El grupo
avanzó en silencio. Llegaron al límite de la ciudad dormida y muerta. A la luz
de las lunas mellizas, las sombras de los expedicionarios eran dobles. Parecía que
nadie respiraba. Pasaron así varios minutos. Esperaban a que algo se moviera de
pronto en la ciudad muerta, una forma gris que se levantaría inesperadamente
entre las ruinas, un fantasma ancestral que cruzaría galopando el fondo vacío
del mar en un antiguo corcel acorazado, de imposible progenie, de increíble
descendencia.
Los ojos y la
mente de Spender poblaron las calles. Unas siluetas se movían como vapores
azules por las avenidas empedradas y había débiles murmullos, y unos extraños
animales se escurrían por las arenas de color gris rojizo. Alguien saludaba
desde las ventanas (moviendo lentamente la mano como si estuviese sumergido en
un agua intemporal), a unas sombras que se arrastraban en el espacio bajo las
torres plateadas por las lunas. Una música sonaba en algún oído interior, y
Spender imaginó las formas de los instrumentos que evocaban esa música. Era un
país encantado.
Avanzaron por
una avenida embaldosada. Ahora todos hablaban en voz baja, pues era como entrar
en una vasta biblioteca al aire libre o en un mausoleo habitado por el viento y
sobre el que brillaban las estrellas. El capitán habló sin levantar la voz. Se
preguntó adónde habían ido los marcianos, qué habían sido y quiénes eran sus
reyes, y cómo habían muerto. Se preguntó en voz alta cómo habían construido
esta ciudad para que soportara el peso de los siglos, y si alguna vez habrían
visitado la Tierra. ¿Serían ellos los antepasados de los hombres que habían
aparecido en la Tierra diez mil años atrás? ¿Y habrían amado y odiado con amores
y odios similares a los. terrestres, y habrían cometido las mismas tonterías cuando
hicieron tonterías?
-Lord Byron
-dijo Jeff Spender.
El capitán se
volvió y lo miró.
-¿Lord qué?
-Lord Byron,
un poeta del siglo diecinueve. Hace mucho tiempo escribió un poema que parece
inspirado por esta ciudad y por cómo los marcianos tienen que sentirse si aún
son capaces de sentir. Pudo haberlo escrito el último poeta marciano.
Los
expedicionarios continuaban inmóviles, de pie sobre sus sombras.
-¿Qué dice el
poema, Spender? -preguntó el capitán.
Spender cambió
de posición, extendió la mano como recordando, entornó los ojos un momento, y
en seguida se puso a recitar con voz lenta y apagada, y los hombres escucharon
todo lo que decía:
Así que nunca más pasearemos
tan tarde de noche,
aunque el corazón siga enamorado,
y aunque siga brillando la luna
La ciudad
inmóvil era alta y gris. Los rostros de los hombres estaban vueltos hacia la
luz.
Pues la espada gasta la vaina,
y el alma gasta el pecho,
y el corazón tiene que pararse a tomar aliento,
y el amor mismo ha de descansar.
Aunque la noche fue hecha para amar,
y el día vuelve demasiado pronto,
nunca más pasearemos
a la luz de la luna.
Los terrestres
estaban de pie, en silencio, en el centro de la ciudad. Era una noche clara. No
se oía ningún sonido, excepto el viento. Debajo de ellos se extendía una plaza
enlosada que imitaba formas de animales y seres antiguos. Los hombres
contemplaron los dibujos.
Ray Bradbury, Crónicas Marcianas
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