jueves, 18 de febrero de 2021

UNA PINTURA

 

Blake, con movimientos precisos, impregnó de nuevo su paleta con la pintura que aún quedaba en el mortero. Una combinación de aceite de linaza y pigmentos negro humo y marfil.

No existía en el mundo una tonalidad apropiada para lo que él estaba plasmando en el lienzo. Por esa razón mezclaba, diluía, experimentaba… aun sabiendo que no tenía tiempo para ninguna clase de ensayo.

Reanudó sus esfuerzos por delinear los contornos, marcar los detalles…

Sus pupilas se redujeron poco a poco hasta parecer puntas de alfiler.

Había traspasado el límite de la realidad y todo cuanto le rodeaba se diluía en torno suyo como los pigmentos entre las resinas que utilizaba.

No podía respirar. Sus exhalaciones se habían reducido a asfixiantes jadeos.

Gruesas gotas de sudor se deslizaban por su frente y recorrían sus mejillas hasta precipitarse al suelo. Todo su cuerpo ardía consumido por un fuego creador, una ardiente necesidad de plasmar aquello que únicamente su subconsciente veía. Pero esa fiebre también poseía un tenebroso poder destructor. Un poder que atravesaba los confines de todo lo conocido para adentrarse en un universo oculto para la mayoría de los hombres.

Y, de repente, su mente explosionó en miles de vibrantes partículas.

El corazón aceleró sus latidos y todo su cuerpo comenzó a estremecerse con cada pulsación.

Fue entonces cuando detuvo sus movimientos. Dejó sus manos inertes. La paleta y el pincel cayeron al suelo.

Aguzó el oído.

Había escuchado algo…

Un sonido tan leve, y al mismo tiempo tan distintivo que creyó ser presa de sus propios delirios.

Era el llanto de un niño.

Parpadeó antes de entrecerrar los ojos y clavar la mirada en un punto concreto del cuadro. Hubiera jurado que los sollozos emergían de allí. Pulsantes y desgarradores, cobrando mayor fuerza a cada instante.

Giró su cuerpo y vislumbró su habitación con expresión de asombro.

Todo había cambiado, estaba seguro.

La titilante luz de las velas seguía imperturbable, y sin embargo… las sombras ganaban terreno convirtiendo la estancia en un microcosmos negro, denso, infinito.

Percibió un hálito helado, una especie de lengua invisible y gélida que le acariciaba la nuca. Incluso notó un cosquilleo en su canoso cabello, como si, a sus espaldas, unos pequeños dedos de esqueleto trataran de llevárselo consigo.

Blake tragó saliva.

El bombeo de su corazón se había tornado tan rápido que cada latido le aguijoneaba el pecho.

Algo se movió entre las sombras. Miró en derredor suyo y comprobó que la negrura se convulsionaba para gestar unas figuras informes.

La idea de escapar atravesó su mente, pero sus piernas no le obedecieron. Tendría que ser forzoso testigo de lo que allí iba a acontecer.

Creía haberse acostumbrado a toda una vida de visiones e imágenes proféticas… y aun así, intuía que en aquella ocasión todo sería diferente.

El llanto del niño fue engullido por un silencio sobrenatural. Casi tangible.

Los ojos amarillentos de Blake recorrieron la estancia con pavor hasta detenerse en una siniestra silueta que ya había adoptado una forma definitiva. Vio cómo avanzaba hacia él y dejó escapar un gemido al percatarse de quién se trataba.

La figura se movía a gatas y sus largas uñas arañaban el suelo.

Una pestilencia hedionda invadió cada partícula de aire.

No era un animal. Sino un ser humano.

Su cabello rojizo descendía hasta mimetizarse con su desaliñada barba que rozaba la superficie de la habitación con un desagradable seseo.

La luz de las velas se reflejaba en sus ojos estrábicos y la mueca doliente de su boca, que rezumaba una viscosa saliva. Aquel cuerpo desnudo se mostraba lívido, sucio y peludo; una alimaña hecha hombre que se arrastraba en un mutismo inquietante.

Los labios se Blake se tensaron en un gesto de terror.

—No puede ser… —musitó con un hilo de voz—. “Nabucodonosor”…

Aquella imagen, mitad hombre, mitad bestia, que ahora se dirigía hacia él, era una de sus creaciones. Años atrás había querido plasmar el símbolo de la depravación, la culpa y el deshonor. Y el mítico rey de Babilonia, célebre por sus hazañas, pero también por su crueldad, se convirtió en el personaje escogido para dar rienda suelta a un alegoría que muy pocos supieron entender.

A su derecha, las sombras vomitaron otra oscura silueta que poco a poco comenzó a conformarse. Su contorno se tornó sinuoso y en su superficie se dibujaron miles de escamas amarillas y carmesíes, como una acuarela de ardientes colores.

Cuando aquel engendro se alzó sobre su propio cuerpo de anillos concéntricos, una última excrecencia nació de su extremo hasta transformarse en la cabeza afilada y dentuda de un dragón.

Blake dio instintivamente un paso atrás.

En su cerebro resonó el nombre de uno de sus cuadros.

“El pacto con la serpiente.”

Podía reconocer al animal que tenía ante sus ojos y que le observaba con la mirada ponzoñosa de quien sabe que su presa se halla bajo su dominio.

Sus propias manos le habían dado vida en una de sus pinturas recreando el bíblico pasaje de la traición de Adán y Eva. En su obra, la serpiente se erguía con majestuosidad envuelta en un halo de luz que la convertía en el eje central de la imagen.

Ahora, parecía haber sido regurgitada por el mismo Infierno.

El reptil abrió la boca; la lengua bífida tembló entre los dientes antes de precipitarse sobre el artista.

Con un movimiento certero, rodeó sus piernas y aferró su cuerpo con tal fuerza que le hizo caer al suelo, inmovilizándole por completo.

Nabucodonosor, junto a él, emitía unas espasmódicas carcajadas mientras la serpiente afianzaba su abrazo letal.

Blake quiso gritar, pedir ayuda a su esposa. Pero ya era demasiado tarde. Sus cuerdas vocales se habían petrificado, al igual que su capacidad de reacción.

¿Era aquella otra de sus visiones?

Imposible.

Demasiado real, demasiado palpable.

Ninguna otra de sus alucinaciones había tenido el poder de tocarle. Siempre había dado por hecho que existía una ley no escrita, y sin embargo igualmente lícita, por la que jamás sufriría ningún daño. El más allá podía mostrarle sus misterios, pero nunca poniendo en riesgo su propia existencia.

Entonces ¿por qué aquellos seres producto de su mente habían cobrado vida con el único propósito de atormentar la suya?

“¿Por qué?”

La serpiente y la bestia humana habían abierto sus fauces dispuestas a clavar los incisivos en su rostro, cuando de repente se detuvieron como si obedecieran a una orden no pronunciada.

La estancia entera pareció estremecerse. Fue un instante disfrazado de eternidad, una fracción de segundo fugaz, pero definitiva. Una convulsión repentina y paradójicamente inmensa.

Blake, con lágrimas de horror aflorando en los ojos, distinguió una nueva figura avanzar frente a él.

Sus pasos retumbaban en la estancia con un ruido sordo,semejante al eco de los truenos que aún seguían sonando en el exterior.

Un terror sobrehumano punzó el pecho de Blake cuando la tenue luminosidad de las velas le reveló a un nuevo monstruo. Su corazón se transformó en polilla y lo sintió aletear a tientas por el interior de su tórax hasta obstruir su garganta.

—Eres tú… —murmuró el pintor con voz estrangulada.

Ante sí, el cuerpo hercúleo de un hombre desprovisto de ropajes.

Sus músculos se hallaban en tensión absoluta, cubiertos por una sutil pátina de sudor que les confería un aspecto brillante, colosal.

De su coxis emergía una larga cola reptiliana que se balanceaba hipnóticamente con cada uno de sus movimientos.

Alzó sus brazos y entre ellos se extendieron unas enormes alas membranosas que se agitaron como si estuvieran a punto de alzar el vuelo.

Un titán en el mundo terreno. Un dios pagano y atrozmente sublime.

Blake temía alzar la mirada y encontrarse con el rostro de aquella aberración de la que también era el creador. El miedo a descubrir su semblante era más poderoso que el miedo a la muerte. Él mismo lo había dibujado de espaldas, sin desvelar una faz que debía mantenerse oculta al mundo para siempre. Una faz terrible, en la que se aglutinaría, como un único símbolo, todo el mal de la humanidad.

El silencio hasta aquel momento reinante fue rasgado por un súbito murmullo que aumentaba en un estridente crescendo. William Blake podía escuchar su nombre pronunciado por un conglomerado de voces desconocidas que parecían cercarle en un torbellino de pesadilla.

No pudo evitarlo. La curiosidad innata en el ser humano le obligó a mirar al monstruo.

Lo primero que vio fueron dos cuernos retorcidos asentados en su frente.

El engendro ladeó la cabeza mostrando, ante el resplandor de las velas, numerosos ojos circulares que giraban sobre sí mismos en direcciones diferentes. Un camaleón deforme. Desprovisto de nariz, podía escucharse su respiración pausada y profunda junto a un sonido similar al zumbido de cientos de moscas.

El gran orificio que hacía las veces de boca, se abrió en una desdentada mueca y Blake vislumbró en su garganta diversas caras amalgamadas en un caos dantesco. Hombres, mujeres y niños eran quienes gritaban su nombre desde aquellas profundidades, agitándose con horrible frenesí.

—Así que has venido a por mí, dragón rojo…

La voz sosegada de Blake rasgó su propio miedo.

Era consciente del destino que iba a sufrir. La muerte no significaba nada. Solo el mensaje que había creado era importante. Debía sobrevivir a la tempestad del tiempo y a la incomprensión humana hasta que llegara el momento oportuno. Y llegaría, no albergaba ninguna duda.

Por un instante deslizó la vista hacia el cuadro en el que había estado trabajando y esbozó una triste sonrisa.

El gran dragón agitó sus alas de murciélago y se abalanzó sobre él rasgando su pecho de un solo zarpazo.

Acto seguido, una intensa oscuridad lo invadió todo…

La llave de Blake, Sandra Andrés Belenguer

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