domingo, 7 de febrero de 2021

CELOS

 


Buttercup se marchó a su cuarto, se tendió en la cama y cerró los ojos.

Y la condesa miraba a Westley.

Buttercup se levantó de la cama, se quitó la ropa, se lavó un poco, se puso el camisón, se metió entre las sábanas hecha un ovillo y cerró los ojos.

¡La condesa seguía mirando a Westley!

Buttercup apartó las sábanas, y abrió la puerta. Fue al fregadero que había junto al hornillo y se sirvió un vaso de agua. Se lo bebió. Se sirvió otro vaso y se lo pasó por la frente para refrescarse. La sensación febril seguía allí.

¿Cuán febril? Se sentía estupendamente. Tenía diecisiete años, y ni una sola caries. Con firmeza, echó el agua al fregadero, se volvió y con paso decidido regresó a su cuarto, cerró la puerta y se metió en la cama. Cerró los ojos.

¡La condesa no dejaba de mirar a Westley!

¿Por qué? ¿Por qué rayos la mujer más perfecta de toda la historia de Florin se interesaba en el mozo de labranza? Buttercup dio vueltas y más vueltas en la cama. Sólo había algo que explicara esa mirada: estaba interesada en él. Buttercup cerró los ojos con fuerza y estudió el recuerdo que guardaba de la condesa. Estaba claro que el mozo de labranza tenía algo que le interesaba. Los hechos saltaban a la vista. Pero ¿qué sería? El mozo tenía unos ojos como el mar antes de la tempestad, pero ¿quién se fijaba en los ojos? Y si a una le gustaban esos detalles, tenía el pelo de un rubio claro. Y los hombros de un ancho suficiente, pero no mucho más anchos que los del conde. Y era sin duda musculoso, pero cualquiera que se pasara el día trabajando como un esclavo sería musculoso. Tenía la piel perfecta y bronceada, pero eso también era producto del duro trabajo; si estaba todo el día al sol, ¿cómo no iba a broncearse? Y no era mucho más alto que el conde, aunque tenía el vientre más plano, pero eso era debido a que el mozo de labranza era más joven.

Buttercup se sentó en la cama. Debían de ser sus dientes. El mozo de labranza tenía una buena dentadura; había que prodigar ese elogio porque era merecido. Blancos y perfectos, destacaban especialmente en la cara bronceada. ¿Podría haber sido otra cosa? Buttercup se concentró. Las muchachas de la aldea seguían bastante al mozo de labranza cuando éste efectuaba los repartos, pero eran unas idiotas, porque ésas seguían a cualquiera. Y él nunca les hacía ningún caso, porque si alguna vez llegaba a abrir la boca, ellas se habrían dado cuenta de que lo único que tenía era una buena dentadura, porque al fin y al cabo, era excepcionalmente estúpido.

Resultaba muy extraño que una mujer tan hermosa, tan delgada, tan cimbreña y agraciada, una criatura con un envoltorio tan perfecto, vestida de manera tan exquisita como la condesa, quedara prendada de ese modo de una dentadura. Buttercup se encogió de hombros. La gente era sorprendentemente complicada. Pero Buttercup lo tenía todo diagnosticado, deducido, claro. Cerró los ojos, se acomodó bien en la cama, se hizo un ovillo, y nadie mira a nadie del modo que la condesa había mirado al mozo de labranza sólo por la dentadura.

—Oh —jadeó Buttercup—. Oh, cielos, cielos.

El mozo de labranza miraba a su vez a la condesa.

Estaba dando de comer a las vacas y sus músculos se tensaban del modo que lo hacían siempre bajo la piel bronceada y Buttercup estaba allí de pie, observando, cuando por primera vez el mozo miró a los ojos a la condesa.

Buttercup saltó de la cama y comenzó a pasearse por su cuarto. ¿Cómo pudo atreverse? Vaya, no hubiera tenido nada de particular si sólo la hubiese mirado, pero no la miró sino que «la miró».

—Es tan vieja —masculló Buttercup con ánimo tormentoso.

La condesa no cumpliría otra treintena, y eso era un hecho. Y su traje se veía ridículo en el establo; eso también era un hecho.

Buttercup se dejó caer en la cama y se apretó a la almohada que tenía atravesada sobre sus pechos. El traje era ridículo incluso antes de que llegara al establo. La condesa tenía un pésimo aspecto incluso en el mismo instante en que abandonó el carruaje, con aquella boca enorme tan pintarrajeada y aquellos ojitos de cerdo pintados y aquella piel empolvada y… y… y…

Agitada e inquieta, Buttercup lloró y se revolvió y se paseó por el cuarto y lloró otro poco, y sólo han existido tres destacados casos desde que David de Galilea padeció los efectos de este sentimiento cuando ya no logró soportar el hecho de que los cactus de su vecino Saúl superaran en belleza a los suyos. (En sus orígenes, los celos quedaron circunscritos exclusivamente al ámbito vegetal, a los cactus y a los ginkgos ajenos, aunque posteriormente, cuando ya existía la hierba, a la hierba, razón por la cual hasta el día de hoy se habla de ponerse verde de envidia, y por extensión, de celos.) Pues bien, el caso de Buttercup casi alcanzó a ocupar el cuarto puesto en la lista de todos los tiempos.

Aquélla fue una noche muy larga y muy verde.

William Goldman, La Princesa Prometida

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