domingo, 30 de mayo de 2021

MISTER HYDE APARECE

 

Volvía yo a casa desde el quinto pino, una oscura madrugada de invierno, a eso de las tres, y mi camino me llevó por una zona de la ciudad donde no había literalmente nada más que farolas. Calle tras calle, y todo el mundo durmiendo. Calle tras calle, decía, y las farolas iluminadas como si fuera a pasar una procesión, aunque todo estaba desierto como una iglesia. Bueno, pues me sumí en ese estado en el que uno escucha y escucha y empieza a tener ganas de encontrarse con un policía. De repente vi dos figuras: la de un hombre pequeño que andaba con mucho brío y la de una niña de unos ocho o diez años que corría con todas sus fuerzas por una calle transversal. Pues bien, amigo mío, al llegar a la esquina chocaron el uno con la otra, como es lógico. Y aquí viene la parte horrorosa, y es que el hombre, después de arrollarla, la pisoteó, sin inmutarse, y la dejó gritando en el suelo. Así contado no parece nada, pero verlo fue espeluznante. Más que un hombre parecía un Juggernaut. Di la voz de alarma, salí corriendo, agarré del cuello a mi caballero y lo llevé de nuevo donde la niña seguía gritando, para entonces rodeada de un buen grupo de personas. El desconocido estaba completamente tranquilo y no opuso resistencia, pero me dirigió una mirada terrorífica y me puse a sudar a chorros. Resultó que aquellas personas eran la familia de la niña, y poco después llegó el médico al que habían avisado. Bueno, la niña no había sufrido daños graves, aparte del susto, según el matasanos. Y quizá creas que ahí acabó todo, pero no fue así. Se dio una curiosa circunstancia. El caballero me había parecido repugnante a simple vista. Y lo mismo le ocurrió a la familia de la niña, como es natural. Pero fue la reacción del médico lo que me llamó la atención. Era el clásico curalotodo normal y corriente, de edad y aspecto indefinidos, con marcado acento de Edimburgo y la misma sensibilidad que un trozo de madera. Era como cualquiera de nosotros, pero cada vez que miraba a mi prisionero, veía yo que el matasanos se ponía enfermo y blanco, de las ganas de matarlo que tenía. Cada uno de nosotros sabía lo que pensaba el otro, pero, como matarlo era impensable, hicimos cuanto pudimos dadas las circunstancias. Amenazamos al individuo con organizar un escándalo capaz de arrastrar su nombre por el fango de punta a punta de Londres. Le dijimos que, si aún conservaba alguna amistad o algún prestigio, ya nos encargaríamos nosotros de que los perdiera. Y, a la vez que le poníamos de vuelta y media, hacíamos lo posible por tranquilizar a las mujeres, que querían atacarlo como arpías. En la vida había visto yo un círculo de rostros más llenos de odio, y en su centro aquel hombre, con una especie de frialdad honda y despectiva (aunque se le veía también asustado), pero sobrellevando la situación como un verdadero Satán.

»—Si lo que quieren es sacar partido de este accidente —dijo—, naturalmente me tienen en sus manos. Un caballero siempre procura evitar el escándalo. Díganme cuánto quieren.

»Así que le apretamos las tuercas hasta que le sacamos cien libras para la familia de la niña. Era evidente que no le hacía ninguna gracia, pero vio que podíamos hacerle daño y terminó por acceder. Lo siguiente era darnos el dinero. Y ¿qué crees que hizo entonces? Pues nos llevó precisamente a esa puerta: sacó una llave, entró y salió poco después con diez libras en monedas de oro y un cheque extendido contra la banca Coutts, por valor de la cantidad restante, al portador y firmado con un nombre que no puedo decir, aun cuando esta sea una de las claves de mi historia, porque se trata de un personaje muy conocido y frecuente en los medios impresos. La cifra era alta, pero la firma, si es que era auténtica, valía mucho más. Me tomé la libertad de señalar al caballero en cuestión que todo aquel asunto me parecía sospechoso y que un hombre, en la vida real, no entra por la puerta de un sótano a las cuatro de la madrugada y sale con un cheque que lleva estampado el nombre de otro por un valor cercano a las cien libras. Pero se mostró de lo más tranquilo y desdeñoso.

»—No se preocupen —dijo—. Me quedaré con ustedes hasta que abran los bancos y yo mismo cobraré el cheque.

»Conque nos marchamos los cuatro: el médico, el padre de la niña, nuestro amigo y yo, y pasamos lo que quedaba de la noche en mis habitaciones. Ya de día, después de desayunar, fuimos todos al banco. Yo mismo entregué el cheque diciendo que tenía fundadas razones para creer que era falso. Ni muchísimo menos. El cheque era auténtico.

»Es una historia sin pies ni cabeza. Porque mi hombre era un tipejo con el que nadie querría relacionarse, un hombre en verdad muy dañino, mientras que quien había extendido el cheque es un dechado de virtudes, famoso además, y (para colmo de males) una de esas personas que se dedican a hacer lo que llaman el bien. Un chantaje, me figuro; un hombre honrado obligado a pagar por algún desliz cometido en su juventud. (…)


»El caballero que arrolló a la niña se llamaba Hyde. No es fácil describirlo. Hay algo raro en su apariencia, algo desagradable, algo directamente detestable. Nunca he visto un hombre que me pareciera tan repulsivo, y, al mismo tiempo, no sé por qué. Debe de tener alguna deformidad. Da la sensación de que tiene alguna deformidad, pero no sabría decir cuál. Tiene un aspecto muy extraño y al mismo tiempo en realidad no puedo señalar nada que se salga de lo normal. No, señor. No veo por dónde cogerlo. No puedo describirlo. Y no es por falta de memoria, pues te aseguro que ahora mismo lo estoy viendo.

Robert Louis Stevenson, El Doctor Jeckyll y Mister Hyde

viernes, 28 de mayo de 2021

INFAMIA

 

Emma Cruz es abogada y profesora de derecho penal. Se traslada al pequeño pueblo gallego de Merlo para impartir clases en la universidad, sin saber que ese lugar está marcado por la desgracia.

Su llegada coincide con el veinticinco aniversario de la desaparición de las hermanas Giraud, a quien parece que se las haya tragado la tierra. Así, Emma descubrirá que los habitantes de Merlo guardan secretos inconfesables. ¿Qué fue de las hermanas Giraud? ¿Están muertas? Y si es así, ¿quién fue el responsable y por qué nunca encontraron sus cuerpos?

                Ledicia Costas, en su primera obra para adultos, nos ofrece un thriller con temas que pueden resultar duros: la pederastia, la violación, la corrupción, el maltrato, el abuso de poder… entremezclados con el amor, el odio, la locura, la culpa y la verdad, que ocultan algunos de los personajes. La historia nos atrapa sin que nos demos cuenta, igual que el clima del pueblo de Merlo, siempre con la lluvia y la niebla que envuelve todo. Esas referencias a Twin Peaks, la serie mítica de David Lynch. Por eso no es de extrañar que nos encontremos con personajes inseguros, introspectivos, que arrastran daños emocionales que no se han curado:  Emma, marcada por el atropello a su hermana 25 años atrás y que huye de una relación tóxica; Sara, que sabe que sus hijas no van a aparecer y quiere que sus vecinos sufran tanto que deseen morir; Lucas, atormentado, que ha perdido un ojo y se ha alejado de los amigos de su adolescencia; Noel, que entre otras cosas oculta su homosexualidad; Rubén, el policía engreído que amenazará a Emma, siempre protegido por su padre, un comisario de policía y actual jefe de departamento de Emma; Salva, que parece el perro fiel de Rubén y no ha superado lo ocurrido en la iglesia hace años; esos vecinos que ocultaron lo ocurrido e intentan sobrellevar su culpa.

                El hecho de que nosotros lectores lleguemos a saber la verdad sobre lo ocurrido, al contrario que nuestra protagonista, es algo que me ha gustado mucho, igual que el epilogo donde aparece un personaje inesperado que nos lleva a un final abierto.  

jueves, 27 de mayo de 2021

EL MENSAJERO DE LOS DIOSES

 

Al abrir los ojos sintió un mareo y tuvo que apoyarse en la pared mientras sus puños se cerraban convulsivamente sobre las extrañas barras a las que se agarraba.

Paseó la vista por los alrededores con la esperanza de que el paisaje familiar lograra tranquilizarlo, pero tuvo que cerrar los ojos de nuevo, asustado. No había montañas. Ni árboles. Ni mar. Y el cielo era blanco, aunque se notaba en el ambiente que estaba a punto de hacerse de noche.

No reconocía nada. Absolutamente nada.

Se forzó a inspirar hondo, a concentrarse en ralentizar los latidos de su corazón que sonaba en su pecho como el galope de un caballo. El aire era tan frío que sintió una punzada en las sienes y tuvo que volver a la respiración superficial.

¿Qué le estaba pasando?

¿Dónde estaba?

No tenía más que abrir los ojos y verlo, pero no se atrevía. La simple idea de mirar a su alrededor le aterrorizaba.

Volvió a apretar las manos para sentir la solidez de lo que fuera que estaba tocando. No sabía qué era, pero sabía que estaba ahí y que no era amenazador. Su corazón seguía palpitando como un tambor enloquecido.

¿De qué tenía tanto miedo? ¿De abrir los ojos?

¿Por qué? ¿Qué había visto?

Intentó recordar mientras seguía con el hombro firmemente apoyado en una pared sólida y helada y los ojos fuertemente cerrados, como las manos.

Gente. Mucha gente a su alrededor. Demasiada. Suelo empedrado. Edificios muy altos. Demasiado altos. Extraños.

Estaba en una ciudad.

Estaba en una ciudad y eso era bueno, porque en las ciudades el grado de civilización es más alto, los habitantes están acostumbrados a los forasteros y nadie se mete con nadie a menos que su comportamiento sea muy llamativo.

Dejó que su mente le diera un par de vueltas al pensamiento que acababa de formular. Sacó la conclusión de que él debía de ser forastero en la ciudad. Por eso había pensado de esa manera. Pero no recordaba dónde estaba ni de dónde venía.

Se esforzó por identificar la lengua que sonaba a su alrededor. No solo era incomprensible, sino que tenía la sensación de que no era solo una, sino muchas. Le llegaban retazos de conversaciones, risas, lloriqueo de bebés, los ladridos de un perro, fragmentos de un discurso que alguien pronunciaba en un idioma desconocido..., todo sobrepuesto a un fragor constante, un rumor profundo como de olas, o más bien de ruedas. De muchas ruedas que giraran ininterrumpidamente sobre un suelo liso, como bolas de mármol sobre mármol.

Pájaros no había. Ni sonaba el viento entre los árboles. Pero el sonido de base, aunque solo aproximadamente, era el de una ciudad, el de una plaza en día de mercado. Algo conocido. Aunque la gente vistiera de un modo tan extraño como le había parecido antes de cerrar los ojos.

—¿Estás bien? —oyó de pronto a su lado, comprendiendo repentinamente la pregunta aunque sabía que la lengua no era la suya propia—. ¿Necesitas ayuda?

Abrió los ojos.

Una muchacha muy joven, bonita, de pelo castaño cubierto por un gorro blanco con una borla en la coronilla, lo miraba con cierta preocupación. Olía bien. A flores.

—Sí. No —se oyó decir, maravillándose a sí mismo—. Gracias. Ya se me está pasando. He salido de casa sin comer nada y me ha dado una especie de mareo, pero ya estoy bien.

Detrás de la chica, sirviéndole de marco, se veía una construcción enorme, de piedra gris tallada con figuras, con una altísima torre acabada en pico y un tejado empinadísimo cubierto de piedras de color, formando un mosaico geométrico. «Una catedral», dijo algo en su interior. «Un templo.»

En ese momento llegó otra chica de la misma edad, pero con el pelo tan rubio que parecía hecho de una paja muy fina; se acercó a su amiga y se le colgó del brazo sin dejar de mirarlo con una sonrisa.

—Ya estoy bien —insistió él—. En serio. Gracias por preocuparte, pero no es nada.

—Entonces ya podemos irnos —dijo la recién llegada, dándole un tirón—. ¡Venga, Lessa, vámonos!

No comprendía cómo, pero sabía que la chica morena se llamaba Celeste, o algo muy parecido, aunque su amiga la llamaba Lessa. La rubia era Susanne y todo el mundo la llamaba Nanni.

Con una última sonrisa, se separaron. Las muchachas se alejaron de él, con las cabezas juntas, seguramente comentando qué podía haberle pasado al chico guapo de la bicicleta. Las vio marchar, aunque algo de ellas, una especie de hilo rojo hecho de niebla que surgía de Lessa, se quedó enganchado a él; lo veía serpenteando entre la gente que llenaba la amplia calle. Podría encontrarlas si lo necesitaba.

Se miró las manos, que seguían agarrando las dos barras como si de ello dependiera su vida, y se dio cuenta de que, efectivamente, se trataba del manillar de una bicicleta. Grande. Azul claro. De metal. Con dos bolsas a los costados llenas de paquetes y sobres. Separó una mano y se la llevó a la cabeza. Llevaba casco, como un soldado; un casco extraordinariamente ligero. Amarillo.

Se lo quitó y lo observó con detenimiento. «Plástico», se dijo.

Estaban empezando a caer grandes copos de nieve, muy lentos, que se iban posando sobre las superficies heladas y, con bastante rapidez, iban cubriéndolo todo de blanco. El cielo se oscurecía por momentos y las luces empezaban a encenderse a su alrededor, aunque algo en su interior le decía que no era muy tarde. Las luces eran muy brillantes, de colores, y no humeaban.

El frío era cada vez más intenso. Tenía que moverse.

Metió las manos en los bolsillos del anorak y encontró unos guantes de cuero. Se los puso. Volvió a ponerse el casco y, con mucho cuidado, montó en la bicicleta, dejando que fuera su cuerpo y no su mente el que decidiera cómo hacerlo. No hubo problema. Su cuerpo recordaba.

Dobló por una calle lateral, dejando atrás la catedral. Algo en su interior sabía cómo moverse, cómo esquivar los otros vehículos más grandes, más pesados —coches— que le salían al paso.

«Estoy en Viena.» La idea le llegó como desde la nada, y en la misma lengua que había hablado con la muchacha: alemán.

«Esto es Viena. Austria. Europa central. ¡Qué curioso! Europa... La catedral es Sankt Stephan. Si sigo por esta calle, llegaré al Ring. Tengo que ir a la Neubaugasse a entregar un paquete.»

Poco a poco todas las piezas iban cayendo en su lugar, pero muy lentamente, como si tuvieran que atravesar una jarra de miel antes de caer al fondo.

«Ahora sabes dónde estás y adónde te diriges», se dijo a sí mismo en alemán, mientras pedaleaba cuesta arriba junto al Museums Quartier. «Eso no está mal, pero la pregunta crucial es... ¿quién eres?»

Curiosamente, a pesar de que sabía que era una pregunta importante, no le parecía tan espantoso no ser capaz de contestarla. Ya le acudiría, como había sucedido con lo demás. De algún modo impreciso, sabía que no era la primera vez que le pasaba algo así. Todo llegaría.

«Piensa un poco», se dijo con parte de su mente mientras la otra parte se concentraba en buscar el número correcto. «¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?»

Desmontó de la bici, comprobó la lista que llevaba y llamó al timbre.

—¿Sí? —preguntó una voz distorsionada que salía de una cajita de plástico gris. El interfono.

—Mensajero —se oyó decir, en respuesta tanto a la pregunta del desconocido como a la propia.

La palabra lo hizo sonreír. Ahora sabía quién era. Era un mensajero. Entre otras cosas. Siempre lo había sido.

Subió los cuatro pisos a toda velocidad, sin sentir apenas el esfuerzo, con pies tan ligeros como si llevara alas en ellos.

—Firme aquí.

Era una mujer de mediana edad que en su juventud debía de haber sido realmente hermosa. Tenía los ojos tan azules que no parecían naturales y el pelo del color del trigo maduro. Su figura seguía siendo esbelta, aunque tenía curvas en todos los lugares apropiados.

—Firme aquí, haga el favor —tuvo que insistir porque la señora se había quedado mirándolo fijamente, como si se estuviera esforzando en averiguar si lo conocía o de qué podía conocerlo.

Detrás de ella, en el pasillo, un enorme espejo de marco dorado los reflejaba a los dos: la espalda de ella, el rostro de él, ovalado, con el pelo más bien largo, castaño claro, barba corta, frente amplia, nariz griega, ojos oscuros y brillantes. Aparentaba unos veinticinco años.

La mujer firmó, tomó el paquete, que apenas si pesaba nada, lo dejó sobre la consola —Amazon, leyó; «¡qué curioso!, ¿un paquete enviado por una amazona?»— y le tendió una moneda que él se metió en el bolsillo sin mirarla, distraído como estaba con su reflejo.

No se reconocía a sí mismo, pero su imagen no le era desconocida. Quizá si seguía mirándose acabaría por averiguar su nombre y su identidad.

—Gracias, señora. ¡Hasta otro servicio! —las palabras salían automáticamente, sin su intervención—. Vuelva a usar Hermes cuando necesite mensajeros de confianza.

La mujer cerró la puerta con suavidad y él se quedó contemplando la mirilla dorada, un ojo brillante en la oscuridad.

Hermes.

Ahora sabía quién era.

Ahora sabía a qué había venido.

Elia Barceló, Por ti Daré mi Vida

martes, 25 de mayo de 2021

EL CÍRCULO ESCARLATA

 Enviado por Ana

Como en la anterior novela de César Mallorquí, Las lágrimas de Shiva, el narrador será el propio Javier. Ahora, cuatro años después de descubrir qué pasó con Beatriz Obregón y con el famoso collar, Javier se trasladará a Santander para ayudar a Violeta a descubrir un nuevo misterio. Es el verano de 1973 y nuestro protagonista volverá a ser testigo de la presencia de otro fantasma, que no será tan amable como Beatriz Obregón y que aterrorizará en varias ocasiones a nuestros protagonistas.

La Mansión Kraken será el refugio de este nuevo fantasma aficionado a los relatos de terror, un edificio con apariencia de fortaleza que tiene un aire un tanto siniestro y que parece el decorado de una película de miedo. Melquiades, su último dueño, falleció hace dos años y la familia de Elena, amiga de Violeta, no ha conseguido encontrar los documentos de propiedad para aceptar así la herencia. Javier, gracias a sus dotes detectivescas y a esa sensibilidad especial para contactar con los fantasmas, descubrirá poco a poco qué se esconde detrás de esa mansión. Conoceremos así algunos detalles de la vida de los antepasados de Melquiades y el origen de esa mansión maldita, construida con la sangre de inocentes. Aníbal Salazar será la oveja negra de la familia, un traficante de esclavos conocido como “La Bestia” que cometió verdaderas atrocidades.

Finalmente, Javier descubrirá quién se oculta detrás del fantasma de la casa, un adolescente aficionado a leer historias de terror y que creará su propia historia: La secta del círculo escarlata. Se trata de un relato enmarcado, es decir, una historia dentro de la historia principal que protagonizan Javier y Violeta. Es un manuscrito que el fantasma dejó inconcluso al morir y que logrará terminar gracias a la ayuda de Javier, dejándole nada menos que su cuerpo. A raíz del hallazgo de este manuscrito y de algunas revistas de terror que encuentran en la biblioteca, el autor nos introduce en el mundo de la Ciencia-Ficción y en la narrativa del escritor Lovecraft, al que imita nuestro fantasma. También aprovecha este género para hablarnos de su padre, José Mallorquí, que dirigió la revista titulada Narraciones Terroríficas. Incluso nos recuerda un suceso trágico en su vida, el suicidio de su padre.

Pero no todo son fantasmas, tráfico de esclavos, sectas, masones o habitaciones ocultas, también hay lugar para el amor y los celos, muchos celos. Al principio del libro descubrimos que la historia de amor que se fraguó hace cuatro años, no ha continuado en el tiempo. Javier y Violeta han dejado en el pasado ese primer amor y empiezan relaciones paralelas que finalmente no terminan con final feliz. A lo largo del libro sentimos cierta antipatía por Andrés, novio de Violeta, un chico demasiado engreído, o por Elena, muy guapa, pero excesivamente pija e interesada. Los celos que sienten Javier y Violeta al ver al otro con su pareja, les harán darse cuenta de lo que realmente sienten, aunque Azucena les tendrá que dar un pequeño empujón de nuevo.

lunes, 24 de mayo de 2021

ERES CARLOS AGUILAR,

y hace veinticinco años que no nos vemos. Nos acabamos de cruzar en esta fiesta a la que me ha invitado Globomedia, la productora de televisión de Mediapro. No me has reconocido pero no importa. Yo a ti sí te conozco. Te conozco mejor de lo que piensas.

Según te pides una copa al fondo, sé que estás rumiando lo que te acaban de anunciar en el hospital Clínico. Sé que tu hermana es médico. Sé que esta tarde la has pasado con ella y tu cuñado en la piscina de su urbanización en el norte de Madrid. Sé que te sentaste bajo una sombrilla, en bañador, sin quitarte una camisa de manga larga con la que cubrías tus brazos, la misma eslim fit de Hugo Boss que llevas ahora. Sé que luego tosiste y escupiste sangre. Y sé lo que te han anunciado los médicos.

Pero hay más: sé lo que te va a suceder a lo largo de estas trescientas y pico páginas. Sé tantas cosas sobre ti que, si fueras consciente de todo lo que sé, te angustiarías. Por eso, lógicamente, no irrumpo en tus pensamientos. Como no me reconoces, me limito a dejarte una tarjeta con mi nombre, que has guardado distraídamente en el bolsillo de tu americana: ni siquiera la has mirado.

Es posible que sea mejor así. No es hora de reencontrarnos. Ya llegará el momento.

Con todo, me cuesta no observarte por el rabillo del ojo mientras me alejo y me tomo un segundo burbon con mi mujer en este club privado en pleno centro de Madrid donde te señalo discretamente. Le indico que eres el personaje más exitoso de todos los que pueblan mis novelas. Ella me dice que lo entiende, porque eres atractivo. Insiste en que tienes carisma sexual. Le gusta tu manera de coger la copa, de moverte entre la gente. Le atrae tu pelo ensortijado, reluciente de gomina. Le intriga la media sonrisa maliciosa que esbozas en cualquier situación.

Dice que le encantaría saber qué ha sido de ti durante estos años.

Y es que hay mucha gente deseándolo. Gente que te perdió la pista hace veinticinco años y que tiene ganas de que vuelvas a colarte en las librerías. Cuando le explico que llevo un tiempo rumiando el contar a todos tu historia, sonríe y dice que es buena idea. Tú igual no lo sospechas, pero muchos me lo reclaman. Desde hace ya un tiempo te has convertido en un icono noventero y hasta, para algunos, en ejemplo de masculinidad tóxica.

Así se referían a ti recientemente en un artículo de El País. Probablemente ni lo has leído y, si lo has hecho, te habrás reído un rato. A ti la opinión de los periodistas nunca te importó ni poco ni mucho. Pero yo me he visto obligado en mis últimas intervenciones a explicar la esencia negativa de tu personalidad. Eres como el Mister Jaid que todos llevamos dentro y que casi nunca sacamos a relucir. Como mi parte oscura, mi némesis. Cuesta creer que un día fuimos amigos.

Lo cierto es que durante todos estos años nos hemos alejado tanto, que yo soy el primer sorprendido esta noche. Siempre pensé que si nos cruzábamos de nuevo no te reconocería… y ya ves que no ha sido así.

Le doy otro trago a mi copa y echo un vistazo a mi alrededor. Veo gente del mundo audiovisual reunida para mirarse unos a otros y ensalzar su glamur castizo. Acaba de llegar Alba Flores, la hija de Lolita, la sobrina de Antonio Flores: es una de las estrellas emergentes del panorama televisivo. No está lejos de mí y la felicito por sus éxitos.

Al rato se me acerca Javier Méndez, el director de contenidos de Mediapro, a hablarme sobre nuestro próximo proyecto.

—Tengo muchas esperanzas puestas en ella, José Ángel… Estoy esperando el piloto.

Le contesto que estoy trabajando duro en ello, por supuesto. Y a todo esto no te quito el ojo de encima, porque tú podrías ser el protagonista de esa futura serie. Tu personaje me tiene obsesionado. Después de tanto tiempo dándole vueltas a cómo recuperarte, ardo en ganas de volver a oír tu voz.

Vayamos, si te parece, con ello. Retrotraigámonos un par de horas. A la visita que acabas de hacer al hospital clínico San Carlos, en la plaza de Cristo Rey, porque eso es el principio de todo.

¡Que empiece la función!

José Ángel Mañas, La última juerga

domingo, 23 de mayo de 2021

LOS FAROS

 


Rubens, río de olvido, jardín de la pereza,

Almohada de carne fresca donde no se puede amar,

Pero donde la vida afluye y se agita sin cesar,

Como el aire en el cielo y la mar en el mar;



 

Leonardo da Vinci, espejo profundo y sombrío,

Donde los ángeles encantadores, con dulce sonrisa

Toda llena de misterio, aparecen en la sombra

De los ventisqueros y los pinos que cierran su paisaje;


 


Rembrandt, triste hospital lleno de murmullos,

Y por un gran crucifijo decorado solamente,

Donde la plegaria llorosa se exhala de las inmundicias,

Y de un rayo invernal atravesado bruscamente;

 


Miguel Ángel, lugar impreciso do vénse los Hércules

Mezclarse a los Cristos, y elevarse muy erguidos

Fantasmas pujantes que en los crepúsculos

Desgarran su sudario estirando sus dedos;

 

Cóleras de boxeador, impudicias de fauno,

Tú que supiste recoger la belleza de los granujas,

Gran corazón henchido de orgullo, hombre débil y amarillo,

Puget, melancólico emperador de los forzados;



 

Watteau, este carnaval en el que no pocos corazones ilustres,

Como mariposas, flotan relucientes,

Decoraciones frescas y leves iluminadas por lámparas

Que vierten la locura en este baile vertiginoso;

 



Goya, pesadilla llena de cosas desconocidas,

Fetos que se hacen cocer en medio de los sabats,

Viejas ante el espejo y niñas todas desnudas,

Para tentar los demonios ajustando bien sus medias;

 



Delacroix, lago de sangre obsedido por malvados ángeles,

Sombreado por un bosque de pinos siempre verde,

Donde, bajo un cielo triste, fanfarrias extrañas

Pasan, cual un suspiro ahogado de Weber;

 

¡Estas maldiciones, estas blasfemias, estos lamentos,

Estos éxtasis, estos gritos, estos llantos, estos Te Deum,

Son un eco repetido por mil laberintos;

Es para los corazones mortales un divino opio!

 

Es un grito repetido por mil centinelas,

¡Una orden transmitida por mil portavoces.

Es un faro encendido sobre mil ciudadelas,

Un clamor de cazadores perdidos en los inmensos bosques!

 

¡Porque verdaderamente, Señor, el mejor testimonio

Que podemos dar de nuestra dignidad

Es este ardiente sollozo que rueda de edad en edad

Y viene a morir al borde de vuestra eternidad!

Charles Baudelaire

 

viernes, 21 de mayo de 2021

KLARA Y EL SOL

Klara es una AA, una Amiga Artificial, especializada en el cuidado de niños. Pasa sus días en una tienda, esperando a que alguien la adquiera y se la lleve a una casa, un hogar. Mientras espera, contempla el exterior desde el escaparate. Observa a los transeúntes, sus actitudes, sus gestos, su modo de caminar, y es testigo de algunos episodios que no acaba de entender, como una extraña pelea entre dos taxistas. Klara es una AA singular, es más observadora y más dada a hacerse preguntas que la mayoría de sus congéneres. Y, como sus compañeros, necesita del Sol para alimentarse, para cargarse de energía...

Un día frente al escaparte se para una niña, Josie, con la que entabla relación y le pide que le aguarde, que la va a comprar. Pasará un tiempo hasta que vuelvan Josie y su madre para llevarse a Klara a su casa, a pesar de que han salido modelos nuevos.

La labor de Klara no es la de una niñera ni de una criada, sino acompañar a la niña durante el tiempo que va a pasar sin apenas relacionarse con gente de su edad hasta que entre en la universidad. Nos enteraremos de que Josie ha sido mejorada para acrecentar sus capacidades cognitivas e intelectuales para lograr un mejor rendimiento en sus estudios y optar a un mejor puesto de trabajo. Pero esa mejora conlleva un deterioro de la salud de la niña, que puede conducirle a la muerte, como ocurrió con su hermana.

Klara, que no comprende la biología humana, hará un sacrificio al sol, para que éste bañe a Klara con una energía especial que sane a la niña.

A través de los ojos y la peculiar visión de Klara, que intenta comprender al ser humano para ser de ayuda a Josie, Kazuo Ishiguro nos ofrece un mundo distópico, que, por desgracia, no parece tan lejano: las máquinas están sustituyendo a los hombres en su trabajo; los niños, por lo menos los de “alto rango”, no van al colegio, sino que estudian telemáticamente con profesores que contratan; el resurgimiento de grupo fascistas y racistas… Pero estos son pinceladas, hay otros motivos que nos llaman la atención: la madre de Josie adquiere a Klara porque ésta es capaz de imitar a la niña tanto en su forma de moverse, hablar y con el tiempo va a ser capaz de pensar y sentir como ella (lo cual supone una última solución para…); cómo Klara va siendo relegada conforme su servicio ya no es necesario, primero al desván, luego al depósito; cómo la madre de Rick, dentro de sus limitaciones, hará todo lo posible para que su hijo, que no ha sido mejorado, pueda ir a una de las mejores universidades; .cómo la madre de Josie no quiere volver a perder otra hija...

Por medio de la curiosidad, ingenuidad e  inteligencia de Klara, Ishiguro nos adentra en los comportamientos, las emociones y los sentimientos de los humanos, indaga en lo que nos define como personas

PREMIO NOBEL LITERATURA 2017

jueves, 20 de mayo de 2021

EL BESO

 


Los inviernos del Asia central son sombríos y de un frío penetrante, los veranos sudorosos y malolientes traen mosquitos, cólera y disentería, pero en abril el aire acaricia como el roce de la piel de los muslos y el aroma de todos los árboles floridos impregna el vaho sofocante de las letrinas de la ciudad.

Cada ciudad tiene su propia lógica. Imaginen una ciudad de líneas rectas, geométricas, trazadas con las tizas de colores de un niño, en ocre, en blanco, en terracota pálido. Las galerías bajas y claras de las casas parecen surgir de la tierra blancuzca, rosada, como si hubieran nacido de ella en lugar de haber sido construidas. Todo está cubierto por una capa delgada y arenosa de polvo, parecida al polvillo que dejan las tizas en los dedos.

En contraste con esa palidez descolorida, las superficies iridiscentes de los azulejos de cerámica que cubren los antiguos mausoleos son un embeleso para la vista. Al mirarlo, el azul palpitante del Islam se convierte en verde. Bajo una cúpula bulbosa en la que alternan el lapislázuli y el verde hoja, en una tumba de jade yacen los restos de Tamerlán, el flagelo de Asia. Visitamos una ciudad realmente fabulosa. Estamos en Samarkanda.

La revolución les prometió vestidos de seda a las campesinas de Uzbekistán y al menos ésa fue una promesa que no dejó de cumplir. Las mujeres lucen túnicas de raso liviano, rosa y amarillo, rojo y blanco, negro y blanco, rojo, verde y blanco, con franjas difusas de colores que encandilan como una ilusión óptica, y se adornan con joyas de vidrio rojo.

Da la impresión de que siempre anduvieran con el entrecejo fruncido porque se pintan una gruesa línea negra que cruza las dos cejas sin dejar un espacio en el medio. Se delinean los párpados con kohl. Su aspecto es impresionante. Dividen sus largos cabellos en dos o tres decenas de trenzas arremolinadas. Las jóvenes usan pequeños bonetes de terciopelo bordados con hilos de metal y abalorios. Las mujeres mayores se cubren la cabeza con un par de pañuelos de lana con dibujos de flores, uno ceñido sobre la frente, otro que cae suelto hasta los hombros. Nadie ha usado velo durante sesenta años.

Las mujeres caminan con tanta resolución como si no vivieran en una ciudad imaginaria. No saben que tanto ellas como los hombres cubiertos con turbantes, chaquetas de cuero de oveja y botas son criaturas tan extraordinarias para los extranjeros como un unicornio. Con todo su exotismo deslumbrante e inocente, viven en abierta contradicción con la historia. No saben lo que yo sé acerca de ellas. No saben que esta ciudad no es todo lo que hay en el mundo. Lo único que conocen del mundo es esta ciudad, bella como una ilusión, en la que crecen lirios en las acequias. En el salón de té, un loro verde picotea los barrotes de su jaula de mimbre.

El olor del mercado es penetrante y agreste. Una chica con una raya negra sobre las cejas rocía rábanos con el agua que va sacando de un vaso. A comienzos de año, sólo se pueden comprar los frutos secos —albaricoques, melocotones, pasas— que quedan del verano pasado, excepto unas pocas granadas, valiosísimas, arrugadas, que conservan en aserrín durante el invierno y que ahora descansan abiertas en los puestos para enseñar el húmedo nido de granates que hay en su interior. Las pepitas saladas de albaricoque, aún más deliciosas que los pistachos, son una especialidad de Samarkanda.

Una vieja vende calas. Hoy por la mañana, bajó de las montañas, donde los tulipanes silvestres florecen como enormes burbujas sanguinolentas, y las tórtolas engatusadoras anidan entre las rocas. A la hora del almuerzo, la mujer remoja pedazos de pan en un tazón de leche cortada y mastica lentamente. Cuando haya vendido las flores, regresará al lugar donde crecen.

Apenas parece vivir en lo temporal. O bien, es como si estuviera esperando que Sherezada vea llegar el postrero amanecer y, después de su último cuento, se quede en silencio. Entonces, la vendedora de calas podría desaparecer.

Una cabra mordisquea jazmines silvestres entre las ruinas de una mezquita construida por la hermosa esposa de Tamerlán.

La esposa de Tamerlán comenzó a construirle esta mezquita para darle una sorpresa, mientras él luchaba lejos en las guerras, pero cuando le avisaron que estaba por regresar enseguida, todavía quedaba un arco sin terminar. Se dirigió directamente a hablar con el arquitecto y le suplicó que se diera prisa, pero el arquitecto le respondió que sólo terminaría su trabajo a tiempo si ella le daba un beso. Un beso, un solo beso.

La esposa de Tamerlán no sólo era muy hermosa y virtuosa, sino también muy astuta. Fue al mercado, compró una canasta de huevos, los hirvió y los pintó de doce colores distintos. Hizo llamar al arquitecto al palacio, le mostró la canasta y le pidió que eligiera un huevo y se lo comiera. Él eligió un huevo rojo. ¿Qué sabor tiene? El sabor de un huevo. Le pidió que comiera otro.

Él eligió un huevo verde.

¿Qué sabor tiene este huevo? El mismo que el del anterior. Otro más.

Él se comió un huevo color púrpura.

Un huevo sabe igual que cualquier otro huevo, dijo, si los dos están frescos.

¿Ve usted?, dijo ella. Cada huevo parece distinto a los demás, pero todos tienen el mismo sabor. Puede besar a cualquiera de mis criadas, la que prefiera, pero déjeme en paz.

Está bien, dijo el arquitecto. Pero regresó poco después, llevando una bandeja con tres escudillas y se podría haber pensado que las tres estaban llenas de agua.

Beba de estas escudillas, le dijo.

Ella tomó un sorbo de la primera, luego un sorbo de la segunda; pero cuando bebió de la tercera empezó a toser y a escupir porque no contenía agua sino vodka.

El vodka y el agua parecen iguales pero su sabor es muy distinto, dijo él. Y lo mismo ocurre con el amor.

Entonces, la esposa de Tamerlán besó al arquitecto en los labios. Él regresó a la mezquita y terminó el arco el mismo día en que el victorioso Tamerlán entró cabalgando en Samarkanda con su ejército y sus estandartes y jaulas repletas de reyes cautivos. Pero cuando fue a visitar a su esposa, ella se apartó de él porque ninguna mujer puede regresar al harén después de haber bebido vodka. Tamerlán comenzó a azotarla con un látigo hasta que ella confesó que había besado al arquitecto y entonces él envió a los verdugos directamente a la mezquita.

Los verdugos encontraron al arquitecto en lo alto del arco y corrieron escaleras arriba con los cuchillos desenvainados, pero cuando él los oyó acercarse le crecieron alas y se fue volando hacia Persia.

Éste es un relato de contornos simples, geométricos, de colores tan puros como las tizas de colores de un niño. La esposa de Tamerlán de este relato se habría pintado una raya negra a lo ancho de la frente y habría recogido sus cabellos en decenas y decenas de pequeñas trenzas, como cualquier otra mujer de Uzbekistán. Habría comprado rábanos blancos y rojos en el mercado para prepararle la cena a su esposo. Después de huir de él, probablemente se haya ganado la vida vendiendo en el mercado. Tal vez vendía calas.

Angela Carter

miércoles, 19 de mayo de 2021

GUSTOS

 

Lytten miró de reojo a sus compañeros y sonrió brevemente. Al igual que él, la mayoría rondaba los cincuenta; todos ellos tenían ese aspecto cansado y desaliñado característico de su profesión. A ninguno le preocupaba mucho la elegancia en el vestir; preferían los trajes de tweed desgastados por el uso y los zapatos cómodos. Tenían el cuello de la camisa deshilachado, salvo aquéllos a los que su esposa le daba la vuelta antes de admitir que no se podía hacer nada más. A las americanas les cosían coderas de piel para alargarles la vida; la mayoría lucía unos calcetines que habían sido zurcidos con cuidado y de manera repetida. Lytten suponía que eran sus mejores amigos, gente a la que, en algunos casos, conocía desde hacía décadas. Sin embargo, no los consideraba amigos, ni siquiera colegas. La verdad es que no sabía qué eran. Simplemente formaban parte de su vida: las personas con las que pasaba el sábado, después de que algunos acudiesen a la biblioteca y otros dedicaran una o dos horas a la enseñanza.

Todos ellos tenían una pasión secreta, que ocultaban bien a la mayor parte del mundo. Les gustaban los relatos. Algunos sentían debilidad por las historias de detectives y poseían montones de Penguin de lomo verde escondidos tras libros encuadernados en piel de historia anglosajona o filosofía clásica. Otros sentían un amor igual de ardiente e ilícito por la ciencia ficción, y nada les agradaba más que aovillarse con un relato de una exploración interestelar entre las clases sobre la evolución y la acogida que tenía la novela rusa del siglo XIX. Unos cuantos preferían los libros de espías y las novelas de aventuras, ya fuesen de Rider Haggard o Buchan o (para los más disolutos) James Bond.

Lytten mostraba una inclinación por las historias fantásticas de tierras imaginarias, habitadas (si es que ésta era la palabra) por dragones y trols y trasgos. Había sido eso lo que lo había movido, hacía ya muchos años, a buscar la compañía de Lewis y Tolkien.

Se trataba de un interés que se había apoderado de él cuando tenía trece años, cuando se vio postrado en la cama durante cuatro meses con sarampión, luego paperas y después varicela. De manera que leyó. Y leyó y leyó. No había otra cosa que hacer; ni siquiera contaba aún con un aparato en el que pudiera escuchar la radio. Si su madre no paraba de llevarle obras respetables y edificantes, su padre le pasaba de tapadillo cosas disparatadas. Historias de caballeros y bellas doncellas, de dioses y diosas, de búsquedas y aventuras. Él leía y después se acostaba y soñaba, mejorando los relatos allí donde pensaba que el autor se había quedado corto. Los dragones se tornaban más desagradables; las mujeres, más avispadas; los hombres, menos aburridos y virtuosos.

Al final acabó escribiendo él las historias, pero siempre se mostraba reticente a enseñarlas. Fue a la guerra, después entró a formar parte del mundo académico, un intelectual sobresaliente, y las historias quedaron sin terminar. Además, resultaba muy sencillo criticar el trabajo de los demás, pero descubrió que en realidad era bastante arduo contar una historia. Sus primeras tentativas no fueron mucho mejores que aquéllas a las que sacaba faltas con tanta facilidad.

Poco a poco fue forjando una nueva ambición, y ésa era la que en ese momento, un tranquilo sábado de octubre de 1960, se disponía a revelar en todo su esplendor a sus amigos en el pub. Se había pasado años analizando las obras de los demás; ahora, después de que lo pincharan tanto, le había llegado su turno.

Confiaba en que reaccionaran con interés. A lo largo de los años, los miembros habían ido yendo y viniendo, y los mejores se habían ido: Lewis estaba enfermo en Cambridge, Tolkien se había jubilado, demasiado famoso y demasiado mayor para escribir más. Los echaba de menos, le habría gustado ver la cara que ponía Lewis.

—Muy bien, caballeros, si tienen la amabilidad de dejar lo que están bebiendo y prestar atención, les contaré.

Iain Pears, Arcadia

martes, 18 de mayo de 2021

EL ASESINO DE ALFAS

 

Enviado por Alicia

Los perceptores corrientes son personas que tienen uno de los cinco sentidos desarrollados al máximo, pero los Alfas disfrutan de un control total sobre sus percepciones. Excelentes guerreros, con una visión que les permite atravesar paredes, un olfato y un oído que los hace percibir a sus enemigos a kilómetros de distancia, y un gusto que los convierte en excelentes envenenadores, los Alfas son los perceptores más poderosos y, por eso, reclaman a los más débiles para formar sus familias y mover los hilos del mundo de los humanos como si fuesen simples marionetas.

Nos situamos en Málaga, donde están establecidos dos clanes, los Galán y los Beltrán. Allí vive Kate, una alfa libre que no forma parte de ninguna familia, junto con su tío Mateo, y que, tras años de huida, quiere llevar una vida normal con gente de su edad. Y sus problemas comienzan la noche que se va a un concierto con un compañero. Estando allí reacciona ante un ruido que solo ella pueda oír (la muerte de otro alfa), y será descubierta  por Óliver, quien la reclamará para su familia y se convertirá en una Galán contra su voluntad. Deseando encontrar la manera de volver junto a su tío, Kate fingirá adaptarse a la familia mientras los Alfas de Málaga sufren los ataques de un poderoso perceptor que los está aniquilando.

                Con esta novela se inicia la última trilogía de Patricia García-Rojo, donde encontramos intriga, romance, desarrollo personal… La autora se luce mostrándonos como se manifiestan o funcionan los sentidos de los preceptores. Al poco de comenzar el libro se nos cuenta qué son los perceptores, qué pueden hacer, cómo está organizada su sociedad; luego vendrá toda la intriga con los asesinatos que se van sucediendo. Todo en capítulos cortos, que nos atrae más.

                Me llama la atención cómo Kate de ser libre pasa a resignarse a vivir con los Galán, quienes le ayudarán a desarrollar y potenciar sus habilidades como alfa, la envolverán en una vida de lujos y glamour, y podrá dedicarse a su pasión, la pintura.

lunes, 17 de mayo de 2021

DOS AÑOS DE VACACIONES

 

Cierta madrugada del año 1886, Jules Verne estaba, como de costumbre, en el gabinete de trabajo de su casa, en el número 2 de la calle Charles Dubois, en Amiens, una sencilla y provinciana ciudad del norte de Francia.

El silencio era total en aquellas horas tranquilas del alba, así que, arropado por la calma matutina, Verne escribió:

Dos años de vacaciones

En la noche del nueve de marzo, las nubes, que se confundían con el mar, limitaban a unas cuantas brazas el espacio que podía abarcarse con la vista.

Se trataba del título y de la primera frase del capítulo primero del trigésimo segundo libro de Los viajes extraordinarios (¿o era el trigésimo primero o el trigésimo tercero...?), y aunque el párrafo en cuestión le pareció aceptable, no por ello abandonó el lápiz, tan apto para eliminar tropezones lingüísticos, tan fácil de borrar. Tiempo habría de repasar aquello a tinta para transformarlo en texto definitivo.

Siguió escribiendo a buena velocidad, sin detenerse demasiado en relecturas y correcciones, algo inusual en él dado su carácter meticuloso y perfeccionista. Pero tenía cincuenta y ocho años, no era por tanto un jovencito ilusionado y vital, y se encontraba además en la época más amarga de su vida.

En las siguientes semanas se dedicó por completo a la nueva obra, una historia de pequeños robinsones en la que quince niños de entre ocho y catorce años tienen que sobrevivir en una isla desierta durante dos años solos y sin la ayuda de adultos.

A menudo Verne se fatigaba por la postura casi inmóvil del escritor y con gran esfuerzo recolocaba esa pierna inflamada y dolorida en la que una profunda herida de bala a la altura del tobillo no terminaba de curarse.

Pero seguía escribiendo.

Con frecuencia sentía desánimo, mal humor, agotamiento vital.

Pero seguía escribiendo. Había un contrato firmado que no podía incumplir; escribir era su oficio, su obligación.

Y un día, inesperadamente, algo muy fuerte sucedió en su vida e hizo que Jules Verne renunciara de golpe a continuar con esa novela. ¿Qué fue? En la soledad de su gabinete de trabajo, apartando el manuscrito de su vista, derramó odio sobre los protagonistas de la historia con inmensa e injusta acritud.

–¡Al diablo! ¡Al diablo el jovencito Briant, el envidioso Doniphan y todos los muchachos de la maldita isla!

Lo cual era excesivo y desacostumbrado, pues Verne amaba profundamente a sus personajes, en los que ponía gran ilusión, sobre todo durante la época de génesis de las novelas. Pero 1886 era su año nefasto (y no solo por el atentado que había sufrido), y una considerable depresión le embargaba hasta el punto de hundir su estado de ánimo por completo. Y ahora además estaba lo otro, lo que acababa de suceder y había provocado que los ojos secos de un hombre endurecido se ablandaran y humedecieran por las lágrimas.

De ese modo, el manuscrito todavía a lápiz y sin terminar de Dos años de vacaciones fue abandonado y Verne decidió que comenzaría otra novela. Esta no le estaba resultando gratificante.

Así lo hizo. Tituló la nueva obra Norte contra sur, y pronto se vio completamente inmerso en ella.

Mientras, Dos años de vacaciones permanecería en el olvido...

Marisol Ortiz de Zárate, Rebelión en Verne

domingo, 16 de mayo de 2021

SER O NO SER


Esa es la cuestión.

¿Qué es más noble? ¿Permanecer impasible ante los avatares de una fortuna adversa o afrontar los peligros de un turbulento mar y, desafiándolos, terminar con todo de una vez?

 Morir es… dormir… Nada más. Y durmiendo se acaban la ansiedad y la angustia y los miles de padecimientos de que son herederos nuestros míseros cuerpos. Es una deseable consumación: Morir… dormir… dormir… tal vez soñar.

Ah, ahí está la dificultad. Es el miedo a los sueños que podamos tener al abandonar este breve hospedaje lo que nos hace titubear, pues a través de ellos podrían prolongarse indefinidamente las desdichas de esta vida.

Si pudiésemos estar absolutamente seguros de que un certero golpe de daga terminaría con todo, ¿quién soportaría los azotes y desdenes del mundo, la injusticia de los opresores, los desprecios del arrogante, el dolor del amor no correspondido, la desidia de la justicia, la insolencia de los ministros, y los palos inmerecidamente recibidos? ¿Quién arrastraría, gimiendo y sudando, las cargas de esta vida, si no fuese por el temor de que haya algo después de la muerte, ese país inexplorado del que nadie ha logrado regresar?

Es lo que inmoviliza la voluntad y nos hace concluir que mejor es el mal que padecemos que el mal que está por venir. La duda nos convierte en cobardes y nos desvía de nuestro racional curso de acción.

Pero… interrumpamos nuestras filosofías,

William Shakespeare, Hamlet

 

viernes, 14 de mayo de 2021

ODISEA

 

          Javier Negrete se sumerge en los poemas homéricos y nos va a volver a contar la historia de Ulises, de Odiseo, a quien acompañamos durante los episodios más conocidos de la legendaria guerra de Troya y de su regreso a casa, a Itaca; pero hay un pequeño y sorprendente cambio: una vez que parte del reino de los feacios, tras su encuentro con Nausicaa, no regresa a su tierra para enfrentarse a los pretendiente, sino que se dirige una vez más al Hades, a una nueva batalla, donde con otros seis héroes de la guerra de Troya, que regresan de la tierra de los muertos, para enfrentarse a los dioses del Olimpo por la supervivencia de la raza humana.

Tras todo esto se encuentran las Moiras, que quieren escapar de su destino, y sus oscuras profecías, pues le han dicho a Atenea que será la señora de los dioses cuando Zeus caiga humillado. Y hay que recordar que los dioses pueden manipular a su antojo a los hombres, para que estos hagan o recuerden lo que la divinidad quiera; y sólo unos pocos no pueden ser manejados, entre ellos Odiseo, quien desea vengarse de los dioses especialmente de Atenea por la muerte de su hermano Medón. Estas dos tramas se unirán, y veremos como los planes esconden planes que esconden otros planes que nos conducirán a un final sorprendente.

Los personajes están muy bien trabajados, sobre todo Odiseo, Atenea y Nausicaa, con sus luces y sombras, ateniéndose al mito, pero complicándolo. Ese Aquiles que no quiere ser rey de los muertos, y que anhela esa última batalla, aunque luego su alma y su cuerpo desaparezcan. Hefesto, el dios del que toda su familia se burla, temeroso, que intenta evitar la ira de Zeus…

Una escena genial es el epílogo, donde un aedo le canta a Odiseo el final del poema homérico, y este, cada dos por tres, le interrumpe con un irónico ¿de verdad que ocurrió así? No hay nada como cuestionar lo que creemos conocer.

jueves, 13 de mayo de 2021

LA REINA Y LOS LIBROS

 

La semana siguiente pensaba dar el libro a una dama de compañía para que lo devolviera, pero al encontrarse prisionera de su secretario privado y verse obligada a repasar la agenda del día con mayor detalle de lo que ella consideraba necesario, zanjó la discusión sobre una visita al laboratorio de investigación viaria declarando de pronto que era miércoles y en consecuencia tenía que ir a cambiar el libro a la biblioteca ambulante. Su secretario privado, Sir Kevin Scatchard, un neozelandés sumamente concienzudo de quien se esperaban grandes cosas, se quedó solo recogiendo sus papeles y se preguntó para qué necesitaba la soberana una biblioteca ambulante cuando poseía tantas fijas.

Sin los perros, la visita fue algo más tranquila, aunque Norman era de nuevo el único prestatario.

—¿Qué le ha parecido, señora? —preguntó el señor Hutchings.

—¿Dame Ivy? Un poco seca. Y todo el mundo habla igual, ¿se ha dado cuenta?

—Para decirle la verdad, señora, nunca he leído más que unas pocas páginas. ¿Hasta dónde ha llegado Su Majestad?

—Oh, hasta el final. Cuando empezamos un libro lo terminamos. Nos han educado así. Libros, pan y mantequilla, puré de patatas: no hay que dejar nada en el plato. Siempre ha sido nuestra filosofía.

—En realidad no tenía que haber devuelto el libro, señora. Estamos reduciendo existencias y todos los libros de esa estantería son gratuitos.

—¿Quiere decir que podemos quedárnoslo? —Se apretó el libro contra el pecho—. Hemos hecho bien en venir. Buenas tardes, señor Seakins. ¿Más de Cecil Beatón?

Norman le mostró el libro que estaba examinando, en esta ocasión algo sobre David Hockney. Ella lo hojeó, mirando imperturbable los traseros de hombres jóvenes que salían de piscinas californianas o yacían juntos en camas deshechas.

—Algunas —dijo—, algunas no parecen del todo acabadas. Esta está muy borrosa.

—Creo que era su estilo entonces, señora —dijo Norman—. En realidad es muy buen dibujante.

La reina volvió a mirar a Norman.

—¿Trabajas en la cocina?

—Sí, señora.

No se había propuesto llevarse otro libro, pero decidió que ya que estaba allí era más fácil llevárselo que no, aunque se sentía tan perpleja como la semana anterior. Lo cierto era que no quería ningún libro y desde luego no quería otro de Ivy Compton-Burnett, que en conjunto era bastante difícil.

Fue pues una suerte que posara la mirada en un volumen reeditado de A la caza del amor, de Nancy Mitford. Lo cogió.

—Bueno. ¿No se casó su hermana con el fascista de Mosley?

El señor Hutchings dijo que creía que así era.

—Y la suegra de otra hermana en cambio era mi responsable de vestuario personal.

—Eso no lo sé, señora.

—Luego estaba aquella desgraciada que tuvo un lío con Hitler. Y una se hizo comunista. Y creo que había una más. ¿Pero ésta es Nancy?

—Sí, señora.

—Bien.

Las novelas rara vez tenían tan excelentes relaciones y la reina, en consecuencia, se sintió tranquilizada y entregó con cierta confianza el libro al señor Hutchings para que lo sellase.

A la caza del amor resultó ser una elección afortunada y, a su manera, memorable. Si Su Majestad hubiera escogido otro tostón, una de las primeras obras de George Eliot, pongamos, o una de las últimas de Henry James, lectora novata como era, habría podido abandonar la lectura para siempre y no habría aquí historia que contar. Habría pensado que los libros dan trabajo.

Así las cosas, pronto se enfrascó en la lectura de aquél, y al pasar por su dormitorio aquella noche, con la bolsa de agua caliente en la mano, el duque la oyó reírse a carcajadas. Asomó la cabeza por la puerta.

—¿Todo bien, abuela?

—Claro. Estoy leyendo.

—¿Otra vez? —dijo él, y se marchó moviendo la cabeza.

A la mañana siguiente despertó con un pequeño resfriado y como no tenía compromisos se quedó en la cama diciendo que quizá estuviera incubando una gripe. Era impropio de ella y además no era cierto; se trataba sólo de que quería seguir leyendo el libro.

«La reina tiene un ligero resfriado», fue la noticia comunicada al país, pero lo que no le dijeron y lo que la propia reina tampoco sabía era que constituía la primera de una serie de adaptaciones, algunas de gran alcance, que la lectura iba a ocasionar.

Alan Bennett, Una Lectora Nada Común

miércoles, 12 de mayo de 2021

LA CAMISA AZUL

 

El día que mi padre nos abandonó, yo llevaba una camisa suya.

Era una de esas tardes sofocantes de agosto, en medio de un verano que parecía que no iba a acabarse nunca.

—¿Hoy tampoco bajas? —me preguntó mi madre, empeñada en que me relacionase con los demás críos de la urbanización—. En la piscina seguro que se está bien.

Negué con la cabeza.

La piscina era uno de los lugares prohibidos. Resultaba imposible no verse en el reflejo de esa agua que parecía acusarme. Que me recordaba que había algo en mí que, a mis nueve, todavía no era capaz de expresar. Algo que no me atrevía a decir, aunque sabía que me molestaba. Y en el agua, en medio de ese azul cruel y transparente, era imposible esconderlo con las mismas tácticas que había aprendido a desarrollar, de manera inconsciente, fuera de ella.

—¿Estás segura, Alicia?

Entonces todavía respondía a mi deadname y, aunque no me reconocía en él, me dolía tanto escribirlo como ahora.

Ni siquiera se me había ocurrido aún elegir Eric.

Mi verdadero nombre vendría poco después, en casa del abuelo, gracias a una de esas historias que él me contaba —aquel amigo, aquella vez en que consiguieron huir juntos, aquellas revoluciones universitarias de las que ambos fueron parte en tiempos más oscuros— y que luego, cuando ya no estuviera junto a mí, tanto echaría de menos.

—Seguro que en la piscina estarías mucho mejor —mi madre es incansable cuando se le mete una idea en la cabeza.

—No me apetece.

—Tan cabezota como tu padre…

No sé en qué momento ellos dos decidieron rendirse, ni por quépensé aquella tarde que era buena idea entrar en su dormitorio y coger una de sus camisas.

Elegí una azul, de un azul casi negro, mucho más intenso que el de la piscina a la que me negaba a bajar y en la que se oían las voces de decenas de niños con los que, de repente, se había vuelto más complicado saber cómo relacionarme.

Hacía tiempo que mi padre no se la ponía. Entonces aún era un hombre fuerte, bastante atlético —no sé cómo lo habrá tratado el tiempo en estos años: la última vez que nos vimos fue poco después de mi segundo ingreso—, aunque hacía demasiado que había dejado de entrenar y su cuerpo había iniciado una decadencia prematura con la que era fácil intuir que tampoco él se encontraba satisfecho.

En realidad, no había nada en nuestra familia que pareciera gustarle demasiado.

Ni nuestra casa.

Ni mi madre.

Ni las visitas de mi abuelo.

Ni yo.

Ni siquiera su propio cuerpo.

Tal vez por eso había dejado de mirarnos. De mirarse.

Nada de lo que hacíamos le importaba mucho.

Así que debí de imaginar que tampoco le molestaría que tomase prestada aquella camisa para uno de los juegos en que me creía director, actor, guionista y hasta escenógrafo al mismo tiempo. Había empezado a imitar una escena de Wall-E, que aquel año se había convertido en mi película favorita. Uno de mis muñecos, sentado a mi lado, era la robot Eva, y yo, el protagonista que trataba de conquistarla (…)

Aquella camisa azul, casi negra, me quedaba muy grande. Me sobraban unos cinco centímetros en cada manga y el faldón bajaba tanto que llegaba a cubrirme las rodillas. Me miré en el espejo que había en la puerta de mi armario, un lugar que se había convertido poco a poco en uno de los rincones más siniestros de mi habitación, y sentí algo que entonces no supe explicar.

No tenía las palabras, a pesar de que mi madre insistía en que mi vocabulario era muy avanzando para mi edad —ese afán por convertirme en alguien excepcional—, pero sí era capaz de interpretar mis emociones.

Entonces se me quedó pequeño el lenguaje.

Hoy no.

Hoy sí puedo traducir lo que viví en ese mismo instante.

Porque lo que pasó se resume en una única acción.

En un único verbo: me reconocí.

Por eso, porque acababa de verme por primera vez debajo de una camisa que no era mía, supongo que no escuché las llaves girar en la cerradura.

Ni sentí sus pasos hasta mi habitación.

No me di cuenta de que mi padre ya estaba en casa hasta que entró en mi cuarto y me sorprendió en el momento más importante de mi vida.

El momento en que acababa de descubrir quién era.

Me miró.

Y no dijo nada.

Tampoco era necesario: la repugnancia que latía en sus ojos no precisaba ni una sola palabra que la acompañase.

Nunca sabré si se debió a la particular manía que le tenía a mis juegos teatrales.

O si, por un instante, solo por un instante, fue capaz de verme con la misma rotundidad con que lo había hecho yo.

Sentí una vergüenza abrumadora y lo miré con una candidez que hoy, de puro indefensa, me resulta estúpida.

Casi hiriente.

Me mantuve firme en mi ingenuidad —a lo mejor no le importa, a lo mejor él también lo sabía, a lo mejor me abraza— durante unos segundos.

Quizá fueran minutos.

Él permaneció inmóvil. De pie, junto al quicio de la puerta, observándome con severidad mientras yo me empeñaba en creer que aquella escena podría terminar bien. Con un final tan feliz como el de las películas de dibujos que me gustaban. Como el de los cuentos que mi madre e incluso él mismo me habían leído algunas noches cuando era más pequeño. Así que me quedé quieto, confiando en que aquello acabara con un gesto tan simple como un abrazo.

No sé cuánto tiempo estuvimos así. Tampoco recuerdo en qué momento me di cuenta de que lo que esperaba de mi padre era un imposible.

Lo único que sé es que aquel abrazo no llegó.

—¿Por qué te molesta todo lo que hago, papá?

Le habría preguntado mi yo de ahora.

—¿Por qué no me abrazas?

Habría querido preguntarle mi yo de entonces.

Pero ninguno de los dos habló.

Ni el Eric de hoy, porque todavía no había encontrado mi nombre: apenas acababa de encontrar mi mirada.

Ni el niño asustado de entonces, porque temía que ese abrazo no sucediera justo cuando más lo necesitaba: el mismo día en que por fin había entendido que todos llevaban años llamándolo de la forma equivocada.

Nando López, La versión de Eric

PREMIO GRAN ANGULAR 2020