miércoles, 31 de octubre de 2018

REFLEXIONES EN UNA FUNERARIA


Navaja se encontraba en el patio delantero de una tienda que vendía lápidas y fachadas para criptas. Una colección de deidades estilizadas, ninguna de las cuales habían sido aprobadas por ningún templo todavía, suplicaban bendiciones sobre los futuros muertos. Beru y Ascua, Soliel y Nerruse, Treach y el Caído, el Embozado y Fanderay, Mastín y tigre, jabalí y gusano. La tienda estaba cerrada y él contemplaba las piedras todavía sin tallar, a la espera de nombres de seres queridos. Apoyada en uno de los muros bajos del patio había una hilera de sarcófagos de mármol, y contra el muro de enfrente había urnas altas de bocas acampanadas, cuellos estrechos y los cuerpos abombados; le recordaban a mujeres encintas... un nacimiento para la muerte, úteros para albergar todo cuanto quedaba de la carne mortal, hogar de los que iban a responder a la pregunta definitiva, la última pregunta: ¿Qué hay después? ¿Qué nos aguarda a todos? ¿De qué forma es la puerta que tengo delante? Había multitud de formas de preguntarlo, pero todas significaban lo mismo, y todas buscaban una única respuesta.

El lenguaje de la muerte era algo común. La muerte de una amistad. La muerte del amor. Cada una resonaba con esa irreversibilidad que aguardaba al final, pero eran ecos leves, fantasmales, ecos que representaban escenas de un teatro de marionetas, engullidas por sombras tornadizas. Matar un amor. ¿Qué hay al otro lado? Vacío, frío, cenizas sin rumbo, pero ¿no se demuestra fértil? ¿Un lugar en el que se planta una nueva semilla, que encuentra la vida y se transforma en ella? ¿Es también así la verdadera muerte?

Del polvo, una nueva semilla...

Un pensamiento agradable. Un pensamiento reconfortante.

La calle que tenía detrás estaba moderadamente concurrida, los últimos compradores nocturnos que se resistían a dar por terminado el día. Quizá no tenían nada por lo que volver a casa. Quizás ansiaban una compra más, con la vana esperanza de que llenara ese vacío que los carcomía por dentro.

Nadie se adentraba en ese patio, nadie quería que le recordaran lo que les aguardaba a todos. ¿Por qué, entonces, se había metido él allí? ¿Buscaba acaso una especie de consuelo, algún recordatorio de que a cada persona, en cualquier parte, le aguardaba el mismo final? Podías caminar, podías arrastrarte, podías precipitarte, pero jamás podías darte la vuelta y volver en la otra dirección, jamás podías escapar. Incluso con el tópico de que todo el dolor pertenecía a los vivos, los que quedaban atrás (enfrentándose a los espacios vacíos que una vez ocupó alguien), había una especie de calma serena. Recorremos el mismo camino, algunos llegan más lejos, algunos menos, pero sigue siendo para siempre jamás el mismo sendero.

Estaba, pues, la muerte del amor.

Y estaba, por desgracia, su asesinato.

Steven Erikson, Doblan por los Mastines

martes, 30 de octubre de 2018

MI HERMANA VIVE SOBRE LA REPISA DE LA CHIMENEA



Esta historia de Annabel Pitcher nos cuenta la lucha de un niño por recuperar a su familia desgarra y conmueve, pero está también llena de humor y esperanza. La voz de Jamie tiene tanta fuerza que uno no puede evitar ponerse de su parte y ver el mundo a través de sus ojos.

Han pasado cinco años desde que Rose murió en un atentado terrorista islámico en el centro de Londres. Su hermano Jamie, de diez años, no ha podido llorar todavía, aunque sabe que debería hacerlo porque toda su familia lo hizo. Las cosas no van nada bien desde entonces: su padre bebe cada vez más, su madre los ha abandonado, Jasmine, la gemela de Rose, se ha teñido el pelo de rosa, ha dejado de comer y Jamie (aparte de ocultar a su padre que se ha hecho amigo de una niña musulmana), tiene muchas preguntas que nadie le responde. Pero un día un anuncio de televisión, buscando jóvenes talentos que sepan cantar, le hace soñar con que todo vuelva a ser como antes…

                La historia está contada por Jamie, con quien pronto empatizamos. Nos cuenta de una forma enternecedora su vida cotidiana, donde se alternan drama, esperanza y humor: el acoso en su nuevo colegio; la falta de noticias de su madre; el padre que no se preocupa con lo que les ocurre a sus hijos y se refugia en el alcohol; Jas, su hermana, que, en plena adolescencia, ha de hacerse cargo de él; la amistad con Sunya, la compañera de pupitre, que su padre calificaría de traición…

A través de la ingenuidad de Jamie, Annabel Pitcher reflexiona en un relato en apariencia simple sobre temas como la muerte, la irresponsabilidad paterna, la xenofobia o el acoso escolar.

lunes, 29 de octubre de 2018

LA PEOR MANERA DE MORIR



En el espacio exterior, en los mundos lejanos, en los satélites habitados, en las naves siderales y en las estaciones espaciales se producen con cierta frecuencia accidentes mortales.

A rnenudo se descubren nuevas y horribles formas de morir. Pero en el imaginario de los cosmonautas, la agonía sufrida como consecuencia de fallos durante los procesos de hibernación sigue siendo la más temida. La que se halla más clararnente revestida por un halo de leyenda.

El terror más puro.

Nadie que no haya pasado por ello es realmente capaz de imaginar la angustia de quien revive en una cápsula de hibernación antes de tiempo, con toda la sangre de su cuerpo sustituida por fluido anticongelante, incapaz de moverse, incapaz de respirar y, sin embargo, incapaz también de morir. Y nadie de los que han pasado por ello ha sobrevivido para contarlo. Los aterradores relatos de Edgar Allan Poe sobre narcolépticos que despiertan dentro de su ataúd tras haber sido enterrados en vida, palidecen al lado de las horribles crónicas sobre accidentes de hibernación. De algunas de las víctimas se cuenta cómo fueron encontradas dentro de sus cápsulas averiadas, tras agitarse durante horas entre sufrimientos que la biología humana tacha, simplemente, de inimaginables.

Abro los ojos y solo veo niebla. Niebla triste. Un resplandor blanquecino y difuso.

Tardo unos segundos en percatarme de que se trata del vaho que empaña el interior de la cúpula de mi cápsula de hibernación. La cápsula está cerrada, por tanto; y eso significa que algo no va bien. Al despertar, la cápsula debe estar abierta, con la cúpula alzada. Un relámpago de terror me recorre de parte a parte. Ha ocurrido algo. Algo muy malo. No puedo moverme; no puedo respirar. Es como si alguien me tapase la boca con la mano. O como si el hueso de un melocotón me cerrase la glotis. Esos horribles instantes anteriores a la muerte por asfixia que todos hemos imaginado alguna vez. Solo que, en este caso, la muerte no llega. Sabes que acabará llegando y acabará contigo, claro está, inevitablemente; deseas que suceda y que sea cuanto antes; pero no llega. La angustia se prolonga más y más. Y el dolor. !Ah, el dolor! El dolor adquiere un significado distinto al que para ti tenia hasta entonces. ¿Quién podía imaginarlo, tan intenso, tan propio, tan tuyo? Como si hubiese estado siempre dentro de ti, agazapado, esperando mostrarse en el último momento, en los últimos minutos de la existencia. Un dolor que sientes correr por tus venas, transportado por el líquido lechoso que sustituye a tu sangre. Un dolor infinito que parece generarse en el tuétano de los huesos y emerger hasta la punta del vello, hasta el extremo de las uñas y hasta el centro de las pupilas; un dolor ante el que nada puedes hacer. Solo parpadear.

Parpadear.

Cerrar los ojos. Abrir los ojos. Cerrar los ojos...

Fernando Lalana, Los Diamantes de Oberón
PREMIO CERVANTES CHICO 2010

domingo, 28 de octubre de 2018

EL BAILE DE LOS MUERTOS



El guardián miró hacia abajo en la medio de la noche:
Sobre las tumbas que yacen dispersas allí,
Con su luz plateada la luna llenaba el espacio,
Y la iglesia como el día parecía brillar,
Entonces vió, primero una tumba, y luego otra que se abría,
Y hombres y mujeres fueron vistos al avanzar,
Envueltos en pálidas y níveas mortajas.

Apurados por correr pronto doblaron los tobillos,
Girando en rondas y danzas tan alegres,
El joven y el viejo, el rico y los pobres.
Pero las mortajas les molestaban,
Y como la modestia no puede perturbarlos,
Se sacudieron, y pronto aparecieron los sudarios
Dispersos y confusos sobre las tumbas.

Entonces agitaron las piernas, estremecieron los muslos,
Mientras la tropa con extraños gestos avanzaba,
Los gritos y clamores se elevaron alto,
Hasta que el tiempo y la danza marcaron el mismo ritmo.
La vista del guardián parecía abrumada de maravillas
Cuando el villano Tentador le habló así al oído:
Aprovecha una de las mortajas que allí yacen.

Rápido como el pensamiento la tomó y huyó
Detrás del portal de la capilla a toda velocidad;
La luna seguía derramando su blanquecina luz
Sobre la danza que temerariamente se desarrollaba.
Pero los bailarines se fueron retirando uno a uno,
Y sus mortajas, mientras se desvanecían, reposaron,
Y bajo el césped todo estuvo tranquilo.

Pero uno de ellos tropieza y queda tendido allí,
E intenta alcanzar el sepulcro con desesperación;
Sin embargo, sus camaradas lo ignoraban,
Y él percibió el aroma del sudario en el aire.
Así que agitó la puerta, pues el guardián se protegía,
Para repeler al enemigo, bajo el bendito peso
De las cruces de metal.

El sudario debe conseguir, pues sin él no hay descanso,
Permaneció unos instantes reflexionando
Sobre los ornamentos góticos que el espectro ansiaba.
¡Pobre guardián! ¡Su destino está sellado!
Como una larga y espantosa araña, en súbito andar,
Así avanzaba el pérfido y espantoso gusano.

El guardián tembló, y la palidez lo sobrecogió;
Mientras el fantasma buscaba su sombría mortaja,
Cuando al final (ahora nada puede salvarlo)
En un diente de hierro fue capturado,
Cuando el luctuoso brillo de la luna se apagaba,
Cuando sonoro estalló el trueno de la campana,
Desvaneciendo el esqueleto, deshecho en átomos.

J.W.Goethe

viernes, 26 de octubre de 2018

ERASE UNA VEZ


una niña pobre, tan hermosa como buena, que vivía con su malvada madrastra en una casa del bosque.
—¿Del bosque? El bosque está anticuado. Vaya, todo ese entorno rural ya empieza a cansarme. No es un buen reflejo de la sociedad de hoy. ¿Por qué no la trasladamos a un entorno urbano, para variar?
—Erase una vez una niña pobre, tan hermosa como buena, que vivía con su malvada madrastra en una casa en las afueras de la ciudad.
—Eso está mejor. Pero debo cuestionar muy en serio el adjetivo pobre.
—¡Pero era pobre!
—La pobreza es relativa. Vivía en una casa, ¿no?
—Sí.
—Luego, desde una perspectiva socioeconómica, no era pobre.
—¡Pero el dinero no era suyo! La gracia del relato es que la malvada madrastra la obliga a llevar harapos y a dormir junto a la chimenea...
—¡Ajá! ¡Tenían chimenea! ¿Desde cuándo los pobres tienen chimeneas? Ve al parque, ve una noche a una estación de metro, ve a ver cómo duermen en cajas de cartón. ¡Entonces sabrás lo que es ser pobre!
—Erase una vez una niña de clase media, tan hermosa como buena...
—Para un momento. Creo que podemos eliminar lo de hermosa, ¿no? La mujer de hoy ya tiene que lidiar con demasiados estereotipos físicos intimidatorios, con todas esas bollicaos que salen en los anuncios. ¿No puedes hacerla, bueno, digamos, más normal?
—Erase una vez una niña con un ligero sobrepeso y cuyos dientes frontales sobresalían, que...
—No me parece divertido reírse del aspecto de la gente. Además, estás fomentando la anorexia.
—¡No me burlaba! Me limitaba a describir...
—Sáltate la descripción. Las descripciones oprimen. Pero puedes decir de qué color era la niña.
—¿De qué color?
—Ya me entiendes. Negra, blanca, roja, morena, amarilla. Ahí tienes las opciones. Para tu información: basta ya de blancos. La cultura dominante esto, la cultura dominante lo otro...
—No sé de qué color era.
—Bueno, lo más probable es que fuera del tuyo, ¿no crees?
—¡Pero esto no tiene nada que ver conmigo! Es sobre una niña...
—Todo tiene que ver contigo.
—Me parece que no tienes ganas de oír esta historia.
—Oh, bueno, sigue. Que sea étnica. Eso podría ayudar.
—Érase una vez una niña de raza indeterminada, tan normal de aspecto como buena, que vivía con su malvada...
—Otra cosa. Buena y malvada. ¿No crees que podrías dejar atrás estos epítetos que responden a puritanos juicios morales? Al fin y al cabo, son en gran parte de puros condicionamientos, ¿no?
—Érase una vez una niña tan normal de aspecto como adaptada a su entorno, que vivía con su madrastra, que no era una persona abierta ni cariñosa porque había sido maltratada durante la infancia.
—Mejor, ¡Aunque estoy harta de tantas imágenes femeninas negativas! Las madrastras siempre aparecen como malas. ¿Por qué no la conviertes en un padrastro? Además, así la historia tendría más sentido, considerando la conducta perversa que vas a describir. Introduce látigos y cadenas. Todos sabemos cómo son de retorcidos esos tipos reprimidos de mediana edad...
—¡Hey, espera un momento! Yo soy un hombre de mediana edad...
—Vale, señor Susceptible. No te des por aludido... Esto queda entre tú y yo. Sigue.
—Érase una vez una niña...
—¿Cuántos años tenía?
—No sé. Era joven.
—Esto acaba en boda, ¿no?
—Bueno, no quiero revelarte la trama, pero... sí.
—Entonces puedes borrar esa terminología paternalista condescendiente. Es una mujer, colega. Una mujer.
—Érase una vez...
—¿Qué es eso de érase una vez? Ya basta del pasado. Háblame de ahora.
—Es...
—¿Y bien?
—¿Y bien, qué?
—Y bien, ¿por qué no hay?

Margaret Atwood

jueves, 25 de octubre de 2018

EL MAPA DEL TIEMPO


Enviado por David (B1CH)

Londres, 1896.

Innumerables inventos alteran una y otra vez la faz del siglo haciendo creer al hombre que la ciencia es capaz de conseguir lo imposible. Y sus logros parecen no tener límites, como demuestra la aparición de la empresa de Viajes Temporales Murray, que abre sus puertas dispuesta a hacer realidad el sueño más codiciado de la humanidad: viajar en el tiempo, un anhelo que el escritor H. G. Wells había despertado un año antes con su novela La máquina del tiempo.

De repente, el hombre del siglo XIX tiene la posibilidad de viajar al año 2000, como hace Claire Haggerty, quien vivirá una historia de amor a través del tiempo con un hombre del futuro. Pero no todos desean ver el mañana. Andrew Harrington pretende viajar al pasado, a 1888, para salvar a su amada de las garras de Jack el Destripador. Y el propio H.G. Wells sufrirá los riesgos de los viajes temporales cuando un misterioso viajero llegue a su época con la intención de asesinarlo para publicar su novela con su nombre, obligándole a emprender una desesperada huida a través de los siglos.

Pero, ¿qué ocurre si cambiamos el pasado? ¿Puede reescribirse la Historia?  

Aclamada por miles de lectores, El mapa del tiempo es una fantasía histórica imaginativa y trepidante, una historia de amor y aventuras que transporta al lector al fascinante Londres victoriano en su propio viaje en el tiempo.

Esta novela de Félix J. Palma junta un poco de fantasía con algo de ciencia, por lo que el leerlo me ha resultado un pasatiempo bastante agradable, y me ha gustado tanto que ya he empezado a leerme el resto de la trilogía (lo prometido es deuda).

A mí me gusta mucho la ciencia ficción, y a lo largo de la obra van sucediendo eventos que al principio resulta ser ficticios, pero acaba resultando un montaje, apoyado por la ciencia, salvo por la última historia, que ahí sí resulta ser un acto de fantasía. Me ha divertido este pequeño juego que realiza, pues el libro empieza con el “viaje” que hace Andrew, haciendo creer al propio lector de que el libro si que va a ir sobre ciencia ficción, pero acaba aclarándolo todo como un montaje, llevando de nuevo al libro a ser una novela que respeta la lógica universal. También realiza este contraste con la historia de Tom, volviendo a producir el mismo efecto, de hecho me hizo llegar a la conclusión de que la tercera historia iba a ser igual, que el principio sería algo fantástico y que luego se explicaría todo como una farsa, pero no fue el caso, pues el autor vuelve a jugar con el lector dándole a su novela un toque de ficción cuando parecía que todo iba acabar normal. Con esta serie de trucos que ha realizado el escritor, ha conseguido mantener interesante toda la historia, haciéndonos pensar que iba a ir en un sentido y acaba yendo en otro. 

Félix se ha molestado en informarse sobre las paradojas temporales y todo lo relacionado con el tema de los viajes temporales, como se aprecia en la profundas reflexiones que hace Wells sobre lo moral de hacer estos viajes. El hecho de que se haya documentado hace que, aunque los viajes temporales sean algo que seguramente que el ser humano nunca llegue a dominar, todo lo que explica acerca del tema será mucho más verosímil.

Particularmente me ha gustado la parte en la que habla de las paradojas temporales y de universos paralelos, pues lo ha hecho partiendo de una base científica y ha conseguido, mediante Wells, aplicarlo a historia de ficción con total naturalidad, pues si llega a inventarse las leyes que deben de regir en la línea temporal, seguramente hubiese acabado enredándose mucho la historia y acabaría resultando muy poco verosímil.

Si he de destacar alguna de las tres historias sería la de Tom y la de Claire, pues es la que considero que está más completa. Al igual que a Murray, a mi también me gusta ver teorías de como podría ser el mundo en un futuro lejano, entonces la presentación de la guerra del año 2000, aunque siendo consciente de que era falsa y completamente inverosímil, me llama bastante la atención. Además me encanta el ingenio que demuestra Tom, que aunque es un semianalfabeto, se inventa de la nada una historia verosímil para engañar a Claire.

Por otro lado también me ha parecido interesante la forma en la que Wells se mete en la piel del personaje que su propio enemigo, Murray, había creado. Por último, pero no menos importante, también me gustaría destacar la parte en la que Tom se aferra como puede a su vida, enfrentándose a tres de su compañeros.

La historia que menos me ha gustado ha sido la tercera. Esto se debe a que Félix la ha desarrollado como una de ciencia ficción, pero tras una compleja trama de viajes temporales, hace esta historia completamente inútil, pues si no llega a contarnos esta historia habría acabado exactamente igual. Con esto no quiero decir que me haya desagradado, pues me fascina lo de los viajes en el tiempo, pero el hecho de que se algo totalmente prescindible para la hilo que tenían en común estas tres historias, hace que me pregunte para que nos lo cuenta entonces.

PREMIO ATENEO DE SEVILLA DE NOVELA 2008.

miércoles, 24 de octubre de 2018

EL DÍA DE LA LUZ


DÍA DE LA BIBLIOTECA 2018

Vengo del desierto del Sáhara, de inaugurar una biblioteca. Está en Dajla, el más alejado, el más olvidado de los cinco campamentos de refugiados saharauis. Es la cuarta biblioteca que construimos, y es preciosa. En el centro hemos plantado árboles, para que los niños y los jóvenes del Sáhara puedan experimentar el gozo de sentarse a su sombra a leer un libro. No queremos que esa biblioteca sea ningún “templo de silencio”, sino más bien un espacio para del sonido, para el ruido. Una biblioteca que ya es el lugar más hermoso del campamento. Un espacio para desear ir a buscar lectura, pero también amistad, sueños compartidos. Incluso amor. Un lugar en el que enamorarse mirando unos ojos por encima de un libro. Porque al fin y al cabo, la biblioteca es el lugar en el que se descubre al otro, de papel o de carne.

En una película inolvidable, la mejor película de ciencia ficción de la historia, 2001, una odisea del espacio, aparece un monolito cada vez que el hombre se dispone a dar un salto cualitativo. Kubrick, su director, debería haber puesto un libro en su lugar. Porque han sido los libros los que han marcado el ritmo de los cambios del ser humano. Porque el libro es el laboratorio del hombre, el lugar en el que se experimenta con emociones, descubrimientos, utopías, apuestas. Somos lo que somos porque hemos pensado y escrito sobre cómo ser y sobre cómo no ser. Y seremos lo que pensemos, lo que piensen y escriban las próximas generaciones.

Así que una biblioteca no es solo un lugar en el que invitar a leer, sino también, o por eso, un lugar en el que invitar a escribir. Las bibliotecas del siglo XXI son, pueden ser, tienen que ser el semillero de nuevas novelas, nuevos monolitos, mojones de nuestro futuro. Si el siglo XX fue sin duda el siglo de la lectura, el siglo XXI puede llegar a ser el siglo de la escritura, ya lo está siendo.

Por todo eso construimos bibliotecas en los campamentos del desierto. Porque no son solo para los saharauis. Las paga nuestra sociedad civil, mediante socios adultos, y mediante actividades solidarias en colegios, institutos y bibliotecas. Y los alumnos y lectores que las sufragan se hacen conscientes de lo extraordinario que es tener una biblioteca, aprenden a valorar la suya, a defenderla. Cada biblioteca del desierto tiene detrás a miles de niños, jóvenes y adultos que la han hecho posible con su pequeño esfuerzo. Sumando. Cada lector saharaui tiene a su lado a miles de lectores, más conscientes de la importancia de una biblioteca, porque con su trabajo se ha construido una, en un clima y un lugar tan hostil.

Piensa en tu biblioteca. Hubo un día en el que esa biblioteca no existía. Alguien la soñó, luchó por ella, la llenó de libros y también de sueños. Hazte del equipo de ese alguien que la hizo posible, lucha por un mundo en el que no haya un ser humano que no tenga cerca una biblioteca, o un amoroso bibliobús. Que no haya un solo niño, joven o adulto, que no roce la mano de una bibliotecaria que le aconseje, que le oriente en el laberinto. Que es lo mismo que decir que no haya un solo ser humano conectado a lo que fue, lo que es y lo que será.

En tu mano hay millones de manos, estrechando la tuya, acompañándote en el camino. Tiernas o callosas, pequeñas o grandes. En el libro que te espera en la mesilla de noche o junto al sofá, hay millones de libros. Ingenuos o complejos, humildes o lujosos. Pero todo preciosos. Conectados todos por un invisible hilo de plata que une mano con mano, estantería con estantería, un hilo inacabable y luminoso. Inacabable, y así sea. Hoy es el Día de la Biblioteca, que es lo mismo que decir El día de la Luz.

Feliz día, feliz siglo.

Gonzalo Moure

martes, 23 de octubre de 2018

LA CASA DEL RELOJ EN LA PARED


                Enviado Juan (S1C)

             Con este libro, John Bellairs inicia una serie que ha tenido bastante éxito en Estados Unidos, Los casos de Lewis Barnavelt.

                En 1948, después de la muerte de sus padres, Lewis debe irse a vivir a la casa de su excéntrico tío Jonathan, que vive en una mansión muy peculiar. Nada más llegar le presentará a su buena vecina la señora Zimmermann, que se encuentra escuchando junto a una de las paredes de la grandiosa casa. Su tío le hablará de un extraño misterio y el tic-tac de un reloj. Pronto descubre que su tío y su vecina, la señora Zimmermann, no solo son un poco extraños, sino que ambos son magos.

Pero Lewis es un niño obeso y algo patoso que, por conseguir la amistad del chico más popular del colegio, la noche de Halloween despertará lo que debía continuar oculto.


                Es una novela corta, entretenida que nos presenta, como muchas otras la lucha entre el bien y el mal, la magia blanca contra la magia negra… La ambientación es buena, especialmente al describir la casa. Sabe mantener el interés. Los personajes mejor trazados son Jonathan y la señora Zimmermann. 

lunes, 22 de octubre de 2018

SU ÚNICO TALENTO CONSISTÍA EN CONTAR HISTORIAS,


un talento agradable, es cierto, aunque marginal, ¡ay!, y sin mucho porvenir. No estábamos ya en la época de las Mil y Una Noches. En nuestras sociedades contemporáneas, sean socialistas o capitalistas, ser narrador ya no es, por desgracia, un oficio. El único hombre del mundo que apreció realmente su talento, hasta remunerarlo con generosidad, fue el jefe de nuestra aldea, el último de los aficionados a las hermosas historias orales.

La montaña del Fénix del Cielo estaba tan alejada de la civilización que la mayoría de la gente no había tenido la posibilidad de ver una película en toda su vida, y ni siquiera sabía qué era el cine. De vez en cuando, Luo y yo contábamos algunas películas al jefe, que babeaba por oír más. Cierto día, se informó de la fecha de proyección mensual en la ciudad de Yong Jing, y decidió enviarnos, a Luo y a mí. Dos días para ir, dos para volver. Teníamos que ver la película la misma noche de nuestra llegada a la ciudad. Una vez de regreso a la aldea, teníamos que contar al jefe y a todos los aldeanos la película entera, de la A a la Z, de acuerdo con la exacta duración de la sesión.

Aceptamos el desafío pero, por prudencia, asistimos a dos proyecciones consecutivas en el campo de deportes del instituto de la ciudad, provisionalmente transformado en cine al aire libre. Las muchachas de la población eran encantadoras, pero permanecimos esencialmente concentrados en la pantalla, atentos a cada diálogo, a los trajes de los actores, a sus menores gestos, a los decorados de cada escena e, incluso, a la música.

Al regresar a la aldea, tuvo lugar ante nuestra casa sobre pilotes una sesión de cine oral sin precedentes. Naturalmente, asistieron todos los aldeanos. El jefe estaba sentado en primera fila, en el centro, con la larga pipa de bambú en una mano y nuestro despertador del «fénix terrenal» en la otra, para comprobar la duración del relato. La emoción del estreno se apoderó de mí, me vi reducido a exponer mecánicamente el decorado de cada escena. Pero Luo demostró ser un narrador genial: contaba poco, pero representaba sucesivamente cada personaje, cambiando de voz y de gestos. Dirigía el relato, cuidaba el suspense, planteaba preguntas, hacía reaccionar al público y corregía las respuestas. Lo hizo todo. Cuando hubimos o, mejor dicho, cuando hubo terminado la sesión, justo en el tiempo estipulado, nuestro público, feliz, excitado, no se lo creía.

—El mes que viene —declaró el jefe con una sonrisa autoritaria— os mandaré a otra proyección. Seréis pagados como si trabajarais en los campos.

Al principio, aquello nos pareció un juego divertido; nunca hubiéramos imaginado que nuestra vida, la de Luo al menos, fuese a cambiar de tal forma.

domingo, 21 de octubre de 2018

EL RELOJ



Hay en los dominios de la fantasía bellas comarcas en donde los árboles suspiran y los arroyos cristalinos se deslizan cantando por entre orillas esmaltadas de flores a perderse en el azul mar. Lejos de estas comarcas, muy lejos de ellas, hay una región terrible y misteriosa en donde los árboles elevan al cielo sus descarnados brazos de espectro y en donde el silencio y la oscuridad proyectan sobre el alma rayos intensos de sombría desolación y de muerte.
Y en lo más siniestro de esa región de sombras, hay un castillo, un castillo negro y grande, con torreones almenados, con su galería ojival ya derruida y un foso lleno de aguas muertas y malsanas.
Yo la conozco, conozco esa región terrible. Una noche, emborrachado por mis tristezas y por el alcohol, iba por el camino tambaleándome como un barco viejo al compás de las notas de una vieja canción marinera. Era una canción la mía en tono menor, canción de pueblo salvaje y primitivo, triste como un canto luterano, canción serena de una amargura grande y sombría, de la amargura de la montaña y del bosque. Y era de noche. De repente, sentí un gran terror. Me encontré junto al castillo, y entré en una sala desierta; un alcotán, con un ala rota, se arrastraba por el suelo.
Desde la ventana se veía la luna, que ilumina a con su luz espectral el campo yerto y desnudo; en los fosos se estremecía el agua intranquila y llena de emanaciones. Arriba, en el cielo, el brillante Arturus resplandecía y titilaba con un parpadeo misterioso y confidencial. En la lejanía las llamas de una hoguera se agitaban con el viento. En el ancho salón, adornado con negras colgaduras, puse mi cama de helechos secos. El salón estaba abandonado; un braserillo, donde ardía un montón de teas, lo iluminaba. Junto a una pared del salón había un reloj gigantesco, alto y estrecho como un ataúd, un reloj de caja negra que en las noches llenas de silencio lanzaba su tictac metálico con la energía de una amenaza.
«¡Ah! Soy feliz -me repetía a mí mismo-. Ya no oigo la odiosa voz humana, nunca, nunca.»
Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico.
La vida estaba dominada; había encontrado el reposo. Mi espíritu gozaba con el horror de la noche, mejor que con las claridades blancas de la aurora.
¡Oh! Me encontraba tranquilo, nada turbaba mi calma; allí podía pasar mi vida solo, siempre solo, rumiando en silencio el amargo pasto de mis ideas, sin locas esperanzas, sin necias ilusiones, con el espíritu lleno de serenidades grises, como un paisaje de otoño.
Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico. En las noches calladas una nota melancólica, el canto de un sapo me acompañaba.
-Tú también -le decía al cantor de la noche- vives en la soledad. En el fondo de tu escondrijo no tienes quien te responda más que el eco de los latidos de tu corazón.
Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico.
Una noche, una noche callada, sentí el terror de algo vago que se cernía sobre mi alma; algo tan vago como la sombra de un sueño en el mar agitado de las ideas. Me asomé a la ventana. Allá en el negro cielo se estremecían y palpitaban los astros, en la inmensidad de sus existencias solitarias; ni un grito, ni un estremecimiento de vida en la tierra negra. Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico.
Escuché atentamente; nada se oía. ¡El silencio, el silencio por todas partes! Sobrecogido, delirante, supliqué a los árboles que suspiraban en la noche que me acompañaran con suspiros; supliqué al viento que murmurase entre el follaje, y a la lluvia que resonara en las hojas secas del camino; e imploré de las cosas y de los hombres que no me abandonasen, y pedí a la luna que rompiera su negro manto de ébano y acariciara mis ojos, mis pobres ojos, turbios por la angustia de la muerte, con su mirada argentada y casta.
Y los árboles, y la luna, y la lluvia, y el viento permanecieron sordos. Y el reloj sombrío que mide indiferente las horas tristes se había parado para siempre.

Pío Baroja

viernes, 19 de octubre de 2018

PANTEÓN


Enviado por Alejandro:

La Tierra, el planeta original, explotó hace algo más de diez mil años. Por aquel entonces el hombre ya había iniciado su periplo por el espacio. En esta nueva Era, la guerra y la paz son elementos de una misma balanza que se equilibran cuidadosamente desde La Colonia, el enclave científico por excelencia. Desde allí, la controladora Maralda Tardes detecta actividad bélica en un planeta alejado de cualquier ruta comercial, y decide iniciar un protocolo estándar de inspección.

Mientras tanto, Ferdinard y Malhereux, dos jóvenes chatarreros, esperan pacientemente en el subsuelo de dicho planeta a que acabe la guerra en la superficie para saquear los restos del combate y extraer un suculento beneficio. Entre los restos de la batalla encuentran un extraño artefacto que parece pertenecer a una civilización antigua y desconocida y tras el que van los atroces mercenarios sarlab y los científicos de La Colonia por igual. Poco se imaginan Mal y Fer que lo que tienen en su poder podría ser la llave para liberar una amenaza más antigua que la galaxia.

                Esta novela de Carlos Sisí es una absorbente novela de ciencia ficción con tintes lovecraftianos, un estilo tan vertiginoso como adictivo y en la que el horror cósmico toma nuevas formas

Sisí utiliza varios puntos de vista. Además de Ferdinard y Malhereux, tenemos a Jebediah, el Gran Bardok de los sanguinarios sarlab, y Maralda Tardes, investigadora de La Colonia. Todos ellos convergen en ese planeta que parece no tener nada de valor, pero que oculta un arma que podría cambiar el curso de la humanidad y el universo mismo.

                La trama es previsible; pero, no nos importa, pues esa forma ágil de narrar del autor poco a poco nos va atrapando, llevándonos a una espiral donde se entremezclan la acción, una acción llena de violencia, con los descubrimientos. Esa estructura narrativa, para dar paso al punto de vista de los diferentes personajes, recuerda a las novelas por entregas o a los cómics, que terminaban el capítulo con un problema que no se resolvería hasta la semana siguiente.

 También encontramos reflexiones sobre la raza humana: cómo destruimos nuestro planeta, y cómo no es capaz de eliminar sus diferencias.

 PREMIO MINOTAURO 2013

jueves, 18 de octubre de 2018

FANTASÍA BOTÁNICA


Son bien conocidas, desde la Antigüedad, las teorías de la metempsicosis, según las cuales las almas, tras la muerte corporal, se reencarnan en cuerpos de otras personas o animales. Pero mucho menos conocidas son otras teorías que afirman que el alma transmigra a un organismo vegetal.

Uno de los autores que más contribuyeron a difundirlas fue un monje tibetano que se pasó parte de su vida asegurando que había sido caña de bambú en alguna de sus existencias anteriores, y que gracias a esa condición de bambú había sobrevivido a varios naufragios.

Según tan curioso catálogo, el ciprés solitario es uno de los grandes privilegiados de la botánica. Su apariencia hierática y lo estilizado de sus formas le dan un cierto aire de dandismo; en él todo tiende a hacerse arrebato espiritual, sueño de elevación, énfasis contemplativo. Todo en el ciprés sugiere la tristeza de los corazones solitarios, por eso su hábitat natural son el silencio de los cementerios y el recogimiento de los claustros. Es un árbol sereno y metafísico y a él transmigran todos los diversos anacoretas y filósofos que en el mundo han sido. Desde su lejanía y su distancia, miran el mundo y sus oscuras vanidades con desprecio, porque en todo ciprés bulle siempre una corriente de savia senequista. Todo en ellos, desde la raíz hasta su última rama, es signo de aristocratismo y distinción; pero su elegante altivez no es más que un disfraz tras el que se ocultan personalidades tímidas y retraídas.

El bambú cimbreante (especie a la que pertenecen también el junco, el mimbre y el fresno norteño) se caracteriza por su gran flexibilidad, y por ello es frecuentado por gente volátil y tornadiza, de carácter más bien caprichoso e inestable. Los que transmigraron al bambú fueron aduladores leales, fieles recaderos, excelentes asesores, secretarios intachables, cargos de confianza que ramonearon al amparo del poder, gente urdidora y sutil dotada de gran habilidad para sortear toda clase de dificultades. Gracias a su extraordinaria resiliencia, el fresno y el bambú jamás sufren daño alguno como consecuencia de golpes, choques o cualquier otra forma de violencia, porque su elasticidad los hace muy adaptables y los capacita para ser buenos subordinados, por eso en su vocabulario nunca existió la palabra rebeldía. Su tallo flexible y resistente les hace sobreponerse a toda adversidad, pues siempre saben ponerse al sol que más calienta. Son también excelentes nadadores de los que saben muy bien guardar la ropa, y suelen mantenerse a flote, como los nenúfares, cuando el mundo se hunde a su alrededor.

La yedra trepadora se vale de sus brazos sarmentosos y sus raíces adventicias para agarrarse a los cuerpos que se interponen en su camino. En busca de luz y proyección, en su recorrido ascensional la yedra coloniza cuantos soportes sólidos encuentra a su paso y, una vez aferrada a ellos, no hay modo de librarse de su acción invasora. Busca el arrimo de las tapias o los troncos de los árboles porque sabe que cuanto más firmes sean sus soportes, más duradera será su existencia, y practica aquella estrategia que hizo famosa Lázaro de Tormes: la de arrimarse a los buenos para ser uno de ellos. Los que se reencarnaron en yedra fueron en vida gente ruin y medradora, oportunistas en general que buscaron el cobijo de la buena sombra en el buen árbol. Es una especie amorfa, pero singularmente tenaz y mimética, pues al carecer de forma propia adopta camaleónicamente las formas de los cuerpos ajenos. Es la garrapata del reino vegetal y su acción parasitaria puede acabar ahogando, con su espeso y verde follaje, a los árboles por los que trepa. Como el abrazo de una pitón, puede terminar asfixiando a su víctima, aunque la yedra, que es una planta afortunada, siempre encuentra nuevos troncos por donde seguir trepando en los poblados bosques de la vida.

El olivo centenario es un árbol austero y disciplinado, voluntarioso y pragmático. Su achaparrado aspecto, su tronco ahorquillado y nudoso, así como sus perennes hojas coriáceas lo hacen poco vistoso, pero el olivo no es un árbol amigo de apariencias. Rehúye los ornamentos y, desde su sobriedad cartesiana, se limita a dar fruto. No sabe de hueras retóricas, tan solo sabe del esfuerzo generoso, del sacrificio, de la entrega. Árbol tentado por las simetrías, tiende a alinearse en largas y monótonas hileras en las que el brillo de lo individual tiende a subordinarse a la eficacia del colectivo. Es, por todo ello, un árbol propicio para las personas que en su vida tuvieron apego a la disciplina y al rigor. Las almas de todos los gremios propensos al uniforme o al hábito están atrapadas en la gris geometría de los olivares.

El arbusto culebrero, al que transmigran todos los frustrados, los insatisfechos y los envidiosos incurables, es una planta que quiere y no puede, de ahí su natural frustración. Se mira a sí mismo y se ve feo, pequeño, sin flores y sin frutos, y luego mira alrededor, contempla la amarilla explosión de la retama, la olorosa floración de la jara o la inalcanzable estatura del árbol, y le gustaría ser árbol, jara o retama. Tiene el gesto sombrío e insatisfecho de quien aún no ha encontrado su lugar en el mundo, porque no se acepta a sí mismo y porque no ha aprendido el don de la humildad. Tiende a valorarlo todo por su apariencia, por su color o su tamaño, y no sabe que la naturaleza no ha establecido prioridades ni jerarquías. Ignora que la belleza no reside en las cosas sino en la forma de mirarlas, y también ignora que dentro de la vasta diversidad de la naturaleza nada es más ni menos importante, puesto que formas, tamaños y colores se engastan en un todo donde cualquier pieza resulta necesaria, como los engranajes de una maquinaria maravillosa y perfecta.

El geranio doméstico es una planta que, en sus distintas modalidades de interior, de terraza o de patio, se caracteriza por su provisionalidad. Se diferencia de las demás plantas por su ausencia de raíces en el suelo, de ahí que su naturaleza esté definida por la movilidad. Su ubicación es irrelevante porque la maceta carece de anclajes. Aunque se diría que su condición de desarraigados los hace más libres e independientes, sin embargo los geranios resultan muy manejables porque carecen de convicciones profundas. Sufrieron la reencarnación de la maceta todos los nómadas, los exiliados, los viajantes, los interinos, los vagabundos y todos los peregrinos sin patria. También los cargos públicos, especialmente si son subsecretarios o viceconsejeros de algo, así como las personas que viven de alquiler, incluso los tránsfugas políticos, suelen transmigrar a esta especie que, en el fondo, tal vez solo sueña con una pensión vitalicia y con un trozo de tierra firme donde hincar sus raíces.

Frente a la provisionalidad que caracteriza a la maceta, la higuera es un árbol nutricio, tótem de las infancias felices, caracterizado por su espíritu de permanencia. Crece en el ámbito familiar de los patios y es, por ello, el árbol de los afectos, que proyecta siempre un poderoso haz de sombras maternales. Es el árbol de la memoria, propio de gente con una acentuada vocación regresiva; árbol de una raza odiseica que vive en estado de constante añoranza y que anhela el regreso a la Ítaca de sus orígenes; una Ítaca que, más que un lugar concreto, suele ser un espacio interior edificado sobre el humus de los recuerdos. Los reencarnados en higuera tuvieron siempre un tirón de poetas elegíacos y supieron crecer hacia las más hondas esencias de la tierra, sabedores de que solo a partir de las raíces puede elevarse, con firmeza, el vuelo de las ramas.

El abedul es un árbol elegante al que llaman «la dama de los bosques» por su airoso follaje, su blanca corteza y sus gráciles ramas. Su belleza resulta especialmente llamativa en otoño, cuando sus hojas se tornan de un amarillo intenso. La luz resulta esencial para su desarrollo, razón por la cual si crecen a la sombra mueren pronto. Es un árbol al que suelen transmigrar los pintores y los fotógrafos, y todos aquellos que tratan de captar, a través de la luz, toda la belleza (la visible y la oculta) de las cosas.
El sauce llorón tiene su hábitat más idóneo en las orillas de los ríos y junto al agua de los estanques. La flexibilidad de sus ramas caedizas le ha dado fama de árbol tristón y melancólico, de ahí que se hayan reencarnado en sauce las personas con inclinaciones depresivas. Pero los sauces, pese a lo que suele creerse, no ven en el agua lo que tiene de lágrima, sino más bien lo que tiene de espejo. Buscan contemplarse a sí mismos en su quieta superficie, de ahí que sea el árbol propicio para los narcisistas y para todos los ególatras en general, que se pasan la vida mirándose las hojas de su propio ombligo.

La cardencha de la llanura (especie a la que pertenecen también la ortiga, el cactus, el abrojo y el cardo borriquero) es una planta muy frecuentada por personas de carácter híspido, desapacibles en el trato y de comportamiento esquivo, que parecen estar siempre marchándose de todas partes. Son huidizos, ariscos, taciturnos y poco sociables y, al contrario que la zarza, no usan sus pinchos para adherirse, sino para evitar todo contacto con el mundo. Es la planta predilecta de los ermitaños, las monjas de clausura, los ejecutivos que viven encerrados en su despacho y los poetas que decidieron encerrarse en torres de marfil. Su hábitat natural son los dinteles de las puertas, porque siempre tienen una palabra de despedida preparada en los labios. Tras sus coronas de púas, en el fondo ocultan una personalidad frágil y sensible, o tal vez acomplejada, que necesitan proteger con sus corazas defensivas.

Pedro A. González Moreno, La Mujer de la Escalera

PREMIO CAFÉ GIJÓN 2017

miércoles, 17 de octubre de 2018

LEYENDO


La unidad del tren se detuvo en el andén chirriando a fondo su frenada. Guibrando se despegó de la línea blanca y trepó al estribo. El estrecho trasportín a la derecha de la puerta lo esperaba. Prefería la dureza de la banqueta abatible naranja a lo mullido de los asientos. Con el tiempo, el trasportín había acabado por formar parte del ritual. El acto de bajar la base de la silla tenía algo de simbólico que le reconfortaba. Mientras el vagón se bamboleaba, sacó una carpeta de la cartera de cuero que siempre llevaba consigo. La entreabrió cuidadosamente y extrajo una primera hoja de entre dos secantes fucsia que había dentro. El papelajo medio desgarrado y recortado en su ángulo superior izquierdo colgaba entre sus dedos. Era la página de un libro, formato 13 × 20. El joven estuvo un rato examinándola antes de volver a ponerla sobre los secantes. Poco a poco, se hizo el silencio en el tren. De vez en cuando algún chsss reprobatorio sonaba para hacer callar las escasas conversaciones que se resistían a extinguirse. Entonces, como cada mañana, después de un último carraspeo, Guibrando se puso a leer en voz alta:

«Paralizado y mudo de estupor, el niño no tenía ojos más que para el animal jadeante que pendía de la puerta del granero. El hombre cogió con su mano la garganta palpitante de vida. La hoja afilada se hundió sin ruido en la pelusa blanca y un géiser cálido brotó de la herida, salpicando la muñeca de gotitas bermellón. El padre, arremangado hasta los codos, cortó la piel con unos pocos gestos precisos. Luego, con sus poderosas manos, lo peló lentamente como si estuviera deslizando un vulgar calcetín. Apareció entonces en toda su desnudez el cuerpo fino y musculoso del conejo, todavía exhalando el humo de su vida acabada. La cabeza colgaba, fea y demacrada, con los dos ojos saltones fijos en la nada sin la menor sospecha de reproche».

Al mismo tiempo que el día incipiente venía a estrellarse contra los cristales empañados, el texto se escurría por su boca con un largo chorro de sílabas, entrecortado aquí y allá por silencios entre los que se metía el ruido del tren en marcha. Para todos los viajeros presentes en el vagón, él era el lector, ese tipo extraño que, todos los días de la semana, leía con voz alta e inteligible un puñado de páginas que sacaba de su cartera. Se trataba de fragmentos de libros sin ninguna relación unos con otros. Un extracto de receta de cocina podía codearse con la página 48 del último Goncourt, un párrafo de novela policiaca se sucedía a una página de un libro de historia. Poco importaba el contenido para Guibrando. A sus ojos, tan solo el acto de leer cobraba la debida importancia. Despachaba los textos con una idéntica aplicación concienzuda. Y cada vez, la magia surgía. Cuando las palabras dejaban sus labios, se llevaban con ellas un poco del asco que lo atenazaba a medida que se acercaba a la fábrica:

«Finalmente, la hoja del cuchillo abrió la puerta del misterio. Haciendo una larga incisión, el padre vació el abdomen de la bestia, que arrojó unas entrañas humeantes. La ristra de vísceras se escapó, como si estuviera impaciente por abandonar ese tórax en el que se hallaba confinada. No quedó del conejo más que un cuerpecito sanguinolento envuelto en un trapo de cocina. En los días siguientes, apareció un nuevo conejo. Otra bola de piel blanca que brincaba en la cálida conejera, contemplando al niño con esos mismos ojos de color sangre desde el otro lado del reino de los muertos».

Sin levantar la cabeza, Guibrando cogió con cuidado una segunda hoja:

«Instintivamente, los hombres habían hundido sus caras en la tierra, con el deseo salvaje de enterrarse en ella, de enterrarse todavía más profundamente en el seno de esa tierra protectora. Algunos ahondaban en el humus con sus manos desnudas, como perros enloquecidos. Otros, rodando como bolas, ofrecían sus frágiles espinazos a los fragmentos letales que estallaban por todas partes. Se habían apretujado sobre ellos mismos en un reflejo proveniente de la noche de los tiempos. Todos salvo Josef, que había permanecido de pie en medio del caos y que en un gesto increíble se había abrazado al tronco del gran abedul blanco que tenía enfrente. Por las rendijas que rayaban su tronco, el árbol rezumaba una resina espesa, gruesas lágrimas de savia que perlaban la superficie de la corteza antes de evacuarse lentamente. El árbol se vaciaba, al igual que Josef, cuya orina caliente empezó a chorrear a lo largo de sus muslos. A cada nueva explosión, el abedul se estremecía junto a su mejilla, temblaba entre sus brazos».

El joven escrutó de un vistazo la docena de hojas extraídas de su cartera hasta que el RER llegó a la estación. Mientras se desvanecía en su paladar la huella de las últimas palabras pronunciadas, por primera vez desde que había entrado en el tren contempló a los demás viajeros. Como casi siempre, descubrió en sus rostros la decepción, incluso la tristeza. No le llevó más tiempo que lo que dura un suspiro. El vagón se vació rápidamente. A su vez, él también se levantó. El trasportín emitió un golpe seco al plegarse sobre sí mismo. Clap de final. Una mujer de mediana edad le susurró un gracias discreto al oído. Guibrando le sonrió. ¿Cómo explicarle que él no hacía eso para ellos? Abandonó con resignación el ambiente tibio del vagón, dejando tras de sí las páginas de ese día. Le gustaba saber que estaban ahí, delicadamente deslizadas entre el asiento y el respaldo del trasportín, lejos del estrépito destructor del que habían escapado. Fuera, la lluvia había arreciado con violencia.

Jean-Paul Didierlaurent, El Lector del Tren de las 6.27

martes, 16 de octubre de 2018

EL SORPRENDENTE CATÁLOGO DE WALKER & DAWN


A comienzos del siglo XX, en los pantanos de Luisiana, Te Trois (hijo de unos granjeros que malviven), Eddie (el hijo del médico), Julie y Tit (estos son hermanos, pero ella es blanca, mientras que él es negro y apenas habla) encuentran tres dólares y deciden hacer una compra por catálogo. Pero cuando llega el paquete, éste no contiene la pistola que esperaban, sino un viejo reloj de ferroviario. Así que deciden emprender un arriesgado viaje hasta Chicago para tratar de recuperar lo que creen es suyo, por lo que se embarcarán en un barco fluvial y tomarán el tren como polizones. Sin pretenderlo chocan de pleno con una oscura trama de robos, traiciones, asesinatos… y todo se complica. Mucho.

Davide Morosinotto nos ofrece un libro de aventuras al estilo clásico para las nuevas generaciones, haciendo un homenaje a las grandes novelas de aventuras, pues nos recuerda a Mark Twain, Jack London o John Steinbeck, entre otros.

Las cuatro partes del libro (epílogo incluido) están narradas por cada uno de los cuatro amigos, lo que nos permite acceder fácilmente a su carácter: el aventurero e irreflexivo Te Trois, el asustadizo y místico Eddie, la decidida Julie, que finge ser dura, y por la que suspiran los otros dos. El ritmo es ágil, con capítulos cortos alternando muy bien los momentos dramáticos con el humor. Y esas ilustraciones que recrean las viejas páginas con los artículos del catálogo.

PREMIO ANDERSEN 2017, EN ITALIA.
XXVI PREMIO DE LOS LIBREROS ITALIANOS AL MEJOR LIBRO PARA JÓVENES

lunes, 15 de octubre de 2018

PENNY LANE


Oigo golpes de pronto, me sobresalto y me quito los auriculares: alguien aporrea la puerta:
-¡Penyl -Es la voz de Quique.
Abro y me encuentro a los dos plantados ahí, con cara de susto:
-Estaba a punto de echar la puerta abajo -dice mi padre-. Como no abrías.
-Lo siento -me disculpo-. Tenía los auriculares puestos.
-Pues si que está preocupado tu padre contigo -comenta Quique cuando nos quedamos solos.
-Está algo neurótico, no se ha movido de casa en todo el día, no quiere dejarme sola por si me vuelvo a marear.
-¿Y has vuelto a marearte?
-No, estoy perfectamente.
-Me ha hecho gracia, tu padre iba silbando la canción de Penny Lane por el pasillo.
-Le encanta silbar y yo lo odio --confieso-. El otro día le pregunté por esa canción y me llevé un chasco. Resulta que Penny Lane es el nombre de una calle.
-Ya, pero la canción dice cosas que están muy bien. Tú eres mi Penny Lane. Penny Lane is in my ears and in my eyes. There beneath the blue suburban slzies.
Se ha acercado hasta casi tocarme y me canta despacio al oído. Su voz suena prodigiosa, nunca he escuchado a un chico cantar así, o será que la canción va dirigida a mí y me parece música celestial. Nadie me había dicho que estoy en sus ojos y en sus oídos. Él también está en mis ojos y en mis oídos, aunque no me había dado cuenta basta ahora.
Me da corte mirarle, no sé qué decir y me temo que el tampoco. Espero que no se arrepienta, quiero volver a oír esa canción en mi oído otra vez,

Rosa Huertas, Prisioneros de lo Invisible

jueves, 11 de octubre de 2018

LA LUZ DE LA NOCHE


Hay gente que fabrica objetos, pero lo importante es fabricar ideas.

La noche del 11 de mayo de 1888 Paul Cravath caminaba por las calles de Manhattan que aún estaban iluminadas por farolas de gas. El joven abogado iba de prisa y con el ceño fruncido. Quien le esperaba en un imponente despacho era Thomas Edison, el genio, el mago, el inventor de la bombilla eléctrica, y estaba dispuesto a pelear duro para defender su patente.

Al otro lado de la barrera estaba el cliente de Paul: ni más ni menos que el gran George Westinghouse, que había recurrido al ingenio de Nikola Tesla para mejorar el artefacto y conseguir que en todas las calles y los hogares de Estados Unidos brillara una luz intensa, sin apagones repentinos.

Graham Moore nos cuenta la lucha por el monopolio o no monopolio de la luz eléctrica, la lucha y demandas por la patente de la bombilla, la lucha por la primacía de la corriente alterna o continua (para probarla, asistimos a la primera ejecución en la silla eléctrica). A los personajes históricos citados, hay que añadir otros más, el banquero J. P. Morgan, y la cantante de opera Agnes Huntington.

Esa lucha nos lleva a fábricas, laboratorios, despachos, juzgados, salones de la alta burguesía (fiestas incluidas). Vemos tres formas distintas de trabajar representada en cada uno de estos tres científicos, siendo significativas las palabras de Edison: "En la ciencia y en la industria todo el mundo roba. Yo mismo he robado mucho. Pero yo sé robar. Los demás no saben hacerlo

La novela engancha enseguida por su ritmo ágil, y poco a poco se van revelando los entresijos. Las personalidades de cada uno de los protagonistas están muy bien trazadas, aunque a alguno puede que no le guste: a Edison a veces lo vemos como un aprovechado, y otras como un niño rico mal criado; a Tesla lo vemos como un adelantado bastante pirado; Westinghouse parece el perfecto caballero, pero…


PREMIO READING LIST COUNCIL A LA MEJOR NOVELA HISTÓRICA CONCEDIDO POR LA ASOCIACIÓN DE BIBLIOTECAS ESTADOUNIDENSES

miércoles, 10 de octubre de 2018

¿GATOS?


La señora Juana Rayas no podía explicar por qué tenían alas sus cuatro hijos.
—Supongo que el padre fue uno de esos que vuelan mucho de noche —dijo un vecino y se rió con voz burlona, mientras revolvía el volquete.
—Tal vez tienen alas porque, antes de que nacieran, yo soñé que sabía volar, que podía escaparme volando de este barrio —dijo la señora Juana Rayas—. Thelma, tienes la cara sucia; lávate. Rogelio, deja de golpear a Jaime. Jacinta, cuando ronroneas tienes que cerrar un poco los ojos y acariciarme con las patas delanteras; sí, así está mejor. ¿Cómo está la leche esta mañana?
—Muy buena, mamá, gracias —le contestaron los cuatro con alegría.
Eran buenos hijos y estaban muy bien criados. Pero aunque no lo decía, la señora Rayas estaba muy preocupada por ellos. En realidad vivían en un barrio terrible, que estaba empeorando.
Ruedas de autos y de camiones que pasaban todo el día, basura y más basura en las calles, perros hambrientos, infinidad de zapatos y botas que caminaban, pisaban, pateaban, ningún lugar seguro y tranquilo y cada vez menos para comer.
La mayoría de los gorriones se había mudado a otros sitios. Las ratas eran feroces y peligrosas; los ratones, astutos y esqueléticos.
Así que las alas de sus hijos eran la menor preocupación de la señora Rayas. Lavaba esas pequeñas alas todos los días y también las caras y las patas y las colas de sus hijos, y de vez en cuando se hacía preguntas sobre las alas pero tenía demasiado trabajo buscando comida y criando a la familia como para pensar mucho en las cosas que no entendía.
Sin embargo, cuando el perro grande persiguió a la pequeña Jacinta, la arrinconó detrás de la basura y se lanzó contra ella con las mandíbulas abiertas y pobladas de dientes blancos, y Jacinta, con un solo maullido desesperado voló y pasó por encima de la cabeza del perro y aterrizó en un tejado, la señora Rayas entendió.
El perro se fue gruñendo con la cola entre las patas.
—Baja ahora, Jacinta —llamó la madre—. Bajen, chicos. Vengan por favor. Quiero hablar con todos.
Los cuatro gatitos bajaron hacia el volquete. Jacinta seguía temblando. Los otros ronronearon y se frotaron contra ella hasta que se calmó, y entonces la señora Rayas dijo:
—Chicos, antes de que ustedes nacieran tuve un sueño, y ahora entiendo lo que quiere decir. Éste no es un buen lugar para crecer, y ustedes tienen alas para escaparse volando a otra parte. Yo quiero que lo hagan. Sé que estuvieron practicando. Vi a Jaime volando por encima del callejón anoche, y sí, te vi a ti zambulléndote en picada, Rogelio. Creo que ya están preparados. Quiero que cenen y se vayan muy lejos.
—Pero mamá… —dijo Thelma y se puso a llorar.
—Yo no quiero irme —dijo la señora Rayas—. Yo trabajo aquí. El señor Tomás Gatazo me propuso matrimonio anoche y pienso aceptarlo. No quiero que ustedes, chicos, estén cerca.
Todos los chicos lloraron pero sabían que así debe ser en las familias de los gatos. También se sentían orgullosos de que su madre pensara que ya podían cuidarse solos. Así que cenaron todos juntos del cubo de basura que había tirado el perro. Después, Thelma, Rogelio, Jaime y Jacinta ronronearon sus adioses a su mamá y uno tras otro desplegaron las alas y volaron hacia arriba, por encima del callejón, por encima de los techos, lejos.
La señora Juana Rayas los miró marcharse. Tenía el corazón lleno de miedo y de orgullo.
—Son chicos increíbles, Juana —dijo el señor Tomás Gatazo con su voz suave, profunda.
—Los que vamos a tener juntos también van a ser increíbles, Tomás —dijo la señora Rayas.

Ursula K. Le Guin, Los Alagatos