Luces y
sombras se agitaban por toda la plaza, a cada vaivén de las llamas. El danzar
ardiente de las antorchas, junto con el parpadeo de los cirios y linternas que
empuñaban algunos de los presentes —casi como en una vigilia religiosa—, hacía
bailotear a las siluetas sobre las paredes parduscas de las casas. Acababa de
ponerse el sol y, con los últimos restos de luz, una verdadera multitud había
ido afluyendo a aquella plaza: gente de todo rango y posición, desde hidalgos a
esclavos, unos a cara descubierta, otros escondidos bajo capuchas e incluso
ocultos tras máscaras.
En una esquina
de la plaza, confluencia de cinco callejas, varios músicos estaban tocando; no
juglares, sino gente llana, con instrumentos del pueblo: flautas, tamboriles,
cascabeles, zanfoñas. A los sones de su música rápida y estridente, una
treintena de bailarines danzaban en corro, girando a la luz de las llamas.
Rotaban hacia la derecha, en torno a un danzante central y formaban el conjunto
más extraordinario que Benavent hubiese visto bailar jamás. No había dos
iguales, sus atavíos simbolizaban distintos estamentos y oficios de la sociedad
castellana y, por lo exagerados, era obvio que se trataba de una mascarada.
Había uno
disfrazado de obispo, con una mitra enorme y báculo. Un caballero de yelmo
emplumado y espada. Una prostituta con cintas rojas y máscara de expresión
salaz. Una dueña con toca y lanzadera de hilar. Toneleros, traperos, bataneros,
aguadores, alarifes, físicos; todos allí representados con disfraces, casi
todos empuñando algún instrumento representativo de su profesión. Incluso, para
estupor del hombre de Alejandría, había uno vestido de Papa y otro con gran
corona que hacía las veces de rey.
Giraban y
giraban a los sones de la música estrepitosa, al resplandor de las luces, casi
como en trance. Pero, pese a lo asombroso de todos esos disfraces, mucho más lo
era el personaje que ocupaba el centro del corro. Un bailarín muy alto y flaco,
envuelto en una tela roja y harapienta que simulaba un sudario, y que le dejaba
brazos y piernas al aire. Llevaba la piel pintada de negro y blanco, para
figurar los huesos humanos, una máscara de calavera y, a dos manos, blandía una
guadaña.
Daba saltos,
giros, cabriolas, y debía ser hombre de enorme fortaleza física, pese a su
delgadez extrema, a juzgar por la soltura con que manejaba la guadaña de
campesino. En los tobillos, llevaba cascabeles que resonaban incesantes,
agitados por los brincos y contorsiones.
Temblaban las
llamas de las antorchas, iluminando en rojo los rostros de los presentes.
Giraba el corro de disfraces y el bailarín central, representación de la
Muerte, brincaba incansable, el sudario rojo aleteando a cada bote. (…)
En ese clima
enrarecido, gran número de gente había acudido a esa plaza, con la intención de
exorcizar a los espantos mediante un baile que cada vez se hacía más popular en
los reinos occidentales. La Danza de La Muerte o Baile de Enterradores, que de
las dos formas la llamaban en Castilla. Ayala, que fuese canónigo en Toledo
durante algún tiempo, dio a Benavent ciertas explicaciones que luego éste
transmitiría por carta a sus corresponsales de Oriente. Algunos religiosos
bendecían tales danzas, viéndolas como un alivio para las gentes, en esa era
negra de guerras, plagas y hambre. Pero otros recelaban, al considerarlas un
resabio paganizante y supersticioso, surgido del seno del pueblo.
Unos y otros
coincidían, eso sí, en que era necesario encauzarlas a través de la Iglesia.
Por eso los sacerdotes condenaban las espontáneas, como la que tenía lugar esa
noche. Danzas Mudas las llamaban, todo música y baile, a diferencia de las
organizadas por el clero, que se habían convertido en representaciones
teatrales que acompañaban a las misas, con el objetivo último de confortar a
los fieles, haciéndoles asumir su mortalidad y lo efímero de todo lo mundano.
En el corro,
los oficios y clases, y en el centro, la Muerte, eje sobre el que gira toda
existencia humana; el maestro de danza de la Humanidad entera. Giraba y saltaba
entre cascabeleos, el sudario rojo flameando, la guadaña en alto para
significar su triunfo sobre la Vida. Cada cierto tiempo, apuntaba con ese apero
de segador a uno de los disfraces; y el designado dejaba el círculo para ir a
su encuentro y bailar con la Muerte una jota muy movida, hasta que ésta le
permitía volver a su lugar.
Así era el
giro inmutable de la Existencia, musitó el joven Ayala: fútil y arbitrado por
la Muerte, siempre en trance de ser llamados por ésta. (…)
—¿Y qué trae a
un hombre como tú a la Danza? —preguntó Ayala con intención.
—Una mezcla de
intereses. Ha habido alteraciones últimamente y he creído conveniente acercarme
a echar un vistazo. Pero, por otra parte, vivimos tiempos difíciles y es bueno
recordarse a uno mismo que es mortal, que sus obras son vanidad, que ha de
volver al polvo, y que eso puede ocurrir en cualquier instante. (…)
—Polvo al
polvo. ¿Es eso lo que trae a toda esta gente a la Danza? —Benavent paseó de
nuevo la mirada por el público, reparando ahora en que las máscaras eran
algunas de muecas exageradas; aunque las había sobrias. En cuanto a los rostros
descubiertos, que entraban y salían de la oscuridad a capricho de las llamas,
muchos mostraban expresiones de arrobo, casi de éxtasis, mientras seguían la
Danza de la Muerte.
—No puedo
hablar por nadie que no sea yo mismo. Pero sí: supongo que a algunos les
ocurrirá lo mismo que a mí. Y los habrá que, tal vez, encuentren consuelo en la
escenificación de que todos por igual, altos o bajos, ricos o pobres, felices o
desdichados, nos doblegaremos algún día ante la guadaña.
—Hay doctores
en teología que reprueban estas danzas —repitió argumentos Ayala, con seriedad
pero sin asomo de reproche en la voz—. Las consideran bárbaras, paganas y
supersticiosas.
—No seré yo
quien rebata a los teólogos, aunque tengo entendido que no todos están de
acuerdo con eso —respondió Cañizares con mesura—. Pero, en estos días de
desolación y sufrimiento, no veo mal en que los hombres busquen consuelo allá
donde puedan hallarlo.
León
Arsenal, Los Malos Años
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