martes, 18 de octubre de 2016

LA ÍNSULA BARATARIA


«Digo, pues, que con todo su acompañamiento llegó Sancho a un lugar de hasta mil vecinos, que era de los mejores que el duque tenía. Diéronle a entender que se llamaba la ínsula Barataria, o ya porque el lugar se llamaba Baratario, o ya por el barato con que se le había dado el gobierno. Al llegar a las puertas de la villa, que era cercada, salió el regimiento del pueblo a recibirle; tocaron las campanas, y todos los vecinos dieron muestras de general alegría, y con mucha pompa le llevaron a la iglesia mayor a dar gracias a Dios, y luego con algunas ridículas ceremonias le entregaron las llaves del pueblo y le admitieron por perpetuo gobernador de la ínsula Barataria…».

Así describe Miguel de Cervantes en el capítulo XLV de la segunda parte del Quijote la llegada de Sancho Panza a su anhelada ínsula Barataria, el lugar con cuya promesa el loco hidalgo manchego le había convencido para que lo acompañara en sus aventuras y que al fin veía cumplirse. ¡Quién le iba a decir a Sancho, después de tanto esperar su ínsula, que esta iba a hallarla a orillas del río en el que apenas unos días antes había estado a punto de morir al zozobrar la barca a la que don Quijote y él se subieron recién llegados a él, tras dejar a Rocinante y a su rucio atados a unos sauces de la orilla, para ir en ayuda «de algún otro caballero o de otra necesitada y principal persona que sin duda debía de estar en una grande cuita»!

Según escribió Cervantes, don Quijote y Sancho Panza habían llegado a Aragón a fin de participar en unas justas que se anunciaban en Zaragoza y lo habían hecho siguiendo el curso del río Jalón desde su manantial en tierras de Soria, cerca de Medinaceli, hasta su confluencia con el río Ebro, aguas arriba de la capital. Allí, aparte del chapuzón sufrido y del naufragio del que los salvaron unos molineros y pescadores del río que andaban cerca, la fortuna les hizo coincidir, apenas reanudado su camino por la orilla, con unos cazadores a cuyo frente iban unos duques que, «por haber leído la primera parte desta historia [Cervantes se refiere a su Quijote, claro está], en seguida los reconocieron y, con grandísimo gusto y con intención de divertirse a su costa, les invitaron a su palacio».

El palacio aún sigue en pie y todavía es posible reconocer en él las descripciones de Cervantes, que comprenden varios capítulos de la novela, los que don Quijote y Sancho pasaron al amparo de los duques, dedicado el primero a sus tribulaciones y fantasías (que los sirvientes de los duques y estos mismos alentaban) y el escudero a comer y a beber cuanto le ofrecían mientras trataba de escabullirse a las bromas de aquellos. Bromas y chanzas que se suceden durante varios días y que llevan a don Quijote y Sancho a volar en el fantástico caballo de madera Clavileño o a recibir la visita del mismísimo mago Merlín con su séquito de encantadores anunciándoles que Dulcinea, la hermosa musa de don Quijote, había mudado en una rústica campesina a resultas de un encantamiento del que solo él podría sacarla. El realismo con el que Cervantes describe el palacio de Villahermosa, en la villa de Pedrola, hace pensar que lo conoció, como conocería también Alcalá de Ebro, una pequeña aldea al lado del río que pertenecía también a los duques y de la que, siguiendo con sus divertimentos, estos hicieron a Sancho Panza gobernador tras convencerle de que se trataba de una verdadera ínsula: la ínsula Barataria nacida de la calenturienta imaginación de don Quijote. «Hoy día, a tantos de tal mes y de tal año, tomó posesión desta ínsula el señor don Sancho Panza, que muchos años la goce», reza al pie del monumento que junto al río vigila sus choperas y crecidas de espaldas a la actividad del pueblo. Lo que no quita para que algún vecino se muestre receloso ante el turista que se acerca hasta Alcalá atraído por su fama, quizá temiendo que se ría de él.

Los que se rieron, no obstante, fueron sus antepasados, en la ficción cervantina por lo menos, del pobre gobernador Sancho Panza, al que, siguiendo las instrucciones del duque, los vecinos de Alcalá estuvieron tomando el pelo los siete días que aguantó sin comer ni beber apenas, no fuera que lo envenenaran, y pasando las noches en vela a consecuencia del hambre y de los continuos pleitos y cuitas que le planteaban sus súbditos, así como de los asedios a los que sus múltiples enemigos sometían continuamente a la ínsula, según los hombres del duque. No es de extrañar, pues, que «la séptima noche de los días de su gobierno», harto de tanta desazón y con más hambre de la que le gustaría tener, el pobre Sancho Panza enalbardara a su asno, «que estaba en la caballeriza», y, subiéndose a él, abandonara la ínsula no sin antes decirles a quienes aún trataban de retenerlo con argumentos: «Abrid camino, señores míos, y dejadme volver a mi antigua libertad. Yo no nací para ser gobernador, ni para defender ínsulas ni ciudades de los enemigos que quisieren acometerlas. Mejor se me entiende a mí de arar y cavar, podar y ensarmentar las viñas, que de dar leyes ni de defender provincias y reinos». Dicho lo cual, Sancho regresó al palacio de los duques y en el que había quedado esperándolo don Quijote, sin saber, según dice Cervantes, si el lugar que dejaba atrás «era ínsula, ciudad o villa».

Lo que fuera en aquellos tiempos es imposible saberlo, pero lo que hoy es salta a la vista en seguida: un villorrio de cien casas arracimadas en torno a su iglesia y asomadas a un meandro del río Ebro, que lo rodea hasta hacer de él prácticamente una isla. De hecho, lo llega a ser muchas veces, cuando, por la primavera, el río español más caudaloso se embrava y crece hasta desbordarse. Alcalá, cuya parte más cercana a sus orillas está protegida por muros de contención, se convierte en esas ocasiones en una auténtica isla en medio de las inundaciones.

Y es que el Ebro, en este tramo, baja poderoso y ancho, regando una feraz vega que se extiende por sus márgenes durante varios kilómetros, especialmente por la de su derecha. Maíces, trigos, alfalfas, amén de huertas y choperas (estas inclinadas todas en la dirección del río por el inclemente cierzo), se reparten aquellas camino de Zaragoza, como antes lo hicieran en torno a Tudela. Al fondo, cerros de yeso, muchos de ellos coronados por los molinos eólicos que dan energía a la zona (y que habrían hecho las delicias del hidalgo de La Mancha de haber existido en su tiempo), y, entre medias, viejos pueblos, como Pedrola o Alcalá de Ebro, que combinan el arte de la agricultura con el trabajo en las nuevas fábricas que han florecido por la ribera. Pedrola es grande y de nobles trazas (además del palacio de Villahermosa, de estilo aragonés renacentista, pero con un jardín italianizante, tiene una iglesia mayor en la que, según los libros, hay un cuadro del mismísimo Van Dyck), pero Alcalá es pequeño y humilde, quizá un barrio de colonos de los antiguos duques de Villahermosa. De hecho, todo su caserío se arrima a los restos del palacio o fortaleza que le dio su nombre al pueblo (Alcalá es «castillo» en árabe) y que, aparte de servir de residencia a Sancho Panza en la ficción, era la residencia de los duques cuando estos iban de visita.

Fuera de esos pocos restos y de su pequeña iglesia (de ladrillo aragonés y sin nada reseñable en su interior), el resto de Alcalá es tan pobre que hace todavía más cómica la peripecia del pobre Sancho Panza. No es que el pueblo no merezca, como todos, un respeto; es que es tan simple y vulgar que resulta hasta difícil de creer que Sancho Panza lo creyera un reino fantástico por más imaginación que pusiera en ello. Y más mirándolo ahora, cuando el progreso del vecindario, que, como en tantos otros sitios del país, no suele correr parejo con el buen gusto, ha transformado las viejas casas agrícolas o las ha sustituido directamente por otras nuevas, a cual más fea y con peor gusto. Hasta hay una pintada de amarillo que ni en su imaginación más febril el rústico Sancho Panza habría soñado para su ínsula.

Pero el pobre gobernador, cuya solitaria estatua ni siquiera preside la plaza mayor del pueblo, relegada como está al final de este, no solo no puede verla, sino que ni siquiera él mismo recibe más visitas que la de algún lector cervantino y las de los pocos vecinos del pueblo que se acercan a contemplar el río o pasan en sus tractores camino de la ribera. Pocos, puesto que la mayoría de ellos trabajan ya en Zaragoza o en las fábricas de Figueruelas, a apenas unos kilómetros. No es de extrañar que la pobre estatua de Sancho Panza, a la que algún gamberro ha arrancado un dedo que nadie se ha encargado de reponer, produzca una gran tristeza, acurrucado como está de cara al río y de espaldas a las casas de su ínsula, con la cabeza caída sobre el pecho y la mano sujetándola en actitud pensativa. Menos mal que el río Ebro sigue rindiéndole pleitesía, pues mejor gobernador lo habría, pero más honrado no. Oigamos, si no, sus palabras cuando abandonó para siempre su ínsula Barataria: «Vuesas mercedes queden con Dios, y digan al duque mi señor que desnudo nací, desnudo me hallo; ni pierdo ni gano; quiero decir que sin blanca entré en este gobierno y sin ella salgo, bien al contrario de como suelen salir los gobernadores de otras ínsulas».

Amén.

Julio Llamazares, Atlas de la España Imaginaria

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