(Drama en un acto con dos actores)
PERSONAJES
El Inspector Schuh
La Señora Macholke
Una mesa y una silla. El
Inspector, sentado en esta y acodado en aquella, hojea unos papeles. Otra silla
enfrente. Paragüero, papelera y perchero de pie.
(Llaman a la puerta).
Inspector.— ¡Alto! ¡Adelante!
(Entra una mujer pisando firme y se planta frente al inspector con los
brazos en jarras).
Señora.— (Aire campechano,
voz fuerte). Mi querido poli, debe llevar usted taponcitos en las orejas.
Hace ya dos horas que estoy esperando.
Inspector.— (Tranquilo y
amable). Ante todo, señora, yo no soy su querido poli y, además, usted
espera desde hace veinte minutos exactamente.
Señora.—¿Le parece poco? (Con
tono más agresivo). Los policías deben de pensar que todo el mundo tiene
tanto tiempo como ellos, ¿no, señor comisario?
Inspector.—Soy el inspector Schuh, como ha podido ver en el letrero
de la puerta.
Señora.—¡No voy a ir leyendo toda
la bazofia que le echan a una!
Inspector.— (Carraspea).
Mejor será que deje el paraguas en su sitio y tome asiento de una vez, señora
Macholke.
(Con asombrosa puntería la señora mete el paraguas en el paragüero
desde dos metros de distancia y se vuelve al funcionario).
Señora.—¡Prefiero estar de pie!
Inspector.—Si quiere que le salgan varices, como le parezca. Las
piernas son suyas.
Señora.—¿Es una amenaza?
Inspector.—¿Qué?
Señora.—¡Lo de las varices!
Inspector.—¡No, por Dios! Una mera opinión sin trascendencia.
Señora.—Cuando la policía opina, échate a temblar. ¡Eso es más viejo
que Adán y la tonta de Eva!
Inspector.—¡Podría ser un poco más amable, señora Macholke!
Señora.— (Repone aire presurosa). ¿Qué? ¿Eso mismo iba a decirle
yo? ¡Sea usted, si tiene la bondad, un poquito más cortés conmigo, que, a fin
de cuentas, su paga sale de mis impuestos!
Inspector.—Según estos papeles, querida señora, hace tres años que
cobra usted la pensión de viudedad.
Señora.—¿Y eso qué tiene que ver?
Inspector.—Que, como pensionista, no paga impuestos, así que mi
sueldo tampoco.
Señora.— (Blandiendo el dedo
índice de la mano derecha). Pero podía haberlo hecho.
Inspector.—Vayamos al
asunto. Un cierto señor Martin Büttner, revisor de tranvías al servicio del
Ayuntamiento, ha presentado una denuncia contra usted por injurias y lesiones corporales.
Señora.— (Que se deja caer
pesadamente sobre la silla). ¿Qué ha hecho ese narizotas? ¡¿Presentar una
denuncia?! ¡¡¿Contra mí?!!
Inspector.—Eso es.
Señora.— (Fuera de sí).
Pero…, pero ¡esto ya es el colmo! ¡Injurias, dice!
Inspector.—Usted le ha llamado… (Busca
en los papeles y lee.)… «hormiga coja», «briozoo jiboso», «geotropo
cegato», «pipa de calabaza seca», etc., etc.
Señora.— (Salta del asiento).
¡Él me ha llamado a mí «lechuza»!
Inspector.—Se equivoca, señora Macholke. «Lechuza» pertenece también
a su repertorio. Fue al llamarle «lechuza» cuando le metió usted la gorra hasta
los ojos.
Señora.—¿Yoooooooooo?
Inspector.—Como veo que su memoria no es muy buena, voy a leerle lo
que ha declarado el señor Büttner.
Señora.— (Se sienta de nuevo).
Estoy intrigadísima. ¡Vamos, lea usted las obras completas de ese «gusano de
panadería»!
Inspector.— (Severo). Un
insulto más señora Macholke y ordeno que le pongan una multa… (Carraspea.)… Bien… El acta: «Yo estaba
de servicio ese jueves por la mañana en la línea veintisiete. La señora subió
en Kreusplatz, entró dando empujones sin consideración y no paró de molestar a
un viajero mayor que ella hasta que le dejó el sitio…».
Señora.—Ja, ja ¡Un viajero mayor que yo! Un jovenzuelo mocoso con
melena hasta el trasero.
Inspector.—Aquí dice que era un señor de sesenta o sesenta y cinco
años.
Señora.—¿¿¿Sííí??? Bueno. Mi vista ya no es la que era.
Inspector.—Sigo leyendo: «Pedí a la señora que me enseñara el
billete, pero ella no hizo el menor caso y continuó mirando por la ventana. Yo
insistí tres veces más con el mismo resultado y al cabo, toqué su hombro con la
punta de los dedos…».
Señora.—¡No me haga reír!
Inspector.— (Alzando la voz.)«…
Muy suavemente. Entonces se levantó de un salto y empezó a gritar desaforadamente
que ya me había enseñado antes el billete y que no estaba dispuesta a revolver
el bolso otra vez. Solicité de nuevo que me mostrara el billete o, de lo
contrario, tendría que apearse. Al oír esto me lanzó al rostro una retahila de
insultos; el más inofensivo de todos ellos fue “lechuza”. Luego me tiró de la
gorra hacia abajo con tanta brusquedad que rasgó la cinta de la armadura y
cuando le ordené que bajara del coche inmediatamente, me golpeó con el paraguas
en la cabeza. Era un paraguas macizo y me ocasionó heridas de pronóstico leve
en la frente y en las dos mejillas. Con la ayuda de otros viajeros, logramos
sacarla del tranvía en la parada de la calle Mayor y dejarla en manos de un
policía municipal, a quien dio un mordisco en el brazo sin miramientos». Bien,
señora Macholke, eso dice.
Señora.—¿No creerá usted esa historia, verdad?
Inspector.—Según esto no cabe la menor duda de que usted es una
dama con… mucho temperamento, digamos.
Señora.—¿Yooooo? Yo soy un alma delicada, mi querido poli… Ahora le
contaré cómo fue en realidad.
Inspector.—¡Adelante!
Señora.—Subí al tranvía en Kreuzplatz y avancé pacíficamente hacia
el interior. Iba saludando amablemente a derecha e izquierda cuando de pronto…
¡Adivine usted qué sucedió de pronto!
Inspector.—No me pagan por jugar a los acertijos, señora.
Señora.—De pronto me vi encima a ese abominable tipejo de revisor. (Poniendo cara de miedo). ¿Ha visto
alguna vez su cara de cerca? Le digo que una se queda muda de espanto, es algo
horroroso, ¡vamos, que te da un susto de muerte! Bueno, pues ese tío «caracoco»
va y me dice que no empuje. ¡Yo!… Yo, que apenas si había rozado a alguien…
Tuve que hacer esfuerzos para contenerme. Pero ¿para qué disgustarse? Con no
hacer ni caso a ese «narizotas» ya está. ¡Ah!, y había allí un hombre callado
que me miraba fijamente. Uno de esos que hablan con los ojos, ¿sabe usted? Y le
juro que no decía más que groserías. Yo, en cambio, con mi santa paciencia, le
respondía con amables tironcitos de oreja, dos, tres veces…; luego se levantó y
me cedió el sitio. Justo nada más sentarme, llega ese rinoceronte a dar la
lata. Quería ver mi billete. Ante una cosa así yo, ni caso, naturalmente.
Inspector.—Naturalmente.
Señora.—Soy una persona delicada, de sentimientos refinados, señor
inspector. Si alguien me avasalla de ese modo, me vuelvo sorda como una
estatua. Va luego el pánfilo presumido y me planta el puño en el hombro.
Bonito, ¿verdad? Todo un caballero, ¿eh? ¡Pero conmigo no vale! Me alcé como un
cohete de Cabo Cañaveral y le metí la boina hasta las orejas. Bien, pues
figúrese, con todo y con eso seguía ofendido el señor.
Inspector.—¿No me diga?
Señora.—Lo que oye. Ahora viene lo peor. Mientras yo trataba
amablemente de hacerle comprender que debía pedirme disculpas, él empeñado en
echarme del tranvía. Así, no tuve otro remedio que defenderme.
Inspector.—¡Con el paraguas!
Señora.—¿Con qué si no? Quedó hecho polvo. ¿Quién me paga a mí otro
ahora?
Inspector.—¡Encima!
Señora.— (Furiosa).
¿Tenía, entonces, que haberme dejado echar del tranvía?
Inspector.—Si hubiese sacado el billete, se habría ahorrado estos
disgustos.
Señora.— (De pie de un salto).
¡Ah!… entonces, ¿no me cree?
Inspector.—Ni media palabra, señora Macholke. Usted fue la culpable
de todo. Hay, exactamente, trece personas que lo atestiguan.
Señora.— (Encolerizada).
Usted… Usted… «¡enano!»… «¡canalón!»… «¡espantacaracoles!»… ¡Ahora me callo la
boca! ¡No le digo ni pío!
Inspector.— (Sonriente).
Eso antes, señora Macholke. Ya puede seguir con los insultos si la desahoga.
Cuesta igual… El guardia la acompañará hasta la puerta.
Señora.—(Dando un respingo).
No hace falta que nadie me acompañe… Y, menos, un carapito como ese.
(Se levanta, sale, queda en el aire el violento estampido de la
puerta).
Wolfgang Ecke, Historias
Policiacas Divertidas
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