domingo, 28 de febrero de 2021

AL OESTE DE ARKHAM

las colinas se yerguen selváticas, y hay valles con profundos bosques en los cuales no ha resonado nunca el ruido de un hacha. Hay angostas y oscuras cañadas donde los árboles se inclinan fantásticamente, y donde discurren estrechos arroyuelos que nunca han captado el reflejo de la luz del sol. En las laderas menos agrestes hay casas de labor, antiguas y rocosas, con edificaciones cubiertas de musgo, rumiando eternamente en los misterios de la Nueva Inglaterra; pero todas ellas están ahora vacías, con las amplias chimeneas desmoronándose y las paredes pandeándose debajo de los techos a la holandesa.

Sus antiguos moradores se marcharon, y a los extranjeros no les gusta vivir allí. Los francocanadienses lo han intentado, los italianos lo han intentado, y los polacos llegaron y se marcharon. Y ello no es debido a nada que pueda ser oído, o visto, o tocado, sino a causa de algo puramente imaginario. El lugar no es bueno para la imaginación, y no aporta sueños tranquilizadores por la noche. Esto debe ser lo que mantiene a los extranjeros lejos del lugar, ya que el viejo Ammi Pierce no les ha contado nunca lo que él recuerda de los extraños días. Ammi, cuya cabeza ha estado un poco desequilibrada durante años, es el único que sigue allí, y el único que habla de los extraños días; y se atreve a hacerlo, porque su casa está muy próxima al campo abierto y a los caminos que rodean a Arkham.

En otra época había un camino sobre las colinas y a través de los valles, que corría en mi recta donde ahora hay un marchito erial1; pero la gente dejó de utilizarlo y se abrió un nuevo camino que daba un rodeo hacia el sur. Entre la selvatiquez del erial pueden encontrarse aún huellas del antiguo camino, a pesar de que la maleza lo ha invadido todo. Luego, los oscuros bosques se aclaran y el erial muere a orillas de unas aguas azules cuya superficie refleja el cielo y reluce al sol. Y los secretos de los extraños días se funden con los secretos de las profundidades; se funden con la oculta erudición del viejo océano, y con todo el misterio de la primitiva tierra.

Cuando llegué a las colinas y valles para acotar los terrenos destinados a la nueva alberca, me dijeron que el lugar estaba embrujado. Esto me dijeron en Arkham, y como se trata de un pueblo muy antiguo lleno de leyendas de brujas, pensé que lo de embrujado debía ser algo que las abuelas habían susurrado a los chiquillos a través de los siglos. El nombre de "marchito erial" me pareció muy raro y teatral, y me pregunté cómo habría llegado a formar parte de las tradiciones de un pueblo puritano. Luego vi con mis propios ojos aquellas cañadas y laderas, y ya no me extrañó que estuvieran rodeadas de una leyenda de misterio. Las vi por la mañana, pero a pesar de ello estaban sumidas en la sombra. Los árboles crecían demasiado juntos, y sus troncos eran demasiado grandes tratándose de árboles de Nueva Inglaterra. En las oscuras avenidas del bosque había demasiado silencio, y el suelo estaba demasiado blando con el húmedo musgo y los restos de infinitos años de descomposición.

En los espacios abiertos, principalmente a lo largo de la línea del antiguo camino, había pequeñas casas de labor; a veces, con todas sus edificaciones en pie, y a veces con sólo un par de ellas, y a veces con una solitaria chimenea o una derruida bodega. La maleza reinaba por todas partes, y seres furtivos susurraban en el subsuelo. Sobre todas las cosas pesaba una rara opresión; un toque grotesco de irrealidad, como si fallara algún elemento vital de perspectiva o de claroscuro. No me estuvo raro que los extranjeros no quisieran permanecer allí, ya que aquélla no era una región que invitara a dormir en ella. Su aspecto recordaba demasiado el de una región extraída de un cuento de terror.

Pero nada de lo que había visto podía compararse, en lo que a desolación respecta, con el marchito erial. Se encontraba en el fondo de un espacioso valle; ningún otro nombre hubiera podido aplicársele con más propiedad, ni ninguna otra cosa se adaptaba tan perfectamente a un nombre. Era como si un poeta hubiese acuñado la frase después de haber visto aquella región. Mientras la contemplaba, pensé que era la consecuencia de un incendio; pero, ¿por qué no había crecido nunca nada sobre aquellos cinco acres de gris desolación, que se extendía bajo el cielo como una gran mancha corroída por el ácido entre bosques y campos? Discurre en gran parte hacia el norte de la línea del antiguo camino, pero invade un poco el otro lado. Mientras me acercaba experimenté una extraña sensación de repugnancia, y sólo me decidí a hacerlo porque mi tarea me obligaba a ello. En aquella amplia extensión no había vegetación de ninguna clase; no había más que una capa de fino polvo o ceniza gris, que ningún viento parecía ser capaz de arrastrar. Los árboles más cercanos tenían un aspecto raquítico y enfermizo, y muchos de ellos aparecían agostados o con los troncos podridos. Mientras andaba apresuradamente vi a mi derecha los derruidos restos de una casa de labor, y la negra boca de un pozo abandonado cuyos estancados vapores adquirían un extraño matiz al ser bañados por la luz del sol. El desolado espectáculo hizo que no me maravillara ya de los asustados susurros de los moradores de Arkham. En los alrededores no había edificaciones ni ruinas de ninguna clase; incluso en los antiguos tiempos, el lugar dejó de ser solitario y apartado. Y a la hora del crepúsculo, temeroso de pasar de nuevo por aquel ominoso lugar, tomé el camino del sur, a pesar de que significaba dar un gran rodeo.

H. P. Lovecraft, El color del espacio exterior

viernes, 26 de febrero de 2021

REY BLANCO

ESPERO QUE NO TE HA YAS OLVIDADO DE MÍ. ¿JUGAMOS?

Cuando Antonia Scott recibe este mensaje, sabe muy bien quién se lo envía. También sabe que ese juego es casi imposible de ganar. Pero a Antonia no le gusta perder.

Después de todo este tiempo huyendo, la realidad ha acabado alcanzándola. Antonia es cinturón negro en mentirse a sí misma, pero ahora tiene claro que si pierde esta batalla, las habrá perdido todas.

                La acción comienza justo donde termina la anterior, Loba negra, con el secuestro del inspector Jon Gutiérrez. A partir de aquí, la acción transcurre rápidamente con un ritmo casi cinematográfico, toda la trama se desarrolla en cuarenta y ocho horas, con esos capítulos cortos a los que ya estamos acostumbrados y esos finales que nos deparan algo más en el siguiente. Es una carrera contrarreloj para evitar que estalle la bomba que a Jon le han implantado en la espalda y para capturar al misterioso señor White, el Moriarty de Antonia.

                En esa trama saldrán a la luz traiciones, las de ahora y las del pasado, que nos llevarán a esa situación límite final. Aparte los flashback, donde veremos cómo se creó el proyecto Reina Roja y cuáles son los rasgos que se buscaban en Antonia. Todos los flecos que quedaron abiertos en la primera novela de la serie, Reina roja, se cerrarán ahora. Por medio, esas referencias a la realidad que nos rodea, tanto sociales como políticas y económicas; una de las que más me han gustado es esa escala gradual de las mentiras de “cero a Presidente del Gobierno”. Los personajes principales, Antonia y Jon, siguen su línea coherente con las novelas anteriores; ella, inteligente, terca; el, realista, más humano. Y los secundarios, muchos de ellos, aún los conocidos, nos van a sorprender. Y los casos que tienen que resolver, que cada uno da paso a otro, como las muñecas rusas, hasta llegar al final esperado, el enfrentamiento entre Antonia y White, donde todo parece perdido.

jueves, 25 de febrero de 2021

CUENTO DE HORROR

La señora Smithson, de Londres (estas historias siempre ocurren entre ingleses) resolvió matar a su marido, no por nada sino porque estaba harta de él después de cincuenta años de matrimonio. Se lo dijo:

—Thaddeus, voy a matarte.

—Bromeas, Euphemia —se rió el infeliz.

—¿Cuándo he bromeado yo?

—Nunca, es verdad.

—¿Por qué habría de bromear ahora y justamente en un asunto tan serio?

—¿Y cómo me matarás? —siguió riendo Thaddeus Smithson.

—Todavía no lo sé. Quizá poniéndote todos los días una pequeña dosis de arsénico en la comida. Quizás aflojando una pieza en el motor del automóvil. O te haré rodar por la escalera, aprovecharé cuando estés dormido para aplastarte el cráneo con un candelabro de plata, conectaré a la bañera un cable de electricidad. Ya veremos.

El señor Smithson comprendió que su mujer no bromeaba. Perdió el sueño y el apetito. Enfermó del corazón, del sistema nervioso y de la cabeza. Seis meses después falleció. Euphemia Smithson, que era una mujer piadosa, le agradeció a Dios haberla librado de ser una asesina

Marco Denevi

miércoles, 24 de febrero de 2021

NAUFRAGIO

Gruñendo como una bestia en sus últimos estertores, la nave pareció escalar las rocas negras antes de que la quilla se partiera y el casco se quebrara con un lamento de astillas. Cadáveres cercenados y desangrados rodaron y se escurrieron por la cubierta, desparramándose en la agitada espuma donde los pálidos miembros se sacudieron y se agitaron en el tumulto antes de que la resaca los arrastrara y se derrumbaran sobre el fracturado suelo marino, arrastrándolos hasta las profundidades. La única silueta con vida, que se había atado a la caña del timón, estaba ahora enredada en deshiladas cuerdas en la popa, forcejeando para alcanzar su cuchillo antes de que la siguiente ola enorme estallara sobre el naufragio. Una mano blanqueada por la sal, en cuya palma la piel le colgaba en tiras marchitas, logró liberar el arma de hoja ancha. Cortó las cuerdas que lo ataban a la caña del timón justo cuando el casco tronó con el impacto de otra ola y la espuma blanca cayó en cascada sobre él.

Cuando el último cabo se partió, el hombre cayó de costado y se escurrió hacia la baranda aplastada, y la colisión le dejó sin aire en los pulmones al salir despedido sobre las rocas incrustadas y doblarse después, blando como cualquier cadáver, en las aguas revueltas.

Otra ola descendió hacia el barco en ruinas como un enorme puño que aplastó la cubierta bajo su poder irracional y arrastró todo el casco hacia aguas más profundas, dejando una estela de madera astillada, cuerdas y velas raídas.

Allá donde el hombre se había perdido en el mar, las olas chocaron contra la roca negra y nada salió del azote de la corriente.

En el cielo chocaron entre sí nubes oscuras, desplegando sus enfermizos miembros para un abrazo mutuo, y aunque en esta costa no se alzaba ningún árbol del suelo devastado, y nada sino hierbajos pelados por el viento asomaba aquí y allá, en los hoyos entre la roca, la grava y la arena, del cielo herido cayeron otoñales hojas secas silbando como la lluvia.

Más cerca de la costa se alzaba una extensión de agua en su mayor parte guarecida del mar embravecido al otro lado del arrecife. El fondo era una superficie de arena coralina, tan agitada que ocultaba los bajíos.

El hombre emergió chorreando agua. Echó los hombros hacia delante, escupió sangre y arenilla, después caminó por el agua hasta la arena. Ya no llevaba su cuchillo, pero en la mano izquierda tenía una espada en una vaina. Esta se componía de dos largas tiras de madera clara reforzadas con hierro ennegrecido y estaba claramente llena de grietas, pues el agua se filtraba por numerosas fisuras.

Con la lluvia de hojas que arreciaba por todas partes, el hombre atravesó la línea de la marea, se agachó sobre un montón de conchas rotas y se sentó, con los antebrazos sobre las rodillas, la cabeza baja. El extraño diluvio se espesó hasta convertirse en ráfagas de vegetación podrida, como negra aguanieve.

Steven Erikson, Doblan por los Mastines

martes, 23 de febrero de 2021

CLARA Y LAS SOMBRAS

 

1988, Estados Unidos. Clara, una niña con epilepsia, se muda con su padre desde Nueva York a una pequeña ciudad después de que su madre los haya abandonado. Clara siempre se ha sentido atormentada por sombras amenazantes que nunca ha entendido.

Sin amigos e insegura, sus nuevos compañeros de clase se burlan de ella hasta que se encuentra con un grupo de amigos con los que crea un vínculo especial: Robert, John (Amiga), Anthony (Doc) y Alex (Metal). Lo curioso es que todos ellos tienen el mismo sueño recurrente, en el que se enfrentan a un monstruo, al cual lograran vencer cuando deciden hacerle frente juntos (se les representa como pequeñas figuras geométricas, que al unirse dan lugar a un triángulo mucho más grande y poderoso.

Cuando los abusones de la escuela comienzan a desaparecer y la policía sospecha que puede ser el trabajo de un asesino en serie, Clara y sus amigos descubren una verdad aún más aterradora. ¿Podrá Clara enfrentarse a sus miedos y salvar a los niños que han desaparecido? ¿Aprenderá a conquistar sus propias sombras?

Clara y las sombras es un cómic juvenil escrito por Andrea Fontana e ilustrado por Claudia Petrazzi. En él se nos muestra como todos tenemos sombras, tenemos miedos, nuestros propios problemas, pero que podemos luchar contra ellos y vencerlos. Clara podrá comprobar esas sombras en sus nuevos amigos: el acoso escolar por ser gordo, el racismo, unos padres que no prestan atención a su hija y esta se siente abandonada o los continuos malos tratos de un padre hacia su hijo. La historia se ambienta en los años 80, lo que queda reflejado entre otros detalles en la forma de caracterizar a los personajes, que recuerda a la serie de Stranger Thing. El dibujo es muy expresivo con esos tonos oscuros y apagados que sirven para potenciar el estado anímico de Clara (el elemento de fantasía que nos remite también a esa serie juvenil).

                Es una buena historia, que te atrapa desde su inicio



lunes, 22 de febrero de 2021

UNA CRÍTICA SOBRE STEPHEN KING

 

Ángela se esforzó por sonreír de nuevo, pero Cruzado se dio cuenta de que seguía asustada. Sobre todo cuando la luz volvió a temblar.

—Este edificio está para tirarlo... ¿Seguro que estás bien?

—Es que estaba en un club de lectura, de una novela de terror, y... Bueno, supongo que tengo demasiada imaginación.

Cruzado vio el ejemplar de It que la chica llevaba en las manos. Torció el gesto como se hace cuando el plato de comida no apetece.

—¿Stephen King? Te confieso que soy de esos raros que no consiguen conectar con sus libros.

—¿De veras? Me alegra saber que no soy la única. A Sebas le encanta, lo considera el mejor escritor contemporáneo.

—Mis compañeros de departamento también lo tienen en un altar y yo les sigo la corriente, pero no he leído ni una línea de ninguna de sus novelas. No se lo cuentes, pero lo cierto es que dudo de las virtudes que se le atribuyen a la literatura de terror. El misterio, vale, eso es resolver rompecabezas...

—Sí, a mí también me gusta. De pequeña era una detective buenísima.

—En el terror no hay nada que desentrañar, es plano. Y siempre tengo la sensación de que toda esa niebla que describen cubre más cosas que los tejados de las casas victorianas... Para empezar, a un escritor con mucho que contar en un psicoanálisis.

Aliviada, Ángela le confesó que a ella le pasaba igual, que se alegraba de saber que no estaba sola en esa guerra y que le guardaría el secreto.

—No soporto a los payasos, desde niño —le confesó Cruzado, devolviéndole el libro—. Además, esta historia es de lo más macabra. El payaso de la novela era real.

—¿Real?

—Sí, recuerdo haber visto de pequeño en las noticias la historia de un asesino en serie de Norteamérica que se disfrazaba de payaso. Coleccionaba cadáveres en el jardín de su casa. No recuerdo su nombre, pero sí la fotografía. Se pintaba la cara de blanco, con una enorme sonrisa roja. Llevaba ese pelo rizado de color naranja que le crecía a los lados. Y los ojos... eran negros. Toda aquella historia inspiró a Stephen King para describir al protagonista de su novela.

Carlos García Miranda, El Club de los Lectores Criminales

domingo, 21 de febrero de 2021

NO CUMPLEAÑOS


Algunos sabéis por qué este texto

Sin embargo, lo único que le ocurrió al huevo es que se iba haciendo cada vez mayor y más y más humano: cuando Alicia llegó a unos metros de donde estaba pudo observar que tenía ojos, nariz y boca; y cuando se hubo acercado del todo vio claramente que se trataba nada menos que del mismo Humpty Dumpty.

«¡No puede ser nadie más que él!» —pensó Alicia—. «¡Estoy tan segura como si llevara el nombre escrito por toda la cara!»

Tan enorme era aquella cara, que con facilidad habría podido llevar su nombre escrito sobre ella un centenar de veces. Humpty Dumpty estaba sentado con las piernas cruzadas, como si fuera un turco, en lo alto de una pared... pero era tan estrecha que Alicia se asombró de que pudiese mantener el equilibrio sobre ella... y como los ojos los tenía fijos, mirando en la dirección contraria a Alicia, y como todo él estaba ahí sin hacerle el menor caso, pensó que, después de todo, no podía ser más que un pelele.

—¡Es la mismísima imagen de un huevo! —dijo Alicia en voz alta, de pie delante de él y con los brazos preparados para cogerlo en el aire, tan segura estaba de que se iba a caer de un momento a otro.

—¡No te fastidia...! —dijo Humpty Dumpty después de un largo silencio y cuidando de mirar hacia otro lado mientras hablaba—. ¡Qué lo llamen a uno un huevo...!, ¡Es el colmo!

—Sólo dije, señor mío, que usted se parece a un huevo —explicó Alicia muy amablemente— y ya sabe usted que hay huevos que son muy bonitos, —añadió esperando que la inconveniencia que había dicho pudiera pasar incluso por un cumplido.

—¡Hay gente —sentenció Humpty Dumpty mirando hacia otro lado, como de costumbre— que no tiene más sentido que una criatura! (...)

—¡Qué hermoso cinturón tiene usted! —observo Alicia súbitamente (pues pensó que ya habían hablado más que suficientemente del tema de la edad; y además, si de verdad iban a turnarse escogiendo temas, ahora le tocaba a ella). Digo más bien... —se corrigió pensándolo mejor— qué hermosa corbata, eso es lo que quise decir...no, un cinturón, me parece... ¡Ay, mil perdones, no sé lo que estoy diciendo! —añadió muy apurada al ver que a Humpty Dumpty le estaba dando un ataque irremediable de indignación, y empezó a desear que nunca hubiese escogido ese tema—. «¡Si solamente supiera —concluyó para sí misma— cual es su cuello y cuál su cintura!»

Evidentemente, Humpty Dumpty estaba enfadadísimo, aunque no dijo nada durante un minuto o dos. Pero cuando volvió a abrir la boca fue para lanzar un bronco gruñido.

—¡Es... el colmo... del fastidio —pudo decir al fin— esto de que la gente no sepa distinguir una corbata de un cinturón!

—Sé que revela una gran ignorancia por mi parte —confesó Alicia con un tono de voz tan humilde que Humpty Dumpty se apiadó.

—Es una corbata, niña; y bien bonita que es, como tu bien has dicho. Es un regalo del Rey y de la Reina. ¿Qué te parece eso?

—¿De veras? —dijo Alicia encantada de ver que había escogido después de todo un buen tema.

—Me la dieron —continuó diciendo Humpty Dumpty con mucha prosopopeya, cruzando un pierna sobre la otra y luego ambas manos por encima de una rodilla —me la dieron... como regalo de no cumpleaños.

—¿Perdón? —le preguntó Alicia con un aire muy intrigado.

—No estoy ofendido —le aseguró Humpty Dumpty.

—Quiero decir que, ¿qué es un regalo de no cumpleaños?

—Pues un regalo que se hace en un día que no es de cumpleaños, naturalmente.

Alicia se quedó considerando la idea un poco, pero al fin dijo:

—Prefiero los regalos de cumpleaños.

—¡No sabes lo que estás diciendo! —gritó Humpty Dumpty—. A ver: ¿cuántos días tiene el año?

—Trescientos sesenta y cinco —respondió Alicia. —¿Y cuántos días de cumpleaños tienes tú?

—Uno.

—Bueno, pues si le restas uno a esos trescientos sesenta y cinco días, ¿cuántos te quedan?

—Trescientos sesenta y cuatro, naturalmente.

Humpty Dumpty no parecía estar muy convencido de este cálculo.

—Me gustaría ver eso por escrito —dijo.

Alicia no pudo menos de sonreir mientras sacaba su cuaderno de notas y escribía en él la operación aritmética en cuestión:

365 -1 = 364

Humpty Dumpty tomó el cuaderno y lo consideró con atención.

—Sí, me parece que está bien... —empezó a decir.

—Pero, ¡si lo está leyendo al revés! —interrumpió Alicia.

—¡Anda! Pues es verdad, ¿quién lo habría dicho? —admitió Humpty Dumpty con jovial ligereza mientras Alicia le daba la vuelta al cuaderno.

—Ya decía yo que me parecía que tenía un aspecto algo rarillo. Pero en fin, como estaba diciendo, me parece que está bien hecha la resta... aunque, por supuesto no he tenido tiempo de examinarla debidamente... pero, en todo caso, lo que demuestra es que hay trescientos sesenta y cuatro días para recibir regalos de no cumpleaños...

—Desde luego —asintió Alicia.

—¡Y sólo uno para regalos de cumpleaños! Ya ves. ¡Te has cubierto de gloria!

—No sé qué es lo que quiere decir con eso de la «gloria» —observó Alicia.

Humpty Dumpty sonrió despectivamente.

—Pues claro que no..., y no lo sabrás hasta que te lo diga yo. Quiere decir que «ahí te he dado con un argumento que te ha dejado bien aplastada».

—Pero «gloria» no significa «un argumento que deja bien aplastado» —objetó Alicia.

—Cuando yo uso una palabra —insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso— quiere decir lo que yo quiero que diga..., ni más ni menos.

Lewis Carroll, A través del espejo y lo que Alicia encontró allí

 


viernes, 19 de febrero de 2021

SEGUIRÉ TUS PASOS

 

Reina, la protagonista de Todo el bien y todo el mal, una mujer acostumbrada a tomar sus propias decisiones, recibe una llamada inesperada que puede cambiar todo su pasado familiar: ha aparecido una carta repleta de secretos que la destinataria, su madre, se negó a leer y que revela que su padre no se suicidó, como creía, sino que fue asesinado. Al mismo tiempo, alguien pretende abrir la tumba de su padre, José Gené, enterrado en Conques, una pequeña localidad de la provincia de Lleida.

Vamos a encontrarnos con dos tramas en dos épocas distintas. La de Reina, en la actualidad, y sus relaciones con los miembros de su familia: su marido, su ex, su hijo, al que está superprotegiendo tras el incidente del libro anterior, su madre y su tía materna, y todo lo que ocurre tras ese extraño accidente en la niebla camino de Conques; la otra es la de su padre, José Gené, que comienza en la Barcelona anterior a la guerra y llega hasta los años 70: es un superviviente, que en el momento oportuno se une al bando vencedor; como conoce a Mercedes, su único amor, y la relación con el hermano de esta, el anarquista Olegario.

Las dos tramas se van alternando, y en ambas van aflorando pensamientos y sentimientos que nos traen a unos personajes secundarios muy bien trazados: los habitantes de la comarca leridana en la actualidad (Sara, Murgo, Ratona, Filo, el policía Pedro…) o los que aparecen en la historia del padre (Mercedes, Ilda, Soledad, la maestra de toda la vida, Antonio, el hijo de Mercedes). Pero hay dos personajes que destacan sobre los demás por sus claroscuros que los humanizan: José y Olegario, arrastrados por el amor, el odio, la supervivencia...

                Los lectores, poco a poco, iremos conociendo ese pasado familiar oculto, que nos acercará a la posguerra y cómo esta marca a los personajes; veremos cómo la historia entre Mercedes y José pasa del amor al odio, y de ahí a la huida de Mercedes sin dejar rastro; conoceremos a su abuela, la Reina de la calle Verdi, con sus motivaciones…

jueves, 18 de febrero de 2021

UNA PINTURA

 

Blake, con movimientos precisos, impregnó de nuevo su paleta con la pintura que aún quedaba en el mortero. Una combinación de aceite de linaza y pigmentos negro humo y marfil.

No existía en el mundo una tonalidad apropiada para lo que él estaba plasmando en el lienzo. Por esa razón mezclaba, diluía, experimentaba… aun sabiendo que no tenía tiempo para ninguna clase de ensayo.

Reanudó sus esfuerzos por delinear los contornos, marcar los detalles…

Sus pupilas se redujeron poco a poco hasta parecer puntas de alfiler.

Había traspasado el límite de la realidad y todo cuanto le rodeaba se diluía en torno suyo como los pigmentos entre las resinas que utilizaba.

No podía respirar. Sus exhalaciones se habían reducido a asfixiantes jadeos.

Gruesas gotas de sudor se deslizaban por su frente y recorrían sus mejillas hasta precipitarse al suelo. Todo su cuerpo ardía consumido por un fuego creador, una ardiente necesidad de plasmar aquello que únicamente su subconsciente veía. Pero esa fiebre también poseía un tenebroso poder destructor. Un poder que atravesaba los confines de todo lo conocido para adentrarse en un universo oculto para la mayoría de los hombres.

Y, de repente, su mente explosionó en miles de vibrantes partículas.

El corazón aceleró sus latidos y todo su cuerpo comenzó a estremecerse con cada pulsación.

Fue entonces cuando detuvo sus movimientos. Dejó sus manos inertes. La paleta y el pincel cayeron al suelo.

Aguzó el oído.

Había escuchado algo…

Un sonido tan leve, y al mismo tiempo tan distintivo que creyó ser presa de sus propios delirios.

Era el llanto de un niño.

Parpadeó antes de entrecerrar los ojos y clavar la mirada en un punto concreto del cuadro. Hubiera jurado que los sollozos emergían de allí. Pulsantes y desgarradores, cobrando mayor fuerza a cada instante.

Giró su cuerpo y vislumbró su habitación con expresión de asombro.

Todo había cambiado, estaba seguro.

La titilante luz de las velas seguía imperturbable, y sin embargo… las sombras ganaban terreno convirtiendo la estancia en un microcosmos negro, denso, infinito.

Percibió un hálito helado, una especie de lengua invisible y gélida que le acariciaba la nuca. Incluso notó un cosquilleo en su canoso cabello, como si, a sus espaldas, unos pequeños dedos de esqueleto trataran de llevárselo consigo.

Blake tragó saliva.

El bombeo de su corazón se había tornado tan rápido que cada latido le aguijoneaba el pecho.

Algo se movió entre las sombras. Miró en derredor suyo y comprobó que la negrura se convulsionaba para gestar unas figuras informes.

La idea de escapar atravesó su mente, pero sus piernas no le obedecieron. Tendría que ser forzoso testigo de lo que allí iba a acontecer.

Creía haberse acostumbrado a toda una vida de visiones e imágenes proféticas… y aun así, intuía que en aquella ocasión todo sería diferente.

El llanto del niño fue engullido por un silencio sobrenatural. Casi tangible.

Los ojos amarillentos de Blake recorrieron la estancia con pavor hasta detenerse en una siniestra silueta que ya había adoptado una forma definitiva. Vio cómo avanzaba hacia él y dejó escapar un gemido al percatarse de quién se trataba.

La figura se movía a gatas y sus largas uñas arañaban el suelo.

Una pestilencia hedionda invadió cada partícula de aire.

No era un animal. Sino un ser humano.

Su cabello rojizo descendía hasta mimetizarse con su desaliñada barba que rozaba la superficie de la habitación con un desagradable seseo.

La luz de las velas se reflejaba en sus ojos estrábicos y la mueca doliente de su boca, que rezumaba una viscosa saliva. Aquel cuerpo desnudo se mostraba lívido, sucio y peludo; una alimaña hecha hombre que se arrastraba en un mutismo inquietante.

Los labios se Blake se tensaron en un gesto de terror.

—No puede ser… —musitó con un hilo de voz—. “Nabucodonosor”…

Aquella imagen, mitad hombre, mitad bestia, que ahora se dirigía hacia él, era una de sus creaciones. Años atrás había querido plasmar el símbolo de la depravación, la culpa y el deshonor. Y el mítico rey de Babilonia, célebre por sus hazañas, pero también por su crueldad, se convirtió en el personaje escogido para dar rienda suelta a un alegoría que muy pocos supieron entender.

A su derecha, las sombras vomitaron otra oscura silueta que poco a poco comenzó a conformarse. Su contorno se tornó sinuoso y en su superficie se dibujaron miles de escamas amarillas y carmesíes, como una acuarela de ardientes colores.

Cuando aquel engendro se alzó sobre su propio cuerpo de anillos concéntricos, una última excrecencia nació de su extremo hasta transformarse en la cabeza afilada y dentuda de un dragón.

Blake dio instintivamente un paso atrás.

En su cerebro resonó el nombre de uno de sus cuadros.

“El pacto con la serpiente.”

Podía reconocer al animal que tenía ante sus ojos y que le observaba con la mirada ponzoñosa de quien sabe que su presa se halla bajo su dominio.

Sus propias manos le habían dado vida en una de sus pinturas recreando el bíblico pasaje de la traición de Adán y Eva. En su obra, la serpiente se erguía con majestuosidad envuelta en un halo de luz que la convertía en el eje central de la imagen.

Ahora, parecía haber sido regurgitada por el mismo Infierno.

El reptil abrió la boca; la lengua bífida tembló entre los dientes antes de precipitarse sobre el artista.

Con un movimiento certero, rodeó sus piernas y aferró su cuerpo con tal fuerza que le hizo caer al suelo, inmovilizándole por completo.

Nabucodonosor, junto a él, emitía unas espasmódicas carcajadas mientras la serpiente afianzaba su abrazo letal.

Blake quiso gritar, pedir ayuda a su esposa. Pero ya era demasiado tarde. Sus cuerdas vocales se habían petrificado, al igual que su capacidad de reacción.

¿Era aquella otra de sus visiones?

Imposible.

Demasiado real, demasiado palpable.

Ninguna otra de sus alucinaciones había tenido el poder de tocarle. Siempre había dado por hecho que existía una ley no escrita, y sin embargo igualmente lícita, por la que jamás sufriría ningún daño. El más allá podía mostrarle sus misterios, pero nunca poniendo en riesgo su propia existencia.

Entonces ¿por qué aquellos seres producto de su mente habían cobrado vida con el único propósito de atormentar la suya?

“¿Por qué?”

La serpiente y la bestia humana habían abierto sus fauces dispuestas a clavar los incisivos en su rostro, cuando de repente se detuvieron como si obedecieran a una orden no pronunciada.

La estancia entera pareció estremecerse. Fue un instante disfrazado de eternidad, una fracción de segundo fugaz, pero definitiva. Una convulsión repentina y paradójicamente inmensa.

Blake, con lágrimas de horror aflorando en los ojos, distinguió una nueva figura avanzar frente a él.

Sus pasos retumbaban en la estancia con un ruido sordo,semejante al eco de los truenos que aún seguían sonando en el exterior.

Un terror sobrehumano punzó el pecho de Blake cuando la tenue luminosidad de las velas le reveló a un nuevo monstruo. Su corazón se transformó en polilla y lo sintió aletear a tientas por el interior de su tórax hasta obstruir su garganta.

—Eres tú… —murmuró el pintor con voz estrangulada.

Ante sí, el cuerpo hercúleo de un hombre desprovisto de ropajes.

Sus músculos se hallaban en tensión absoluta, cubiertos por una sutil pátina de sudor que les confería un aspecto brillante, colosal.

De su coxis emergía una larga cola reptiliana que se balanceaba hipnóticamente con cada uno de sus movimientos.

Alzó sus brazos y entre ellos se extendieron unas enormes alas membranosas que se agitaron como si estuvieran a punto de alzar el vuelo.

Un titán en el mundo terreno. Un dios pagano y atrozmente sublime.

Blake temía alzar la mirada y encontrarse con el rostro de aquella aberración de la que también era el creador. El miedo a descubrir su semblante era más poderoso que el miedo a la muerte. Él mismo lo había dibujado de espaldas, sin desvelar una faz que debía mantenerse oculta al mundo para siempre. Una faz terrible, en la que se aglutinaría, como un único símbolo, todo el mal de la humanidad.

El silencio hasta aquel momento reinante fue rasgado por un súbito murmullo que aumentaba en un estridente crescendo. William Blake podía escuchar su nombre pronunciado por un conglomerado de voces desconocidas que parecían cercarle en un torbellino de pesadilla.

No pudo evitarlo. La curiosidad innata en el ser humano le obligó a mirar al monstruo.

Lo primero que vio fueron dos cuernos retorcidos asentados en su frente.

El engendro ladeó la cabeza mostrando, ante el resplandor de las velas, numerosos ojos circulares que giraban sobre sí mismos en direcciones diferentes. Un camaleón deforme. Desprovisto de nariz, podía escucharse su respiración pausada y profunda junto a un sonido similar al zumbido de cientos de moscas.

El gran orificio que hacía las veces de boca, se abrió en una desdentada mueca y Blake vislumbró en su garganta diversas caras amalgamadas en un caos dantesco. Hombres, mujeres y niños eran quienes gritaban su nombre desde aquellas profundidades, agitándose con horrible frenesí.

—Así que has venido a por mí, dragón rojo…

La voz sosegada de Blake rasgó su propio miedo.

Era consciente del destino que iba a sufrir. La muerte no significaba nada. Solo el mensaje que había creado era importante. Debía sobrevivir a la tempestad del tiempo y a la incomprensión humana hasta que llegara el momento oportuno. Y llegaría, no albergaba ninguna duda.

Por un instante deslizó la vista hacia el cuadro en el que había estado trabajando y esbozó una triste sonrisa.

El gran dragón agitó sus alas de murciélago y se abalanzó sobre él rasgando su pecho de un solo zarpazo.

Acto seguido, una intensa oscuridad lo invadió todo…

La llave de Blake, Sandra Andrés Belenguer

miércoles, 17 de febrero de 2021

EL ENTIERRO DE LA SARDINA

Rescoldo, o mejor, la Pola de Rescoldo, es una ciudad de muchos vecinos; está situada en la falda Norte de una sierra muy fría, sierra bien poblada de monte bajo, donde se prepara en gran abundancia carbón de leña, que es una de las principales riquezas con que se industrian aquellos honrados montañeses. Durante gran parte del año, los polesos dan diente con diente, y muchas patadas en el suelo para calentar los pies; pero este rigor del clima no les quita el buen humor cuando llegan las fiestas en que la tradición local manda divertirse de firme. Rescoldo tiene obispado, juzgado de primera instancia, instituto de segunda enseñanza agregado al de la capital; pero la gala, el orgullo del pueblo, es el paseo de los Negrillos, bosque secular, rodeado de prados y jardines que el Municipio cuida con relativo esmero. Allí se celebran por la primavera las famosas romerías de Pascua, y las de San Juan y Santiago en el verano. Entonces los árboles, vestidos de reluciente y fresco verdor, prestan con él sombra a las cien meriendas improvisadas, y la alegría de los consumidores parece protegida y reforzada por la benigna temperatura, el cielo azul, la enramada poblada de pájaros siempre gárrulos y de francachela. Pero la gracia está en mostrar igual humor, el mismo espíritu de broma y fiesta, y, más si cabe, allá, en Febrero, el miércoles de Ceniza, a media noche, en aquel mismo bosque, entre los troncos y las ramas desnudas, escuetas, sobre un terreno endurecido por la escarcha, a la luz rojiza de antorchas pestilentes. En general, Rescoldo es pueblo de esos que se ha dado en llamar levíticos; cada día mandan allí más curas y frailes; el teatrillo que hay casi siempre está cerrado, y cuando se abre le hace la guerra un periódico ultramontano, que es la Sibila de Rescoldo. Vienen con frecuencia, por otoño y por invierno, misioneros de todos los hábitos, y parecen tristes grullas que van cantando lor guai per l’aer bruno.

Pasan ellos, y queda el terror de la tristeza, del aburrimiento que siembran, como campo de sal, sobre las alegrías e ilusiones de la juventud polesa. Las niñas casaderas que en la primavera alegraban los Negrillos con su cáchara y su hermosura, parece que se han metido todas en el convento; no se las ve como no sea en la catedral o en las Carmelitas, en novenas y más novenas. Los muchachos que no se deciden a despreciar los placeres de esta vida efímera cogen el cielo con las manos y calumnian al clero secular y regular, indígena y transeúnte, que tiene la culpa de esta desolación de honesto recreo.

Mas como quiera que esta piedad colectiva tiene algo de rutina, es mecánica, en cierto sentido; los naturales enemigos de las expansiones y del holgorio tienen que transigir cuando llegan las fiestas tradicionales; porque así como por hacer lo que siempre se hizo, las familias son religiosas a la manera antigua, así también las romerías de Pascua y de San Juan y Santiago se celebran con estrépito y alegría, bailes, meriendas, regocijos al aire libre, inevitables ocasiones de pecar, no siempre vencidas desde tiempo inmemorial. No parecen las mismas las niñas vestidas de blanco, rosa y azul, que ríen y bailan en los Negrillos sobre la fresca hierba, y las que en otoño y en invierno, muy de obscuro, muy tapadas, van a las novenas y huyen de bailes, teatros y paseos.

Pero no es eso lo peor, desde el punto de vista de los misioneros; lo peor es Antruejo. Por lo mismo que el invierno está entregado a los levitas, y es un desierto de diversiones públicas, se toma el Carnaval como un oasis, y allí se apaga la sed de goces con ansia de borrachera, apurando hasta las heces la tan desacreditada copa del placer, que, según los frailes, tiene miel en los bordes y veneno en el fondo. En lo que hace mal el clero apostólico es en hablar a las jóvenes polesas del hastío que producen la alegría mundana, los goces materiales; porque las pobres muchachas siempre se quedan a media miel. Cuando más se están divirtiendo llega la ceniza… y, adiós concupiscencia de bailes, máscaras, bromas y algazara. Viene la reacción del terror… triste, y todo se vuelve sermones, ayunos, vigilias, cuarenta horas, estaciones, rosarios…

En Rescoldo, Antruejo dura lo que debe durar tres días: domingo, lunes y martes; el miércoles de Ceniza nada de máscaras… se acabó Carnaval, memento homo, arrepentimiento y tente tieso… ¡pobres niñas polesas! Pero ¡ay!, amigo, llega la noche… el último relámpago de locura, la agonía del pecado que da el último mordisco a la manzana tentadora, ¡pero qué mordisco! Se trata del entierro de la sardina, un aliento póstumo del Antruejo; lo más picante del placer, por lo mismo que viene después del propósito de enmienda, después del desengaño; por lo mismo que es fugaz, sin esperanza de mañana; la alegría en la muerte.

No hay habitante de Rescoldo, hembra o varón que no confiese, si es franco, que el mayor placer mundano que ofrece el pueblo está en la noche del miércoles de Ceniza, al enterrar la sardina en el paseo de los Negrillos. Si no llueve o nieva, la fiesta es segura. Que hiele no importa. Entre las ramas secas brillan en lo alto las estrellas; debajo, entre los troncos seculares, van y vienen las antorchas, los faroles verdes, azules y colorados; la mayor parte de las sábanas limpias de Rescoldo circulan por allí, sirviendo de ropa talar a improvisados fantasmas que, con largos cucuruchos de papel blanco por toca, miran al cielo empinando la bota. Los señoritos que tienen coche y caballos los lucen en tal noche, adornando animales y vehículos con jaeces fantásticos y paramentos y cimeras de quimérico arte, todo más aparatoso que precioso y caro, si bien se mira. Mas a la luz de aquellas antorchas y farolillos, todo se transforma; la fantasía ayuda, el vino transporta, y el vidrio puede pasar por brillante, por seda el percal, y la ropa interior sacada al fresco por mármol de Carrara y hasta por carne del otro mundo. Tiembla el aire al resonar de los más inarmónicos instrumentos, todos los cuales tienen pretensiones de trompetas del Juicio final; y, en resumen, sirve todo este aparato de Apocalipsis burlesco, de marco extravagante para la alegría exaltada, de fiebre, de placer que se acaba, que se escapa. Somos ceniza, ha dicho por la mañana el cura, y… ya lo sabemos, dice Rescoldo en masa por la noche, brincando, bailando, gritando, cantando, bebiendo, comiendo golosinas, amando a hurtadillas, tomando a broma el dogma universal de la miseria y brevedad de la existencia…

* * *

Celso Arteaga era uno de los hombres más formales de Rescoldo; era director de un colegio, y a veces juez municipal; de su seriedad inveterada dependía su crédito de buen pedagogo, y de éste dependían los garbanzos. Nunca se le veía en malos sitios; ni en tabernas, que frecuentaban los señoritos más finos, ni en la sala de juegos prohibidos en el casino, ni en otros lugares nefandos, perdición de los polesos concupiscentes.

Su flaco era el entierro de la sardina. Aquello de gozar en lo obscuro, entre fantasmas y trompeteo apocalíptico, desafiando la picadura de la helada, desafiando las tristezas de la Ceniza; aquel contraste del bosque seco, muerto, que presencia la romería inverniza, como algunos meses antes veía, cubierto de verdor, lleno de vida, la romería del verano, eran atractivos irresistibles, por lo complicados y picantes, para el espíritu contenido, prudente, pero en el fondo apasionado, soñador, del buen Celso.

Solían agruparse los polesos, para cenar fuerte, el miércoles de Ceniza; familias numerosas que se congregaban en el comedor de la casa solariega; gente alegre de una tertulia que durante todo el invierno escotaban para contribuir a los gastos de la gran cena, traída de la fonda; solterones y calaveras viudos, casados o solteros, que celebraban sus gaudeamus en el casino o en los cafés; todos estos grupos, bien llena la panza, con un poquillo de alegría alcohólica en el cerebro, eran los que después animaban el paseo de los Negrillos, prolongando al aire libre las libaciones, como ellos decían, de la colación de casa. Celso, en tal ocasión, cenaba casi todos los años con los señores profesores del Instituto, el registrador de la propiedad y otras personas respetables. Respetables y serios todos, pero se alegraban que era un gusto; los más formales eran los más amigos de jarana en cuanto tocaban a emprender el camino del bosque, a eso de las diez de la noche, formando parte del cortejo del entierro de la sardina.

Celso, ya se sabía, en la clásica cena se ponía a medios pelos, pronunciaba veinte discursos, abrazaba a todos los comensales, predicando la paz universal, la hermandad universal y el holgorio universal. El mundo, según él, debiera ser una fiesta perpetua, una semiborrachera no interrumpida, y el amor puramente electivo, sin trabas del orden civil, canónico o penal ¡Viva la broma! -Y este era el hombre que se pasaba el año entero grave como un colchón, enseñando a los chicos buena conducta moral y buenas formas sociales, con el ejemplo y con la palabra.

* * *

Un año, cuando tendría cerca de treinta Celso, llegó el buen pedagogo a los Negrillos con tan solemne semiborrachera (no consentía él que se le supusiera capaz de pasar de la semi a la entera), que quiso tomar parte activa en la solemnidad burlesca de enterrar la sardina. Se vistió con capuchón blanco, se puso el cucurucho clásico, unas narices como las del escudero del Caballero de los Espejos y pidió la palabra, ante la bullanguera multitud, para pronunciar a la luz de las antorchas la oración fúnebre del humilde pescado que tenía delante de sí en una cala negra. Es de advertir que el ritual consistía en llevar siempre una sardina de metal blanco muy primorosamente trabajada; el guapo que se atrevía a pronunciar ante el pueblo entero la oración fúnebre, si lo hacía a gusto de cierto jurado de gente moza y alegre que lo rodeaba, tenía derecho a la propiedad de la sardina metálica, que allí mismo regalaba a la mujer que más le agradase entre las muchas que le rodeaban y habían oído.

Gran sorpresa causó en el vecindario allí reunido que don Celso, el del colegio, pidiera la palabra para pronunciar aquel discurso de guasa, que exigía mucha correa, muy buen humor, gracia y sal, y otra porción de ingredientes. Pero no conocía la multitud a Celso Arteaga. Estuvo sublime, según opinión unánime; los aplausos frenéticos le interrumpían al final de cada periodo. De la abundancia del corazón hablaba la lengua. Bajo la sugestión de su propia embriaguez, Celso dejó libre curso al torrente de sus ansias de alegría, de placer pagano, de paraíso mahometano; pintó con luz y fuego del sol más vivo la hermosura de la existencia según natura, la existencia de Adán y Eva antes de las hojas de higuera: no salía del lenguaje decoroso, pero sí de la moral escrupulosa, convencional, como él la llamaba, con que tenían abrumado a Rescoldo frailes descalzos y calzados. No citó nombres propios ni colectivos; pero todos comprendieron las alusiones al clero y a sus triunfos de invierno.

Por labios de Celso hablaba el más recóndito anhelo de toda aquella masa popular, esclava del aburrimiento levítico. Las niñas casaderas y no pocas casadas y jamonas, disimulaban a duras penas el entusiasmo que les producía aquel predicador del diablo. ¡Y lo más gracioso era pensar que se trataba de don Celso el del colegio, que nunca había tenido novia ni trapicheos!

Como a dos pasos del orador, le oía arrobada, con los ojos muy abiertos, la respiración anhelante, Cecilia Pla, una joven honestísima, de la más modesta clase media, hermosa sin arrogancia, más dulce que salada en el mirar y en el gesto; una de esas bellas que no deslumbran, pero que pueden ir entrando poco a poco alma adelante. Cuando llegó el momento solemnísimo de regalar el triunfante Demóstenes de Antruejo la joya de pesca a la mujer más de su gusto, a Cecilia se le puso un nudo en la garganta, un volcán se le subió a la cara; porque, como en una alucinación, vio que, de repente, Celso se arrojaba de rodillas a sus pies, y, con ademanes del Tenorio, le ofrecía el premio de la elocuencia, acompañado de una declaración amorosa ardiente, de palabras que parecían versos de Zorrilla… en fin, un encanto.

Todo era broma, claro; pero burla, burlando, ¡qué efecto le hacía la inesperada escena a la modestísima rubia, pálida, delgada y de belleza así, como recatada y escondida!

El público rió y aplaudió la improvisada pasión del famoso don Celso, el del colegio. Allí no había malicia, y el padre de Cecilia, un empleado del almacén de máquinas del ferrocarril, que presenciaba el lance, era el primero que celebraba la ocurrencia, con cierta vanidad, diciendo al público, por si acaso:

-Tiene gracia, tiene gracia… En Carnaval todo pasa. ¡Vaya con don Celso!

A la media hora, es claro, ya nadie se acordaba de aquello; el bosque de los Negrillos estaba en tinieblas, a solas con los murmullos de sus ramas secas; cada mochuelo en su olivo. Broma pasada, broma olvidada. La Cuaresma reinaba; el Clero, desde los púlpitos y los confesonarios, tendía sus redes de pescar pecadores, y volvía lo de siempre: tristeza fría, aburrimiento sin consuelo.

* * *

Celso Arteaga volvió el jueves, desde muy temprano, a sus habituales ocupaciones, serio, tranquilo, sin remordimientos ni alegría. La broma de la víspera no le dejaba mal sabor de boca, ni bueno. Cada cosa en su tiempo. Seguro de que nada había perdido por aquella expansión de Antruejo, que estaba en la tradición más clásica del pueblo; seguro de que seguía siendo respetable a los ojos de sus conciudadanos, se entregaba de nuevo a los cuidados graves del pedagogo concienzudo.

Algo pensó durante unos días en la joven a cuyos pies había caído inopinadamente, y a quien había regalado la simbólica sardina. ¿Qué habría hecho de ella? ¿La guardaría? Esta idea no desagradaba al señor Arteaga. «Conocía a la muchacha de vista; era hija de un empleado del ferrocarril; vestía la niña de obscuro siempre y sin lujo; no frecuentaba, ni durante el tiempo alegre, paseos, bailes ni teatros. Recordaba que caminaba con los ojos humildes». «Tiene el tipo de la dulzura», pensó. Y después: «Supongo que no la habré parecido grotesco», y otras cosas así. Pasó tiempo, y nada. En todo el año no la encontró en la calle más que dos o tres veces. Ella no le miró siquiera, a lo menos cara a cara. «Bueno, es natural. En Carnaval como en Carnaval, ahora como ahora». Y tan tranquilo.

Pero lo raro fue que, volviendo el entierro de la sardina, el público pidió que hablara otra vez don Celso, porque no había quien se atreviera a hacer olvidar el discurso del año anterior. Y Arteaga, que estaba allí, es claro, y alegre y hecho un hedonista temporero, como decía él, no se hizo rogar… y habló, y venció, y… ¡cosa más rara! Al caer, como el año pasado, a los pies de una hermosa, para ofrecerle una flor que llevaba en el ojal de la americana, porque aquel año la sardina (por una broma de mal gusto) no era metálica, sino del Océano, vio que tenía delante de sí a la mismísima Cecilia Pla de marras. «¡Qué casualidad! ¡Pero qué casualidad! ¡Pero qué casualidad!» Repetían cuantos recordaban la escena del año anterior.

Y sí era casualidad, porque ni Cecilia había buscado a Celso, ni Celso a Cecilia. Entre las brumas de la semiborrachera pensaba él: «Esto ya me ha sucedido otra vez; yo he estado a los pies de esta muchacha en otra ocasión…»

* * *

Y al día siguiente, Arteaga, sin dejo amargo por la semiorgía de la víspera, con la conciencia tranquila, como siempre, notó que deseaba con alguna viveza volver a ver a la chica de Pla, el del ferrocarril.

Varias veces la vio en la calle, Cecilia se inmutó, no cabía duda; sin vanidad de ningún género, Celso podía asegurarlo. Cierta mañana de primavera, paseando en los Negrillos, se tuvieron que tocar al pasar uno junto al otro; Cecilia se dejó sorprender mirando a Celso; se hablaron los ojos, hubo como una tentativa de sonrisa, que Arteaga saboreó con deliciosa complacencia.

Sí, pero aquel invierno Celso contrajo justas nupcias con una sobrina de un magistrado muy influyente, que le prometió plaza segura si Arteaga se presentaba a unas oposiciones a la judicatura. Pasaron tres años, y Celso, juez de primera instancia en un pueblo de Andalucía, vino a pasar el verano con su señora e hijos a Rescoldo.

Vio a Cecilia Pla algunas veces en la calle: no pudo conocer si ella se fijó en él o no. Lo que sí vio que estaba muy delgada, mucho más que antes.

* * *

El juez llegó poco a poco a magistrado, a presidente de sala; y ya viejo, se jubiló. Viudo, y con los hijos casados, quiso pasar sus últimos años en Rescoldo, donde estaba ya para él la poca poesía que le quedaba en la tierra.

Estuvo en la fonda algunos meses; pero cansado de la cocina pseudo francesa, decidió poner casa, y empezó a visitar pisos que se alquilaban. En un tercero, pequeño, pero alegre y limpio, pintiparado para él, le recibió una solterona que dejaba el cuarto por caro y grande para ella. Celso no se fijó al principio en el rostro de la enlutada señora, que con la mayor amabilidad del mundo le iba enseñando las habitaciones.

Le gustó la casa, y quedaron en que se vería con el casero. Y al llegar a la puerta, hasta donde le acompañó la dama, reparó en ella; le pareció flaquísima, un espíritu puro; el pelo le relucía como plata, muy pegado a las sienes.

-Parece una sardina, -pensó Arteaga, al mismo tiempo que detrás de él se cerraba la puerta.

Y como si el golpe del portazo le hubiera despertado los recuerdos, don Celso exclamó:

-¡Caramba! ¡Pues si es aquella… aquella del entierro!… ¿Me habrá conocido?… Cecilia… el apellido era… catalán… creo… sí, Cecilia Prast… o cosa así.

Don Celso, con su ama de llaves, se vino a vivir a la casa que dejaba Cecilia Pla, pues ella era, en efecto, sola en el mundo.

Revolviendo una especie de alacena empotrada en la pared de su alcoba, Arteaga vio relucir una cosa metálica. La cogió… miró… era una sardina de metal blanco, muy amarillenta ya, pero muy limpia.

-¡Esa mujer se ha acordado siempre de mí! -pensó el funcionario jubilado con una íntima alegría que a él mismo le pareció ridícula, teniendo en cuenta los años que habían volado.

Pero como nadie le veía pensar y sentir, siguió acariciando aquellas delicias inútiles del amor propio retroactivo.

-Sí, se ha acordado siempre de mí; lo prueba que ha conservado mi regalo de aquella noche… del entierro de la sardina.

Y después pensó:

-Pero también es verdad que lo ha dejado aquí, olvidada sin duda de cosa tan insignificante… O ¿quién sabe si para que yo pudiera encontrarlo? Pero… de todas maneras… Casarnos, no, ridículo sería. Pero… mejor ama de llaves que este sargento que tengo, había de serlo…

Y suspiró el viejo, casi burlándose del prosaico final de sus románticos recuerdos.

¡Lo que era la vida! Un miércoles de Ceniza, un entierro de la sardina… y después la Cuaresma triunfante. Como Rescoldo, era el mundo entero. La alegría un relámpago; todo el año hastío y tristeza.

* * *

Una tarde de lluvia, fría, obscura, salía el jubilado don Celso Arteaga del Casino, defendiéndose como podía de la intemperie, con chanclos y paraguas.

Por la calle estrecha, detrás de él, vio que venía un entierro.

-¡Maldita suerte! -pensó, al ver que se tenía que descubrir la cabeza, a pesar de un pertinaz catarro-. ¡Lo que voy a toser esta noche! -se dijo, mirando distraído el féretro. En la cabecera leyó estas letras doradas: C. P. M. El duelo no era muy numeroso. Los viejos eran mayoría. Conoció a un cerero, su contemporáneo, y le preguntó el señor Arteaga:

-¿De quién es?

-Una tal Cecilia Pla… de nuestra época… ¿no recuerda usted?

-¡Ah, si! -dijo don Celso.

Y se quedó bastante triste, sin acordarse ya del catarro. Siguió andando entre los señores del duelo.

De pronto se acordó de la frase que se le había ocurrido la última vez que había visto a la pobre Cecilia.

«Parece una sardina».

Y el diablo burlón, que siempre llevamos dentro, le dijo:

-Sí, es verdad, era una sardina. Este es, por consiguiente, el entierro de la sardina. Ríete, si tienes gana.

Leopoldo  Alas, Clarín

 

martes, 16 de febrero de 2021

HOPE

 

Enviado por Maite

La historia de una niña que no podía escuchar las palabras

Imagina un caserón de piedra parda en una calle cualquiera de una ciudad sin nombre.

Acércate más. ¿Ves el nombre tallado en piedra? El teatro Serendipity te da la bienvenida.

Si has llegado tan lejos imaginando, no te costará entrar.

Nada más hacerlo verás a Joseph tras el mostrador. Fíjate en la vieja estantería que hay justo detrás de él. Hay algo que llama tu atención. Entre una corona envejecida que ya ha perdido todo su brillo y una figura horripilante de una bailarina, me ves a mí.

Y, justo en este momento, Hope, una niña incapaz de escuchar las palabras, acaba de entrar.

Puedes seguir imaginando o dejar que te cuente qué ocurrió.

Wendy Davies regresa al panorama de la literatura inspiracional con una novela que narra la historia de una niña diferente, un trasunto de Momo, una Matilda adolescente que tiene como cómplices a una marioneta, al dueño de un pequeño teatro y a sus palabras como escudos frente a una pérdida irreparable, pero también como peldaños de una escalera de esperanza hacia el futuro.

Es Wave, la marioneta, quien nos cuenta la vida de Hope, la del viejo gruñón  Joseph, tras el mostrador del teatro, y la de los habitantes de la ciudad, que la rechazan porque no la comprenden, ya que Hope, por un motivo concreto, puede escuchar los sonidos, pero no las palabras, excepto las de Joseph, y por esa razón vuelve día tras día a conversar con el dueño del teatro.

La historia nos atrapa enseguida y avanza con rapidez gracias a sus capítulos cortos y a la formar de narrar aparentemente sencilla de sus autoras (recordemos que tras el seudónimo de Wendy Davies están Merche Murillo y Fátima Embark). Estamos ante una novela de aprendizaje, donde pronto afloran los sentimientos de una forma muy cuidada, sin sensiblerías, y asistimos al paso de la infancia a la adolescencia.

lunes, 15 de febrero de 2021

EL CARNAVAL DE BIELSA

Cruzamos la plaza mayor y nos aposentamos en las sillas que el servicio había dispuesto bajo las arcadas del ayuntamiento. La plaza entera estaba jalonada por antorchas confeccionadas con bolas de pez que ardían resaltando la nieve que cubría el suelo. La única figura presente allí era la del muñeco Cornelio, que seguía colgado del reloj de sol como un reo amordazado. Yo empecé a sentirme indispuesto y me ovillé en mi abrigo. La lluvia y el frío, que durante todo el camino no me habían dado tregua, comenzaban a pasarme factura y sentí cómo la fiebre coloreaba mis mejillas produciéndome los primeros temblores. Aun con todo, asumí que el sentido de la cortesía me obligaba a permanecer en la plaza al menos el tiempo indispensable para que mi retirada no levantara susceptibilidades.

– ¿Qué representa ese muñeco? –pregunté a Don Joaquín mirando hacia la fachada.

–Cornelio simboliza todos los males que acechan al pueblo y es el vehículo de la catarsis colectiva. La última noche de carnaval se le juzgará, se le apaleará y se le quemará para redimir el invierno que se va.

–Pobre Cornelio –me compadecí.

Ambos nos miramos con conchabanza y nos sonreímos sin decir nada.

Los extraños sonidos de los cuernos, ahora acompañados por ruidos de cencerros, volvieron a retumbar en la plaza, procedentes de una de las callejas oscuras que desaguaban en ella.

– ¡Ya vienen! –me dijo Castán sin poder disimular su fervor.

De pronto, una ola de gritos femeninos estallaron casi de improviso y un multitudinario tropel de jóvenes mujeres ataviadas con las ropas tradicionales del valle se hicieron visibles bajo las antorchas. Los gritos de las mozas tenían esa mezcla de terror atávico y fruición desenfrenada que acompañan los juegos iniciáticos de la juventud.

Pocos segundos después, mientras el torrente de mujeres se desparramaba por los costados de la plaza sin dejar de gritar, empezaron a escucharse otros clamores que les sucedían de una naturaleza mucho más ruda y violenta, y que se hacían acompañar al son de los cencerros y los cuernos.

– ¡Ahí están los Trangas! –exclamó don Joaquín de repente. Y la expresión enfebrecida, casi alienada, de su rostro hizo que de pronto me sintiera fuera de lugar.

Volví la cabeza hacia la calleja y vi un espectáculo estremecedor: unos hombres cubiertos con pieles de lana cruda suspendían sobre sus cabezas imponentes cornamentas de macho cabrío como si fueran demonios resucitados. Sus caras estaban embadurnadas por completo con hollín de las chimeneas de manera que, en medio de la noche, solo les resaltaban los globos oculares de los ojos. Iban ataviados con largas faldas de lana a cuadros que les llegaban hasta los tobillos y en sus manos sujetaban un inmenso palo afilado de casi nueve varas de altura con el que golpeaban el suelo con violencia. Algunos iban montados encima de grandes machos de tiro pintados con brea negra que rezumaba por sus lomos, de modo que su presencia se hacía aún más espectacular.

–Esos seres son los solteros del valle y simbolizan la fecundidad de la tierra –me hizo saber don Joaquín– golpean el suelo con sus palos para estimular los frutos de la vida, ellos encarnan la regeneración natural que el invierno ha congelado y que ahora pretenden despertar con los golpes de sus varas. ¡Llaman a la vida y a la tierra! ¡Llaman a las hembras!

Tras los Trangas, el revuelo y los gritos aumentaron, y unas nuevas criaturas aún más tenebrosas que las anteriores hicieron acto de presencia. En esta ocasión, se había cubierto a los mozos más corpulentos y rudos del pueblo con inmensas pieles de oso y se les había obligado a gatear por el suelo, sujetos con sendas cadenas de hierro amarradas a su cuello. Cada uno de aquellos osos abominables se lanzaba de un modo agresivo contra las mozas, mientras los domadores trataban de contenerlos azuzándoles palos con fuerza endiablada y tirando de las cadenas de hierro para contener su lascivia. Los mandobles eran en ocasiones tan violentos que producían auténticas laceraciones en sus carnes. A todo esto, las mozas los provocaban con descaro excitándolos con los movimientos obscenos de sus cuerpos para inducirles a nuevas acometidas.

Noté que la fiebre iba en aumento. El gentío se había concentrado en la plaza sirviendo ingentes cantidades de vino y de un licor parecido al orujo que abrasaba el estómago. Una gran hoguera fue prendida en medio de la algarada, y todo el desfile de figuras imaginarias comenzó a danzar en torno a ella, haciendo que sus siluetas se hicieran nítidas o se desfiguraran en sombras según se acercaban o se alejaban de la fuente de luz. Esas mismas sombras se apoderaron de las fachadas de los edificios tomando proporciones dantescas que sugestionaban la imaginación de quienes las contemplaban. Los movimientos tenían una fuerza espectacular, eran verdaderas exhibiciones inducidas por los instintos más primarios.

Más allá de la plaza, el aliento de la noche lo envolvía todo con su manto de silencio y de fría quietud…

Carlos Calvera, El Paso de las Devotas


domingo, 14 de febrero de 2021

EL MAYOR BESO

 


Oscurecía cuando oyó unos pasos delante de su puerta. Llamaron. Buttercup se secó los ojos. Volvieron a llamar.

—¿Quién es? —preguntó finalmente Buttercup con un bostezo…

—Westley.

Buttercup se repantingó en la cama.

—¿Westley? —preguntó—. Conozco yo a algún West… ¡Ah, sí, muchacho, eres tú, qué gracioso! —Se dirigió a la puerta, corrió el cerrojo y con un tono más afectado, le dijo—: Me alegro mucho de que hayas pasado por aquí, porque me he sentido fatal por la broma que te gasté esta mañana. Claro que ni por un momento pensaste que iba en serio, al menos creí que lo sabrías, pero después, cuando empezaste a cerrar la puerta, por un terrible instante, creí que tal vez había llevado demasiado lejos la broma, pobrecillo, podrías haber creído que te decía en serio lo que te dije, aunque ambos sabemos que es imposible que eso llegue a ocurrir nunca.

—He venido a despedirme.

El corazón de Buttercup dio un vuelco, pero ella continuó con el tono afectado.

—¿Quieres decir que te vas a dormir y que has venido a darme las buenas noches? Qué atento de tu parte, muchacho, demostrarme que me has perdonado por la broma de esta mañana; agradezco tu delicadeza y…

—Me marcho —la interrumpió.

—¿Te marchas? —El suelo comenzó a estremecerse. Ella se aferró al marco—. ¿Ahora?

—Sí.

—¿Por lo que te dije esta mañana?

—Sí.

—Te he asustado, ¿verdad? Me tragaría la lengua. —Meneó la cabeza una y otra vez—. De acuerdo, pues; has tomado una decisión. Pero ten presente una cosa: cuando ella haya acabado contigo, no te aceptaré, aunque me lo supliques.

Él se la quedó mirando.

—Como eres hermoso y perfecto —se apresuró a agregar Buttercup—, te has vuelto vanidoso. Piensas que no se cansará de ti, pues te equivocas, lo hará, además eres demasiado pobre.

—Parto para América. A hacer fortuna. —(Esto ocurrió poco después de que existiera América, pero mucho después de que existiesen las fortunas)—. Pronto zarpará un barco de Londres. En América hay grandes oportunidades. Voy a aprovecharme de ellas. He estado preparándome. En mi choza. He aprendido a no dormir casi. Conseguiré un trabajo de diez horas diarias y después otro trabajo de otras diez horas diarias y ahorraré hasta el último céntimo que gane, salvo lo que necesite para mantenerme fuerte, y cuando haya reunido suficiente, compraré una granja y construiré una casa y haré una cama lo bastante grande como para que quepan dos personas.

—Estás loco si te crees que ella será feliz en una granja destartalada de América. Y menos con lo que gasta en trajes.

—¡Deja de hablar de la condesa! Hazme ese favor especial. Antes de que me vuelva locoooooo.

Buttercup le miró.

—¿Es que no entiendes nada de lo que está pasando?

Buttercup meneó la cabeza.

Westley también sacudió la cabeza y le dijo:

—Supongo que nunca has sido la más brillante.

—¿Me amas, Westley? ¿Es eso?

No podía dar crédito a sus oídos.

—¿Que si te amo? Dios mío, si tu amor fuera un grano de arena, el mío sería un universo de playas. Si tu amor fuera…

—Oye, la primera no la he entendido bien —le interrumpió Buttercup. Comenzaba a entusiasmarse—. Vamos a ver si me aclaro. ¿Estás diciendo que mi amor es del tamaño de un grano de arena y que el tuyo es esa otra cosa? Es que las imágenes me confunden tanto que… ¿Es tu universo de no sé qué más grande que mi arena? Ayúdame, Westley. Tengo la impresión de que estamos al borde de algo tremendamente importante.

—Durante todos estos años he permanecido en mi choza por ti. He aprendido idiomas por ti. He fortalecido mi cuerpo porque creí que podría halagarte un cuerpo fuerte. He vivido toda la vida rogando porque llegase el día en que te fijaras en mí. En estos años, cada vez que posaba en ti mis ojos, el corazón me latía desbocado en el pecho. No ha pasado ni una sola noche sin que me durmiera viendo tu rostro. No ha pasado ni una sola mañana sin que tu imagen aleteara tras mis párpados al despertar… ¿Has logrado entender algo de lo que acabo de decirte, Buttercup, o quieres que siga?

—No pares nunca.

—No ha pasado…

—Westley, si me estás tomando el pelo, te mataré.

—¿Cómo puedes soñar siquiera que te esté tomando el pelo?

—Es que no me has dicho que me quieres ni una sola vez.

—¿Es todo lo que necesitas? Sencillo. Te quiero. ¿De acuerdo? ¿Quieres que te lo diga en voz más alta? Te quiero. ¿Quieres que te lo deletree? T, e, q, u, i, e, r, o. ¿Quieres que te lo diga al revés? Quiérete.

—Ahora sí me estás tomando el pelo, ¿verdad?

—Puede que un poco; hace mucho tiempo que te lo digo, pero tú no querías escucharme. Cada vez que tú me decías: «Muchacho, haz esto», te parecía que yo te contestaba: «Como desees», pero era porque no me oías bien. «Te quiero» era lo que en realidad te decía, pero tú nunca me escuchaste, jamás.

—Te oigo ahora, y te prometo una cosa: nunca amaré a otro. Sólo a Westley. Hasta que muera.

Él asintió, y dio un paso atrás.

—Pronto enviaré a alguien a buscarte. Créeme.

—¿Mentiría acaso mi Westley?

Retrocedió otro paso.

—Se me hace tarde. Debo marcharme, es preciso. El barco no tardará en zarpar y Londres está lejos.

—Entiendo.

Westley tendió la mano derecha. A Buttercup le costaba respirar.

—Adiós.

Ella logró levantar la mano derecha hacia la de él. Se estrecharon las manos.

—Adiós —repitió él.

Ella asintió levemente.

Él retrocedió otro paso, pero no se volvió. Ella le observó.

Él se volvió.

Las palabras le salieron de un tirón:

—¿Te marchas sin un solo beso?

Se abrazaron.

Han habido cinco grandes besos desde el año 1642 d. C.: cuando el descubrimiento accidental de Saúl y Delilah Korn se propagó por la civilización occidental. (Antes de esa fecha, las parejas solían enlazar los pulgares.) La estimación exacta de los besos es algo terriblemente difícil, y a menudo provoca grandes controversias, porque si bien todos coinciden en la fórmula de afecto, pureza, intensidad y duración, nadie se ha sentido nunca completamente satisfecho con el peso que ha de darse a cada elemento. Cualquiera que sea el sistema de estimación empleado, existen cinco besos que todos consideran merecedores de la máxima puntuación.

Pues bien, éste los superó a todos.

William Goldman, La Princesa Prometida