Este establecimiento de los
templarios ocupaba el centro de unas vastas praderas que el fundador había
legado a la Orden. Estaba bien fortificado, porque los templarios nunca
descuidaban esta precaución, que a la sazón era de suma importancia, estando
tan agitada y revuelta Inglaterra. Dos alabarderos vestidos de negro guardaban
el puente levadizo, y otros dos, con el mismo traje, se paseaban a pasos
mesurados sobre la muralla, semejantes a espectros más que a hombres. Tal era
el uniforme de los empleados inferiores de la Orden desde que el uso del ropaje
blanco, igual que el de los caballeros y escuderos, había dado origen en las
montañas de Palestina a la formación de unos falsos templarios que habían
acarreado gran deshonra a los verdaderos. De cuando en cuando atravesaba el
patio un caballero de la Orden, con su manto blanco, la cabeza inclinada y los
brazos cruzados. Si se encontraban dos, se saludaban en silencio con una
profunda cortesía, porque tal eran las reglas que se observaban, fundada quizás
en lo que dice la Escritura: "Pecado hay en muchas palabras, y la vida y
la muerte están en tu lengua". En fin, la severa disciplina de Lucas de
Beaumanoir había hecho renacer el ascético rigor de los tiempos primitivos del
Temple, en lugar del desorden en que por tanto tiempo había vivido aquella
Orden militante.
Isaac se paró a la puerta, sin
saber cómo podría introducirse en el preceptorio, porque sabía que la nueva
severidad de los templarios no era menos funesta a los de la nación hebrea que
su antiguo desarreglo y que a la sazón la ley que profesaba le exponía a la
persecución de los caballeros, como en otra época su riqueza le había expuesto
a las extorsiones de su implacable tiranía.
Entretanto Lucas de Beaumanior
se paseaba por un pequeño jardín del preceptorio situado dentro de las
murallas, y conversaba triste y confidencialmente con uno de los caballeros de
la Orden que había ido en su compañía a Tierra Santa (...)
—Conrado —decía Lucas de
Beaumanior—, querido amigo y compañero en mis batallas y peligros, en tu fiel
corazón puedo desahogar las cuitas que atosigan el mío. Sólo en ti puedo
depositar mis ardientes deseos de reunirme con los justos. Ninguno de los
objetos que se han presentado hasta ahora a mis ojos en Inglaterra me ha
servido más que de tormento y de mortificación, salvo las tumbas de nuestros
hermanos que aún adornan la iglesia de la Orden de la orgullosa capital. ¡Oh
valiente Roberto de Ros!, exclamaba yo interiormente al ver Las estatuas de
aquellos buenos soldados de la Cruz recostadas en sus sepulcros. ¡Oh digno
Guillermo de Mareschal! ¡Abrid vuestras moradas de mármol y admitid a un hermano
cansado de la vida, que más bien quiere pelear contra cien paganos que ser
testigo de la decadencia de su santa Orden!
Walter Scott, Ivanhoe
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