. El niño se puso a reír de felicidad.
—¡Ja, ja, ja! —le acompañó el viejo ladrón. De pronto se le escapó inesperadamente—: ¡Aleluya! —El ladrón se quedó muy sorprendido. Nada semejante había pensado antes.
Algunas palabras surgen solas en la boca, sin que podamos influir sobre ellas en modo alguno. A veces, estas palabras inesperadas son incluso mucho mejores que las ideas cuidadosamente preparadas de antemano.
—¿Aleluya? —se sorprendió el niño—. Oye, ¿quién eres tú en realidad?
—¿Yo? —dijo el ladrón. Repetir la pregunta o al menos una parte de ella, era un viejo truco de bandolero, apropiado para una situación que requería ganar un poco de tiempo para poder pensar—. ¿Quién soy? Bueno, sabes, soy un ángel. —No sabía en absoluto por qué lo decía, en realidad. A él mismo le sorprendió muchísimo. Incluso agitó las manos como si fueran alas.
—¡Un angelito! —se animó el niño. Saltaba de alegría con tanta fuerza que le faltó poco para volcar la cama—. ¡Un angelito de verdad!
El ladrón se quitó el racimo de ganzúas para que no le estorbaran en el trabajo. Primero encendió un buen fuego en la estufa. Luego se acercó rápidamente a una tienda abierta de noche a comprar golosinas escogidas. Preparó una cena excelente. De primero, una sopa con albóndigas de hígado. Dio la casualidad de que era la sopa preferida del niño. Luego un pollo asado con guisantes. Un flan de vainilla. Y para terminar una compota de ciruelas. Sencillamente fuera de serie. Después de cenar, lavaron juntos los platos. Se entendían muy bien. Hablaban de todo.
—Oye, ¿eres un ángel auténtico? —preguntaba el niño.
—¡Sí! —dijo el ladrón con la boca pequeña.
—¿Seguro? —quería confirmarlo el niño.
—¡Puedes estar seguro! —confirmó el ladrón.
—Hmmm —dijo el niño—. ¿Entonces sabes volar?
—¡Cómo no! —sonreía el ladrón sin darle importancia.
—¡Por favor, enséñame cómo se vuela! —dijo el niño—. ¡Nunca he visto un angelito volando! —Ahora el niño le miraba suplicante. ¡Hasta juntó las manos en un gesto de ruego! Corrió hacia la ventana y la abrió de par en par. Un aire helado penetró en el interior. En el cielo brillaba la luna como un plato dorado.
El ladrón retrocedió horrorizado. No tenía ningunas ganas de saltar desde la ventana. ¡Quién las tendría! El miedo sacudía su cuerpo. Resultaba que se hallaban arriba del todo, debajo mismo del tejado. ¡En la quinta planta!
—¡Creo que hoy hace demasiado frío para volar! —se zafaba el ladrón—. ¿No podríamos dejarlo para otro día?
En eso se fijó en los ojos del niño. Estaban llenos de esperanza y expectación. También apareció en ellos la primera huella de la desilusión. ¡Hacía muchísimo tiempo que no había visto una mirada así! ¿Desilusionar a un niño abandonado? No, no se iba a atrever a hacerlo realmente.
—¡Pues, bien! —dijo el ladrón—. Pero lo más probable es que no pueda volver hasta mañana. ¡No me esperes antes!
Luego, aquel hombre tomó aliento profundamente. Reunió todo su valor. También cerró los ojos. Mentalmente se despidió a toda prisa de varias personas que antaño había amado. Al final saltó desde la ventana. ¡De cabeza! Se tiró de cabeza como si se tratara de un salto normal a una piscina.
«¡Quizás se produzca un milagro!», se le ocurrió cuando ya estaba volando.
Pues realmente tuvo suerte. Le esperaban hacía un buen rato, debajo de la ventana, unos cuantos ángeles invisibles, pero fuertes. Resultaba que en el cielo seguían atentamente el desarrollo de los hechos de la habitación. Los ángeles habían recibido la orden del supremo señor de los ángeles de disponer inmediatamente todo lo necesario en casos tan extraordinarios.
—¡Claro, jefe! —dijeron con respeto los ángeles.
Cogieron al ladrón que caía y desaparecieron con él en la helada noche invernal. El ladrón se balanceaba como una camisa recién lavada tendida en la cuerda. Planeaban estupendamente. Al ladrón le parecía estar envuelto en un edredón caliente. Dieron varias vueltas de lucimiento alrededor de la luna.
El ladrón saludó haciendo un gesto chulesco con la gorra, para despedirse. Para dar más alegría al niño hizo unas cuantas figuras acrobáticas.
—¡Ven otra vez! —gritaba el niño.
—¡Descuida! —prometió el ladrón.
Ya no tenía miedo en absoluto. Comprendió que era objeto de un milagro. Dios sabía por qué, de pronto sintió la necesidad de llorar. Cuando planeaba sobre el paisaje nocturno y desde lo alto observaba la belleza bajo sus pies, algo se había movido en lo profundo de su ser. Al principio era un movimiento realmente pequeño, casi imperceptible. Se prometió a sí mismo solemnemente no volver a robar nunca más. Y ése fue el milagro más grande que sucedió aquella helada noche de invierno. ¡Fue un milagro aún mayor que el vuelo con los ángeles invisibles! En el cielo se oyeron murmullos de satisfacción. Se pusieron las gafas y empezaron a leer.
—¡Vino un ángel! —informó el niño a su madre, cuando por fin volvió del trabajo—. ¡Por lo visto era un viejo amigo tuyo!
—¿Un ángel? —se asombró la madre. Estaba muy cansada—. ¿Dices que un viejo amigo mío? —No podía creerlo en absoluto. ¡A quién se le ocurriría hoy contar algo sobre ángeles! Pero vio la cacerola con la cena preparada. Vio los platos lavados y la cocina recogida. ¡Veía también la mirada luminosa de su hijo! ¿Quién habría encendido el fuego de la estufa? Estaba asombrada. No le quedaba más remedio que creer que en estos tiempos corrientes, de vez en cuando, todavía se podía encontrar algún que otro ángel.
Al día siguiente, al anochecer, alguien llamó a la puerta. La madre abrió con curiosidad. En el umbral de la puerta estaba, perplejo, un hombre con un ramo de flores. ¡Era el ratero reformado! Con la mano libre amasaba confuso la gorra.
—¡Buenas noches, señora! —dijo con la cortesía más escogida. Le dio a la madre las flores—. Esto es para usted.
—¡Buenas noches! —dijo la madre amistosamente—. ¡Pase adentro, mi viejo amigo! —Le hizo un guiño de cómplice.
El ratero reformado se sonrojó terriblemente.

Petr Chudozilov, Demasiados Ángeles

domingo, 16 de diciembre de 2018

UN ÁRBOL DE NAVIDAD


Estuve contemplando esta noche a un grupo alegre de niños, reunidos en torno a un lindo juguete alemán: un árbol de Navidad. Estaba plantado en el centro de una mesa redonda muy grande, y se erguía muy por encima de las cabezas de aquéllos. Se hallaba iluminado con multitud de velitas, y centelleaba por todas partes, deslumbrante de objetos brillantes. Escondidas entre sus verdes hojas había muñecas de mejillas sonrosadas, y colgando de sus innumerables ramitas veíanse auténticos relojes (por lo menos, sus manecillas podían moverse, y se les daba toda la cuerda que uno quería); sujetas entre las ramas, como para amueblar una casa de hadas, había mesas, sillas, camas, roperos, todos ellos barnizados a la francesa, y relojes con cuerda para ocho días, y otros utensilios domésticos maravillosamente fabricados de metal en Wolverhampton;  veíanse igualmente en el árbol hombrecitos alegres y de cara regordeta, mucho más atrayentes que bastantes hombres de carne y hueso (lo cual no debe maravillar, porque sus cabezas eran postizas y estaban atiborradas de confites); había violines y tambores, panderos, libros, cajas de herramientas, cajas de pinturas, cajas de dulces, cajas de estampas para mirar por un agujero; cajas, en fin, de todas clases; había, para las niñas grandecitas, diademas mucho más brillantes que las joyas y el oro de las personas mayores; había cestillos y alfileteros en gran variedad; había fusiles, espadas y banderas; y brujas, en pie dentro de un círculo mágico de cartón, dispuestas a decir la buenaventura; había perinolas, trompos zumbadores, estuches de agujas, seca-plumas, botellas de sales, pinturas de hombres ilustres, sujeta-ramilletes; frutas de verdad a las que se había dado un brillo deslumbrador bruñéndolas con oro en hojas; manzanas, peras y nueces artificiales, llenas de sorpresas; en una palabra, y para emplear la frase que una linda niña que estaba delante de mí pronunció, dirigiéndose a otra linda niña, su amiga del alma: «Hay de todo y más». Esta abigarrada colección de los objetos más diversos, que llenaba el árbol como con frutos de magia, y que reflejaba el brillo de las miradas que desde todas partes le dirigían (algunos de los ojos diamantinos que le admiraban, apenas si alcanzaban el nivel de la mesa, y otros languidecían poseídos de un asombro tímido en brazos de lindas mamás, tías y niñeras), plasmaba en realidad viva todas las fantasías de la niñez; y me hizo pensar a mí en que todos los árboles que crecen y cuantas cosas nacen sobre la tierra tienen para la época inolvidable de la niñez sus adornos naturales.
Charles Dickens

viernes, 14 de diciembre de 2018

CUENTOS VICTORIANOS DE NAVIDAD



El extenso periodo victoriano fue, por diversas y variadas circunstancias, quien dio carta de naturaleza al "espíritu navideño" y consolidó buena parte de la imagen y el carácter que asociamos a estas festividades hoy en día.

Fue, asimismo, la edad de oro del cuento de Navidad, del que dejaron muestras los más destacados autores de la época, siendo los de miedo y los de misterio los que gozaron de más aceptación. En esta recopilación antológica no falta, como es natural, Charles Dickens, y junto a los suyos se recogen también magníficos relatos de Anthony Trollope, Charlotte Riddell, Arthur Conan Doyle (uno de ellos protagonizado por Sherlock Holmes), Juliana Ewing y Wilkie Collins, que, aunque no sean todos cuentos de Navidad, si que ocurren en esta época del año.

Los relatos son de géneros muy distintos, desde el típico cuento de fantasía de Navidad hasta el cuento de fantasmas o el de intriga con detectives, y alguno de ellos con cierta dosis de humor. Encontramos los siguientes títulos:

·         La historia de los duendes que robaron un sacristán y Los siete viajeros pobres de Charles Dickens. La primera es un borrador de lo que sería Canción de Navidad, mientras que la segunda es una historia que sirve de marco al relato de varias narraciones

·         Navidad en Thompson Hall y La rama de muérdago de Anthony Trollope. El primero son las peripecias de una señora inglesa una aciaga noche en un hotel parisino

·         Un extraño juego navideño de Charlotte Riddell, sería el cuento de fantasmas victoriano.

·         Una nochebuena trepidante o Mi conferencia sobre la dinamita y La aventura del carbúnculo azul de Arthur Conan Doyle. En el primero, un timorato científico alemán que se cree gafado por el destino ha de enfrentarse a un peculiar grupo de anarquistas; en el segundo, tenemos la pareja Holmes-Watson.

·          Dragones: un cuento de Nochebuena de Juliana Erwing; cuento infantil donde se mezcla lo costumbrista con lo fantástico.  Geniales las discusiones del matrimonio.

·         La máscara robada o El misterio de la cajade caudales de Wilkie Collins. Una mezcla de humor, misterio y melodrama junto a un homenaje a Shakespeare.

jueves, 13 de diciembre de 2018

ODIO LOS VILLANCICOS


- Bueno -dijo Mary, mientras dejaba escapar un largo suspiro-. Me vendría bien una copa (…) El pub está justo enfrente. Es muy pequeño y agradable, el tipo de lugar que no pone adornos de Navidad ni toca música de campanas artificiales. -Le tendió su abrigo-. Tomaremos una copa y comeremos algo, y luego podrás volver aquí (...)
- Vamos -dijo Dunworthy, quien cogió el abrigo que le tendía Mary y abrió la puerta. Unos acordes de While Shepherds Watched Their Flocks By Night les alcanzaron. Mary atravesó la puerta como si estuviera huyendo; Dunworthy la cerró tras ellos y la siguió a través del patio hasta llegar a la puerta de Brasenose.
Hacía un frío cortante, pero no llovía. Sin embargo, parecía que podía hacerlo de un momento a otro, y el puñado de gente que recorría la acera al parecer había decidido que así sería. Al menos la mitad ya tenían paraguas abiertos. Una mujer con uno rojo y grande y los dos brazos cargados de paquetes chocó contra Dunworthy.
 - Mire por donde va, ¿quiere? -dijo, y continuó su camino.
- El espíritu navideño -protestó Mary, sujetándose el abrigo con una mano y agarrando con la otra su bolsa con las compras-. El pub está junto a la farmacia. -Señaló con la cabeza el otro lado de la calle-. Creo que son esas malditas campanas. Marean a todo el mundo.
Cruzó la calle entre el laberinto de paraguas. Dunworthy decidió si debía ponerse el abrigo y luego consideró que no merecía la pena para una distancia tan corta. Se apresuró tras ella, procurando mantenerse a salvo de los letales paraguas e intentando dilucidar qué villancico estaban masacrando ahora. Parecía un cruce entre una llamada a las armas y un canto fúnebre, pero probablemente se trataba de Jingle Bells.
Mary se encontraba en la acera, ante la farmacia, rebuscando de nuevo en su bolsa.
- ¿Qué se supone que es ese estruendo? -sacó un paraguas plegable-. ¿O Little Town of Bethlehem?
                - Jingle Bells -dijo Dunworthy, y bajó de la acera.
- ¡James! -exclamó Mary, y lo agarró bruscamente por la manga.
El neumático delantero de la bicicleta no le alcanzó por centímetros, y el pedal le dio en la pierna. El conductor esquivó, gritando.
- ¿No sabe cruzar la calle, idiota?
Dunworthy dio un paso atrás y chocó con un niño de seis años que abrazaba un Papá Noel de peluche. La madre del niño se le quedó mirando.
- Ten cuidado, James -advirtió Mary.
Cruzaron la calle; Mary guiaba el camino. Hacia la mitad empezó a llover. Mary se guareció bajo la marquesina de la farmacia y trató de abrir el paraguas. El escaparate de la farmacia estaba adornado con guirnaldas verdes y doradas, y entre los perfumes tenía colocado un cartel que decía: «Salve las campanas de la parroquia Marston. Dé un donativo al Fondo de Restauración.»
El carillón había terminado de masacrar Jingle Bells u O Little Town of Bethlehem y se enzarzaba ahora con We Three Kings of Orient Are. Dunworthy reconoció la clave menor.
Mary seguía sin poder abrir el paraguas. Volvió a guardarlo en la bolsa y cruzó la acera. Dunworthy la siguió, tratando de evitar colisiones; dejó atrás un estanco y una tienda de regalos adornados con luces intermitentes rojas y verdes, y atravesó la puerta que Mary le abrió.
Las gafas se le empañaron inmediatamente. Se las quitó para limpiarlas en el cuello de su abrigo. Mary cerró la puerta y se internó en una atmósfera de silencio marrón y bendito.
- ¡Señor! -suspiró Mary-. Y yo te dije que eran de los que no ponían adornos.
Dunworthy volvió a colocarse las gafas. Los estantes tras la barra estaban salpicados de lucecitas parpadeantes en verde claro, rosa y azul anémico. En la esquina del bar había un gran árbol de Navidad de fibra sobre una base giratoria.
No había nadie más en el estrecho pub a excepción de un hombre de aspecto regordete tras la barra. Mary pasó entre dos mesas vacías y se dirigió al rincón.
- Al menos aquí dentro no se oyen esas malditas campanas -dijo, colocando su bolsa en el suelo-.
Connie Willis, El Libro del Día del Juicio Final

PREMIOS HUGO, LOCUS (1993) Y NEBULA (1992)