lunes, 31 de octubre de 2016

¡AY, MUERTE DE MI VIDA!


No hace mucho tiempo, hombres y mujeres celebraban la muerte tanto como la vida. Cuando un niño nacía, se le vestía con un trajecito y se mostraba a la comunidad; cuando un anciano moría, se le vestía con su mejor traje y se mostraba a la comunidad. En su primera noche de muerto se le acompañaba para que no estuviera solo, también se acompañaba a sus familiares: «Te acompaño en el sentimiento», se decía a quienes lloraban la pérdida en estos «velatorios», que así se llamaba a esta reunión, porque todos los que allí estaban velaban, es decir, permanecían despiertos, acompañándose. En estos velatorios, a veces las mujeres mayores, las viejas, contaban cuentos de risa, «consejas» se llamaban. De ahí la expresión «De la vieja, la conseja», que no es el «consejo» como tanta gente cree, sino el «cuento». Tan importante era celebrar la muerte que, en algunos lugares, cuando la gente se hacía mayor, acostumbraba viajar con el traje que había elegido para cuando la muerte llegara: la mortaja. No fuera a ser que la muerte, tan silenciosa e imprevisible, les pillase mal preparados o mal vestidos para el velatorio.

Pero la muerte dejó de celebrarse porque comenzó a ser eso que había que ocultar, eso que no debía ni mencionarse. Y en este afán por que no se viera, la gente olvidó su íntima relación con la vida. También la vejez dejó de ser esa edad de la dignidad, esa edad a la que se ha llegado después de tanta vida, de tanta sabiduría, y pasó a entenderse como una enfermedad mortal. Se perdió el respeto a la vida y se perdió el respeto a los viejos, y la vejez se convirtió en algo vergonzoso que hay que negar, que hay que esconder con cirugías, o apartarla de nuestra vida. Parece que fuera contagiosa.

Este miedo, esta ocultación, se produjo no hace mucho tiempo: sucedió cuando la gente cambió la vida sobre la tierra por la vida sobre el asfalto. La tierra nos enseñaba, a poco que la mirásemos, que todo cuanto nace muere, que la muerte es de lo que se nutre la vida, que lo muerto da de comer a la semilla para que ésta pueda vivir. Perdimos esta Maestra y olvidamos cuánta vida hay en la muerte. El asfalto nada nos enseña de la vida porque en él nada germina, en él nada se entierra. Hemos olvidado que la muerte es necesaria para la vida, hemos olvidado su importancia y su necesidad y que hay que celebrarla tanto como celebramos la vida. Algunos aprovecharon este olvido para llenarnos la imaginación con muertes horrendas, muertes descarnadas, muertes que nos llenan de culpa, muertes que nos asustan. Este miedo a la muerte que nos inoculan produce el miedo a la vida, y cuando la gente le tiene miedo a vivir suele permitir que de su vida sean dueños otros, esos que nos llenan la imaginación de horrores.

Pero los cuentos nos rescatan de este olvido, porque los cuentos populares que todavía hoy se cuentan al calor de la lumbre en invierno o sentados a la fresca en verano se forjaron en esos tiempos en los que el hombre y la mujer descubrieron que si uno entierra una semilla en la tierra crece una planta, que una vez cortada, una vez muerta, nos alimenta. Hay quien dice que incluso se forjaron antes, en la hoguera paleolítica, y que gracias a que un hombre, o quizá una mujer, inventó una historia, un cuento en el que, como en todos los cuentos populares, siempre hay alguien que te ayuda, el ser humano comenzó a confiar en el otro, porque el otro dejó de ser visto como quien te daña y pasó a ser visto como quien te ayuda, y gracias a esta confianza en el otro, hombres, y quizá mujeres, comenzaron a cazar juntos y la suma de las fuerzas de los individuos constituyó la fuerza de la colectividad, y gracias a lo colectivo, a lo que hacemos juntos, el ser humano, peor preparado que otras especies para sobrevivir, consiguió que su especie no se extinguiera. Estos cuentos populares no sólo nos enseñan a confiar, también nos cuentan que quien se pone en camino para superar sus dificultades sin miedo a la vida, sin miedo a la muerte, acaba siendo rey, es decir: soberano de su propia vida.

Y estos cuentos han llegado hasta nosotros extendiéndose con las migraciones de los cazadores siguiendo a sus presas o de los agricultores buscando tierras de cultivo, perpetuándose a través del tiempo de boca a oreja y de oreja a boca. Estos cuentos hunden sus raíces en esos tiempos ancestrales y, por ello, nos muestran la muerte no como contraria a la vida sino como su culminación, nos hablan de una muerte que, como una compañera, siempre nos acompaña, que, como una madre, siempre está presente y a todos nos iguala, una muerte muy distinta a la que nos es dada como castigo por nuestro «original pecado», esa muerte que las religiones monoteístas nos han contado. Esta muerte, vinculada a la tierra, a la siembra y a la cosecha no es un castigo por el pecado de la soberbia, sino algo tan necesario como la vida, porque sin muerte la vida no podría suceder. Vida y Muerte se alimentan la una a la otra en una rueda infinita, eterna.

Pero no sólo aparece esta visión de la muerte en los cuentos, también lo hace en las primeras manifestaciones teatrales. El germen del teatro en Europa es la medieval «Danza general de la Muerte». La Muerte aparece como una mujer vestida de blanco que lleva una guadaña en la mano para segar la vida. Y esta Muerte, todavía vinculada a la tierra, hace un corro, un círculo, y en su reino circular nos introduce a todos: papas, curas, reyes, nobles y siervos, nadie escapa a su poder (lo único democrático en una sociedad de reyes despóticos y rígidos estamentos donde casi no es posible el cambio social). Es la Muerte inexorable que es capaz de esperar pero que siempre llega a cumplir su cometido, la Muerte justa que alguna vez a todos nos llevará y que, por eso, porque no hace distinción entre rico y pobre, porque a todos trata por igual, no debe ser vista como algo negativo ni como causante de una privación, sino como un destino común que a todos los que estamos vivos hermana. La Muerte se vuelve humana, se vuelve mujer que siega, se vuelve amiga o amante. Tan humana se vuelve que incluso sufre las tretas de los humanos y es continuamente burlada, aunque quien la burla acaba comprendiendo lo muy necesaria que es y, al final, siempre es liberada de su encierro. Pero no sólo nos hermana nuestro destino común, también ese dolor ante la muerte, ante la pérdida, nos une en eso que llamamos «compasión», y que no es otra cosa que padecer juntos, sentir juntos. Porque ante el dolor siempre hay alguien que llora contigo, que te acompaña en tu sentimiento.

Pero, aunque no estemos solos en el duelo, en la pérdida, la necesidad de escapar a ese dolor inevitable ha provocado que la gente imagine lugares donde no se muere, e incluso la posibilidad de que se pueda volver de la muerte. Estos lugares donde la vida es eterna acaban resultando aburridos y monótonos, pues desaparece el vértigo que produce pensar que quizá hoy sea el último día de nuestra vida, ese vértigo que crea tanta tensión, tanta intensidad, ese vértigo que nos hace vivir cada momento como si fuese el último.

Y para concluir, aparece también en los cuentos populares la idea de que la muerte no es el fin sino el comienzo de otra vida, que no es eso tan definitivo que nos han contado, que la verdadera guadaña que nos siega la vida es el miedo a morir. Ese miedo es el que hoy nos conduce a negar la muerte, a que no quieran mirarla cara a cara sino los poetas, a que escondamos a los muertos, a que nos neguemos el duelo… Ese miedo que nos conduce también a negar la vida. Pero hay otra forma de mirar a la muerte, sin miedo, porque a una madre, a una amiga, a una amante no se la teme, y esta mirada llena de vida es la que hay en cada uno de los 44 cuentos populares que componen este libro. Estos cuentos nos rescatan del olvido, nos enseñan a confiar y nos ayudan a vivir: se cuenta que durante el estalinismo descubrieron que en un barracón de un gulag, uno de esos campos de exterminio donde el dictador Stalin recluía y condenaba a morir de hambre y frío a los que habían cometido la falta de no pensar como él, los presos no morían. Y ello se debía a que en ese barracón, cuando sonaba el toque de queda y todo quedaba en la penumbra y el silencio, una mujer se sentaba en su jergón y comenzaba a contar un cuento. Y durante el relato del cuento, la gente que allí vivía recluida podía escapar de su dura realidad y vivir otra vida, la de los seres que cobraban vida en los labios de la narradora. Y gracias a la esperanza de que otra vida era posible aquellos hombres y mujeres no murieron, porque los cuentos populares, esos cuentos donde la muerte no se oculta, donde a la muerte se le mira a la cara, sin miedo, sirven para vivir.

Ana Cristina Herreros, Cuentos Populares de la Madre Muerte

domingo, 30 de octubre de 2016

ROMANCE DEL ENAMORADO Y LA MUERTE


Un sueño soñaba anoche,
soñito del alma mía,
soñaba con mis amores,
que en mis brazos los tenía.
Vi entrar señora tan blanca,
muy más que la nieve fría.
—¿Por dónde has entrado, amor?
¿Cómo has entrado, mi vida?
Las puertas están cerradas,
ventanas y celosías.
—No soy el amor, amante:
la Muerte que Dios te envía.
—¡Ay, Muerte tan rigurosa,
déjame vivir un día!
—Un día no puede ser,
una hora tienes de vida.
Muy deprisa se calzaba,
más deprisa se vestía;
ya se va para la calle,
en donde su amor vivía.
—¡Ábreme la puerta, blanca,
ábreme la puerta, niña!
—¿Cómo te podré yo abrir
si la ocasión no es venida?
Mi padre no fue al palacio,
mi madre no está dormida.
—Si no me abres esta noche,
ya no me abrirás, querida;
la Muerte me está buscando,
junto a ti vida sería.
—Vete bajo la ventana
donde labraba y cosía,
te echaré cordón de seda
para que subas arriba,
y si el cordón no alcanzare,
mis trenzas añadiría.
La fina seda se rompe;
la muerte que allí venía:
—Vamos, el enamorado,
que la hora ya está cumplida.

viernes, 28 de octubre de 2016

LA DANZA DE LA MUERTE


Luces y sombras se agitaban por toda la plaza, a cada vaivén de las llamas. El danzar ardiente de las antorchas, junto con el parpadeo de los cirios y linternas que empuñaban algunos de los presentes —casi como en una vigilia religiosa—, hacía bailotear a las siluetas sobre las paredes parduscas de las casas. Acababa de ponerse el sol y, con los últimos restos de luz, una verdadera multitud había ido afluyendo a aquella plaza: gente de todo rango y posición, desde hidalgos a esclavos, unos a cara descubierta, otros escondidos bajo capuchas e incluso ocultos tras máscaras.
En una esquina de la plaza, confluencia de cinco callejas, varios músicos estaban tocando; no juglares, sino gente llana, con instrumentos del pueblo: flautas, tamboriles, cascabeles, zanfoñas. A los sones de su música rápida y estridente, una treintena de bailarines danzaban en corro, girando a la luz de las llamas. Rotaban hacia la derecha, en torno a un danzante central y formaban el conjunto más extraordinario que Benavent hubiese visto bailar jamás. No había dos iguales, sus atavíos simbolizaban distintos estamentos y oficios de la sociedad castellana y, por lo exagerados, era obvio que se trataba de una mascarada.
Había uno disfrazado de obispo, con una mitra enorme y báculo. Un caballero de yelmo emplumado y espada. Una prostituta con cintas rojas y máscara de expresión salaz. Una dueña con toca y lanzadera de hilar. Toneleros, traperos, bataneros, aguadores, alarifes, físicos; todos allí representados con disfraces, casi todos empuñando algún instrumento representativo de su profesión. Incluso, para estupor del hombre de Alejandría, había uno vestido de Papa y otro con gran corona que hacía las veces de rey.
Giraban y giraban a los sones de la música estrepitosa, al resplandor de las luces, casi como en trance. Pero, pese a lo asombroso de todos esos disfraces, mucho más lo era el personaje que ocupaba el centro del corro. Un bailarín muy alto y flaco, envuelto en una tela roja y harapienta que simulaba un sudario, y que le dejaba brazos y piernas al aire. Llevaba la piel pintada de negro y blanco, para figurar los huesos humanos, una máscara de calavera y, a dos manos, blandía una guadaña.
Daba saltos, giros, cabriolas, y debía ser hombre de enorme fortaleza física, pese a su delgadez extrema, a juzgar por la soltura con que manejaba la guadaña de campesino. En los tobillos, llevaba cascabeles que resonaban incesantes, agitados por los brincos y contorsiones.
Temblaban las llamas de las antorchas, iluminando en rojo los rostros de los presentes. Giraba el corro de disfraces y el bailarín central, representación de la Muerte, brincaba incansable, el sudario rojo aleteando a cada bote. (…)
En ese clima enrarecido, gran número de gente había acudido a esa plaza, con la intención de exorcizar a los espantos mediante un baile que cada vez se hacía más popular en los reinos occidentales. La Danza de La Muerte o Baile de Enterradores, que de las dos formas la llamaban en Castilla. Ayala, que fuese canónigo en Toledo durante algún tiempo, dio a Benavent ciertas explicaciones que luego éste transmitiría por carta a sus corresponsales de Oriente. Algunos religiosos bendecían tales danzas, viéndolas como un alivio para las gentes, en esa era negra de guerras, plagas y hambre. Pero otros recelaban, al considerarlas un resabio paganizante y supersticioso, surgido del seno del pueblo.
Unos y otros coincidían, eso sí, en que era necesario encauzarlas a través de la Iglesia. Por eso los sacerdotes condenaban las espontáneas, como la que tenía lugar esa noche. Danzas Mudas las llamaban, todo música y baile, a diferencia de las organizadas por el clero, que se habían convertido en representaciones teatrales que acompañaban a las misas, con el objetivo último de confortar a los fieles, haciéndoles asumir su mortalidad y lo efímero de todo lo mundano.
En el corro, los oficios y clases, y en el centro, la Muerte, eje sobre el que gira toda existencia humana; el maestro de danza de la Humanidad entera. Giraba y saltaba entre cascabeleos, el sudario rojo flameando, la guadaña en alto para significar su triunfo sobre la Vida. Cada cierto tiempo, apuntaba con ese apero de segador a uno de los disfraces; y el designado dejaba el círculo para ir a su encuentro y bailar con la Muerte una jota muy movida, hasta que ésta le permitía volver a su lugar.
Así era el giro inmutable de la Existencia, musitó el joven Ayala: fútil y arbitrado por la Muerte, siempre en trance de ser llamados por ésta. (…)
—¿Y qué trae a un hombre como tú a la Danza? —preguntó Ayala con intención.
—Una mezcla de intereses. Ha habido alteraciones últimamente y he creído conveniente acercarme a echar un vistazo. Pero, por otra parte, vivimos tiempos difíciles y es bueno recordarse a uno mismo que es mortal, que sus obras son vanidad, que ha de volver al polvo, y que eso puede ocurrir en cualquier instante. (…)
—Polvo al polvo. ¿Es eso lo que trae a toda esta gente a la Danza? —Benavent paseó de nuevo la mirada por el público, reparando ahora en que las máscaras eran algunas de muecas exageradas; aunque las había sobrias. En cuanto a los rostros descubiertos, que entraban y salían de la oscuridad a capricho de las llamas, muchos mostraban expresiones de arrobo, casi de éxtasis, mientras seguían la Danza de la Muerte.
—No puedo hablar por nadie que no sea yo mismo. Pero sí: supongo que a algunos les ocurrirá lo mismo que a mí. Y los habrá que, tal vez, encuentren consuelo en la escenificación de que todos por igual, altos o bajos, ricos o pobres, felices o desdichados, nos doblegaremos algún día ante la guadaña.
—Hay doctores en teología que reprueban estas danzas —repitió argumentos Ayala, con seriedad pero sin asomo de reproche en la voz—. Las consideran bárbaras, paganas y supersticiosas.
—No seré yo quien rebata a los teólogos, aunque tengo entendido que no todos están de acuerdo con eso —respondió Cañizares con mesura—. Pero, en estos días de desolación y sufrimiento, no veo mal en que los hombres busquen consuelo allá donde puedan hallarlo.

León Arsenal, Los Malos Años

jueves, 27 de octubre de 2016

UN MAUSOLEO


Extrajo la ganzúa de su cazadora y trató de abrir la oxidada cerradura.
Pocos instantes más tarde, el eco de un chasquido resonó en todo el sendero. Kyriel miró e n ambas direcciones temiendo que aquel sonido hubiera despertado la curiosidad de algún guarda del cementerio. Cuando comprobó que nadie se aproximaba, dirigió su vista de nuevo hacia la puerta y la abrió con cuidado.
El quejido de los goznes al girar, le hizo percatarse del tiempo que había transcurrido desde que aquel mausoleo fuera visitado por última vez. Quizás demasiado…
Ya dentro, se fijó en el pequeño altar de piedra sobre el que se hallaba un sencillo crucifijo y un jarrón vacío y polvoriento.
Alumbró toda la estancia para concentrarse posteriormente en el suelo, descubriendo unas estrechas escaleras.
Imaginó que era la antesala de una cripta.
Descendió por ellas con agilidad desembocando en una sombría sala.
La luz de la linterna le mostró dos sepulcros de blanco mármol, elevados sobre un pedestal del mismo material.
Se aproximó hacia uno de ellos y enfocó su base. El nombre que leyó, grabado sobre ella, le heló la sangre.

Raoul, Vizconde de Chagny

La linterna comenzó a temblar en sus manos.
Contuvo la respiración mientras dirigía su mirada hacia el sepulcro continuo.
No puede ser…
Cerró los ojos brevemente antes de leer el nombre:

Christine de Chagny.

Un sudor frío comenzó a deslizarse por sus sienes.
Intentó tranquilizarse mientras iluminaba la superficie de ambas tumbas, donde vislumbró el escudo familiar. Volvió a leer aquel nombre, como si hubiese sido víctima de un mal sueño y deseara cerciorarse de nuevo.
«No hay duda; es ella»
Se apoyó en el muro que delimitaba aquella cripta, pasándose una mano por sus enrojecidos ojos.
Permaneció absorto varios minutos en la aprensiva oscuridad que le rodeaba, procurando hacer frente a la realidad que tenía ante sí.
En ese momento una pregunta invadió su mente.
¿Por qué no habían sido enterrados junto a los demás Chagny en el mausoleo familiar?
La misma situación compartían los padres y el tío de Christelle, que se hallaban en otro diferente…
Pensó en la posibilidad de que, a raíz de la publicación de la novela de Leroux, sus familiares deseasen que su linaje pudiera descansar lejos de aquel mito, de aquella publicidad molesta que se generaría en torno a ellos. Quizás fuera debido a ello, el hecho de que en su fachada no figurara nombre o apellido alguno.
Inspiró con fuerza aquel aire seco y polvoriento y alzó su vista para encontrarse con un nuevo hallazgo.
Frente a él y detrás de los dos sepulcros, se hallaba la estatua de un ángel de piedra.


Su sola presencia inspiraba respeto, como si fuese el guardián que custodiara en silencio aquellas tumbas.
Kyriel se aproximó hasta él sintiendo un estremecimiento cuando contempló a a la luz de la hermosa escultura.
Aquel ángel se hallaba tocando un violín.
Su rostro, con el pelo cayendo en cascada sobre sus hombros y los ojos entrecerrados, transmitía sosiego e inspiración.
Sus finos dedos sujetaban el instrumento de piedra con extrema sutileza.
La técnica escultórica del «paño mojado» hacía que la túnica que portaba hasta su s desnudos pies, modelara perfectamente todo su cuerpo.
Unas bellas alas se abrían sobre su espalda, simulando emprender el vuelo hacia el más allá.


En su base, rozando sus pétreos pies, se encontraban esculpidas, semejando un libro abierto, unas partituras.
Kyriel se inclinó sobre ellas y las alumbró con la linterna.
La música recogida en aquellos grisáceos pentagramas no le era completamente desconocida…
Una exclamación se le escapó de sus labios al reconocer las notas musicales de La Resurrección de Lázaro, la melodía que el padre de Christine solía tocar para ella con su violín cuando aún era una niña.
Volvió a contemplar aquella estatua envuelta en un halo de extraña belleza.
Fue entonces cuando se percató de una minúscula llave, que atada a una finísima cadena, pendía del arco del violín...

Sandra Andrés Belenguer, El Violín Negro

miércoles, 26 de octubre de 2016

LOS CRÍMENES DE OXFORD


Enviado por Alicia (B2C):

Un estudiante de matemáticas argentino viaja a Oxford con fines académicos. Pero poco después de su llegada se encuentra con el cadáver de la anciana que lo alojaba, junto con un desafío matemático del asesino. Inicia así, paralelamente a la policía, su propia investigación, guiado por su maestro, el eminente lógico Arthur Seldom. Comienza así un misterio donde las matemáticas son, más que una disciplina teórica, la clave para su investigación y desarrollo: los juegos de lenguaje de Wittgenstein, el teorema de Gödel y las sectas matemáticas antiguas se conjugan en esta espléndida novela negra con los sombríos hospitales ingleses, los arrebatos de la pasión y la vida universitaria de Oxford como escenario. Una novela policíaca de trama aparentemente clásica que, en su sorprendente desenlace, se revela como un magistral acto de prestidigitación.

La novela de Guillermo Martínez es corta pero muy intensa, pues no paran de aparecer nuevas pistas sobre el tema principal, a la vez que se incluyen temas secundarios que concuerdan perfectamente con la trama principal.

Es un libro muy fácil de leer, pues el narrador en 1ª persona hace que te involucres y pienses como el protagonista queriendo saber la verdad sobre los asesinatos, o los problemas lógicos que plantea, los cuales quieres resolver, antes que aparezca la solución en el libro. También explica teorías y conceptos matemáticos para que cualquier lector los pueda entender (¡ese docere delectando!). Sacad la siguiente serie lógica:


También me han gustado los personajes, pues, al contrario que otros libros donde aparecen muchos personajes y te acaban liando, aquí aparecen sólo los más principales, añadiendo algún secundario para crear subtramas, como Frank, el hombre que tiene una hija en el hospital.

Otro punto a favor, es que el final no es predecible, pues cada capítulo te hace pensar que el asesino es una persona distinta al anterior. Por ejemplo, al principio te hace pensar que la culpable es Beth, pero pronto da un giro de 360 grados y te presenta otro sospechoso en el que no habías sospechado.

La única pega que le pongo es que la parte final se me ha quedado corta, pues para mi gusto la ha condesado mucho. 

martes, 25 de octubre de 2016

RECORDANDO A LORD BYRON


El grupo avanzó en silencio. Llegaron al límite de la ciudad dormida y muerta. A la luz de las lunas mellizas, las sombras de los expedicionarios eran dobles. Parecía que nadie respiraba. Pasaron así varios minutos. Esperaban a que algo se moviera de pronto en la ciudad muerta, una forma gris que se levantaría inesperadamente entre las ruinas, un fantasma ancestral que cruzaría galopando el fondo vacío del mar en un antiguo corcel acorazado, de imposible progenie, de increíble descendencia.

Los ojos y la mente de Spender poblaron las calles. Unas siluetas se movían como vapores azules por las avenidas empedradas y había débiles murmullos, y unos extraños animales se escurrían por las arenas de color gris rojizo. Alguien saludaba desde las ventanas (moviendo lentamente la mano como si estuviese sumergido en un agua intemporal), a unas sombras que se arrastraban en el espacio bajo las torres plateadas por las lunas. Una música sonaba en algún oído interior, y Spender imaginó las formas de los instrumentos que evocaban esa música. Era un país encantado.

Avanzaron por una avenida embaldosada. Ahora todos hablaban en voz baja, pues era como entrar en una vasta biblioteca al aire libre o en un mausoleo habitado por el viento y sobre el que brillaban las estrellas. El capitán habló sin levantar la voz. Se preguntó adónde habían ido los marcianos, qué habían sido y quiénes eran sus reyes, y cómo habían muerto. Se preguntó en voz alta cómo habían construido esta ciudad para que soportara el peso de los siglos, y si alguna vez habrían visitado la Tierra. ¿Serían ellos los antepasados de los hombres que habían aparecido en la Tierra diez mil años atrás? ¿Y habrían amado y odiado con amores y odios similares a los. terrestres, y habrían cometido las mismas tonterías cuando hicieron tonterías?

-Lord Byron -dijo Jeff Spender.

El capitán se volvió y lo miró.

-¿Lord qué?

-Lord Byron, un poeta del siglo diecinueve. Hace mucho tiempo escribió un poema que parece inspirado por esta ciudad y por cómo los marcianos tienen que sentirse si aún son capaces de sentir. Pudo haberlo escrito el último poeta marciano.

Los expedicionarios continuaban inmóviles, de pie sobre sus sombras.

-¿Qué dice el poema, Spender? -preguntó el capitán.

Spender cambió de posición, extendió la mano como recordando, entornó los ojos un momento, y en seguida se puso a recitar con voz lenta y apagada, y los hombres escucharon todo lo que decía:

Así que nunca más pasearemos
tan tarde de noche,
aunque el corazón siga enamorado,
y aunque siga brillando la luna

La ciudad inmóvil era alta y gris. Los rostros de los hombres estaban vueltos hacia la luz.

Pues la espada gasta la vaina,
y el alma gasta el pecho,
y el corazón tiene que pararse a tomar aliento,
y el amor mismo ha de descansar.
Aunque la noche fue hecha para amar,
y el día vuelve demasiado pronto,
nunca más pasearemos
a la luz de la luna.

Los terrestres estaban de pie, en silencio, en el centro de la ciudad. Era una noche clara. No se oía ningún sonido, excepto el viento. Debajo de ellos se extendía una plaza enlosada que imitaba formas de animales y seres antiguos. Los hombres contemplaron los dibujos.

Ray Bradbury, Crónicas Marcianas

lunes, 24 de octubre de 2016

DÍA DE LA BIBLIOTECA 2016


Una luciérnaga es una isla perdida en la noche más densa. Cien luciérnagas, una constelación misteriosa que marca el rumbo hacia otros universos. Así, con esa estrategia de luz, se organizan los libros que moran en las bibliotecas. Son caricias fosforescentes que incendian los sueños y recomponen los corazones grises hasta hacerlos recobrar su color rojo brillante. Cualquier individuo que padezca el síndrome del corazón gris, debería ponerse en manos de un experto y visitar una biblioteca.

Para escribir un libro, además de hacer malabarismos con las palabras hay que ser una desvergonzada o un loco. Un atrevido, una excéntrica descontrolada. Llevar un calcetín de lunares, otro de rayas y los pelos de punta. Una cresta como las que lucen las cacatúas sería un peinado muy interesante para un escritor. Solo las mentes más disparatadas son aptas para escribir libros. Pero para custodiarlas no es suficiente con tener un desajuste en los cables cerebrales. Es indispensable ser de fuera. Un extraterrestre. Las bibliotecas albergan seres con antenas giratorias, cerebros millométricos que memorizan títulos rebuscados, rimbombantes, campanudos. Las personas que custodian libros siempre me han parecido criaturas singulares. Están dotadas de extremidades retráctiles que estiran y estiran hasta alcanzar aquel volumen al que parecía imposible acceder. A continuación, como si nada, se recomponen y todo vuelve a su posición natural. Parecen seres humanos, pero a poco que les observes percibirás que no son de aquí. Una de las cosas que más me fascina de los bibliotecarios es su cerebro. ¡Me parecen tan listos! Los libros fabrican pensamientos. Pasar tantas horas dentro de una factoría de ideas es bueno para tener un corazón rojo y brillante y una cabeza repleta de planes fantásticos.

Alguien me han contado que el 24 de octubre es el Día de la Biblioteca. Sería genial organizar una fiesta con confeti y pompas de jabón. Celebrarla por todo lo alto. Me encantaría vestirme para tal ocasión como el personaje de algún libro, sentarme en la mesa de una biblioteca de la ciudad donde vivo y esperar a que fueran a visitarme. En las bibliotecas puedes ser quien tú quieras. Desde Mary Poppins hasta Matilda, Atreyu, Drácula o incluso Pippilotta Viktualia Rullgardina Krusmynta Efraimsdotter Långstrump. Puedes ponerte botas de pelo, plumas, zancos y sombreros. ¡Sombreros! ¡Eso es! Imagino a una pequeña lectora acercándose a mí discretamente, atraída por los colores y formas de mi sombrero:

—Sombrerera loca, ¡qué fiesta más maravillosa! ¿Sería tan amable de servirme una taza de té?

Yo se la serviría con mucho gusto, poniendo cara de mujer refinada, y luego ambas haríamos ruido al tragar. Sonaría algo parecido a glup glup glup. Y antes de que nos diese tiempo de romper a reír de forma desenfrenada, aparecería el bibliotecario, como surgido de la nada, que para eso poseen la facultad de materializarse delante de ti en el momento más inoportuno, y nos advertiría de que las bibliotecas no son merenderos. Hay que reconocer que son únicos custodiando tesoros. Extraterrestres con el corazón rojo y brillante. Qué cosa tan extraordinaria. ¡Feliz Día de la Biblioteca!

Ledicia Costas

domingo, 23 de octubre de 2016

UNA ENCANTADORA ANCIANITA


Raymond West miró satisfecho a su alrededor. La habitación era antigua, con amplias vigas oscuras que cruzaban el techo, y estaba amueblada con muebles de buena calidad muy adecuados a ella. De ahí la mirada aprobadora de Raymond West. Era escritor de profesión y le gustaba que el ambiente fuera evocador. La casa de su tía Jane siempre le había parecido un marco muy adecuado para su personalidad. Miró a través de la habitación hacia donde se encontraba ella, sentada, muy tiesa, en un gran sillón de orejas. Miss Marple vestía un traje de brocado negro, de cuerpo muy ajustado en la cintura, con una pechera blanca de encaje holandés de Mechlin. Llevaba puestos mitones también de encaje negro y un gorrito de puntilla negra recogía sus sedosos cabellos blancos. Tejía algo blanco y suave, y sus claros ojos azules, amables y benevolentes, contemplaban con placer a su sobrino y los invitados de su sobrino. Se detuvieron primero en el propio Raymond, tan satisfecho de sí mismo. Luego en Joyce Lempriére, la artista, de espesos cabellos negros y extraños ojos verdosos, y en sir Henry Clithering, el gran hombre de mundo. Había otras dos personas más en la habitación: el doctor Pender, el anciano clérigo de la parroquia; y Mr. Petherick, abogado, un enjuto hombrecillo que usaba gafas, aunque miraba por encima y no a través de los cristales. Miss Marple dedicó un momento de atención a cada una de estas personas y luego volvió a su labor con una dulce sonrisa en los labios. (…)
- Mi querida tía - la interrumpió Raymond West con cierto regocijo -, no me refiero a esa clase de incidentes pueblerinos. Pensaba en crímenes y desapariciones, en esa clase de cosas de las que podría hablarnos largo y tendido sir Henry si quisiera.
- Pero yo nunca hablo de mi trabajo - respondió sir Henry con modestia -. No, nunca hablo de mi trabajo.
Sir Henry Clithering había sido hasta muy recientemente comisionado de Scotland Yard.
- Supongo que hay muchos crímenes y delitos que la policía nunca logra esclarecer - dijo Joyce Lempriére.
- Creo que es un hecho admitido - dijo Mr. Petherick.
- Me pregunto qué clase de cerebro puede enfrentarse con más éxito a un misterio - dijo Raymond West -. Siempre he pensado que el policía corriente debe tener el lastre de su falta de imaginación.
- Esa es la opinión de los profanos - replicó sir Henry con sequedad.
- Si realmente quiere una buena ayuda - dijo Joyce con una sonrisa -, para psicología e imaginación, acuda al escritor.
Y dedicó una irónica inclinación de cabeza a Raymond, que permaneció serio.
- El arte de escribir nos proporciona una visión interior de la naturaleza humana - agregó en tono grave -. Y tal vez el escritor ve detalles que le pasarían por alto a una persona normal.
- Ya sé, querido - intervino miss Marple -, que tus libros son muy interesantes, pero, ¿tú crees que la gente es en realidad tan poco agradable como tú la pintas?
- Mi querida tía - contestó Raymond con amabilidad -, quédate con tus ideas y que no permita el cielo que yo las destroce en ningún sentido.
- Quiero decir - continuó miss Marple frunciendo un poco el entrecejo al contar los puntos de su labor - que a mí muchas personas no me parecen ni buenas ni malas, si no sencillamente muy tontas.
Mr. Petherick volvió a lanzar su tosecilla seca.
- ¿No te parece, Raymond - dijo -, que das demasiada importancia a la imaginación? La imaginación es algo muy peligroso y los abogados lo sabemos demasiado bien. Ser capaz de examinar las pruebas con imparcialidad y de considerar los hechos sólo como factores, me parece el único método lógico de llegar a la verdad. Y debo añadir que, por experiencia, sé que es el único que da resultado.
- ¡Bah! - exclamó Joyce echando hacia atrás sus cabellos negros de una forma indignante -. Apuesto a que podría ganarles a todos en este juego. No sólo soy mujer (y digan lo que digan, las mujeres poseemos una intuición que les ha sido negada a los hombres), sino además artista. Veo cosas en las que ustedes jamás repararían. Y, como artista, también he tropezado con toda clase de personas. Conozco la vida como no es posible que la haya conocido nuestra querida miss Marple.
- No estoy segura, querida - replicó miss Marple -. Algunas veces, en los pueblos ocurren cosas muy dolorosas y terribles.
- ¿Puedo hablar? - preguntó el doctor Pender con una sonrisa -. No se me oculta que hoy en día está de moda desacreditar al clero, pero nosotros oímos cosas que nos permiten conocer un aspecto del carácter humano que es un libro cerrado para el mundo exterior.
- Bien - dijo Joyce -, parece que formamos un bonito grupo representativo. ¿Qué les parece si formásemos un club? ¿Qué día es hoy? ¿Martes? Le llamaremos el Club de los Martes. Nos reuniremos cada semana y cada uno de nosotros por turno deberá exponer un problema o algún misterio que cada uno conozca personalmente y del que, desde luego sepa la solución. Dejadme ver cuántos somos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. En realidad, tendríamos que ser seis.
- Te has olvidado de mí, querida - dijo miss Marple con una sonrisa radiante.
Joyce quedó ligeramente sorprendida pero se rehizo en seguida.
- Sería magnífico, miss Marple - le dijo -. No pensé que le gustaría participar en esto.
- Creo que será muy interesante - replicó miss Marple -, especialmente estando presentes tantos caballeros inteligentes. Me temo que yo no soy muy lista pero, haber vivido todos estos años en St. Mary Mead, me ha dado cierta visión de la naturaleza humana.

Agatha Christie, El Club de los Martes

viernes, 21 de octubre de 2016

EL MERCADO DE SOMBRAS


Las noches del Mercado de Sombras eran las favoritas de Kit.

Eran las noches en las que su padre le permitía salir de casa y ayudarlo en el tenderete. Llevaba yendo al Mercado de Sombras desde los siete años. Ocho años después, aún experimentaba la misma sensación de sorpresa y asombro cuando caminaba por Kendall Alley, cruzando la Ciudad Vieja de Pasadena, hacia una pared de ladrillo, que luego dejaba atrás para entrar en un explosivo mundo de color y luz.

A solo unas manzanas había Apple Stores, donde vendían gadgets tecnológicos y ordenadores, Cheesecake Factories y mercadillos de comida ecológica, tiendas de American Apparel y boutiques de moda. Pero allí, el callejón se convertía en una enorme plaza, con salvaguardas en todas partes para evitar que los despistados se metieran por error en el Mercado de Sombras.

Este aparecía cuando la luna estaba creciente o menguante, y tanto existía como no existía. Kit sabía que cuando paseaba por las filas de tenderetes, todos con su brillante decoración, estaba caminando por un espacio que se desvanecería en cuanto el sol se alzara por la mañana.

Pero el rato que pasaba allí, lo disfrutaba. Tener el Don, cuando nadie que lo rodeaba lo tenía, era algo muy especial. El Don, así lo llamaba su padre, aunque a Kit no le parecía un gran don. Hyacinth, el adivino del tenderete del borde del mercado, lo llamaba «la Visión».

Kit le encontraba más sentido a ese nombre. Después de todo, lo único que lo diferenciaba de un chaval corriente era que podía «ver» cosas que los otros no. A veces eran visiones inofensivas: duendecillos saliendo de entre la hierba seca que crecía en las resquebrajadas aceras; el pálido rostro de los vampiros en una gasolinera a altas horas de la noche; un hombre chasqueando contra la barra del restaurante unos dedos que, al volver a mirarlo, Kit comprobó que no eran dedos sino garras de lobo. Le ocurría desde que era muy pequeño, y a su padre también. La Visión se heredaba (...)

El mercado era colorido y extravagante incluso para sus ocupantes. Había ifrits sujetando por correas a djinns que actuaban, y hermosas chicas peri que bailaban ante los tenderetes y vendían polvos brillantes y peligrosos. Una banshee atendía un tenderete desde el que prometía anunciarle al cliente el momento de su muerte, aunque Kit no podía imaginarse por qué alguien querría saber eso. Un cluricaun se ofrecía a encontrar objetos perdidos, y una bruja joven y bonita, con el cabello corto y verde, vendía brazaletes y colgantes encantados para atraer el amor. Cuando Kit la miró, ella le sonrió (...)

Kit salió a hacer lo que le pedían, contento de poder marcharse un rato. Un recado era una buena excusa para darse un paseo. Pasó ante un puesto cargado de flores blancas que despedían un olor oscuro, dulzón y ponzoñoso; en otro había un grupo de gente vestida con trajes caros que repartía panfletos ante un cartel que rezaba: «¿MEDIO SOBRENATURAL? ¡NO ESTÁS SOLO, LOS SEGUIDORES DEL GUARDIÁN DESEAN QUE TE APUNTES A LA LOTERÍA! ¡DEJA QUE LA SUERTE ENTRE EN TU VIDA!».

Una chica morena con los labios pintados de rojo intentó colocarle un panfleto en la mano. Al ver que Kit no lo cogía, lanzó una mirada molesta más allá de él, hacia Johnny, que le sonrió de medio lado. Kit puso los ojos en blanco: habían surgido un millón de pequeños cultos alrededor de la adoración de algún demonio o ángel menor. Nunca parecían llegar a nada.

Buscó uno de sus tenderetes favoritos y se compró un tarrito de helado teñido de rojo que sabía a fruta de la pasión, frambuesa y nata, todo junto. Intentaba tener cuidado al escoger a quién se lo compraba, ya que en el mercado había dulces y bebidas que te podían dejar fastidiado para toda la vida. Aunque nadie iba a correr ningún riesgo con el hijo de Johnny Rook. Johnny Rook sabía algo de todo el mundo. Si lo hacías enfadar, quizá acabaras descubriendo que tus secretos ya no lo eran tanto.

Kit regresó a donde estaba la bruja con bisutería encantada. Esta no tenía un tenderete; estaba, como de costumbre, sentada sobre un sarong estampado, de esa tela barata y brillante que se podía comprar en Venice Beach. La bruja alzó la mirada mientras él se acercaba.

Cassandra Clare, Lady Midnight

jueves, 20 de octubre de 2016

GRAMÁTICA DE LA FANTASÍA


Debemos considerar la Gramática de la Fantasía, como un clásico del prestigioso escritor italiano Gianni Rodari, en él se encarga de difundir una serie de técnicas cuyo objetivo principal está centrado en el desarrollo de la creatividad de los niños, en el momento de escribir historias y relatos fantásticos.

Rodari demuestra a través de una selección de actividades cómo se ponen en juego los mecanismos fantásticos y analiza los secretos de la creación literaria para que los educadores puedan trabajar la escritura en las aulas, proveyendo a la invención de cuentos y narraciones cargadas de diversión y entusiasmo. Esta obra, producto de las investigaciones realizadas por Rodari, ejemplifica a través de situaciones concretas, desarrolladas en escuelas italianas, estrategias de trabajo conjunto entre docentes y alumnos.

Rodari dice en el prefacio de su obra «… se habla aquí de algunas formas de inventar historias para niños y de cómo ayudarles a inventarlas ellos solos…» y que además espera que… «estas páginas puedan ser igualmente útiles a quien cree en la necesidad de que la imaginación ocupe un lugar en la educación: a quien tiene confianza en la creatividad infantil…».

Las técnicas que se explicitan en este libro son: el binomio fantástico, la hipótesis fantástica, el juguete como personaje, el niño como protagonista, el tratamiento de cuentos clásicos, fábulas, personajes de diversos materiales, la construcción de adivinanzas, historias equivocadas y muchas más.

La Gramática de la Fantasía es un clásico que no debe faltar en la biblioteca de todo docente preocupado por desarrollar la escritura espontánea. Sirve de instrumento para incrementar la imaginación, desde una propuesta práctica y reflexiva, convirtiéndose además, en un valioso material a tener en cuenta a la hora de promover espacios de acercamiento a la lectura.

miércoles, 19 de octubre de 2016

VOCES: RECORD POR ELLAS

     

Hace cosa de media hora, he salido a tomar un café en la terraza, y una voz muy peculiar ha llegado a mi oído

Era la cantante Ruth Lorenzo en su intento de batir un récord Guinness dando 8 conciertos en 8 ciudades diferentes en sólo 12 horas. Han sido unos veinte minutos, y la recaudación simbólica está destinada a la Asociación Española contra el Cáncer.

Esta acción forma parte de la campaña de concienciación sin ánimo de lucro que anualmente organiza la emisora Cadena 100 y que culminará en el macro concierto Cadena 100 Por Ellas, que tendrá lugar el próximo sábado en Madrid  y al que se sumarán, junto a Ruth Lorenzo, artistas como Manuel Carrasco, Rosana, Coti, Paty Cantú, Sergio Dalma, Carlos Baute, Rozalén, Barei o David DeMaría, entre otros.



Para esta ocasión la cantante ha compuesto Voces, basándose en su colaboración con diferentes asociaciones contra el cáncer durante años.

«He intentado buscar la parte de lucha y optimismo dentro de algo tan horrible como es el cáncer», declaró la artista murciana hace unos días, cuando confesó que «fue un momento mágico cuando todas las mujeres unieron sus voces para la parte final de la canción. Ese es precisamente el mensaje de la canción: unir nuestras voces para superar la adversidad. Cuando grabamos se me llenaron los ojos de lágrimas, pero no de pena, sino de alegría y esperanza de sentir toda esa energía. Es una canción pop con toques de rock que, complementados con las cuerdas y el coro gospel, transmite el mensaje de superación.»

Espero sinceramente que consigas batir el record y una buena recaudación para la AECC.

martes, 18 de octubre de 2016

LA ÍNSULA BARATARIA


«Digo, pues, que con todo su acompañamiento llegó Sancho a un lugar de hasta mil vecinos, que era de los mejores que el duque tenía. Diéronle a entender que se llamaba la ínsula Barataria, o ya porque el lugar se llamaba Baratario, o ya por el barato con que se le había dado el gobierno. Al llegar a las puertas de la villa, que era cercada, salió el regimiento del pueblo a recibirle; tocaron las campanas, y todos los vecinos dieron muestras de general alegría, y con mucha pompa le llevaron a la iglesia mayor a dar gracias a Dios, y luego con algunas ridículas ceremonias le entregaron las llaves del pueblo y le admitieron por perpetuo gobernador de la ínsula Barataria…».

Así describe Miguel de Cervantes en el capítulo XLV de la segunda parte del Quijote la llegada de Sancho Panza a su anhelada ínsula Barataria, el lugar con cuya promesa el loco hidalgo manchego le había convencido para que lo acompañara en sus aventuras y que al fin veía cumplirse. ¡Quién le iba a decir a Sancho, después de tanto esperar su ínsula, que esta iba a hallarla a orillas del río en el que apenas unos días antes había estado a punto de morir al zozobrar la barca a la que don Quijote y él se subieron recién llegados a él, tras dejar a Rocinante y a su rucio atados a unos sauces de la orilla, para ir en ayuda «de algún otro caballero o de otra necesitada y principal persona que sin duda debía de estar en una grande cuita»!

Según escribió Cervantes, don Quijote y Sancho Panza habían llegado a Aragón a fin de participar en unas justas que se anunciaban en Zaragoza y lo habían hecho siguiendo el curso del río Jalón desde su manantial en tierras de Soria, cerca de Medinaceli, hasta su confluencia con el río Ebro, aguas arriba de la capital. Allí, aparte del chapuzón sufrido y del naufragio del que los salvaron unos molineros y pescadores del río que andaban cerca, la fortuna les hizo coincidir, apenas reanudado su camino por la orilla, con unos cazadores a cuyo frente iban unos duques que, «por haber leído la primera parte desta historia [Cervantes se refiere a su Quijote, claro está], en seguida los reconocieron y, con grandísimo gusto y con intención de divertirse a su costa, les invitaron a su palacio».

El palacio aún sigue en pie y todavía es posible reconocer en él las descripciones de Cervantes, que comprenden varios capítulos de la novela, los que don Quijote y Sancho pasaron al amparo de los duques, dedicado el primero a sus tribulaciones y fantasías (que los sirvientes de los duques y estos mismos alentaban) y el escudero a comer y a beber cuanto le ofrecían mientras trataba de escabullirse a las bromas de aquellos. Bromas y chanzas que se suceden durante varios días y que llevan a don Quijote y Sancho a volar en el fantástico caballo de madera Clavileño o a recibir la visita del mismísimo mago Merlín con su séquito de encantadores anunciándoles que Dulcinea, la hermosa musa de don Quijote, había mudado en una rústica campesina a resultas de un encantamiento del que solo él podría sacarla. El realismo con el que Cervantes describe el palacio de Villahermosa, en la villa de Pedrola, hace pensar que lo conoció, como conocería también Alcalá de Ebro, una pequeña aldea al lado del río que pertenecía también a los duques y de la que, siguiendo con sus divertimentos, estos hicieron a Sancho Panza gobernador tras convencerle de que se trataba de una verdadera ínsula: la ínsula Barataria nacida de la calenturienta imaginación de don Quijote. «Hoy día, a tantos de tal mes y de tal año, tomó posesión desta ínsula el señor don Sancho Panza, que muchos años la goce», reza al pie del monumento que junto al río vigila sus choperas y crecidas de espaldas a la actividad del pueblo. Lo que no quita para que algún vecino se muestre receloso ante el turista que se acerca hasta Alcalá atraído por su fama, quizá temiendo que se ría de él.

Los que se rieron, no obstante, fueron sus antepasados, en la ficción cervantina por lo menos, del pobre gobernador Sancho Panza, al que, siguiendo las instrucciones del duque, los vecinos de Alcalá estuvieron tomando el pelo los siete días que aguantó sin comer ni beber apenas, no fuera que lo envenenaran, y pasando las noches en vela a consecuencia del hambre y de los continuos pleitos y cuitas que le planteaban sus súbditos, así como de los asedios a los que sus múltiples enemigos sometían continuamente a la ínsula, según los hombres del duque. No es de extrañar, pues, que «la séptima noche de los días de su gobierno», harto de tanta desazón y con más hambre de la que le gustaría tener, el pobre Sancho Panza enalbardara a su asno, «que estaba en la caballeriza», y, subiéndose a él, abandonara la ínsula no sin antes decirles a quienes aún trataban de retenerlo con argumentos: «Abrid camino, señores míos, y dejadme volver a mi antigua libertad. Yo no nací para ser gobernador, ni para defender ínsulas ni ciudades de los enemigos que quisieren acometerlas. Mejor se me entiende a mí de arar y cavar, podar y ensarmentar las viñas, que de dar leyes ni de defender provincias y reinos». Dicho lo cual, Sancho regresó al palacio de los duques y en el que había quedado esperándolo don Quijote, sin saber, según dice Cervantes, si el lugar que dejaba atrás «era ínsula, ciudad o villa».

Lo que fuera en aquellos tiempos es imposible saberlo, pero lo que hoy es salta a la vista en seguida: un villorrio de cien casas arracimadas en torno a su iglesia y asomadas a un meandro del río Ebro, que lo rodea hasta hacer de él prácticamente una isla. De hecho, lo llega a ser muchas veces, cuando, por la primavera, el río español más caudaloso se embrava y crece hasta desbordarse. Alcalá, cuya parte más cercana a sus orillas está protegida por muros de contención, se convierte en esas ocasiones en una auténtica isla en medio de las inundaciones.

Y es que el Ebro, en este tramo, baja poderoso y ancho, regando una feraz vega que se extiende por sus márgenes durante varios kilómetros, especialmente por la de su derecha. Maíces, trigos, alfalfas, amén de huertas y choperas (estas inclinadas todas en la dirección del río por el inclemente cierzo), se reparten aquellas camino de Zaragoza, como antes lo hicieran en torno a Tudela. Al fondo, cerros de yeso, muchos de ellos coronados por los molinos eólicos que dan energía a la zona (y que habrían hecho las delicias del hidalgo de La Mancha de haber existido en su tiempo), y, entre medias, viejos pueblos, como Pedrola o Alcalá de Ebro, que combinan el arte de la agricultura con el trabajo en las nuevas fábricas que han florecido por la ribera. Pedrola es grande y de nobles trazas (además del palacio de Villahermosa, de estilo aragonés renacentista, pero con un jardín italianizante, tiene una iglesia mayor en la que, según los libros, hay un cuadro del mismísimo Van Dyck), pero Alcalá es pequeño y humilde, quizá un barrio de colonos de los antiguos duques de Villahermosa. De hecho, todo su caserío se arrima a los restos del palacio o fortaleza que le dio su nombre al pueblo (Alcalá es «castillo» en árabe) y que, aparte de servir de residencia a Sancho Panza en la ficción, era la residencia de los duques cuando estos iban de visita.

Fuera de esos pocos restos y de su pequeña iglesia (de ladrillo aragonés y sin nada reseñable en su interior), el resto de Alcalá es tan pobre que hace todavía más cómica la peripecia del pobre Sancho Panza. No es que el pueblo no merezca, como todos, un respeto; es que es tan simple y vulgar que resulta hasta difícil de creer que Sancho Panza lo creyera un reino fantástico por más imaginación que pusiera en ello. Y más mirándolo ahora, cuando el progreso del vecindario, que, como en tantos otros sitios del país, no suele correr parejo con el buen gusto, ha transformado las viejas casas agrícolas o las ha sustituido directamente por otras nuevas, a cual más fea y con peor gusto. Hasta hay una pintada de amarillo que ni en su imaginación más febril el rústico Sancho Panza habría soñado para su ínsula.

Pero el pobre gobernador, cuya solitaria estatua ni siquiera preside la plaza mayor del pueblo, relegada como está al final de este, no solo no puede verla, sino que ni siquiera él mismo recibe más visitas que la de algún lector cervantino y las de los pocos vecinos del pueblo que se acercan a contemplar el río o pasan en sus tractores camino de la ribera. Pocos, puesto que la mayoría de ellos trabajan ya en Zaragoza o en las fábricas de Figueruelas, a apenas unos kilómetros. No es de extrañar que la pobre estatua de Sancho Panza, a la que algún gamberro ha arrancado un dedo que nadie se ha encargado de reponer, produzca una gran tristeza, acurrucado como está de cara al río y de espaldas a las casas de su ínsula, con la cabeza caída sobre el pecho y la mano sujetándola en actitud pensativa. Menos mal que el río Ebro sigue rindiéndole pleitesía, pues mejor gobernador lo habría, pero más honrado no. Oigamos, si no, sus palabras cuando abandonó para siempre su ínsula Barataria: «Vuesas mercedes queden con Dios, y digan al duque mi señor que desnudo nací, desnudo me hallo; ni pierdo ni gano; quiero decir que sin blanca entré en este gobierno y sin ella salgo, bien al contrario de como suelen salir los gobernadores de otras ínsulas».

Amén.

Julio Llamazares, Atlas de la España Imaginaria

lunes, 17 de octubre de 2016

UNA VIAJERA SIN BILLETE


(Drama en un acto con dos actores)

PERSONAJES
El Inspector Schuh
La Señora Macholke

Una mesa y una silla. El Inspector, sentado en esta y acodado en aquella, hojea unos papeles. Otra silla enfrente. Paragüero, papelera y perchero de pie.
(Llaman a la puerta).
Inspector.— ¡Alto! ¡Adelante!
(Entra una mujer pisando firme y se planta frente al inspector con los brazos en jarras).
Señora.— (Aire campechano, voz fuerte). Mi querido poli, debe llevar usted taponcitos en las orejas. Hace ya dos horas que estoy esperando.
Inspector.— (Tranquilo y amable). Ante todo, señora, yo no soy su querido poli y, además, usted espera desde hace veinte minutos exactamente.
Señora.—¿Le parece poco? (Con tono más agresivo). Los policías deben de pensar que todo el mundo tiene tanto tiempo como ellos, ¿no, señor comisario?
Inspector.—Soy el inspector Schuh, como ha podido ver en el letrero de la puerta.
Señora.—¡No voy a ir leyendo toda la bazofia que le echan a una!
Inspector.— (Carraspea). Mejor será que deje el paraguas en su sitio y tome asiento de una vez, señora Macholke.
(Con asombrosa puntería la señora mete el paraguas en el paragüero desde dos metros de distancia y se vuelve al funcionario).
Señora.—¡Prefiero estar de pie!
Inspector.—Si quiere que le salgan varices, como le parezca. Las piernas son suyas.
Señora.—¿Es una amenaza?
Inspector.—¿Qué?
Señora.—¡Lo de las varices!
Inspector.—¡No, por Dios! Una mera opinión sin trascendencia.
Señora.—Cuando la policía opina, échate a temblar. ¡Eso es más viejo que Adán y la tonta de Eva!
Inspector.—¡Podría ser un poco más amable, señora Macholke!
Señora.— (Repone aire presurosa). ¿Qué? ¿Eso mismo iba a decirle yo? ¡Sea usted, si tiene la bondad, un poquito más cortés conmigo, que, a fin de cuentas, su paga sale de mis impuestos!
Inspector.—Según estos papeles, querida señora, hace tres años que cobra usted la pensión de viudedad.
Señora.—¿Y eso qué tiene que ver?
Inspector.—Que, como pensionista, no paga impuestos, así que mi sueldo tampoco.
Señora.— (Blandiendo el dedo índice de la mano derecha). Pero podía haberlo hecho.
Inspector.—Vayamos al asunto. Un cierto señor Martin Büttner, revisor de tranvías al servicio del Ayuntamiento, ha presentado una denuncia contra usted por injurias y lesiones corporales.
Señora.(Que se deja caer pesadamente sobre la silla). ¿Qué ha hecho ese narizotas? ¡¿Presentar una denuncia?! ¡¡¿Contra mí?!!
Inspector.—Eso es.
Señora.— (Fuera de sí). Pero…, pero ¡esto ya es el colmo! ¡Injurias, dice!
Inspector.—Usted le ha llamado… (Busca en los papeles y lee.)… «hormiga coja», «briozoo jiboso», «geotropo cegato», «pipa de calabaza seca», etc., etc.
Señora.— (Salta del asiento). ¡Él me ha llamado a mí «lechuza»!
Inspector.—Se equivoca, señora Macholke. «Lechuza» pertenece también a su repertorio. Fue al llamarle «lechuza» cuando le metió usted la gorra hasta los ojos.
Señora.—¿Yoooooooooo?
Inspector.—Como veo que su memoria no es muy buena, voy a leerle lo que ha declarado el señor Büttner.
Señora.— (Se sienta de nuevo). Estoy intrigadísima. ¡Vamos, lea usted las obras completas de ese «gusano de panadería»!
Inspector.(Severo). Un insulto más señora Macholke y ordeno que le pongan una multa… (Carraspea.)… Bien… El acta: «Yo estaba de servicio ese jueves por la mañana en la línea veintisiete. La señora subió en Kreusplatz, entró dando empujones sin consideración y no paró de molestar a un viajero mayor que ella hasta que le dejó el sitio…».
Señora.—Ja, ja ¡Un viajero mayor que yo! Un jovenzuelo mocoso con melena hasta el trasero.
Inspector.—Aquí dice que era un señor de sesenta o sesenta y cinco años.
Señora.—¿¿¿Sííí??? Bueno. Mi vista ya no es la que era.
Inspector.—Sigo leyendo: «Pedí a la señora que me enseñara el billete, pero ella no hizo el menor caso y continuó mirando por la ventana. Yo insistí tres veces más con el mismo resultado y al cabo, toqué su hombro con la punta de los dedos…».
Señora.—¡No me haga reír!
Inspector.— (Alzando la voz.)«… Muy suavemente. Entonces se levantó de un salto y empezó a gritar desaforadamente que ya me había enseñado antes el billete y que no estaba dispuesta a revolver el bolso otra vez. Solicité de nuevo que me mostrara el billete o, de lo contrario, tendría que apearse. Al oír esto me lanzó al rostro una retahila de insultos; el más inofensivo de todos ellos fue “lechuza”. Luego me tiró de la gorra hacia abajo con tanta brusquedad que rasgó la cinta de la armadura y cuando le ordené que bajara del coche inmediatamente, me golpeó con el paraguas en la cabeza. Era un paraguas macizo y me ocasionó heridas de pronóstico leve en la frente y en las dos mejillas. Con la ayuda de otros viajeros, logramos sacarla del tranvía en la parada de la calle Mayor y dejarla en manos de un policía municipal, a quien dio un mordisco en el brazo sin miramientos». Bien, señora Macholke, eso dice.
Señora.—¿No creerá usted esa historia, verdad?
Inspector.—Según esto no cabe la menor duda de que usted es una dama con… mucho temperamento, digamos.
Señora.—¿Yooooo? Yo soy un alma delicada, mi querido poli… Ahora le contaré cómo fue en realidad.
Inspector.—¡Adelante!
Señora.—Subí al tranvía en Kreuzplatz y avancé pacíficamente hacia el interior. Iba saludando amablemente a derecha e izquierda cuando de pronto… ¡Adivine usted qué sucedió de pronto!
Inspector.—No me pagan por jugar a los acertijos, señora.
Señora.—De pronto me vi encima a ese abominable tipejo de revisor. (Poniendo cara de miedo). ¿Ha visto alguna vez su cara de cerca? Le digo que una se queda muda de espanto, es algo horroroso, ¡vamos, que te da un susto de muerte! Bueno, pues ese tío «caracoco» va y me dice que no empuje. ¡Yo!… Yo, que apenas si había rozado a alguien… Tuve que hacer esfuerzos para contenerme. Pero ¿para qué disgustarse? Con no hacer ni caso a ese «narizotas» ya está. ¡Ah!, y había allí un hombre callado que me miraba fijamente. Uno de esos que hablan con los ojos, ¿sabe usted? Y le juro que no decía más que groserías. Yo, en cambio, con mi santa paciencia, le respondía con amables tironcitos de oreja, dos, tres veces…; luego se levantó y me cedió el sitio. Justo nada más sentarme, llega ese rinoceronte a dar la lata. Quería ver mi billete. Ante una cosa así yo, ni caso, naturalmente.
Inspector.—Naturalmente.
Señora.—Soy una persona delicada, de sentimientos refinados, señor inspector. Si alguien me avasalla de ese modo, me vuelvo sorda como una estatua. Va luego el pánfilo presumido y me planta el puño en el hombro. Bonito, ¿verdad? Todo un caballero, ¿eh? ¡Pero conmigo no vale! Me alcé como un cohete de Cabo Cañaveral y le metí la boina hasta las orejas. Bien, pues figúrese, con todo y con eso seguía ofendido el señor.
Inspector.—¿No me diga?
Señora.—Lo que oye. Ahora viene lo peor. Mientras yo trataba amablemente de hacerle comprender que debía pedirme disculpas, él empeñado en echarme del tranvía. Así, no tuve otro remedio que defenderme.
Inspector.—¡Con el paraguas!
Señora.—¿Con qué si no? Quedó hecho polvo. ¿Quién me paga a mí otro ahora?
Inspector.—¡Encima!
Señora.— (Furiosa). ¿Tenía, entonces, que haberme dejado echar del tranvía?
Inspector.—Si hubiese sacado el billete, se habría ahorrado estos disgustos.
Señora.— (De pie de un salto). ¡Ah!… entonces, ¿no me cree?
Inspector.—Ni media palabra, señora Macholke. Usted fue la culpable de todo. Hay, exactamente, trece personas que lo atestiguan.
Señora.— (Encolerizada). Usted… Usted… «¡enano!»… «¡canalón!»… «¡espantacaracoles!»… ¡Ahora me callo la boca! ¡No le digo ni pío!
Inspector.— (Sonriente). Eso antes, señora Macholke. Ya puede seguir con los insultos si la desahoga. Cuesta igual… El guardia la acompañará hasta la puerta.
Señora.—(Dando un respingo). No hace falta que nadie me acompañe… Y, menos, un carapito como ese.
(Se levanta, sale, queda en el aire el violento estampido de la puerta).

Wolfgang Ecke, Historias Policiacas Divertidas