Raymond West miró satisfecho a
su alrededor. La habitación era antigua, con amplias vigas oscuras que cruzaban
el techo, y estaba amueblada con muebles de buena calidad muy adecuados a ella.
De ahí la mirada aprobadora de Raymond West. Era escritor de profesión y le
gustaba que el ambiente fuera evocador. La casa de su tía Jane siempre le había
parecido un marco muy adecuado para su personalidad. Miró a través de la habitación
hacia donde se encontraba ella, sentada, muy tiesa, en un gran sillón de orejas.
Miss Marple vestía un traje de brocado negro, de cuerpo muy ajustado en la cintura,
con una pechera blanca de encaje holandés de Mechlin. Llevaba puestos mitones
también de encaje negro y un gorrito de puntilla negra recogía sus sedosos cabellos
blancos. Tejía algo blanco y suave, y sus claros ojos azules, amables y benevolentes,
contemplaban con placer a su sobrino y los invitados de su sobrino. Se detuvieron
primero en el propio Raymond, tan satisfecho de sí mismo. Luego en Joyce Lempriére,
la artista, de espesos cabellos negros y extraños ojos verdosos, y en sir Henry
Clithering, el gran hombre de mundo. Había otras dos personas más en la habitación:
el doctor Pender, el anciano clérigo de la parroquia; y Mr. Petherick, abogado,
un enjuto hombrecillo que usaba gafas, aunque miraba por encima y no a través
de los cristales. Miss Marple dedicó un momento de atención a cada una de estas
personas y luego volvió a su labor con una dulce sonrisa en los labios. (…)
- Mi querida tía - la
interrumpió Raymond West con cierto regocijo -, no me refiero a esa clase de
incidentes pueblerinos. Pensaba en crímenes y desapariciones, en esa clase de
cosas de las que podría hablarnos largo y tendido sir Henry si quisiera.
- Pero yo nunca hablo de mi
trabajo - respondió sir Henry con modestia -. No, nunca hablo de mi trabajo.
Sir Henry Clithering había sido
hasta muy recientemente comisionado de Scotland Yard.
- Supongo que hay muchos
crímenes y delitos que la policía nunca logra esclarecer - dijo Joyce
Lempriére.
- Creo que es un hecho admitido
- dijo Mr. Petherick.
- Me pregunto qué clase de
cerebro puede enfrentarse con más éxito a un misterio - dijo Raymond West -.
Siempre he pensado que el policía corriente debe tener el lastre de su falta de
imaginación.
- Esa es la opinión de los
profanos - replicó sir Henry con sequedad.
- Si realmente quiere una buena
ayuda - dijo Joyce con una sonrisa -, para psicología e imaginación, acuda al
escritor.
Y dedicó una irónica inclinación
de cabeza a Raymond, que permaneció serio.
- El arte de escribir nos
proporciona una visión interior de la naturaleza humana - agregó en tono grave
-. Y tal vez el escritor ve detalles que le pasarían por alto a una persona
normal.
- Ya sé, querido - intervino
miss Marple -, que tus libros son muy interesantes, pero, ¿tú crees que la
gente es en realidad tan poco agradable como tú la pintas?
- Mi querida tía - contestó
Raymond con amabilidad -, quédate con tus ideas y que no permita el cielo que
yo las destroce en ningún sentido.
- Quiero decir - continuó miss
Marple frunciendo un poco el entrecejo al contar los puntos de su labor - que a
mí muchas personas no me parecen ni buenas ni malas, si no sencillamente muy
tontas.
Mr. Petherick volvió a lanzar su
tosecilla seca.
- ¿No te parece, Raymond - dijo
-, que das demasiada importancia a la imaginación? La imaginación es algo muy
peligroso y los abogados lo sabemos demasiado bien. Ser capaz de examinar las
pruebas con imparcialidad y de considerar los hechos sólo como factores, me parece
el único método lógico de llegar a la verdad. Y debo añadir que, por experiencia,
sé que es el único que da resultado.
- ¡Bah! - exclamó Joyce echando
hacia atrás sus cabellos negros de una forma indignante -. Apuesto a que podría
ganarles a todos en este juego. No sólo soy mujer (y digan lo que digan, las
mujeres poseemos una intuición que les ha sido negada a los hombres), sino
además artista. Veo cosas en las que ustedes jamás repararían. Y, como artista,
también he tropezado con toda clase de personas. Conozco la vida como no es posible
que la haya conocido nuestra querida miss Marple.
- No estoy segura, querida -
replicó miss Marple -. Algunas veces, en los pueblos ocurren cosas muy
dolorosas y terribles.
- ¿Puedo hablar? - preguntó el
doctor Pender con una sonrisa -. No se me oculta que hoy en día está de moda
desacreditar al clero, pero nosotros oímos cosas que nos permiten conocer un
aspecto del carácter humano que es un libro cerrado para el mundo exterior.
- Bien - dijo Joyce -, parece
que formamos un bonito grupo representativo. ¿Qué les parece si formásemos un
club? ¿Qué día es hoy? ¿Martes? Le llamaremos el Club de los Martes. Nos
reuniremos cada semana y cada uno de nosotros por turno deberá exponer un
problema o algún misterio que cada uno conozca personalmente y del que, desde luego
sepa la solución. Dejadme ver cuántos somos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. En realidad,
tendríamos que ser seis.
- Te has olvidado de mí, querida
- dijo miss Marple con una sonrisa radiante.
Joyce quedó ligeramente
sorprendida pero se rehizo en seguida.
- Sería magnífico, miss Marple -
le dijo -. No pensé que le gustaría participar en esto.
- Creo que será muy interesante
- replicó miss Marple -, especialmente estando presentes tantos caballeros
inteligentes. Me temo que yo no soy muy lista pero, haber vivido todos estos
años en St. Mary Mead, me ha dado cierta visión de la naturaleza humana.
Agatha Christie, El Club de los
Martes
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