La colección era impresionante. En un viejo archivador de madera
tenía clasificados una tibia y un peroné de Calderón, sustraídos de la iglesia
de Nuestra Señora de los Dolores de la calle San Bernardo, y también una
clavícula y cuatro falanges del insigne Quevedo. Allí mismo, en los cajones
superiores, me mostró los huesos que se suponía constituían un cuarto de
esqueleto de Lope de Vega. No era aún mediodía. Y me hizo pasar a la cocina
para que tomáramos café, mientras me contaba cómo había adquirido en el mercado
negro de reliquias un Keats y un Baudelaire; una costilla y una escápula,
respectivamente. Lo que aquel hombre profesaba era verdadera devoción.
- Nada te puede hacer sentir más cerca de un escritor que sus
restos- me dijo.
Fue entonces cuando se decidió a enseñarme la pieza que había ido
a ver. En una arquilla de ébano, sobre un paño remendado, guardaba la quijada
con dos dientes del mismísimo Miguel de Cervantes.
- ¿No va a tomarme una fotografía?
Disparé varias veces mi cámara. Y le aseguré que, en cualquier
caso, la noticia saldría al día siguiente.
- Sí, pero que salga con foto -me respondió-. No sé leer.
Juan Jacinto
Muñoz Rengel
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