comenzó con un
mal sueño. Yo estaba flotando en el mar y no sentía nada. A mi alrededor había
otros chicos y chicas de mi edad, todos quietos, sumergidos a medias en el agua
azul verdosa iluminada por la luna. Lejos, en las rocas de la orilla, nuestros
padres esperaban a que terminase la ceremonia con las lámparas de aceite
encendidas. Si hablaban entre ellos, desde el mar no podíamos oír sus voces.
Solo oíamos el rumor incansable de las olas, estrofas que se sucedían sin
descanso unas a otras, compuestas de viento y de chasquidos de espumas.
Lo terrible
del sueño era la suavidad del agua, la sensación de seguridad que me invadía al
sentir su abrazo envolvente. No era así como yo me había imaginado el ritual de
mi primer baño de mar. Lo temía, como lo temen todos; pero al mismo tiempo lo
deseaba, porque estaba convencida de que aquel baño cambiaría mi vida. No
porque fuese a sufrir una transformación...
En mi aldea,
las conversiones son raras; la última se produjo cuando yo tenía tan solo siete
años. Aquella noche no asistí al ritual, porque aún no tenía la edad, pero mi
hermano Ión me lo contó todo a la mañana siguiente, todavía conmocionado. Tara,
la joven convertida, era hija de un pescador de la aldea. Yo la recordaba de un
baile del verano, con una trenza rubia azotándole la espalda cada vez que
saltaba con los brazos en jarras y la falda azul volando alrededor de sus piernas
algo regordetas, enfundadas en unas bonitas medias caladas. Lo que más le había
impresionado a Ión eran los gritos de la chica mientras la parte inferior de su
cuerpo se metamorfoseaba en una esbelta cola de escamas rojas como rubíes. El
don de Tara resultó ser el de la compasión, de ahí el color. Como establece la
ley de las siete hermandades, nunca regresó al pueblo.
Yo no esperaba
una conversión como la de Tara, ni la deseaba tampoco. La vida en las aldeas de
pescadores es dura, pero al menos es una vida. En la corte, nadie es dueño de
su tiempo ni de su destino. Allí se acude para servir, no para divertirse. Eso
es algo que todo el mundo sabe.
No quería la
conversión, pero anhelaba sentir el agua del mar sobre mi piel, el hervor de la
espuma alrededor de mis cabellos. Desde pequeña deseaba sentirlo. A veces
acompañaba a mi padre cuando se iba de pesca y le pedía que me dejase tirarme
al agua para saber lo que era aquello. Mi padre me recordaba la prohibición,
pero yo no me rendía. Insistía hasta que mi padre perdía la paciencia.
—Ya verás
cuando cumplas los diecisiete años, Kira —me dijo una vez—. El día de tu ritual
no sabes cómo voy a reírme. Cuando la dama instructora tenga que empujarte al
agua porque el temblor de tus piernas no te deje ni dar un paso... Ese día
aprenderás lo que es el mar y dejarás de tontear con él. Te pasará lo que a
todos, que no querrás volver a darte un baño de agua salada en toda tu vida.
Y es cierto
que les pasa. Mi madre no ha vuelto a bañarse en el mar después de su ritual, y
mi padre, aunque sale a pescar todas las tardes, prefiere perder una buena
captura a tener que hundir las manos en el agua para desenganchar una red. Así
es todo el mundo en la aldea. No comprenden el mar, lo temen.
Yo no. Desde
siempre he querido sentirlo, notar cómo mi cuerpo flota en sus aguas casi
despojado de su peso, igual que en las viejas historias que cuentan los
ancianos. Por eso el sueño fue tan decepcionante. Estaba en el mar y era como
estar en tierra. Ni mi cuerpo ni mi mente experimentaron la más leve agitación.
Todo era sencillo, gris..., sereno. Durante el desayuno bajo la carpa blanca,
nos enteramos de que aquel había sido un sueño inducido por una de las
instructoras de la hermandad de Plata. Todos lo habíamos tenido, yo no era la
única. El objetivo del sueño era tranquilizarnos e infundirnos valor para la
ceremonia que iba celebrarse por la noche. Se trataba de nuestro último día de
instrucción antes del ritual.
Sin embargo,
mi sueño no había sido exactamente igual al de los otros. En él sucedía lo
mismo que en los demás sueños, pero los sentimientos que lo acompañaban eran
distintos. Silva, Elda, Enet y todos mis otros compañeros se habían sentido reconfortados
por lo que habían sentido mientras dormían. Yo, en cambio, me sentía
decepcionada, inquieta.
Idud, la dama
verde que nos había preparado durante las tres semanas de instrucción
anteriores al ritual, vino a hablar conmigo cuando me dirigía con los demás a
probarme la túnica de hilos de plata para la ceremonia.
—Hemos notado
que no has dormido bien esta noche —me dijo clavando sus hermosos ojos de color
miel en los míos—. Todas las instructoras estamos preocupadas.
—¿Cómo saben
que no he dormido bien? —pregunté incómoda—. No se lo he contado a nadie.
—Yo lo noté,
Kira. Tengo el don de la percepción, ¿recuerdas? El sueño de vísperas que tejió
para vosotras Yedara, la dama de plata, no funcionó contigo. En lugar de
tranquilizarte, te ha puesto nerviosa. Ha sido una decepción para ti. No
intentes negarlo, puedo leerlo en tus ojos.
Estábamos de
pie en la entrada de la carpa de los espejos, donde los demás ya debían de
haber empezado a probarse las túnicas ceremoniales. El aire olía a yodo y a
sal, porque el campamento de instrucción se hallaba en la cima de un acantilado
que se desploma a pico sobre el mar.
—No tengo la
culpa de sentirme como me siento —dije yo a la defensiva—. Eso no significa que
vaya a fallar en el ritual. Intentaré hacerlo lo mejor posible.
—De eso no
tengo ninguna duda, muchacha. Te he estado observando durante las meditaciones.
Tienes mucha capacidad de concentración, eres trabajadora y perfeccionista.
Pero hay algo dentro de ti que te frena. Es como si tuvieras miedo de ser mejor
que los demás. Como si te sintieras culpable.
—Nunca he sido
mejor que los demás. Al contrario, pregúntenle a mi madre. Aunque supongo que
no hará falta. Ya se habrán informado...
—Siempre lo
hacemos.
—Entonces
sabrán que nunca he sido lo que se dice una hija perfecta.
La dama me miró
con la cabeza ladeada. La brisa agitaba muy levemente su pesado vestido de
terciopelo verde, y había desprendido dos mechones brillantes como el azabache
de su moño, recogido con sartas de perlas.
—Sabemos que
has intentado adaptarte, y que no siempre lo has conseguido. Sabemos, por
ejemplo, que odias las fiestas del solsticio de invierno porque durante siete
días te impiden escaparte a las rocas a mirar las olas. Sabemos que te aburren los
juegos de naipes y las charlas interminables al amor de la lumbre; que
prefieres encerrarte en el desván con los viejos libros que le compraste a un
buhonero ambulante, gastándote en ellos el dinero que deberías haber reservado
para unos zapatos de fiesta.
—¿Eso quién os
lo ha contado? Ni siquiera mi padre lo sabe. Mi madre se lo ocultó para evitar
un disgusto.
—Nosotras lo
sabemos todo, Kira. Las siete hermandades están para eso, para estudiar todo lo
que sucede en Hydra. Solo de ese modo podemos protegeros y proteger la magia
sagrada de la isla.
—No creo que
mis problemas con mis padres sean una amenaza para la seguridad de Hydra.
—Ni nosotros
tampoco. Pero aun así debemos permanecer vigilantes. Aunque no lo parece,
todavía estamos en guerra, muchacha, en guerra con un país mucho más grande y
poderoso que el nuestro. Si no fuera por el celo de las siete hermandades, Hydra
habría caído hace ya mucho tiempo.
—La tregua
dura ya más de seis años...
—Pero es solo
una tregua, Kira. Tenemos al hermano de su rey, esa es la única razón por la
que no nos atacan. Pero Edan no nos servirá de escudo eternamente. Hay muchos
en Decia que son partidarios de intentar un nuevo asedio, aunque eso le cueste
la vida a su próximo Gran Maestre.
—No estoy muy
al tanto de la política de Decia. De todas formas, no veo qué tiene que ver
conmigo, o con el ritual.
—Tiene mucho
que ver. Necesitamos sangre fresca en las hermandades. Los últimos años han
sido terribles para nosotros; apenas hay conversiones. Y por tu reacción al
sueño... las otras instructoras y yo creemos que tú podrías tener
posibilidades.
Miré a la dama
sin entender nada.
—¿Por el
sueño? Yo creía que lo había hecho mal...
—No has
reaccionado como reaccionan los demás. Eso no es un crimen, Kira, pero podría
ser un síntoma. Un síntoma de que tú eres diferente.
Me eché a
reír, incrédula.
—¿Creen que
tengo un don? En mi familia nunca ha habido conversiones. La última de mi aldea
fue hace diez años.
—¿Te da miedo
pensar que el próximo caso podrías ser tú?
Yo misma me
había hecho esa pregunta cientos de veces durante las semanas de instrucción.
—Creo que no.
Creo que no me daría miedo —dije con sinceridad—. Quiero decir... sé que las
obligaciones de los miembros de la hermandad son muy duras, que se les exige mucho.
Pero, por otro lado..., siempre me he preguntado cómo sería.
La dama me
observó pensativa.
—¿Lo ves? En
eso tampoco eres como los otros. En fin, quizá nos estemos engañando. En todo
caso, las otras instructoras y yo pensamos que debíamos prevenirte. No te
asustes si sucede, Kira. No es doloroso, aunque la primera vez algunas personas
confundan lo que sienten con dolor. Supongo que dentro de un rato irás a
reunirte con tu familia para el banquete de despedida.
—Va a venir mi
hermano a recogerme. Mi madre estará preparando los pasteles de cordero con
almendra que siempre me hace por mi cumpleaños.
La dama
asintió.
—Solo una
última cosa, muchacha. Puede que, en tu caso, la despedida no sea solo un
nombre que se le da a esa comida por costumbre. Puede que sea una despedida
real.
Sentí un vacío
en el estómago al comprender que la instructora hablaba en serio.
—Lo tendré en
cuenta —dije—. Por si acaso.
—Hazlo, Kira.
Yo no lo hice, no me despedí de ellos verdaderamente. Nunca se me pasó por la
cabeza que jamás volvería a verlos. No sabes cuánto me he arrepentido.
—Debe de ser
muy duro —murmuré con un hilo de voz.
—Lo es. Pero
si ocurre, no debes tener miedo. No estarás sola, no del todo. Los dones te
separan de tus seres queridos, pero te acercan a otras personas: hombres y
mujeres que comparten tu don... Una nueva familia, Kira. Tu hermandad.
Ana Alonso y Javier Pelegrín, La
Reina de Cristal I
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