lunes, 1 de febrero de 2021

CÓMO ADQUIRIÓ SU NOMBRE EL MONSTRUO DE OJOS VERDES

 

Más tarde, lo consideraría como haber cruzado a la otra orilla. Quizá también era lo que estaba haciendo mi madre. Cruzar a la otra orilla. Desde un territorio conocido hasta uno desconocido. Desde un lugar donde las personas te conocen hasta otro donde solo creen que te conocen.

Como cuando hay un río de verdad que atraviesas a nado, un río imprevisible y traicionero; si consigues llegar a la otra orilla, eres una persona diferente de la que eras cuando empezaste.

En julio pasado se cumplió un año del comienzo de todo. A las pocas semanas de cumplir catorce años. Cuando el Monstruo de Ojos Verdes entró en mí.

El asunto entre mis padres no había comenzado aún. Bueno, probablemente sí había empezado, pero yo no estaba captando las señales. No quería captarlas.

Yo había ligado con un chico mayor en una fiesta y hubo un mal rollo, o lo habría habido si no hubiera sido por el Monstruo.

No tengo ni idea de dónde salió el Monstruo. Nunca le he contado esto a nadie, ni siquiera a Twyla, que es mi mejor amiga y que ejerce sobre mí lo que podría llamarse una influencia tranquilizadora. Nunca se lo conté a mamá, aunque era una época en la que todavía estábamos bastante unidas. Y ahora que lo pienso, debí contárselo.

La fiesta era en la casa de unas personas ricas en Puget Sound, al norte de Seattle. Mi familia, excepto mi hermano mayor, Todd, que no había venido con nosotros, pasaba unos días en casa de unos amigos que eran vecinos suyos; también eran muy ricos y tenían una casa espectacular. Los invitados a la fiesta eran personas que yo no conocía, casi todos en edad universitaria. Una chica que iba a Forrester Academy, mi instituto en Seattle, me había invitado con varias amigas suyas. Cuando llegamos, resultó desagradablemente obvio que yo era la persona más joven de la fiesta. Mi piel blanca como la leche y llena de pecas, mi pelo rojo zanahoria recogido en una coleta que acababa en un estallido de puntas encrespadas y electricidad estática en mitad de la espalda, mi expresión asustada, además de mi top ceñido rosa, mis chanclas y mi cara sin maquillar, todo delataba que yo era la más joven.

Las chicas con las que había ido me dejaron tirada en un tiempo récord.

La casa donde estaba mi familia quedaba a casi dos kilómetros por una carretera costera con mucho tráfico y sin aceras. Aun así, a los pocos segundos de haber llegado a la fiesta yo ya quería dar media vuelta y echar a correr.

Franky Pierson asciende hasta el trampolín más alto. Se prepara para saltar... y se queda petrificada.

Pero no era una competición de salto. Podía haber sido invisible, nadie se molestó en mirarme.

La música estaba tan fuerte que casi no la podía oír. ¿Heavy metal a todo volumen? Enseguida el corazón empezó a latirme deprisa al ritmo de la música, como me suele pasar en cualquier situación de nervios. Mi padre dice que soy como él, aunque físicamente me parezco a mi madre: él era deportista, jugador profesional de fútbol americano, y dice que respondemos muy intensamente a nuestro entorno, como las aves y otros animales. Si hay peligro, LUCHAS o HUYES.

Definitivamente no estaba como para LUCHAR, pero HUIR tampoco me hacía mucha gracia.

Después de unos minutos me pasó algo muy extraño: empezó a gustarme la música. Lo que quiero decir es que seguí odiándola, pero empezó a gustarme el estado de alerta nerviosa que me provocaba.

La gente estaba apretujada en un salón alargado con muros de cristal y vistas a la bahía. A mediados del verano, el Sol se pone muy tarde en el Pacífico norte-occidental, y ahora casi se había ocultado tras el horizonte, manchando el agua de llamas rojas en continuo movimiento. Pero en la fiesta nadie prestaba atención al paisaje.

Fui migrando hasta el borde de la fiesta, intentando evitar los empujones de desconocidos que amenazaban con salpicarme con sus bebidas. Por el olor del ambiente estaba claro que bebían cerveza. Como si me llevaran las olas, fui empujada poco a poco hasta que me encontré en otro salón alargado, también con muros de cristal, mayor que el anterior, con vistas a un muelle en el que estaban amarrados un barco de vela, alto y estilizado, y un gran yate. En todas partes había gente que no conocía, chicos guapos, chicas arregladísimas, mayores que yo, que enseñaban grandes zonas de piel. Era como si hubiera un cristal opaco entre todos ellos y yo: estaban en una dimensión en la que no podía entrar. Pero yo era testaruda; no salí huyendo.

Pensé en mi madre. Solía quejarse de que era muy duro para ella estar casi siempre con gente que solo quería conocer a papá, el famoso Reid Pierson. Decía que la ignoraban casi por completo o le hablaban en tono condescendiente («Esto... Y usted, ¿a qué se dedica?»). Decía que se sentía como si no existiera. Así era como yo me sentía ahora. Estaba abochornada pero, a la vez, emocionada y esperanzada; miraba a mi alrededor con una sonrisita patética de expectación, como si de un momento a otro alguien fuera a darme un abrazo.

Algún chico guapísimo del último curso de Forrester se abriría camino a través de la multitud y me diría:

–¿Francesca? ¡Hola!

Pero no fue eso lo que pasó. No exactamente.

Localicé un baño con azulejos blancos que relucían como perlas y un jacuzzi lujoso con grifería de bronce. En el espejo vi mi cara con las mejillas enrojecidas y los ojos verdes, con una expresión desconcertada / dolida / estoica. Me dio vergüenza verme, aunque ¿a quién más esperaba ver?

Hacía apenas un año desde que empecé con la regla («empecé con la regla», que expresión más estúpida). Antes de eso era una niña activa y aguerrida; ahora no sabía exactamente lo que era. Una chica, eso está claro. Pero no una chica hiperfemenina.

O a lo mejor sí. Francesca Pierson y no Franky. Aunque lucho contra ello.

Lo llaman negación.

Mamá me contó que cuando tenía mi edad estaba «obsesionada» por su aspecto. Y por los chicos. Me dijo que había hecho algunas cosas bastante imprudentes que podían haber arruinado su vida para siempre, aunque tuvo suerte («Fui más afortunada que lista, Francesca»). Así que a veces me preocupaba el que pudiera parecerme a mi madre más de lo que me hubiera gustado. Que en el instituto acabara «obsesionada» por mi aspecto, como casi toda la gente que conozco.

–Francesca, hola.

Me guiño un ojo en el espejo. Sacudo la coleta. Decido que estoy estupenda. No hiperguapa, pero sí estupenda.

–Hola.

No me preguntes cómo o por qué: de entre la multitud sale un chico que choca conmigo por accidente, decide detenerse un momento, me inspecciona y sonríe. Yo le dedico una enorme sonrisa como de calabaza de Halloween. Es un misterio cómo desaparece mi estado de nervios; estoy interpretando el papel de una chica que no está emocionada / asustada / entusiasmada a reventar. Se diría que es una escena de una fiesta en una película y que yo ya había interpretado ese papel antes.

Este chico que me sonríe, al que parece que en realidad le gusto, me grita al oído que su nombre es Cameron; no logro entender su apellido. Está en primero de carrera en USC. Me siento estúpida al tener que preguntar qué es «USC» (Universidad del Sur de California). Me pregunta cómo me llamo y le digo que Francesca –de repente, Franky suena demasiado infantil–, y le digo entre dientes y bajito dónde estudio. Cameron dice que su familia vive en la isla Vashon de Seattle, su padre es ejecutivo de la Boeing, tienen una casa de verano en la península y a él le vuelve loco navegar. ¿Y yo? Puedo oler la cerveza en su aliento, de tan juntos como estamos. La gente nos apretuja y eso nos junta todavía más. Me oigo decirle, prácticamente gritándole al oído, que mi familia vive en Yarrow Heights y que nos estamos quedando unos días con unos amigos en la bahía. No le doy detalles sobre cosas como quién es mi padre o quiénes son nuestros amigos, porque el amigo de mi padre es bastante famoso (no por los deportes o la tele, como mi padre, sino por sus patentes de alta tecnología informática). A Cameron le da igual, de todas formas no me puede oír o, si me oye, nada de esto le impresiona demasiado. Está ambientadísimo y aceleradísimo, muy pegado a mí, con una gran sonrisa.

–Te traigo una cerveza, Fran... ¿has dicho «Francesca»? Qué nombre más bonito.

No le digo que odio la cerveza, que no aguanto ni su olor ni su sabor penetrante que me da ganas de estornudar. Por supuesto, tampoco le digo que mis padres se enfadarían muchísimo si supieran que me encontraba en una fiesta donde «se bebe». Aunque les prometí firmemente que no iba a beber «nada con alcohol» o «experimentar» con drogas de ningún tipo, forma o condición, de repente estoy en una fiesta con personas que no conozco, que me llevan años, y todo lo que les prometí es como si se esfumara rápidamente.

Cameron me toma la mano y me guía no sé adónde. La música suena tan fuerte ahora que es como estar en medio de un tornado. Es salvaje. Nunca había estado en una fiesta tan guay. Cameron me está hablando y yo sonrío y le digo que sí. No sé de lo que estamos hablando, pero me hace reír. Aquí estoy, en una fiesta con un tío de unos 18 años que no conozco, pero que me cae muy bien; la gente está bailando muerta de risa, con pasos extraños, fáciles de seguir, simplemente te contoneas como una serpiente. Es como si Franky Pierson se hubiera transformado. Como si me hubiera convertido en una chica totalmente distinta gracias a Cameron. Como si él hubiera chasqueado los dedos y me hubiera hecho guapa y sexy, mientras que antes era torpe y tímida. Hasta puedo bailar, tengo las articulaciones flexibles y soy ágil como una gimnasta. Sacudo las caderas, los brazos, muevo la coleta de lado a lado. Cameron me mira atentamente, está impresionado. Le gusta que otros chicos mayores me estén mirando y estén impresionados también.

Echo un vistazo a las chicas que me trajeron a la fiesta y están boquiabiertas, como si no pudieran dar crédito a lo que ven. La pequeña Franky Pierson es po-pu-lar.

A lo mejor ya estoy borracha, pero da igual. Solo estoy flotando y pasándolo bien y quiero que nunca se acaben la música y el baile.

–Fran... cesca. Qué nombre más bonito.

Cameron me ha traído a otro sitio. No puedo dejar de reírme. Mi cabeza es un globo que crece cada vez más y está a punto de estallar, pero tiene gracia, como las burbujas de la cerveza que se me meten en la nariz y me hacen estornudar... –¡Achís! ¡Achís! ¡Achís!–. La música ya no está tan fuerte. La oigo y siento sus vibraciones, pero de lejos.

Cameron farfulla palabras que no puedo descifrar. Estamos en una habitación con una ventana que llega del suelo al techo, con vistas a la bahía, y ya es de noche. Puedo oler el agua y puedo oír su movimiento, pero no la puedo ver. Me siento como si estuviera en un trampolín con los ojos cerrados y tuviera miedo de saltar. Tengo miedo de caerme. Los dedos de Cameron son fuertes y me hacen daño al apretarme el tórax y medio levantarme. Se inclina hacia mí y empieza a besarme. Pero no es como un primer beso, nuevecito, sino como un beso que ya había empezado desde antes, que es duro, que presiona. Su lengua empuja contra mis labios apretados. Todo va muy deprisa. Yo pienso: ¿Quiero esto o no? ¿Verdad que sí, que quiero ser besada? Porque no puedo recordar dónde estoy, o quién es Cameron. Pero sí sé que tengo que devolverle los besos. Eso es lo que tienes que hacer, devolver los besos. Me da risa y estoy tiritando y tengo la extraña sensación de tener entumecidas distintas partes de mi cuerpo. Los dedos de las manos y los pies se me han vuelto de hielo. ¿Pánico? Pero estoy besando a Cameron; no quiero que sepa lo asustada que estoy ni lo joven que soy. Su boca es carnosa y cálida. Sus manos se mueven por todo mi cuerpo, duras y expertas. Me viene a la mente una imagen repentina y extraña: mi hermano Todd haciendo pesas y ejercicios de gimnasia, corriendo en la banda estática, respirando hondo, jadeando, con una capa aceitosa de sudor cubriéndole la cara; si le dices algo en esos momentos, no te oye, está totalmente concentrado en su cuerpo. Eso es lo que le pasa a Cameron. Mi cuerpo no sabe si le están haciendo cosquillas, caricias o... alguna otra cosa, no tan agradable.

–Cameron, quizá po... podríamos...

–Nena, tranquila. Eres tan sexy, eres maravillosa.

No es exactamente la primera vez que alguien me besa. Pero sí es la primera vez que lo hace un chico mayor y con experiencia. Alguien que no conozco y que me llama «nena» como si hubiera olvidado mi nombre. Me levanta el top y me toca los pechos, que es la parte donde tengo más cosquillas. Me empiezo a reír, tanto que casi me ahogo. La cara de Cameron despide calor como si hubiera estado corriendo. Y yo pienso: ¿Quiero esto? ¿Es esto lo que yo quiero? Estoy intentando acordarme de lo que me han contado sobre el sexo seguro y pienso: ¿Sexo seguro? Pero ¿esto es... sexo?

–Cameron, creo que no quiero...

–Venga, nena. Tú sabes que sí quieres.

Tengo pánico, aunque a la vez estoy excitada. ¿Será eso lo que siento: excitación? Creo que ya no estoy borracha. Pero siento el estómago revuelto. Tengo el pelo sobre la cara; se me debe de haber deshecho la coleta. Cameron me tira del pelo. Me está besando de nuevo; es como si su boca me estuviera masticando. Lo empujo para apartarlo, pero no logro moverlo. Todo está sucediendo demasiado deprisa; es como hundirte en el agua: intentas respirar y tragas agua, y de repente te entra el pánico y empiezas a dar manotazos y a luchar por tu vida.

Cameron me empuja hacia abajo y me hace acostarme sobre algo. No es una cama o un sofá, se siente como una mesa. Es algo duro y el borde me hace daño en el muslo. Me sigue llamando «Nena», pero su tono ya no es tan amistoso. Es como si estuviera intentando atraer hacia sí a un animal al que va a hacer daño. A la vez, actúa como si se sintiera defraudado, como si yo le hubiera estado tomando el pelo. Me tiene sujeta sin que pueda moverme. Se ha bajado la bragueta. Mueve torpemente las manos y jadea. Me baja las bragas como si le diera igual si las rompe. Quiero gritar, pero su antebrazo me oprime la garganta.

–¡Joder, deja ya de jugar! Eres una...

Estoy luchando con todas mis fuerzas. Trato de gritar. No sé qué hacer.

Y entonces, de repente, lo sé. Como cuando se enciende una cerilla. Levanto la rodilla con fuerza y le doy justo en la ingle. Suelta un grito sordo y se queda flácido. Todo sucede en un momento. Le digo:

–¡Déjame en paz! ¡Suéltame!

Sigo tumbada, pero doy patadas como una loca. Es como si estuviera cruzando la piscina impulsándome solo con las piernas. Y mis piernas tienen mucha fuerza gracias a años de nadar y correr. Puede que parezca delgada, pero soy fuerte. Tengo encima todo el peso de Cameron, pero logro escaparme golpeándole de todas las formas que puedo e incluso clavándole los dientes. ¡Los dientes!

Eso le da miedo a Cameron, creo. Gime y me insulta con las manos sobre los genitales doloridos. Me mira fijamente y dice:

–¡Eres un monstruo! ¡Deberías verte los ojos! ¡Un monstruo de ojos verdes! ¡Estás loca!

Me echo a reír como una salvaje. Es como si este tío hubiera visto el interior de mi alma.

Ahora me he librado de él y echo a correr. Salgo de la habitación, voy por un corredor, paso junto a unas macetas con helechos, junto a una pared con máscaras indias, soy como un animal salvaje que busca la salida de un laberinto, aquí hay una puerta, de repente estoy fuera sintiendo el aire fresco y estoy a salvo.

Está oscuro y hay bruma, puedo oler el agua de Puget Sound y respiro grandes bocanadas de aire como si me hubiera estado ahogando.

Pero ahora estoy A SALVO.

Soy una buena corredora. Me gusta correr casi tanto como nadar. Así que me voy corriendo hacia casa junto a la carretera de la costa, evitando los coches, con el pelo al aire y dándome contra la espalda. Supongo que para los que pasan en coche tengo aspecto de loca. Pero me siento muy bien. No es lo que podría esperarse; ni siquiera pienso: Oh, Dios, casi me violan. Al contrario, pienso en lo contenta que estoy. Mi madre decía que ella había sido más afortunada que lista cuando tenía mi edad. Creo que yo he sido afortunada y también lista. He luchado contra mi atacante y no ha podido conmigo. Le he dado con la rodilla en la ingle, le he dado patadas y le he mordido. Me he escapado. Ni siquiera he tenido tiempo de tener miedo. Era un abusón y un miedica, y me imagino que ahora estará preocupado por si les cuento a mis padres lo que ha sucedido y se ve metido en un buen lío.

Bueno, no lo iba a contar. Era suficiente con haber escapado.

Él me había llamado «MONSTRUO DE OJOS VERDES».

El MONSTRUO DE OJOS VERDES me salvó la vida.

Joyce Carol Oates, Monstruo de ojos verdes

No hay comentarios:

Publicar un comentario