miércoles, 24 de febrero de 2021

NAUFRAGIO

Gruñendo como una bestia en sus últimos estertores, la nave pareció escalar las rocas negras antes de que la quilla se partiera y el casco se quebrara con un lamento de astillas. Cadáveres cercenados y desangrados rodaron y se escurrieron por la cubierta, desparramándose en la agitada espuma donde los pálidos miembros se sacudieron y se agitaron en el tumulto antes de que la resaca los arrastrara y se derrumbaran sobre el fracturado suelo marino, arrastrándolos hasta las profundidades. La única silueta con vida, que se había atado a la caña del timón, estaba ahora enredada en deshiladas cuerdas en la popa, forcejeando para alcanzar su cuchillo antes de que la siguiente ola enorme estallara sobre el naufragio. Una mano blanqueada por la sal, en cuya palma la piel le colgaba en tiras marchitas, logró liberar el arma de hoja ancha. Cortó las cuerdas que lo ataban a la caña del timón justo cuando el casco tronó con el impacto de otra ola y la espuma blanca cayó en cascada sobre él.

Cuando el último cabo se partió, el hombre cayó de costado y se escurrió hacia la baranda aplastada, y la colisión le dejó sin aire en los pulmones al salir despedido sobre las rocas incrustadas y doblarse después, blando como cualquier cadáver, en las aguas revueltas.

Otra ola descendió hacia el barco en ruinas como un enorme puño que aplastó la cubierta bajo su poder irracional y arrastró todo el casco hacia aguas más profundas, dejando una estela de madera astillada, cuerdas y velas raídas.

Allá donde el hombre se había perdido en el mar, las olas chocaron contra la roca negra y nada salió del azote de la corriente.

En el cielo chocaron entre sí nubes oscuras, desplegando sus enfermizos miembros para un abrazo mutuo, y aunque en esta costa no se alzaba ningún árbol del suelo devastado, y nada sino hierbajos pelados por el viento asomaba aquí y allá, en los hoyos entre la roca, la grava y la arena, del cielo herido cayeron otoñales hojas secas silbando como la lluvia.

Más cerca de la costa se alzaba una extensión de agua en su mayor parte guarecida del mar embravecido al otro lado del arrecife. El fondo era una superficie de arena coralina, tan agitada que ocultaba los bajíos.

El hombre emergió chorreando agua. Echó los hombros hacia delante, escupió sangre y arenilla, después caminó por el agua hasta la arena. Ya no llevaba su cuchillo, pero en la mano izquierda tenía una espada en una vaina. Esta se componía de dos largas tiras de madera clara reforzadas con hierro ennegrecido y estaba claramente llena de grietas, pues el agua se filtraba por numerosas fisuras.

Con la lluvia de hojas que arreciaba por todas partes, el hombre atravesó la línea de la marea, se agachó sobre un montón de conchas rotas y se sentó, con los antebrazos sobre las rodillas, la cabeza baja. El extraño diluvio se espesó hasta convertirse en ráfagas de vegetación podrida, como negra aguanieve.

Steven Erikson, Doblan por los Mastines

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