lunes, 31 de julio de 2017

EL NACIMIENTO DE VENUS


                En una de las búsquedas que Lobo había emprendido para encontrar una vieja joya que Gustard le había pedido, dio con un cuadro donde una bellísima diosa estaba naciendo de las aguas, desnuda, sobre una concha. En la imagen, una mujer estaba a punto de cubrirla con un magnífico manto bordado en oro. Lobo había pensado que aquella prenda sería muy valorada por Gustard y, aunque nunca había abandonado a medias un encargo, se lanzó a una realidad en la que le tocó lidiar con auténticos dioses.

- El problema es que él no contaba con que la diosa que aparecía en la imagen fuese la diosa del amor –Grillo se acercó a mí en señal de confidencia.- Venus.

- ¿Venus?

- Shhh… Intenta no pronunciar demasiado ese nombre –me aconsejó.

Lobo cayó rendido de amor ante la diosa nada más verla. Completamente enamorado de Venus, no se veía capaz de abandonar el cuadro ni llevarse el manto que la cubría. Estaba totalmente decidido a renunciar a su vida anterior por aquella mujer. Quizá todo hubiese salido de otra manera si Venus no se hubiese fijado en él, pero la historia fue bien diferente. La diosa también se enamoró de Lobo y, como el resto de dioses que con ella convivían no entendían que se abandonase a aquel tipo de amor con una criatura inferior, ambos decidieron huir.

Patricia García-Rojo, Lobo, El Camino de la Venganza

domingo, 30 de julio de 2017

POR FAVOR, CUIDEN DE ESTE OSO


Los señores Brown se encontraron con Paddington en el andén de una estación de ferrocarril. Por eso le pusieron ese nombre tan raro para un oso, ya que Paddington es el nombre de la estación.
Los Brown habían ido allí para recibir a su hija Judy, que volvía de la escuela para pasar sus vacaciones. Era un caluroso día de verano, y la estación estaba llena de gente que iba a la playa. Los trenes silbaban, los taxis hacían sonar sus bocinas, los maleteros corrían de acá para allá gritándose unos a otros, y en conjunto había tanto ruido que el señor Brown, que fue quien lo vio primero, tuvo que decírselo a su esposa varias veces antes de que ella lo entendiera.
—¿Un oso? ¿En la estación de Paddington? —La señora Brown miró a su esposo, asombrada—. No digas tonterías, Henry. No puede ser.
El señor Brown se ajustó las gafas.
—Pues hay uno —insistió—. Lo veo claramente. Detrás de todas aquellas sacas de correo. Y lleva puesto un sombrero muy gracioso.
Sin esperar respuesta, agarró a su esposa por el brazo y la arrastró a través de la muchedumbre. Rodearon una carretilla cargada de chocolate y tazas de té, pasaron de largo ante un puesto de libros y cruzaron a través de una abertura entre un montón de maletas hacia la Oficina de Objetos Perdidos.
—¡Ahí lo tienes! —exclamó con tono triunfal, señalando hacia un rincón oscuro—. Ya te lo dije.
La señora Brown siguió la dirección de su brazo y distinguió confusamente un objeto pequeño y peludo en las sombras. Parecía estar sentado sobre una maleta, y colgada del cuello tenía una etiqueta con algo escrito en ella. La maleta era vieja y estaba estropeada, y, en un lado, con letras grandes, tenía escritas las palabras INDIGENTE DE VIAJE.
La señora Brown se agarró fuertemente a su esposo.
—¡Vaya, Henry! —exclamó—. Creo que tienes razón. ¡Es un oso!
Se quedó mirándolo más de cerca. Parecía un tipo de oso muy raro. Era de color marrón, un marrón más bien descolorido, y llevaba puesto un sombrero de lo más extraño, con una ala muy ancha, como había dicho el señor Brown. Debajo del ala, dos ojos grandes y redondos la miraban fijamente.
Viendo que se esperaba algo de él, el oso se levantó y se quitó cortésmente el sombrero, dejando ver dos orejas negras.
—Buenas tardes —dijo con una vocecita clara.
—Bue... buenas tardes —respondió el señor Brown un poco dubitativo.
Hubo un momento de silencio.
El oso se quedó mirándolos sin saber qué decir.
—¿Puedo ayudarlos en algo?
El señor Brown pareció un poco azorado.
—Bueno... no. La... La verdad es que nos estábamos preguntando si podíamos ayudarlo a usted.
La señora Brown se inclinó.
—Es usted un osito muy pequeño —le dijo.
El osito sacó el pecho.
—Soy un osito de un tipo muy raro —contestó dándose importancia—. No quedamos ya muchos en el país de donde vengo.
—¿Y de dónde viene usted? —le preguntó la señora Brown.
El osito miró a su alrededor con precaución antes de contestar:
—De los oscuros bosques de Perú. En realidad, nadie sabe que estoy aquí. ¡Soy un polizón!
—¿Un polizón?
El señor Brown bajó el tono de su voz y miró ansiosamente por encima de su hombro. Temía ver a un policía de pie tras él, con un cuaderno de notas y un lápiz, apuntándolo todo.
—Sí —dijo el oso—. Emigré, ¿saben? —En sus ojos apareció una triste expresión—. Yo vivía con mi tía Lucy en Perú, pero ella tuvo que irse a un hogar para osos retirados.
—No dirá en serio que ha venido solo desde América del Sur —dijo la señora Brown.
El oso asintió.
—Tía Lucy siempre me decía que debía emigrar cuando fuera mayor de edad. Por eso me enseñó a hablar inglés.
—Pero ¿cómo se las arreglaba para comer? —preguntó el señor Brown—. ¡Debe de estar muerto de hambre!
Inclinándose, el oso abrió la maleta con una llavecita que llevaba colgada del cuello y sacó un tarro de cristal casi vacío.
—Comía mermelada —dijo con cierto tono de orgullo—. A los osos nos gusta la mermelada. Y vivía en un bote salvavidas.
—Pero ¿qué va a hacer usted ahora? —inquirió la señora Brown—. No puede seguir sentado en la estación de Paddington esperando a que ocurra algo.
—¡Oh! Ya me las arreglaré...; eso espero.
El oso se inclinó para cerrar su maleta de nuevo.
Al hacerlo, la señora Brown se fijó en lo que había escrito en la etiqueta. Decía simplemente: POR FAVOR. CUIDEN DE ESTE OSO. MUCHAS GRACIAS.
Ella se volvió suplicante hacia su esposo.
—¡Oh, Henry! ¿Qué vamos a hacer? No lo podemos dejar aquí. ¡Quién sabe qué podría ocurrirle! Londres es una ciudad demasiado grande cuando uno no tiene adónde ir. ¿No puede venir con nosotros y quedarse en casa unos días?
El señor Brown vaciló.
—Pero, Mary, cariño, no podemos llevárnoslo... de esta manera. Al fin y al cabo...
—Al fin y al cabo, ¿qué? —En la voz de la señora Brown había una nota de firmeza. Se quedó mirando al oso—. ¡Es tan lindo! Y hará mucha compañía a Jonathan y a Judy. Aunque no sea más que por una temporada. Nunca te lo perdonarán si se enteran de que lo dejaste aquí.
—Todo esto me parece muy irregular —dijo el señor Brown, dubitativo—. Estoy seguro de que hay una ley al respecto. —Se inclinó—. ¿Te gustaría venir y quedarte con nosotros? —le preguntó tuteándolo—. Es decir —añadió apresuradamente, no deseando ofender al oso—, si no tienes nada planeado.


El oso dio un salto, y el sombrero estuvo a punto de caérsele a causa de la excitación.
—¡Oooh, sí! Por favor. Me gustaría muchísimo. No tengo ningún sitio adonde ir y todo el mundo parece tener mucha prisa.
—Bueno, pues asunto arreglado —dijo la señora Brown antes de que su esposo pudiera cambiar de idea—. Y tendrás mermelada todos los días en el desayuno, y... —se esforzó en imaginar algo más que les pudiera gustar a los osos.
—¿Cada mañana? —El oso parecía como si no pudiera dar crédito a sus oídos—. En casa sólo me la ponían en ocasiones especiales. La mermelada es muy cara en los oscuros bosques de Perú.
—Entonces la tomarás cada día desde mañana mismo —prosiguió la señora Brown—. Y miel los domingos.
Un gesto de preocupación apareció en el rostro del oso.
—¿Costará mucho eso? —preguntó—. Es que, verán, apenas tengo dinero...
—Claro que no. Ni se nos ocurriría cobrarte nada. Esperamos que seas uno más de la familia, ¿verdad, Henry? —La señora Brown miró a su esposo esperando su apoyo.
—Claro —dijo el señor Brown—. Y a propósito —añadió—, si has de venir a casa con nosotros, será mejor que conozcas nuestros nombres. Ésta es la señora Brown, y yo soy el señor Brown.
El oso se quitó el sombrero dos veces, cortésmente.
—Yo, en realidad, no tengo nombre —dijo—. Sólo uno peruano que casi nadie logra entender.
—Entonces será mejor que te demos un nombre inglés —dijo la señora Brown—. Eso simplificará las cosas.—Miró a su alrededor por la estación buscando inspiración—. Debe de ser algo especial —dijo pensativa. Y mientras hablaba, una locomotora que estaba junto a uno de los andenes soltó un fuerte silbido y una nube de vapor—. ¡Ya lo tengo! —exclamó—. Como te hemos encontrado en la estación de Paddington, te llamaremos Paddington.
—¡Paddington! —El oso lo repitió varias veces para asegurarse—. ¡Paddington! Parece un nombre muy largo.
—Es muy distinguido —dijo la señora Brown—. Sí, me gusta el nombre de Paddington. Será Paddington.

Michael Bond, Un Oso Llamado  Paddington

viernes, 28 de julio de 2017

LOS NOMBRES DEL FUEGO


Abril y Xalaquia tienen mucho en común, a pesar de que una vive en el Tenochtitlan del siglo XVI, cuando la conquista española de México, y la otra en el Madrid del siglo XXI. A sus 16 años, las dos quieren ser dueñas de su futuro, y ambas están a punto de ver cómo su vida cambia para siempre.

Xalaquia ansía escapar del destino que le viene impuesto, pues, al ser mujer, su padre ha concertado un matrimonio que no está dispuesta a aceptar y su comunidad no le permite conocer el lenguaje oculto de la magia, que aprenderá a escondidas. Lo que no esperaba era descubrir por sí misma la enorme amenaza que está a punto de alcanzar a su pueblo, que intentará impedir con la ayuda de Ocelotl, un guerrero de una tribu rival.

Cinco siglos más tarde, Abril trata de buscar su sitio en el mundo. Sus padres se han separado hace poco, y ella está a punto de descubrir que sus orígenes no son los que había dado por ciertos desde niña. Tampoco sus amigos pasan por su mejor momento: Marina mantiene una relación que la está alejando de ella misma; Nico continúa esperando que Hugo dé el paso y admita sus sentimientos hacia él, mientras se niega a tolerar la «normalidad» de una guerra no siempre encubierta. Y luego está Iván, el chico nuevo, que trata de superar el suicidio de su hermano mayor, más presente incluso ahora que antes de su ausencia. Todo se complica cuando Abril empieza a recibir extraños mensajes llegados de ninguna parte: misteriosos anónimos en su WhatsApp con las tres mismas palabras: raíz, fuego y arena.

¿Qué está pasando? La respuesta a esta pregunta sacudirá los cimientos de su identidad: quién es ella; quiénes, sus padres; y cómo engarza su historia con la de alguien nacido hace siglos y a miles de kilómetros.

Esta novela de Fernando J. López está formada por dos historias que se intercalan y confluyen en un único relato, combinando una ficción realista (la historia contemporánea, donde se retrata el mundo de un adolescente del siglo XXI, con Abril y sus amigos, con sus problemas, reflexiones, dudas y sentimientos) y otra histórica y fantástica (la de Xalaquia, quien para salvar a su mundo, sabiendo que morirá en el intento, no dudará en adentrarse en la magia y enfrentarse a los suyos, al escaparse y no aceptar un matrimonio impuesto). Llama la atención, además, dos técnicas no propias de la literatura juvenil: que la historia de Abril está contada en 2ª persona, que muchos capítulos comienzan in medias res.

En la novela se abordan temas de plena actualidad: el sexismo y la lucha por la igualdad (se ve en ambas tramas),  el bullying y la homofobia (a través de la historia de Nico y sus relaciones con Hugo y Ángel),  la violencia de género, tanto física como verbal, con la historia de Marina;  el suicidio de un adolescente, a través de la historia de Iván, que debe aprender a reconstruir su vida tras la muerte de su hermano. 

La editorial tiene una página web donde se ahonda en determinados aspectos de la novela:

jueves, 27 de julio de 2017

LA TUMBA DE AGAMENÓN


Poco tiempo después, una noche de otoño, la princesa Electra salió de Micenas por la puerta grande de los leones y bajó al estrecho valle de las tumbas. Llevaba una cesta con ofrendas, miel y leche y blanca harina, las que se hacen a las sombras de los muertos. Mas no se detuvo delante de ninguno de los grandes túmulos que flanqueaban el camino. Siguió con paso veloz hasta un lugar en el que una gran losa de piedra cubría una cisterna excavada en la roca del fondo y allí se detuvo. Vertió la leche sobre la piedra y luego la miel, y acto seguido esparció la harina invocando la sombra de su padre. Unos grandes grumos cuajados indicaban las veces que su mano había vertido sin parsimonia aquellas ofrendas y eran prueba de que ni los animales, ni los perros vagabundos ni los zorros habían osado disputárselas al fantasma colérico del Gran Atrida. Se postró sobre la roca desnuda y apoyando la mejilla contra la inmensa losa lloró cubriéndola de lágrimas.

El sol se había puesto detrás de los montes y una masa oscura de nubes que avanzaban desde un punto lejano del horizonte se tragaba su luz. El viento comenzó a soplar en el valle, y en la estrecha garganta su soplo parecía un lamento. La princesa se incorporó sobre las rodillas sin quitar la mano derecha de la piedra, como si la acariciara, y mantuvo la cabeza gacha. Se oyó el piar de los pájaros, que buscaban un refugio para la noche, y las últimas golondrinas volaron bajas sobre la hierba reseca cruzando entre los amarantos agostados y los ciruelos espinosos.

El valle había quedado completamente invadido por las sombras y Electra se levantó.

–Adiós, padre -musitó llevándose la mano a los labios para lanzarle un beso-. Regresaré en cuanto me sea posible.

Cuando lo vio por última vez estaba ensangrentado, con la garganta cercenada, y lo arrastraban vergonzosamente por el suelo como un animal descuartizado. La despertaron en plena noche los gritos que provenían de la gran sala, y precisamente por eso pudo verlo todo desde la galería del piso superior, pero no pudo gritar para dar rienda suelta al horror y la desesperación que le atenazaban el corazón, y su alma quedó desgarrada por el dolor e invadida luego por el odio más implacable. Sin embargo, cada vez que iba a visitar aquella tumba indigna, aquella sepultura miserable, trataba de recordar al padre como lo había visto el día en que partiera para la guerra. Había entrado en sus aposentos cuando ella estaba sentada en un rincón, en el suelo, tratando de tragarse las lágrimas. Le había puesto una mano sobre la cabeza y le había dicho: «Ifigenia partirá mañana para desposar a un príncipe, pero tú vela por tu hermano que es pequeño, y respeta a tu madre. Pensaré en ti todas las noches, cuando el sol se haya puesto detrás de los montes o entre las olas del mar y soñaré que te estrecho entre mis brazos y te acaricio el pelo».

Ella se había levantado para abrazarlo. Había notado el frío contacto del bronce que le revestía el pecho y sintió una especie de congoja, la misma que sentía ahora cada vez que apoyaba la cara sobre aquella piedra siempre fría, incluso en las noches estivales más tórridas.

«Adiós, padre», le había dicho sollozando y lo había mirado a los ojos. En su rostro vio las marcas de una negra desesperación, y en sus ojos el brillo incierto de las lágrimas. Él le había dado un beso y después había salido; ella se quedó entonces sola escuchando la cadencia de sus zancadas al bajar la escalera y el resonar de las armas sobre los potentes hombros. Nunca más volvería a verlo con vida.

Valerio Massimo Manfredi, La Conjura de las Reinas

miércoles, 26 de julio de 2017

LA GIOCONDA


A pesar de su inmensa fama, el cuadro de la Mona Lisa tenía apenas ochenta centímetros, y era más pequeño que los carteles con su reproducción que vendían en la tienda del museo. Estaba colgado en la pared noroeste de la Salle des États, tras un panel protector de plexiglás de unos cinco centímetros de grosor. Pintado en una tabla de madera de álamo, su aire etéreo y neblinoso se atribuía al dominio que Leonardo da Vinci poseía de la técnica del sfumato, que consigue que las formas parezcan fundirse las unas con las otras.

Desde que había llegado al Louvre, la Mona Lisa —o La Gioconda, como también se la conocía— había sido robada en dos ocasiones, la última en 1911, cuando desapareció de la «salle impénetrable» del Louvre, el Salón Carré. Los parisinos lloraron desconsoladamente en las calles y escribieron cartas a los periódicos pidiendo a los ladrones que devolvieran la obra. Dos años después, descubrieron la Mona Lisa en el doble fondo de un baúl, en un hotel de Florencia.

Langdon, que ya le había dejado claro a Sophie que no tenía ninguna intención de irse, atravesó con ella la sala. Cuando aún estaban a unos veinte metros de la Mona Lisa, ella encendió la linterna y un haz azulado llegó hasta el suelo.

A su lado, Langdon ya empezaba a notar ese cosquilleo de impaciencia que siempre le invadía momentos antes de ponerse frente a las grandes obras de arte. Se esforzaba por ver más allá de la mancha de luz azulada que emanaba de aquella linterna de rayos ultravioleta. A la izquierda apareció el diván octogonal, como una isla oscura en el desierto mar del parqué.

Ahora ya empezaba a distinguir el panel de cristal oscuro en la pared. Sabía que detrás de él, en los confines de su propia celda exclusiva, estaba el cuadro más famoso del mundo.

Y sabía también que aquel mérito, el de ser la obra de arte más famosa del mundo, no le venía de su enigmática sonrisa, ni de las misteriosas interpretaciones atribuidas a muchos historiadores del arte y a defensores de las teorías conspiratorias. No, las cosas eran mucho más sencillas; la Mona Lisa era famosa porque Leonardo aseguraba que era su obra más lograda. Siempre que salía de viaje se la llevaba consigo y, si le preguntaban por qué lo hacía, respondía que le resultaba difícil alejarse de su expresión más sublime de la belleza femenina.

Con todo, muchos historiadores del arte sospechaban que la devoción que Leonardo profesaba por su Mona Lisa no tenía nada que ver con lo artístico. En realidad, aquel cuadro era un retrato bastante corriente realizado con la técnica del sfumato. Eran muchos los que aseguraban que su pasión nacía de algo mucho más profundo: un mensaje oculto entre las capas de pintura. En realidad, la Mona Lisa era una de las bromas mejor documentadas del mundo. Muchos libros de historia del arte demostraban que el cuadro era un collage de dobles sentidos y alusiones jocosas y sin embargo, por increíble que pareciera, la mayoría de la gente seguía considerando aquella sonrisa como un gran misterio.

Dan Brown, El Código da Vinci

martes, 25 de julio de 2017

EL CAMINO DE SANTIAGO


¡Pardiez, Jonás! Es tiempo de volver. Despídete de tus primos, de tus amigos de la corte y de esas amigas que, según me cuenta tu tío Tibald, acumulas como un musulmán en su harén, y torna a casa para, entre otras cosas igualmente importantes, asistir a las clases de medicina en el Estudio General Portugués de Lisboa, tal y como acordamos antes de tu partida. No admitiré excusas ni protestas, pues no te saqué del cenobio de Ponç de Riba para que te convirtieras en jugador de dados y bailarín cortesano. Tienes ya veintiún años, Jonás, casi veintidós, y, antes de que concibas la absurda idea de desobedecerme, déjame decirte que el caballero de Cristo que te lleva esta misiva, frey Estevão Rodrigues, ha pasado ya por Taradell con instrucciones claras para tu abuelo y tu tío, de manera que nadie de la familia te prestará un sueldo más por mucho que supliques y yo, desde este momento, dejo de mandarte dinero. Vende tu corcel de torneos, así como tu caballo de carga, pon a buen recaudo tus armas y libera a tus sirvientes, puesto que, para la tarea que te voy a encomendar, sólo necesitarás el bridón principal, el de batalla, y por toda compañía, la de frey Estevão, que te será de gran ayuda en tu venidero quehacer, que paso a detallarte.

Quiero que para tu regreso a casa utilices, como hace siete años, el Camino de la Vía Láctea, el llamado Camino de Santiago. El papa Juan XXII y la Orden de los Hospitalarios de San Juan me habían encargado la recuperación de los tesoros templarios escondidos en él y tuvimos que recorrerlo como pobres concheiros buscando los signos de la Tau que marcaban los enclaves secretos. Pues bien, dado que te encuentras muy cerca del inicio del Camino en Aragón, es mi deseo que cabalgues hasta los Pirineos y comiences la ruta en el Summus Portus, donde muere una de las cuatro vías francesas, la tolosana, ya que por allí entramos tú y yo procedentes de Aviñón llevando una copia del Codex Calixtinus como única guía para el Camino. Ahora, esta misiva mía que tienes en las manos será tu Liber peregrinationis, dado que en ella te doy precisas instrucciones que debes seguir, la primera de las cuales es la siguiente: olvídate del caballero Jonás de Born, déjalo atrás y parte como peregrino, sólo como peregrino, como viajero, como caminante, y no te lleves a engaño pensando que se trata exclusivamente de recorrer, por un extraño capricho de tu padre, una vieja ruta milenaria.

Estoy seguro de que te estarás preguntando con irritación por qué te humillo de esta forma, arrebatándote de los brazos de tus damas y obligándote a repetir, en la pobreza más inconveniente para un rutilante caballero, una ruta de peregrinación que no tiene nada de sencilla ni de fácil ni de cómoda. Pues bien, además de mi deseo de que cultives los valores del peregrino, Sara y yo hemos pensado que sería muy bueno para ti que pudieras reflexionar larga y seriamente sobre tu vida y tu futuro durante las jornadas que emplearás en culminar el Camino. Descubrirás que jamás se pierde el tiempo cuando se pasa en compañía de uno mismo y qué decirte de las ventajas añadidas a ese mudo diálogo si lo estableces mientras caminas o cabalgas, en contacto con las energías de la Naturaleza. Quiero que aprendas que, en esta vida, nadie tiene una morada segura en ninguna parte y que nuestra suerte es siempre la tierra extraña, el difícil acomodo a lo nuevo y el constante alejamiento de lo acostumbrado. Esto nos obliga a no perder el tiempo ocupándonos en cosas vulgares. Como la mudanza es nuestro hogar, cuanto más baja e indefensa sea nuestra situación, tanto más hemos de guardar interiormente la integridad.

El Camino del Apóstol cambió mi vida hace siete años, así como la vida de Sara y la tuya. A mí me hizo comprender que no estaba en mi destino continuar sirviendo a la Iglesia como monje sanjuanista. A Sara, la judía hechicera de París, la berrieh que estuvo a punto de morir, siendo niña, a manos de la Inquisición y que tuvo que huir de su hogar al poco de conocernos, abandonando sus parcas posesiones para salvar nuevamente la vida, el Camino la liberó de su difícil pasado y le dio un futuro que no tenía y una felicidad que no esperaba. A ti te devolvió un padre, un linaje y te ayudó a despertar esa gran inteligencia que hará de ti en el porvenir, a no dudar, un hombre sabio y de bien. El Camino a nadie deja indiferente y, por eso, los andariegos lo recorren desde hace miles y miles de años, siguiendo al sol hacia el oeste, pues no siempre fue el Camino del Apóstol, pero sí el Camino hacia el Fin del Mundo.

Pero aún hay algo más en mi extraño deseo de que peregrines nuevamente por la ruta de la Vía Láctea, un motivo que no conoce nadie, ni siquiera Sara, que acaba de salir por la puerta en pos de tu veloz y escurridiza hermana Saura —cuyo quinto cumpleaños celebraremos al mismo tiempo que tu llegada a casa—. El Camino ha sido siempre, ya lo sabes, la senda por la que ha circulado el conocimiento iniciático y donde se han preservado los misterios de la antigüedad en el arte y la arquitectura gracias a los gremios y hermandades de canteros, pontífices y constructores. Tienes mucho que aprender, caballero Jonás de Born, y frey Estevão Rodrigues te acompañará, como si fuera yo mismo, en esta nueva e importante andadura de tu vida. Espero que seas digno, hijo mío, de lo que vas a recibir.

Matilde Asensí, Peregrinatio

lunes, 24 de julio de 2017

EL PUEBLO DURMIENTE


Érase una vez una princesa, un hada enfadada, un conjuro y un pueblo condenado a dormir cien años.

Rébecca Dautremer señala que su idea original no era trabajar sobre el cuento de La Bella Durmiente de Charles Perrault, sino sobre un lugar donde todo el mundo se hubiera quedado dormido y esperara a ser despertado. ", explica la artista a Efe. Intenta hacer un guiño, una vuelta de tuerca, a la historia tradicional para producir un efecto diferente y atractivo: despertar al lector. Aunque pensó en realizar todas las ilustraciones a color, cuando escribió el texto se dio cuenta de que necesitaba mostrar la diferencia entre los dos mundos, los protagonistas como espectadores en blanco y negro, de pequeño tamaño, y el resto dormido, a todo color y a toda página.


"Quería mostrar que tenemos que formar parte del mundo, que no nos podemos apartar y ser solo espectadores de lo que ocurre. Hay que participar", insiste Dautremer, que señala cómo los dos espectadores tienen que introducirse en la historia.

Al comienzo, Rébecca Dautremer sitúa a dos personajes apenas delineados a lápiz sobre un inmenso fondo blanco. Un simpático anciano es el encargado de enseñarle a un apuesto joven el extraño suceso que ocurre en la página contigua. Se cuestionan sobre la veracidad de lo que observan: un pueblo en el que todos duermen. ¿Es acaso posible? ¿Puede ser verdad? se preguntan y, al hacerlo, ponen en duda el universo de ficción.


A diferencia de los personajes, las ilustraciones del pueblo cuentan con todo el peso del realismo. Están a color y muestran todo tipo de detalles, con cuidadosos encuadres y elaboradas escenografías. Tienen un aire vintage y están dentro de un marco fotográfico, propio de las cámaras polaroid. Un recurso divertido de la autora para conferir verosimilitud a un pueblo gobernado por la magia.



La acción parece situarse en los años 20, haciendos referencias a otras manifestaciones artísticas: los carteles, el cine, la música, el circo… Así veremos la orquesta de mujeres "Las 7 hadas", los boxeadores abrazados en medio del combate, la mujer del restaurante con el cartel de Boggart al fondo.




domingo, 23 de julio de 2017

LA CARGA DE LA BRIGADA LÍGERA


Media legua, media legua,
Media legua ante ellos.
Por el valle de la Muerte
Cabalgaron los seiscientos.
Aunque los soldados supieran
Que era un desatino.
No estaban allí para replicar.
No estaban allí para razonar,
No estaban sino para vencer o morir.
En el valle de la Muerte
Cabalgaron los seiscientos.
Cañones a su derecha,
Cañones a su izquierda,
Cañones ante sí
Descargaron y tronaron;
Azotados por balas y metralla,
Cabalgaron con audacia,
Hacia las fauces de la Muerte,
Hacia la boca del Infierno
Cabalgaron los seiscientos.
Brillaron sus sables desnudos,
Destellaron al girar en el aire,
Para golpear a los artilleros,
Cargando contra un ejército,
Zambulléndose en el humo de las baterías
Cruzaron las líneas;
Cosacos y rusos
Retrocedieron ante los sables
Hechos añicos, se dispersaron.
Entonces regresaron,
Pero no los seiscientos.
Cañones a su derecha,
Cañones a su izquierda,
Cañones detrás de sí
Descargaron y tronaron;
Azotados por balas y metralla,
Mientras caballo y héroe caían,
Los que tan bien habían luchado
Entre las fauces de la Muerte
Volvieron de la boca del Infierno,
Todo lo que de ellos quedó,
Lo que quedó de los seiscientos.

Alfred Tennyson

                A continuación tenéis la escena de la carga en la mítica película de Michael Curtiz, con Errol Flyn, pero el sonido es el tema de The Trooper, de Iron Maiden, que se inspira en este hecho:

viernes, 21 de julio de 2017

EL TAPIZ DEL VAMPIRO


El doctor Weyland es el profesor más respetado de una pequeña universidad de Nueva Inglaterra. Alto, maduro, de pelo acerado, sus modales anticuados cautivan a los estudiantes, y un magnetismo especial rodea todos sus actos. Sin embargo, Weyland es un nombre falso, sus credenciales académicas son inventadas, y tras la fachada del erudito absorto en su trabajo se oculta el mayor depredador que el mundo ha conocido, uno cuya presa son los seres humanos.

A través de los siglos, el vampiro ha sobrevivido mimetizándose en la sociedad humana. Ahora es profesor de antropología, lo que resulta irónico dadas sus costumbres alimenticias… Pero Weyland no es el monstruo que cae víctima de sus sentimientos humanos. Es el monstruo que perdura. Y hará todo cuanto esté en su mano para protegerse a sí mismo y su modo de vida.

 Sin embargo, su engaño está a punto de ser descubierto y se verá obligado a emprender un terrible viaje a través de una serie de escenarios para poder ocultarse de nuevo y encontrar nuevas facetas para comprenderse a sí mismo y las emociones que necesita interponer entre él y sus víctimas.

En realidad, el libro se compone de cinco novelas cortas, siendo el personaje de Weyland su nexo de unión. Su nucleo original es la tercera parte, el relato El Tapiz del Unicornio, ganador del Premio Nebula 1980 a la mejor novela corta. Maravillosa también, la cuarta, Interludio Musical, centrada en la visita a la opera donde se interpreta “Tosca” de Puccinni, cuando el vampiro finalmente entra en contacto con su "yo" primitivo y tiene fugaces recuerdos de sus vidas pasadas, cuando siente la emoción de la cacería, la sed de sangre, la confusión de sus sentidos.

Suzy McKee Charnas nos da una visión nueva de la figura del vampiro, desde una perspectiva científica, que el propio Weyland describe en una conferencia teorizando cómo sería un vampiro real: un depredador superespecializado que debe hacerse pasar por humano para evitar ser descubierto por su presa, abundante y a la vez peligrosa.

Hay que señalar que rehuye ese sentimentalismo que encontramos en muchos libros de vampiros juveniles, tipo Crepúsculo o los vampiros de Anne Rice, sino que nos encontramos con un vampiro distinto de los habituales, que no sabe si hay más como él y no recuerda su pasado

jueves, 20 de julio de 2017

LAS CATARATAS DE REICHENBACH


9 de agosto de 1893
Arthur Conan Doyle frunció el ceño, incapaz de pensar en nada que no fuera el asesinato.
—Voy a matarlo —aseveró Conan Doyle, cruzando los brazos sobre su fornido cuerpo.
En lo alto de los Alpes suizos, el aire acariciaba su grueso mostacho y parecía aullarle al oído. Dada la peculiar disposición de sus orejas, en la parte posterior de la cabeza, éstas siempre parecían aguzadas, prestando atención a otra cosa, a algo lejano y situado a sus espaldas. Para ser un hombre tan corpulento, tenía una nariz muy afilada. No hacía mucho que le habían empezado a salir las primeras canas, un cambio en su aspecto que no pudo afrontar sino con resignación. Aunque acababa de cumplir treinta y tres años, ya era un afamado autor. ¿O acaso un hombre de letras de renombre internacional que empezaba a encanecer podría lograr el mismo éxito que otro con los cabellos color ocre?
Los dos compañeros de viaje de Arthur ascendieron hasta el saliente en el que se encontraba, el punto accesible más alto de las cataratas de Reichenbach. Silas Hocking era un clérigo y novelista cuya fama había llegado hasta Londres. Arthur tenía en gran estima su última obra, Her Benny,un texto religioso. Edward Benson, un conocido de Hocking, parecía mucho más reservado que su sociable amigo. A pesar de que Arthur los había conocido esa misma mañana, mientras desayunaban en el hotel Rifel Alp de Zermatt, tenía la sensación de que podía confiar ciegamente en ellos y revelarles los oscuros planes que tenía en mente.
—La cuestión es que ha acabado convirtiéndose en una suerte de lastre —prosiguió Arthur—, y quiero acabar con él.
Hocking resopló al llegar junto a Arthur y se deleitó la mirada con los Alpes, que se extendían ante ellos. Unos cuantos metros más abajo, la nieve se fundía arrastrada por un arroyo que, varios milenios antes, se había abierto camino en la montaña para acabar desembocando estruendosamente en un lago cubierto por una capa de espuma. En silencio, Benson presionó una bola de nieve entre los guantes y la lanzó al abismo. La fuerza del viento fue desgajando los copos mientras la bola caía hasta que desapareció en el aire, convertida en una nube.
—Si no lo hago —dijo Arthur—, acabará conmigo.
—¿No cree que está siendo demasiado duro con ese viejo amigo? —preguntó Hocking—. Le ha dado fama. Fortuna. Forman una buena pareja.
—Y al estampar su nombre en todas esas noveluchas de tres al cuarto, le he concedido una reputación que sobrepasa con creces la mía. ¿Tiene idea de las cartas que recibo? «Mi querida gata ha desaparecido en South Hampstead. Se llama Sherry-Ann. ¿Puede encontrarla?» O «A mi madre le robaron el monedero al bajar de un cabriolé en Piccadilly. ¿Puede deducir quién es el malhechor?». Pero lo más curioso de todo es que no van dirigidas a mí, sino a «él». Creen que es real.
—Sí, esos pobres lectores que tanto lo admiran —intercedió Hocking—. ¿Ha pensado en ellos? La gente lo adora.
—¡Lo quieren más a él que a mí! ¿Sabe que recibí una carta de mi propia madre? Me pedía, a sabiendas de que yo, como no puede ser de otra manera, haría cualquier cosa para satisfacer sus deseos, que firmara un libro con el nombre de Sherlock Holmes para su vecina Beattie. ¿Puede imaginarlo? ¡Que firme con su nombre en lugar de hacerlo con el mío! Mi madre habla como si fuera la madre de Holmes, no la mía. ¡Aaah!
Arthur intentó contener el súbito acceso de ira.
—Mis grandes obras caen en el vacío —prosiguió—. ¿Micah Clarke?¿La compañía blanca? ¿Esa pequeña y deliciosa obra de teatro que creé junto con el señor Barrie? Ha pasado sin pena ni gloria. Peor aún, se ha convertido en una pérdida de tiempo. Elaborar cada una de esas tortuosas tramas me resulta un trabajo agotador: la puerta del dormitorio que siempre está cerrada por dentro, el mensaje final e indescifrable del fallecido, la historia narrada de forma equívoca desde el principio para que nadie pueda adivinar la solución correcta.
Arthur se miró las botas, con el cansancio que lo abrumaba reflejado en la cabeza gacha.
—Si me permite que le sea sincero, lo odio. Y, para no terminar por perder el juicio, pretendo acabar con él.


—¿Cómo piensa hacerlo? —preguntó Hocking en tono burlón—. ¿Cómo se mata al gran Sherlock Holmes? ¿De una puñalada en el corazón? ¿Degollado? ¿Lo ahorcará?
—¡Un ahorcamiento! Esas palabras me suenan a música celestial. Pero no, no, debería ser un momento magnífico. A fin de cuentas, es un héroe. Haré que se enfrente a un último caso y a un villano. Esta vez necesita un villano de verdad. Será un combate a muerte entre caballeros; Holmes se sacrifica por el bien común y ambos hombres perecen. Algo en esa línea.
Benson hizo otra bola de nieve y la lanzó al aire. Arthur y Hocking observaron la amplia parábola que trazó al desaparecer en el cielo.
—Si quiere ahorrarse los gastos del funeral —dijo Hocking, riéndose entre dientes—, siempre puede arrojarlo por un acantilado.
Miró a Arthur a la espera de alguna reacción, pero no vio atisbo de sonrisa alguno. Una profunda arruga surcó el ceño fruncido del escritor, absorto en sus pensamientos.
Arthur dirigió la mirada hacia el abismo que se abría a sus pies. Oía el rugido del agua y el violento estruendo que producía al chocar contra el lecho salpicado de rocas del río. Imaginó su propia muerte y, de pronto, se sintió horrorizado. Gracias a su formación médica, conocía la fragilidad del cuerpo humano. Una caída desde esa altura... El cadáver que se golpeaba y rebotaba contra las rocas durante el fatal descenso... El espantoso grito reprimido en la garganta... El cuerpo hecho pedazos sobre la tierra, las briznas de hierba manchadas de sangre... Entonces, la visión de su cuerpo se desvaneció para dejar paso a otro más delgado. Más alto. Un hombre destrozado, desnutrido y escuálido, con su gorra de cazador y su abrigo largo. Su rostro adusto e irreconocible, ensartado en la piedra plomiza.
Asesinato.

Graham Moore, El Hombre Que Mató A Sherlock Holmes

miércoles, 19 de julio de 2017

A ZARAGOZA …. O AL CHARCO


De mi pueblo salí un día
pa ir a Zaragoza a ver
a un primo de mi mujer
que estaba con pulmonía.
Eché al cesto p´almorzar
un ocho y un chorizico
y amontao en mi burrico
ala, ala, principié andar.
No había andau tan siquiera
dos horas cuando de pronto
se quedó el burro hecho un tonto
parau en la carretera.
Como era cosa muy rara
que el animal de improviso
y sin pedirme permiso
tan en seco se parara
me dije el burro ha barruntao
que por aquí cerca hay gente
miré, y efectivamente
había un hombre a mi lao.
Era un viejo setentón
barbudo, coloradote,
buen mozo y con un cogote
más afeitao que un melón.
Yo al verlo dí atrás un paso
y me eche mano a la faja
y sacando la navaja
me preparé por si acaso.
Sin movérseme miró
y yo fuí y le pregunté
tío gueno ¿ Quién es usté?
soy San Pedro, contestó
¿San Pedro?. El mismo Colás
pues ¿a que ha venido aquí?
Vengo pa verte a ti
quiero saber ande vas.
Pues pa que uste se entere
A Zaragoza me voy
¿y cuando piensas llegar? ¡hoy !
eso será si Dios quiere
¿si Dios quiere? pregunté
Es natural añadió
Ni que quiera ni que no
le contesté, llegaré
Tengo mu duro el tozuelo
Y ni todos los santos del cielo
harán que me vuelva atrás.
Respeto tu tozudez
me dijo con retintín
sigue tu viaje hasta el fin,
pero si vuelvo otra vez
a encontrarme en mi camino
y ande vas te preguntara
de un modo cortés y fino
si no quieres que me altere
y te castigue Colás,
después de icir ande vas,
añadirás si Dios quiere
¿Prometes hacerlo así?
Veremos, le contesté
y mi camino seguí.
Llegué a Zaragoza bien
y estuve allí una semana
y un día por la mañana
me dije: me vuelvo a Mallén.
Aparejé mi burrico
mientras cantaba una jota
coloqué a mano la bota
el ocho y el choricico
y en unión del animal
que nunca iba sin mí
de Zaragoza salí
mas tieso que un concejal.
Al poquico de emprender
la marcha de ésta manera
San Pedro en la carretera
se me volvió a aparecer.
El burrico se paró
cuando lo tuvo delante
y callaos por un instante
quedamos San Pedro y yo.
Por fin me dijo: ¿ande vas?
y yo le dije a Mallén.
Aunque no te paizca bien
dí: si Dios quiere, Colás
Quiá, quiá. No se desespere
ni ponga usté empeño en ello
que aunque me cuerten el cuello
no añadiré si Dios quiere.
¿No quieres icirlo? ¡No!
pues por no querer,
desde hoy rana vas a ser.
Y en rana me convirtió.
me echó al Ebro y me dió un baño
mayor de lo que creía
mira que baño sería
que estuve en el Ebro un año.
Ya estaba desesperao
no fue nada lo del ojo
de tanto estar a remojo
quedé como un bacalao.
Bien me fastidió el indino
pues mientras estuve allí
tan harto de agua salí
que ahora solo bebo vino.


Después de mucho esperar
San Pedro un día volvió
y del charco en que me echó
quiso volverme a sacar.
Cuando me tuvo a su lao
me dijo: ¿Qué tal amigo?
creo que con el castigo
ya estarás escarmentao
Por consiguiente Colás
Aprende bien la lección
y para obtener perdón
contesta bien: ¿ande vas?
Y yo que pa hablar soy parco
conteste de esta manera:
¿Qué ande voy? ande uste quiera
a Zaragoza o al charco.

martes, 18 de julio de 2017

VISITANDO LA TUMBA DE JANE AUSTEN


(Jane Austen, 16 diciembre 1775 - 18 julio 1817)

La luz del atardecer proporcionaba colores con matices increíbles a las agujas, los arbotantes y las tumbas que salpicaban la hierba alrededor de la catedral. Las gárgolas del templo parecían sonreír diabólicamente gracias al capricho de las luces y las sombras. La temperatura era inesperadamente cálida para ser casi mediados de septiembre y en el aire flotaba una extraña sensación de intemporalidad. Sobre la hierba del parque, grupos de estudiantes se sentaban formando corros y charlando despreocupadamente (...)
Gala suspiró.¿Estaría Jane Austen nerviosa ante la inminente visita de su admiradora?
          Ella era Elinor y su hermana Paula era Marianne. Lástima que no tuvieran una hermana más pequeña que encarnara el papel de Margaret. Cuando era niña, a Gala le encantaba imaginar que ella y su hermana eran las Dashwood, las protagonistas de Sentido y sensibilidad, la primera novela publicada por Jane Austen en 1811.
Cuando leyó por vez primera aquella obra, supo que quería ser escritora. Fue una revelación. Lo sería a toda costa, lo sería aunque no llegara a ser ni la mitad de buena que Austen, pero lo sería. Y Gala, siempre trabajadora, siempre firme, lo logró, aunque antes tuviera que pasar por el purgatorio de la universidad, de las oposiciones a instituto para ser profesora de Lengua y Literatura lejos de su Valladolid natal. Pero el destino quiso que allí encontrara el amor más inesperado en la persona del candidato, aparentemente, menos propicio: un hombretón que impartía clases de Matemáticas y con el que apenas cruzó dos palabras en el primer trimestre durante los claustros de profesores.
De manera que Gala había admirado a Jane Austen durante toda su vida, por lo que se comprenderá sin dificultad su nerviosismo cuando cruzó el umbral de la catedral sintiéndose observada por las gárgolas. Al poner el pie en el interior del templo, sus piernas flaquearon, y no solo porque apenas veinte metros la separaban de la tumba de Austen, sino por aquella galaxia de claves de bóveda y arcos apuntados que parecían bailar en las alturas. El espectáculo era extraordinario y sobrecogedor, pero logró reponerse y avanzó lentamente hacia la nave situada a su izquierda, al norte. Un cartel con el rostro de Austen anunciaba la tumba de la novelista.


La ahora mundialmente aclamada escritora murió con solo cuarenta y un años de edad un maldito 18 de julio de 1817. A su entierro apenas asistieron cuatro personas y en la primera tumba, la que ahora contemplaba Gala, ni siquiera se hizo mención a su oficio de escritora porque era mal visto por entonces que una mujer ejerciera semejante oficio. Pero las costumbres mudan y los principios humanos se resquebrajan con gran facilidad; por eso, cuando creció su fama, un sobrino llamado Edward puso una placa de bronce junto a la tumba mencionándola como escritora. Y, para que la hipocresía rezumara como es debido, aún habría de colocarse un nuevo recuerdo en su memoria en 1910.


Tres monumentos para una sola tumba y una única difunta.
Gala no lograba pasar la saliva. No conseguía decidirse sobre si dejar escapar sus lágrimas por la emoción o por la rabia ante la hipocresía de los hombres frente a las mujeres pioneras. Gracias a mujeres como Jane Austen, Gala o la mismísima Agatha Christie habían podido entregarse al sueño de crear historias sobre un papel.

Mariano Urresti, Agatha Escribía con Sangre

lunes, 17 de julio de 2017

DÍAS AZULES, SOL DE LA INFANCIA


«El mejor regalo que me han hecho en toda mi vida fue un manojo de perejil».

Esta frase siempre le ha llamado la atención a Nico, cuyo abuelo la repetía una y otra vez como una sentencia. Era difícil imaginar que tras ella se escondía una historia llena de aventuras y peligros que se remontaba a 1936, cuando las calles de Madrid bullían ante la efervescencia de la Guerra Civil.

Unos dediles de caña, viejas  postales de cine, un león en el parque de El Retiro y dos libros de Juan Ramón Jiménez constituyen las piezas del puzzle que Nico tendrá que resolver.

El título de la novela de Marcos Calveiro es engañoso, al hacer referencia al último verso que escribió Antonio Machado: "Estos días azules, y este sol de la infancia". De todas maneras, al final del libro encontramos la explicación.

El libro nos presenta dos historias intercaladas
.
La primera la relata Nico, un joven de unos quince años, que ante la enfermedad de su abuelo y el desconocimiento de las raíces familiares, quiere averiguar qué significa esa frase sobre el perejil, que su abuelo repite constantemente, y cuál fue su vida antes de la boda con la abuela, historia que desconoce toda la familia, excepto el hecho de que en su infancia acompañó a segadores gallegos a tierras de Castilla. Su búsqueda comienza con un poema de Rosalía de Castro:

Castellanos de Castilla,
tratade ben ós galegos;
cando van, van como rosas;
cando vén, vén como negros.


A partir de aquí encontramos una vieja fotografía en internet, una caja de hojalata donde el abuelo guardaba sus recuerdos, y la relación que Nico empieza a establecer por internet con Gala, una joven gallega un poco mayor que él.

En la segunda historia, Marcos Calveiro nos presenta al abuelo Nicasio: cómo abandona a su familia para huir a Madrid, poco antes de comenzar la guerra civil, donde conocerá al director de cine Armand Guerra o a la Venus Rubia, Marlene Grey, con los que participará en el rodaje de la película Carne de Fieras (al final podréis ver esta película rodada en 1936), o a Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí, donde encuentra a Matilde, de la que se va a enamorar. Y será en casa de Juan Ramón, junto con los huérfanos, donde asiste a la lectura de Platero y Yo.

                Las dos historias están bien narradas y dan fluidez al libro; vemos cómo se reivindica el amor a la cultura a través de las figuras de Armand Guerra y Juan Ramón Jiménez, la fascinación que ejerce Madrid sobre ese joven que no quiere ser un campesino a sueldo como su padre y el resto de segadores, que cree que la vida es algo más. 

domingo, 16 de julio de 2017

LA TOMA DE LA BASTILLA


—Ahora —dijo—, está tranquilo: voy a buscar a tu padre a la Bastilla.
—¡Desgraciado! —exclamó el director, cogiendo las manos de Billot—. ¿Cómo llegaréis hasta un prisionero de Estado?
—¡Tomando la Bastilla, truenos de Dios!
Algunos guardias franceses comenzaron a reírse, y al cabo de un instante todos los imitaron.
—Pero ¿qué es la Bastilla, si queréis decírmelo? —gritó Billot, paseando en torno suyo una mirada de cólera.
—Piedras —dijo un soldado.
—Hierro —añadió otro.
—Fuego —exclamó un tercero—. Y mucho cuidado, buen hombre, porque allí se quema uno.
—¡Sí, sí, se quema! —repitió la multitud con terror.
—¡Ah, parisienses! —gritó el labrador—. ¡Ah! Tenéis azadones y teméis las piedras; tenéis plomo y os amedrenta el hierro; tenéis pólvora y os infunde pavor el fuego. ¡Parisienses cobardes; máquinas de la esclavitud! ¡Mil rayos! ¿Quién es el hombre de corazón que quiere venir conmigo y con Pitou, a tomar la Bastilla del rey? Yo me llamo Billot, labrador en la isla de Francia. ¡Adelante!
Billot acababa de elevarse a lo más sublime de la audacia.
La multitud enardecida se agitaba en torno suyo, gritando:
—¡A la Bastilla, a la Bastilla!
Sebastián quiso cogerse a Billot; pero éste le rechazó con suavidad.
—Niño —díjole—, ¿cuál es la última palabra escrita por tu padre?
—¡Trabaja! —contestó Sebastián.
—Pues trabaja aquí: nosotros vamos a trabajar allí abajo; nuestra tarea es destruir y matar.
El joven no contestó una palabra; ocultó su rostro entre las manos, sin estrechar siquiera los dedos de Pitou, que le abrazaba, y sobrecogiéronle tan violentas convulsiones que fue preciso llevarle a la enfermería del colegio.
—¡A la Bastilla! —gritó Billot.
—¡A la Bastilla! —gritó Pitou.
—¡A la Bastilla! —repitió la multitud.
Y se encaminaron hacia la Bastilla (...)
Billot avanzaba siempre; pero no era ya él quien gritaba. La multitud, prendada de su aspecto marcial, reconociendo en aquel hombre uno de los suyos, comentaba sus palabras y sus actos, y le seguía siempre, aumentando como la ola de la marea montante.
Detrás de Billot, cuando desembocó en el muelle de San Miguel, había más de tres mil hombres, armados de cuchillos, de hachas, de picas y de fusiles.
Todo el mundo gritaba: «¡A la Bastilla, a la Bastilla!».

Alejandro Dumas, Ángel Pitou


Aquella mañana San Antonio se vio invadido por una masa de gente miserable que iba de una parte a otra, sobre cuyas cabezas ondulantes brillaba, a veces, la luz al reflejarse en los sables y las bayonetas. Tremendo rugido surgía de la garganta de San Antonio, y se agitaba en el aire un verdadero bosque de armas desnudas, como ramas de árboles sacudidas por el viento invernal; todos los dedos oprimían con fuerza un arma o cualquier cosa que sirviera de tal.
Nadie habría podido decir quién se las daba ni de dónde procedían; pero en breve se distribuyeron mosquetes, cartuchos, pólvora y balas, barras de hierro y de madera, cuchillos, hachas, picas y toda arma que se pudiera encontrar o imaginar. Y los que no tenían otra cosa se dedicaban con ensangrentadas manos a sacar de las paredes las piedras y los ladrillos. Todos los corazones, en San Antonio, latían con el apresuramiento de la fiebre, y todo ser que tenía vida estaba dispuesta a sacrificarla.
Así como un remolino de agua hirviente tiene su vorágine, así aquel remolino humano tenía su centro en la taberna de Defarge, y cada una de las gotas humanas que había en el monstruoso caldero mostraba tendencia a dirigirse hacia el punto en que se hallaba Defarge, sucio de sudor y de pólvora, que daba órdenes, entregaba armas, hacía avanzar a unos y retroceder a otros, desarmaba a uno para armar a otro y trabajaba como un endemoniado en lo más espeso de aquella confusión.
—¡Ponte cerca de mí, Jaime Tres! —gritó Defarge;— y vosotros, Jaime Uno y Jaime Dos, separaos o poneos a la cabeza de tantos patriotas como os sea posible. ¿Dónde está mi mujer?
—¡Aquí! —le gritó su esposa siempre tranquila aunque sin estar entregada a su labor de calceta. La decidida mano derecha de aquella mujer tenía asida un hacha y en su cintura llevaba una pistola y un cuchillo.
—¿Adónde vas, mujer?
—Ahora contigo —le contestó ella.— Luego ya me verás a la cabeza de las mujeres.
—¡Ven, pues! —exclamó Defarge con fuerte voz.— ¡Ya estamos listos, patriotas y amigos! ¡A la Bastilla!
Con un rugido como si, al oír la detestada palabra, resonaran todas las voces de Francia, se levantó aquel mar viviente, y sus numerosas oleadas se extendieron por parte de la ciudad. Se oían campanadas de alarma, redoblar de tambores y aquel mar alborotado empezó el ataque.
Profundos fosos, doble puente levadizo, macizos muros de piedra, ocho enormes torres, cañones, mosquetes, fuego y humo... A través del fuego, y del humo, en el fuego y en el humo, porque aquel mar lo arrojó contra un cañón, y en un instante se convirtió en artillero, Defarge, el tabernero, trabajó como valeroso soldado por espacio de dos horas. Profundo foso, un solo puente levadizo, macizos muros de piedra, ocho grandes torres, cañones, mosquetes, fuego y humo... Cae un puente levadizo. ¡Animo, camaradas! ¡Animo, Jaime Uno, Jaime Dos, Jaime Mil, Jaime Dos Mil, Jaime Veinticinco Mil! ¡En nombre de los ángeles o de los diablos, como queráis! ¡Animo! Así gritaba Defarge, el tabernero, junto a su cañón, que estaba ya rojo.
—¡A mí las mujeres!— gritaba Madame Defarge: ¡Cómo! ¿No podremos matar como los hombres cuando haya caído la plaza?
Y acudían a su lado gritando numerosas mujeres diversamente armadas, pero todas iguales por el hambre y la sed de venganza que las animaba.
Cañones, mosquetes, fuego y humo... pero aun resistían el profundo foso, el puente levadizo, los macizos muros de piedra y las ocho enormes torres. En el mar que atacaba se veían pequeños desplazamientos originados por los heridos que caían. Chispeantes armas, antorchas ardientes, carros humeantes llenos de paja húmeda, enormes esfuerzos junto a las barricadas, gritos, maldiciones, actos de valor, estruendos, chasquidos y los furiosos rugidos del viviente mar; pero aun resistían el profundo foso, el puente levadizo, los macizos muros de piedra y las ocho enormes torres; no obstante, Defarge, el tabernero, seguía disparando su cañón doblemente enrojecido por el incesante fuego de cuatro horas.
Una bandera blanca desde dentro de la fortaleza y un parlamentario... apenas visible entre aquella tempestad y por completo inaudible. De pronto el mar se encrespó y arrastró a Defarge, el tabernero, sobre el tendido puente levadizo, lo hizo pasar más allá de los macizos muros de piedra, entre las ocho enormes torres que se habían rendido.
Tan irresistible era la fuerza del océano que lo arrastraba, que, para él, era tan impracticable respirar como volver la cabeza, como si hubiera estado luchando contra la resaca del mar del Sur, hasta que, por fin, se vio dentro del patio exterior de la Bastilla.
Allí, apoyado en una pared, hizo un esfuerzo para mirar a su alrededor. Cerca de él, estaba Jaime Tres, y la señora Defarge, capitaneando a algunas mujeres, se hallaba a poca distancia empuñando el cuchillo. El tumulto era general, reinaba la alegría, la estupefacción y se oía un ruido espantoso.
—¡Los presos!
—¡Los registros!
—¡Los calabozos secretos!
—¡Los instrumentos de tortura!
—¡Los presos!
          Entre estos gritos y otras mil incoherencias, el grito más general entre aquel mar de cabezas era el de: “¡Los presos!”

Charles Dickens, Historia de dos Ciudades