viernes, 27 de febrero de 2015

HISTORIA DE LAS TIERRAS Y LOS LUGARES LEGENDARIOS

Este libro está dedicado a las tierras y a los lugares legendarios: tierras y lugares porque a veces se trata de auténticos continentes, como la Atlántida, y otras veces de pueblos, castillos o (en el caso de la Baker Street de Sherlock Holmes) viviendas.

Existen muchos diccionarios de lugares fantásticos y ficticios (el más completo es la excelente Breve guía de lugares imaginarios de Alberto Manguel y Gianni Guadalupi), pero aquí no vamos a ocuparnos de lugares «inventados», porque en ese caso deberíamos incluir la casa de madame Bovary, la madriguera de Fagin en Oliver Twist, o la fortaleza Bastiani de El Desierto de los Tártaros. Se trata de lugares novelescos, que algunos lectores fanáticos intentan en ocasiones identificar con escaso éxito. Otras veces se trata de lugares novelescos inspirados en espacios reales, donde los lectores pretenden descubrir las huellas de los libros que han amado, del mismo modo que los lectores del Ulises cada 16 de junio tratan de identificar la casa de Leopold Bloom en Eccles Street, en Dublín, visitan la Torre Martello convertida hoy en un museo dedicado a Joyce, o desean comprar en una determinada farmacia el jabón de limón adquirido por Leopold Bloom en 1904.

Ocurre incluso que algunos lugares ficticios han sido identificados con lugares reales, como la casa de piedra arenisca rojiza de Nero Wolfe en Manhattan.

Pero lo que aquí nos interesa son las tierras y los lugares que, ahora o en el pasado, han creado quimeras, utopías e ilusiones, porque mucha gente ha creído realmente que existen o han existido en alguna parte.

Una vez dicho esto, debemos establecer todavía bastantes distinciones. Ha habido leyendas sobre tierras que desde luego ya no existen, pero que no hay que excluir que hayan existido en tiempos muy remotos, como por ejemplo la Atlántida, cuyos últimos restos muchas mentes no delirantes han tratado de identificar. Hay tierras de las que hablan numerosas leyendas y cuya existencia (aunque sea remota) es dudosa, como Shambhala, a la que algunos atribuyen una existencia totalmente «espiritual», y otras que son producto indiscutible de una ficción narrativa, como Shangri-La, pero de la que surgen a menudo imitaciones para turistas contentadizos. Hay tierras cuya existencia solo está atestiguada por fuentes bíblicas, como el Paraíso terrenal o el país de la reina de Saba, aunque son muchos, incluido Cristóbal Colón, quienes creyendo en ellas se lanzaron al descubrimiento de tierras que existían en realidad. Hay tierras cuya creación es obra de un falso documento, como la tierra del Preste Juan, pero que incitaron a los viajeros a recorrer Asia y África. Hay, por último, tierras que realmente existen todavía hoy, si bien solo en forma de ruinas, pero en torno a las que se ha creado una mitología, como Alamut, sobre la que planea la sombra legendaria de los Asesinos, o como Glastonbury, vinculada ya al mito del Grial, o como Rennes-le-Château o Gisors, que han adquirido un carácter legendario debido a especulaciones comerciales muy recientes.

En resumen, las tierras y los lugares legendarios son de distinto género y solo tienen en común una característica: tanto si dependen de leyendas antiquísimas cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, como si son producto de una invención moderna, han originado flujos de creencias.

Y de la realidad de estas ilusiones es de lo que se ocupa este libro.

Umberto Eco

jueves, 26 de febrero de 2015

MIS ENEMIGOS LOS ENCANTADORES

Un día Tom envió a uno de los muchachos a recorrer el pueblo con una antorcha encendida (ésta era la señal convenida para que todos acudiéramos con urgencia a la cueva) y luego era para decirnos que sus espías le habían proporcionado la información secreta de que al día siguiente una cuadrilla de mercaderes españoles y árabes ricos iban a acampar en Cave Hollow, con una caravana de doscientos elefantes y seiscientos camellos, y más de mil «cabargaduras» rebosantes de diamantes, y que además sólo venían escoltados por una guardia de unos cuatrocientos soldados. Por lo tanto, podríamos prepararles lo que él llamaba una emboscada, les mataríamos a todos, quedándonos con las riquezas. Nos recomendó que puliéramos bien las espadas y los rifles y estuviéramos listos para el asalto. Nunca consintió en atacar a una sola carreta de verduras sin habernos hecho antes limpiar bien las espadas y fusiles, aunque no eran más que trozos de hojalata y palos de escoba, y ya podía uno frotar hasta hartarse, que no por ello dejaban de ser lo que eran ni ganaban en absoluto. Yo no creí ni por un momento que fuéramos a vencer contra una multitud semejante de españoles y árabes, pero me hacía ilusión lo de ver camellos y elefantes, así que el sábado estaba yo como un clavo en mi puesto en la emboscada. Cuando recibimos la señal salimos corriendo cuesta abajo por el bosque. Pero al llegar no encontrarnos ni españoles, ni árabes, ni camellos, ni elefantes. No se trataba más que de una excursión de niños de primer grado de la escuela dominical. Embestimos sobre ellos, y les hicimos huir ladera abajo, y como único botín sólo conseguimos unas cuantas cosquillas y mermelada, aunque Ben Rogers logró además apoderarse de una muñeca de trapo y Joe Harper de un libro de himnos y un folleto.


Pero para colmo nos dio alcance la maestra y nos obligó a soltar todo lo que habíamos cogido. Y así acabó todo. Yo no había visto ni el menor asomo de diamante, y así se lo dije a Tom Sawyer, que me repuso que los había a montones, así como árabes, elefantes y todas las demás cosas.

—Si es verdad —le dije—,¿cómo es que no se ven?

Me replicó que si yo no fuera tan ignorante y hubiera leído un libro titulado Don Quijote sabría la respuesta sin necesidad de hacer preguntas tan tontas. Me explicó que todo se había transformado por arte de encantamiento Y me aseguró que allí habla cientos de soldados, de tesoros, y de elefantes, pero que nuestros enemigos, a los que él llamaba magos, lo habían convertido en una excursión de niños de la escuela dominical, sólo por despecho.

—Bueno —le dije yo entonces—, pues lo que deberíamos hacer es perseguir a los magos esos.

Tom Sawyer me dijo que no era más que un zoquete.

Mark Twain, Las Aventuras de Huckleberry Finn 

LA PLEGARIA DEL BUZO

El mismo día en que cumplí dieciocho años mi padre me llamó dulcemente y me dijo con la debida gravedad:

-El Señor, Dios, quiere que todo hombre haga, en la tierra, un trabajo. Él no quiere a los que miran, sentados al borde de los campos, la obra de los sembradores y de los labradores. Es preciso, pues, que elijas sin demora un arte que dé a tu vida un sentido y una finalidad. Cualquiera que sea tu elección, te prometo no ponerte obstáculos. Así, pues, decide y habla.

Y yo, que reverenciaba profundamente al Señor, Dios, y obedecía siempre a mi padre, respondí:

-Mi elección está hecha: seré buzo.

Mi padre palideció un poco, pero contestó en seguida:

-¡Hágase tu voluntad!

Así, desde aquel día, fui buzo. Durante muchos y largos años he vivido, solo y en silencio, bajo las grandes aguas. He habitado en todos los mares, he explorado todos los océanos, he bajado a todos los abismos. He encontrado esqueletos de barcos, cuellos de viejas anclas despuntadas, arcones llenos de monedas de oro cuyas efigies estaban corroídas por el agua; grandes; grandes monstruos luminosos, con enormes ojos blancos, me han iluminado con su resplandor irreal; largos cuerpos verdosos, semejantes a los de las sirenas, me han acariciado; he penetrado en las bocas oscuras de los volcanes sumergidos; he pisado el suelo de las Atlántidas desaparecidas; he topado con los hinchados cadáveres de los náufragos; me he debatido entre los tentáculos de pulpos colosales; he sacado a la luz montones de maravillosas perlas, de extrañas conchas, de árboles fosforescentes, los puñales que arrojaron en la noche los tremebundos homicidas, los anillos de los Dogos y la áurea copa del Rey de Tule…

Llegó, pues, el día en que conocí todas las profundidades marinas, todos los valles de los océanos y todos los golfos más tenebrosos y los tesoros más ocultos. Llegó un día en que estuve impregnado por todos los perfumes salobres y supe todos los ritmos de las olas y todas las sinfonías de las tempestades, y entonces pensé que el Señor, Dios, podía estar ya satisfecho de mi obra y decidí volver a vivir en mi ciudad, entre los seres terrestres que había dejado desde hacía larguísimos años.

Pero, apenas llegué a la ciudad en donde había nacido y en donde quería morir, tuve como una sensación de terrible disgusto y de tormentoso estupor. Ya no reconocía ni amaba todo aquello que me había visto niño. Acostumbrado a las grandes soledades submarinas, iluminadas por reflejos milagrosos y por luces intensas que parecen venir de las profundidades, no podía habituarme a la angosta colmena fangosa que se llama ciudad. El cielo se me antojaba como una especie de extraña prisión, surcada por estrechos y sucios corredores, en los que pequeños animales, corrían mirándose cruel o lascivamente. Ruidosas carcajadas móviles se arrastraban por los corredores, llevando dentro a bestezuelas aprisionadas y acurrucadas; el aire pesaba por el humo y el polvo, y pesaba a alientos infectos y a olores sofocantes. Los hombres me daban la idea de condenados a muerte, enloquecidos en la inútil espera de la gracia. Sus caras me resultaban odiosas, como las de los reptiles blanquecinos que deponen sus huevos cerca de las tumbas; sus ojos me parecían vacíos, como si el alma los hubiera abandonado; sus palabras sonaban en mis oídos como cantinelas de mendigos eternamente hambrientos o como gritos descompuestos de águilas a las que están cortando las alas. En sus casas tenebrosas y angostas vi yacijas en que se arrojaban por la noche como si fueran a morir, y mesas cubiertas de restos de cadáveres y de hojas arrancadas brutalmente a la frescura de la tierra. Habían fabricado grandes habitaciones, en donde algunos simulaban amar y morir, moviéndose con vestidos de muchos colores y bordados bajo la luz falsa de lámparas redondas, y grandes salas, en donde algunos de ellos, vestidos grotescamente de negro, simulaban salvar a la patria y al mundo chillando con gran seriedad. Y otras salas, en cuyas paredes estaban colgados pedacitos de tela cubiertos de colores y de líneas, con la intención de hacer soñar un mundo mejor que aquel en que viven.

Pero yo no comprendía, acostumbrado a los deslumbrantes silencios de las profundidades, muchos de sus gestos y muchas de sus palabras. Toda aquella vida, en medio de la cual, sin embargo, había nacido y crecido, me parecía sin significado: vacía, pavorosa, torpe, soez, pútrida, como la de un cubil subterráneo habitado por bestias ciegas, débiles e inmundas. Me parecía haber caído en un pozo habitado por cadáveres ambulantes y hediondos, y por la noche no tenía fuerzas para levantar los ojos, temiendo que de aquel cielo, demasiado ciudadano, hasta las estrellas hubieran huido.

Y yo pensé entre mí: “¿Quién puede haberme reducido a este estado? ¿Quién puede haberme cambiado el alma de tan terrible modo que ahora descubre lo ridículo, lo oscuro y lo feo dondequiera que mire? La ciudad es como yo la dejé de jovencito. Es más, dicen que desde aquel tiempo ha hecho muchos e insignes progresos de todo tipo. ¿Por qué, pues, se presenta ante mí, que vuelvo de los mares, tan extraña y nauseabunda, a mí que, sin embargo, la amé siendo niño con toda el alma y la encontré más bella, más majestuosa y más hospitalaria que ninguna?”

Pero no supe contestar a tales preguntas. Un hombre, que me asistía en aquel terrible estado, me aconsejó que leyera los libros de los médicos del alma y del cuerpo para encontrar el origen y el remedio de aquella que él llamaba, con sincera tristeza, mi alienación.

Y yo leí centenares y millares de libros, día y noche, siempre despierto y siempre ansioso en busca de salud. Pero en ningún libro encontré lo que buscaba. Entonces, encerrado en mi casa paterna, pensé y sufrí durante centenares y millares de horas, siempre despierto y siempre atento a la tremenda ansiedad de la salud. Pero todavía no he encontrado lo que buscaba.

Ahora me dirijo a ti, hombre que estás ante mí con tu malvada sonrisa de verdugo ocioso y con tus ojos que nunca han mirado el cielo; me dirijo a ti, hombre de las precoces e insaciables perversidades y de los secretos bien custodiados, y te ruego, en nombre de la tierra de la que naciste, de la tierra de que te nutres, de la tierra por la que te arrastras, te ruego que me digas por qué no comprendo y no amo la vida de los hombres.

Y, si me contestas, te daré una perla que recogí un día en el valle más fantástico del mar y que ningún ojo, fuera de los míos, ha visto.

Giovanni Papini

miércoles, 25 de febrero de 2015

LA SALVAJE

El padre de Búchette solía llevarla al bosque al despuntar del alba, y la niña permanecía sentada muy cerca mientras él talaba los árboles. Búchette veía cómo se hundía el hacha haciendo volar delgados trozos de corteza; a menudo, los musgos grises venían a arrastrarse sobre su rostro. «¡Cuidado!», gritaba el padre cuando el árbol se inclinaba produciendo un crujido que parecía subterráneo. Ella sentía cierta tristeza por el monstruo extendido en el claro del bosque, con sus ramas magulladas y sus ramitas heridas. Por la noche, un círculo rojizo de pilas de carbón se encendía en medio de la sombra. Búchette sabía a qué hora había que abrir la cesta de juncos para ofrecer a su padre el cántaro de gres y el trozo de pan moreno. El se tendía entre las ramitas despedidas y masticaba con lentitud. Después, Búchette sorbía su sopa. Corría en torno a los árboles marcados y, si su padre no la miraba, se escondía para gritar: «¡Uuu!».

Había una caverna oscura, llena de zarzas y de ecos sonoros, a la que se daba el nombre de Santa María Becerra. Alzándose de puntillas, Búchette solía observarla desde lejos.

Cierta mañana de otoño en que las marchitas cimas del bosque estaban aun encendidas por la aurora, Búchette vio que delante de la Becerra se estremecía un objeto verde: Tenía brazos y piernas, y la cabeza parecía pertenecer a una niñita de la misma edad de Búchette.

Al principio tuvo miedo de acercarse; ni siquiera se atrevió a llamar a su padre. Pensó que era una de las personas que respondían en la caverna de la Becerra cuando alguien hablaba fuerte. Cerró los ojos, temiendo que cualquier movimiento suyo provocase algún siniestro ataque. Al inclinar la cabeza oyó un sollozo cercano: la extraordinaria criatura verde lloraba. Entonces, Búchette abrió los ojos y sintió pena. Pues veía el rostro verde, dulce y triste, humedecido por las lágrimas, y dos nerviosas manitas verdes que se apretaban contra la garganta de la niñita extraordinaria.

-Tal vez se haya caído sobre malas hojas que destiñen -se dijo Búchette. Armándose de valor atravesó helechos erizados de ganchos y de zarcillos, hasta llegar casi junto a la singular figura. Dos bracitos verdeantes se tendieron hacia Búchette, en medio de las mustias zarzas.

-Se parece a mí -pensó Búchette- pero tiene un extraño color. La sollozante criatura verde estaba semicubierta por una especie de túnica hecha de hojas cosidas. Era en realidad una niñita que tenía el tinte de una planta silvestre. Búchette imaginó que sus pies estaban arraigados en la tierra. A pesar de esto, los movía con mucha ligereza.

Búchette le acarició los cabellos y le tomó la mano. Ella se dejó conducir siempre llorosa. Parecía que no supiese hablar.

-¡Ay! ¡Dios mío! ¡Una diablesa verde! -exclamó el padre de Búchette cuando la vio llegar-. ¿De dónde vienes, pequeña? ¿Por qué eres verde? ¿No sabes responder?

Era imposible saber si la niña verde había entendido. «Tal vez tenga hambre», dijo él. Y le ofreció el pan y el cántaro. Pero ella dio vueltas al pan en sus manos y lo arrojó al suelo; luego agitó el cántaro para escuchar el ruido del vino.

Búchette rogó a su padre que no dejara a esa pobre criatura en el bosque durante la noche. A la hora del crepúsculo las pilas de carbón brillaron una por una y la muchacha verde observó, temblorosa, los fuegos. Cuando entró en la casita, retrocedió al ver la luz. No podía acostumbrarse a las llamas y lanzaba un grito cada vez que alguien encendía la vela.

Al verla, la madre de Búchette se persignó. «Dios me ayude -afirmó- si se trata de un demonio; pero no es ni remotamente una cristiana». La niña verde no quiso tocar ni el pan, ni la sal, ni el vino, de lo cual resultaba claramente que no podía haber sido bautizada ni presentada a la comunión. Fueron a visitar al cura, quien llegó a la casa en el preciso momento en que Búchette ofrecía a la criatura habas en su vaina.

Muy contenta al parecer, se puso de inmediato a partir el tallo con las uñas, pensando encontrar las habas en el interior. Mas luego, decepcionada, comenzó a llorar hasta que Búchette le hubo abierto una vaina. Entonces royó las habas mientras observaba al cura.

Por más que llevaron a su presencia al maestro de escuela, no fue posible hacerle comprender una sola palabra humana ni pronunciar un solo sonido articulado. Lloraba, reía, o emitía gritos.

El cura la examinó minuciosamente, sin descubrir en su cuerpo ninguna señal del demonio. Al domingo siguiente la condujeron a la iglesia y allí no manifestó signo alguno de inquietud, aparte de gemir cuando la humedecieron con agua bendita. Pero no retrocedió lo más mínimo ante la imagen de la cruz y, cuando pasó sus manos por sobre las sagradas llagas y las desgarraduras de las espinas, pareció apenada.

Las gentes de la aldea sintieron gran curiosidad y algunas hasta temor. A pesar del consejo del párroco, seguían hablando de la «diablesa verde». La criatura sólo se nutría de granos y frutas; cada vez que le ofrecían espigas o ramitas, partía el tallo o la madera y lloraba de desilusión. Búchette no lograba hacerle aprender en qué lugar había que buscar los granos de trigo o las cerezas, y su decepción era siempre la misma. Por imitación, pronto fue capaz de transportar madera y agua, barrer, secar y hasta coser, aun cuando manejaba la tela con cierta repulsión. Mas nunca se resignó a encender el fuego, o tan siquiera a aproximarse al hogar. Entretanto, Búchette crecía y sus padres quisieron ponerla a trabajar. Esto le causó tanta pena que todas las noches, oculta bajo las sábanas, sollozaba suavemente. La otra niña se condolía al ver en ese estado a su amiguita. Por la mañana miraba largamente a Búchette y los ojos se le llenaban de lágrimas. Y por la noche, durante su llanto, Búchette sentía que una mano tierna le acariciaba los cabellos y unos labios frescos se posaban en su mejilla.

Se acercaba la fecha en que Búchette debía entrar a trabajar. Sus sollozos se habían hecho casi tan angustiosos como los de la criatura verde cuando la hallaron abandonada ante la caverna de la Becerra. La última noche, cuando el padre y la madre de Búchette estaban entregados al sueño, la niña verde acarició los cabellos de su amiga y la tomó de la mano. Luego abrió la puerta y extendió el brazo hacia la noche. Y así como antes Búchette la había conducido a las casas de los hombres, ella la llevó de la mano hacia la libertad ignorada.
Marcel Schwob


martes, 24 de febrero de 2015

LA INVENCION DE HUGO CABRET

La historia que voy a compartir con ustedes tiene lugar en 1931, bajo los tejados de París. Aquí podrán encontrar a un niño llamado Hugo Cabret que, en cierta ocasión, descubrió un misterioso dibujo que habría de cambiar su vida para siempre.

Pero antes de pasar esta página, imagínense que están a oscuras, como si fuera a empezar una película. Cuando el sol del amanecer aparezca en la pantalla, la cámara les llevará en un zoom vertiginoso hasta una estación de tren en el corazón de la ciudad. Franquearán la puerta a toda velocidad, se internarán en un enorme vestíbulo atestado de gente y no tardarán mucho en distinguir a un niño en medio de la multitud. El niño comenzará a avanzar por la estación. Síganle, porque ese es Hugo Cabret. Hugo tiene la cabeza llena de secretos, y su historia está a punto de comenzar.

Profesor H. ALCOFRISBAS


A principios del siglo XX Hugo Cabret intenta por todos los medios pasar desapercibido mientras vive en la estación de tren de Montparnasse en París, para lo que se encarga de mantener sus relojes en funcionamiento para que nadie se de cuenta de que su tío, que era el encargado de hacerlo, ha desaparecido y de que ahora vive solo.

Su mayor temor es que lo manden a un hospicio y no poder terminar la reparación de un autómata que su padre había encontrado abandonado en el ático de un museo, tarea en la que empeña su tiempo libre y su gran habilidad mecánica, pues está convencido de que el autómata esconde un mensaje de su padre.

Pero un día Hugo, en su afán de conseguir piezas para reparar el autómata en cuestión, es descubierto robando en el puesto de juguetes de la estación por el dueño, que lo retiene durante un rato y le confisca el cuaderno en el que su padre y él habían ido recopilando las notas sobre la reparación del autómata.

A partir de ahí a Hugo no le quedará más remedio que intentar acercarse al dueño del puesto de juguetes y a la peculiar chica que lo ayuda para intentar recuperar el cuaderno, y para ello tendrá que aprender a confiar en otras personas, algo que le costará enormemente, pero que cambiará su vida para siempre y de manera sorprendente.

Un críptico dibujo, un valioso cuaderno de notas, una llave robada, un autómata y un mensaje oculto del difunto padre de Hugo son algunas de las claves de un intrincado misterio.


Con 284 páginas de ilustraciones originales y combinando elementos de los álbumes ilustrados, las novelas gráficas y el cine, Brian Selznick expande los límites del concepto de novela, creando una nueva experiencia lectora. Ilustración y texto se complementan para continuar la narración; así la narración verbal nos permite acceder a los sentimientos y pasado de los personajes, mientras que la narración visual se encarga de mostrarnos la expresión concreta de estas emociones y estos pasados en sus rostros. Las ilustraciones ponen de relieve el vínculo de este relato con la historia del cine (las ilustraciones juegan con planos cinematográficos y veremos fotogramas de películas clásicas). 

Este libro, cuyo autor es un conocido ilustrador de libros infantiles, combina texto, ilustraciones en blanco y negro y fotografías de forma muy efectiva -más de la mitad de las páginas del libro contienen imágenes- para contar una historia entretenida, en la que se homenajea a los pioneros del cine, mezclando personajes reales con personajes imaginarios.

       En el 2011, Martin Scorsese realizó una pequeña obra maestra cinematográfica con su adaptación del libro:



Y ya que Georges Mellies desempeña un papel destacado en esta obra, os dejo con su Viaje a la Luna, (versión blanco y negro, como las ilustraciones a gráfito del libro, y muda) cuyo argumento es el siguiente: en una reunión de científicos el doctor Barbenfouillis (interpretado por el propio Mélliès) trata de convencer a sus colegas de que participen en un viaje para explorar la Luna. Tras concretar el plan y formar el grupo que realizará la expedición, se ultiman los detalles del viaje y los científicos son disparados en un cohete espacial. La nave aterriza en el ojo de la Luna (imagen ya célebre) y los científicos comienzan a explorar el entorno lunar. No tardan mucho tiempo en encontrar a los habitantes de la Luna, los selenitas, que les capturan y llevan ante su rey. Después de descubrir la forma en la que los selenitas pueden ser vencidos con la utilización de un paraguas, los científicos consiguen escapar y regresar a la Tierra. Allí, tras caer en el mar y ser rescatados, son recibidos en Paris como héroes.

VUELVEN LOS CLÁSICOS

No me gusta hacer publicidad como tal de editoriales; prefiero comentar algo del libro o entresacar algún texto de él. Pero hoy, igual que más adelante, voy a hacer una excepción:

Me ha llamado la atención la nueva colección de Austral, Austral Singular, que reúne obras emblemáticas de la literatura universal en una edición única que conserva la introducción original y presenta un diseño exclusivo y rompedor (fijaos en la nueva portada de su edición de Moby Dick, frente a la austeridad de las anteriores).

Los primeros títulos de la colección son: Moby Dick, de Herman Melville, la inolvidable historia del capitán Ahab y el mítico monstruo marino. Las Flores del Mal, de Charles Baudelaire, una de las obras poéticas fundamentales de la literatura universal. Romeo y Julieta, de William Shakespeare. La Metamorfosis y otros Relatos de Animales, de Franz Kafka.

lunes, 23 de febrero de 2015

LIBROS CENSURADOS

Creemos que no hay nada más inofensivo que un libro. Sin embargo, la capacidad evocadora de algunas obras literarias y su poder para hacer reflexionar a los lectores han convertido a muchos libros en objetos peligrosos y dignos de ser censurados. A lo largo de la historia, una crítica política, ir en contra de las convenciones sociales o expresar teorías científicas novedosas y polémicas, han bastado para que muchos gobiernos las prohibieran.

FARENHEIT 451: Esta obra de Ray Bradbury pasará a la historia de la literatura del siglo XX por imaginar un futuro distópico, repleto de normas y prohibiciones para el ser humano, en el que se esconde un profunda crítica política. La novela cuenta la historia de Montag, un bombero que, en un mundo futuro en el que los libros están prohibidos tiene el deber profesional de quemarlos, pero acaba por sentir la tentación de leerlos. Aunque la quema de obras por parte de un gobierno totalitario pueda sugerirnos un alegato contra regímenes totalitarios como el nazismo, la intención de Bradbury era criticar la censura que se había instalado en Estados Unidos a raíz del macartismo. Las últimas páginas de esta novela se leen como una preciosa declaración de amor al conocimiento y a la lectura.

HARRY POTTER Y LA PIEDRA FILOSOFAL: La obra de J. K. Rowling ha tenido sus problemas y ha sido censurada en Arabia Saudí bajo la acusación de promover la brujería. Pero también en Estados Unidos se ha visto envuelto en batallas legales en los USA. En Alamogordo, Nuevo México, centenares de miembros de la Iglesia de la Comunidad de Cristo quemaron una treintena de ejemplares mientras cantaban himnos religiosos, pues para ellos Harry Potter es el mismísimo diablo. La polémica cruzó la frontera de Canadá, donde una escuela exigió autorización a los padres para que los alumnos pudieran leer la novela, ya que para muchos eran una apología no solo de brujería, sino también de magia negra y de satanismo.

MADAME BOVARY: Publicada por primera vez en 1857, la opinión de la crítica actual es que esta obra de Gustave Flaubert es una de las mejores novelas de la Literatura universal. Aunque su mayor virtud es la forma en que Flaubert construye una historia apasionante basándose en los pensamientos y experiencias de un personaje que a priori no interesarían a nadie más que a su protagonista, lo cierto es que su publicación levantó ampollas al tener como tema central los adulterios de Emma Bovary. La obra fue considerada tan obscena que Flaubert tuvo que defenderla ante un tribunal. Tras la última sesión del juicio, el 7 de febrero de 1857, el libro se convirtió en un best seller.

EL DIARIO DE ANA FRANK: Hasta el día de hoy existen personas que se oponen a que este libro sea permitido en las escuelas mientras que otros dudan de la credibilidad del texto. Aunque hoy se ha enseñado en casi todas las escuelas en los Estados Unidos, todavía se oponen por estar demasiado cargada en sexualidad, pornografía, y muy depresiva para ser enseñado. La historia de Ana Frank, una niña judía que junto con su familia se ocultó de los nazis en un viejo edificio de Amsterdam, fue sido conservada gracias a lo que ella misma escribió de esos días en sus diarios personales. Se trata de uno de los libros más leídos de la historia y un referente obligado sobre el holocausto nazi contra los judíos en la Segunda Guerra Mundial.

LAS MIL Y UNA NOCHES: Censurado en Egipto. Se le acusó de contener pasajes obscenos, que ponían en riesgo la integridad moral de los ciudadanos. Sin embargo, la obra es calificada como una de las obras más importantes e influyentes de la literatura universal. Se trata de una recopilación de cuentos y leyendas de origen hindú, árabe y persa, de los cuales no existe un texto definitivo, sino múltiples versiones.

ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS: El libro de Lewis Carroll ha sido prohibido en China porque les otorga cualidades a los animales para que actúen en el mismo nivel que los humanos. La obra es una sátira a la sociedad, la educación y los políticos ingleses de la época. La historia se describe a través de juegos con base en la lógica, y la obra ha llegado a tener popularidad en los más variados ambientes, desde niños hasta matemáticos y público de todo tipo.


EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA: La gran obra de Cervantes fue censurada en algún momento por “aspectos morales”. Para algunos es “el mejor trabajo literario jamás escrito”. Publicada su primera parte a comienzos de 1605, es una de las obras más destacadas de la literatura española y la literatura universal, y una de las más traducidas.

LOS VERSOS SATÁNICOS: Esta novela de Salman Rushdie posee el triste honor de protagonizar una de las prohibiciones más famosas de la historia reciente. El libro, que narra la historia de dos actores convertidos en seres sobrenaturales, provocó no sólo que el ayatolá Jomieni, en aquel entonces al frente del gobierno iraní, condenara a su autor, sino que instó también a atacar a cualquier persona relacionada con su publicación. Desde entonces, Rushdie vive bajo las más estrictas medidas de seguridad y varias personas relacionadas con la novela han sido objeto de ataques.

EL ORIGEN DE LAS ESPECIES: En la actualidad puede parecer increíble que una obra científica pueda ser considerada peligrosa y objeto de censura. Sin embargo, esta situación ha sido una constante a lo largo de la historia. Un claro ejemplo de ello es el libro más conocido de Charles Darwin. Al naturalista inglés le costó muchísimos años, un viaje por mar y casi su salud describir el origen de la biología evolutiva. Su teoría, plasmada en un libro que acabaría por convertirse en una de las obras más influyentes en la historia del pensamiento humano, despertó tanto rechazo entre la comunidad científica del momento que el libro fue censurado en varios países, entre ellos la propia Inglaterra.

EL LAZARILLO DE TORMES es un esbozo irónico y despiadado de la sociedad del siglo XVI, de la que se muestran sus vicios y actitudes hipócritas, sobre todo las de los clérigos y religiosos. Hay diferentes hipótesis sobre su autoría. Probablemente el autor fue simpatizante de las ideas erasmistas. Esto motivó que la Inquisición la prohibiera y que, más tarde, permitiera su publicación, una vez expurgada. La obra no volvió a ser publicada íntegramente hasta el siglo XIX.´

                La lista se podría ampliar, y los motivos de censura nos llenarían de estupor o nos llevarían a la risa más absurda. Veamos algunos ejemplos: Las Aventuras De Tom Sawyer y Las Aventuras De Huckleberry Finn, ambas de Mark Twain, por contenidos racistas; El Principito, de Antoine Saint-Exupéry, fue prohibido en Argentina en 1976 por incitar a una ilimitada fantasía; Charly Y La Fábrica De Chocolate, de Roald Dahl, fue censurado por exponer una pobre filosofia de vida;  Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, por los temas de corrupción política, los sentimientos antibelicistas y denunciar las injusticias de la colonización; El Señor De Las Moscas, de William Golding, por la idea de que los seres humanos son salvajes; Las Aventuras De Sherlock Holmes, de sir Conan Doyle, en la Unión Soviética debido a las creencias ocultistas de su autor; El Código da Vinci, de Dan Brown, en el Líbano donde los líderes de la comunidad católica consiguieron que el libro fuera prohibido por considerar que la obra es ofensiva para el cristianismo; 1984, de George Orwell, fue censurado por ser una novela pro-comunista y por contener material sexual explícito.  etc… 


domingo, 22 de febrero de 2015

LA BIBLIOTECA

Emilio Calderón vuelve a sorprendernos con una historia apasionante y llena de intriga, La Biblioteca, en la que rinde homenaje a los libros y a la institución por la que siente predilección a la hora de trabajar, donde ha escrito la mayoría de sus novelas: la Biblioteca Nacional de España.

El libro cuenta la historia de Pepe Dalmau, un joven que recién llegado a Madrid de Nueva York para enterrar a su padre, muerto en extrañas circunstancias, retoma una vieja relación con Natalia, su vecina, hija de un afamado librero de viejo. De repente, Natalia desaparece, y en este punto, es cuando el lector se va a encontrar con una serie de cometidos que Pepe Dalmau tendrá que llevar a cabo para encontrarla y que acabarán por envolverlo en una espiral de intrigas y aventuras que giran alrededor de un libro robado, que tendrá que localizar, y que se encuentra en algún lugar de la Biblioteca Nacional. Lo fantástico de esta historia pasa por el descubrimiento que hace el protagonista, y es que, cuando éste lee el primer capítulo del libro que ha de sustraer, descubre que la historia que contiene es la suya propia, la historia que él mismo está viviendo

En esta novela el autor pretende transmitir que la biblioteca más que una institución es un templo donde se guarda el saber del ser humano. A la trama propia de esta obra, donde un joven se compromete por amor a robar una serie de libros en la Biblioteca Nacional, se une su carácter sentimental por ser un homenaje a los que contribuyeron a engrandecer la institución. Calderón confiesa que ha construído durante cinco años de trabajo un puzzle complejo por la trama que tiene y la cantidad de menciones a libros.

En la novela se hace referencia a la donación que realizó el erudito Luis de Usoz y Río a la Biblioteca Nacional después de fallecer, que supuso un volumen de 10.000 ejemplares de libros prohibidos y heterodoxos. La Biblioteca Nacional le dedicó una sala y una signatura con la 'U' de Usoz. Calderón recuerda precisamente que a mediados del siglo XIX, la Inquisición "requisaba los libros que no creía convenientes", por lo que la labor de este erudito se centró en introducir en España desde el extranjero las obras desmontadas, de manera que hoja a hoja los introducía y una vez que entraban ya en territorio español los volvía a encuadernar.

También se aborda la historia del director de la Biblioteca Nacional durante la Guerra Civil, Tomás Navarro, que se encargó de la evacuación de la Biblioteca, porque Madrid estaba siendo bombardeada. La labor de Navarro fue la de rescatar infinidad de obras maestras que tenían los fondos de la Biblioteca para que no se perdieran. 

LO QUE EL VIENTO SE LLEVÓ


Nadie se dio cuenta hasta que ya fue demasiado tarde.
Se habló mucho, durante años, del cambio climático, del agujero en la capa de ozono, de los terremotos, de las lluvias torrenciales, de los tsunamis, de los huracanes...
Se habló mucho.
Pero nadie se dio cuenta del viento.
Ni de aquella suave y cálida brisa en verano, ni de las ráfagas que en otoño desnudaban a los árboles, ni de ese aliento gélido en invierno.
Hasta que ya fue demasiado tarde.
Un día, uno como cualquier otro, el parte meteorológico anunció fuertes ventadas. Y a la mañana siguiente, una como cualquier otra, simplemente empezó a soplar.
Nadie le dio importancia.
Pero siguió soplando durante días.
Semanas.
Meses.
Sin parar.
Cada vez más fuerte.
Durante más tiempo.
Entonces empezó a resultar molesto.
Y entonces todos se dieron cuenta.
El mundo entero.
La gente ya no podía tender la ropa sin arriesgarse a perderla.
Al principio sólo volaban calcetines, bragas, pañuelos y sombreros; después les siguieron los pantalones, los jerséis, las mantas y las chaquetas.
Al final, los tendederos.
Algunos construyeron bunkers. Otros se rieron de ellos.
Y el viento siguió soplando.
Los telediarios empezaron a difundir hipótesis, mientras los expertos buscaban respuestas. Los daños y las molestias iban aumentando, al igual que la preocupación.
Y el viento siguió soplando.
La gente formó grandes colas en los almacenes y supermercados para comprar todo tipo de reservas. Se llenaron despensas y se vaciaron las tiendas de comestibles.
Y el viento siguió soplando.
Caían los árboles, las personas mayores, los tejados. Flotaban los niños, los perros y los gatos, como globos entre cables sin poste al que agarrarse. Y se vaciaron las calles. El cielo, las
carreteras.
Pero el viento siguió soplando.
Se activaron todas las alertas. El ejército salió al rescate y, como lo demás, también se fue volando. Con los coches, los aviones, los barcos y los tanques.
Entonces cundió el pánico.
Pero ya era demasiado tarde.
El viento soplaba, de noche y de día.
Cada vez más fuerte, cada vez más frío.
La gente se refugió en sus casas mientras pudo.
Primero sin electricidad, luego sin agua. La gente se refugió en sus casas mientras tuvo.
El viento soplaba, de abajo a arriba.
Cada vez más seco, cada vez más fino.
De aquellos que sobrevivieron a los derrumbes, la mitad murió huyendo de las ciudades al campo. Pero pese a llenarse los bolsillos de piedras, a atarse los unos a los otros, la mayoría murió por causas naturales; y algunos también por suicidio.
El viento soplaba por todos lados.
Cada vez más a dentro, cada vez más agudo.
Los pocos sobrevivientes que quedaban vivieron en cuevas durante un tiempo. Hasta que se acabaron los víveres, la esperanza y el sentido común. Luego, se volvieron caníbales. Después, locos. Y, al final, también murieron.
Todos.
Personas, animales y vegetales.
El mundo entero desapareció.
Y el viento seguía soplando.
Durante días, semanas, meses.
Hasta que no quedó nada en la faz de la tierra.
Y, aún así, el viento siguió soplando.
Durante años.
Hasta que una mañana, una como cualquier otra, simplemente se detuvo.
De golpe. En seco.
Y, justo entonces, cuando ya no quedaba nada, todo volvió a empezar.
Cómo en una partida de Monopoly, sobre la tabula rasa terrestre, la vida comenzó a brotar de nuevo. Desde cero.
Y el planeta obtuvo una segunda oportunidad.
Quién sabe si, millones de años más tarde, el universo se la daría también al hombre... ¿Y a quién le importa? De todos modos, ya no quedaba nadie para recordar todo lo que el viento se llevó.
Porqué nadie se dio cuenta...
Nadie se dio cuenta hasta que fue demasiado tarde.

Teresa Roig

viernes, 20 de febrero de 2015

LA DULCINEA DE MARCEL DUCHAMP


Ardua pero plausible, la pintura
cambia la tela blanca en pardo llano
y en Dulcinea al polvo castellano
torbellino resuelto en escultura. 

Transeúnte de París, en su figura
—molino de ficciones, inhumano
rigor y geometría— Eros tirano
desnuda en cinco chorros su estatura. 

Mujer en rotación que se disgrega
y es surtidos de sesgos y reflejos:
mientras más se desviste más se niega. 

La mente es una cámara de espejos;
invisible en el cuadro, Dulcinea
perdura: fue mujer y ya es idea.


jueves, 19 de febrero de 2015

LA COCINA DE LOS MONSTRUOS

Aprovechando que esta semana es Carnaval y a sugerencia de un par de alumnos.

Antes de convertirme en zombi, yo ya detestaba a los vivos. Siempre se quejaban de mis platos. Que si la verdura está dura, que si hay un trozo de cáscara de huevo en la tortilla, que si la sopa está llena de pelos… Más de una vez los alumnos del colegio lloraban porque no querían acabarse la comida. Y tampoco estaba tan mala. Mi rata Estiércol siempre nadaba en la sopa para probarla y ella nunca se quejó.

Al comienzo de la serie, Bermúdez detesta la limpieza, el compañerismo y, sobre todo, a los niños. Por eso, como encargado de la cocina del colegio se ha ganado la enemistad de todos. Pero por culpa de una sopa en mal estado, ha llenado la ciudad de muertos vivientes y de paso él mismo se ha convertido en un zombi. En vez de lamentarse por su nueva situación o dedicarse a devorar humanos, Bermúdez aprovechará que el mundo está poblado de nuevos clientes podridos para dar rienda suelta a sus recetas más asquerosas.Con la ayuda de su desagradable rata Estiércol y de Pablo y Natalia, el zombi Bermúdez pasará, a traves de doce libros, de ser un simple cocinero de colegio a un chef reconocido internacionalmente, pues va a cocinar los platos más originales del mundo. ¿Sus ingredientes? Los monstruos más espeluznantes. ¿Sus ayudantes de cocina? Su desagradable rata Estiércol, un niño empollón y una niña gimnasta.

Veamos a los protagonistas: Bermúdez, el Chef Zombi, que, en el fondo, es un pedazo de pan. Pero tan en el fondo que ni se le nota. Detesta todo lo que la gente normal aprecia, pero su pasión por la cocina innovadora, sus ganas de aventura y el cariño con el que cuida de los niños que le acompañan conseguirán que riamos y nos emocionemos con sus sueños y sus memorias. Estiércol, la rata malvada, maléfica, egoísta y sin muchos escrúpulos, es la mascota ideal para un chef tan repugnante como Bermúdez. Pequeña pero matona, con sus habilidades ninja y su carácter atrevido, es capaz de enfrentarse a cualquier peligro sin pestañear. Pablo, el niño solitario, es todo miedos: teme morir, teme no encontrar amigos, teme equivocarse cuando lo saquen a la pizarra, teme que le roben el bocadillo en el patio, y sobre todo teme que Natalia, la guapa de clase, nunca se fije en él. Por eso se escuda en su actitud sabelotodo. Vamos, ¡que es el empollón de la clase! Pero su vida cambiará para siempre cuando el Chef Zombi le enseñe a perder el miedo. Natalia, la niña gimnasta: rubia, lista y aplicada, es la niña perfecta, la empollona de clase que encima compite en campeonatos de gimnasia. Cuando el Chef Zombi la integre en su equipo de cocineros aventureros (más que nada, para echarle un cable a Pablo), Natalia aplicará sus secretos gimnásticos para superar peligros inauditos.


                La serie, escita por Joan Antoni Martín Piñol e ilustrada por Votric, consta de doce libros con titulos tan sugerentes y apetitosos como Macarrones con Zombi, Tallarines de Momia, Frankfurt de Frankenstein, Ensalada de Troll…  Cada volumen, aparte de su historia, nos ofrece una receta “apestosa“, actividades “monstruosas”, chistes, etc… El propio chef nos recomienda las siguientes instrucciones de uso con sus libros: mantén mis libros fuera del alcance de los adultos (o intentarán convencerte de que los zombis no existen; ¡que me lo digan a mí!); no leas mis zombiescas historias antes de acostarte si no quieres que me meta en tus sueños (aunque podría ser divertido, ¿verdad?); ten siempre a mano algo rico para hincarle el diente: las aventuras de un chef de alto nivel, como yo, suelen favorecer los ataques de hambre (especialmente de patatas fritas, palomitas o helados);  en caso de rotura o pérdida, no entres en pánico: acércate a la librería más cercana y pide un ejemplar de la mejor colección zombiesca del planeta; ¡te venderán tantos como quieras!

                Os dejo con una de sus recetas y una actividad de las diferentes que propone:

TALLARINES DE MOMIA

¡Otra receta asquerosamente divertida! Tallarines de momia (que los humanos denominan Tallarines al pesto).

Ingredientes: Tallarines (80 gramos por persona, si tienen una hambre normal). Un bote de salsa pesto. Un poquito de sal

¿Cómo prepararlo? Busca cualquier olla o cazo que tengas en casa. Llena el recipiente con agua, más o menos hasta la mitad. Tírale una cucharada de sal al agua y después pon a calentar la olla. (En el fuego, en vitrocerámica o inducción, y siempre bajo la supervisión de un adulto. Nunca la pongas en el horno o en el microondas, porque eso querría decir que estás algo turulato.) Cuando el agua hierva (o sea, que veas que hace burbujas), echa con cuidado los tallarines. Espera 7 minutos, prueba uno con la cuchara (¡pero no te quemes la lengua, que duele!), y si lo encuentras bueno, apaga el fuego y echa los tallarines en un colador (porque el agua caliente ahora ya no la queremos para nada). Pon los tallarines en un recipiente y mézclalos con la salsa pesto. Ahora, sirve los tallarines en varios platos, porque comer todos directamente de la misma olla es una guarrada.

CONFECCIONA TU PROPIO DISFRAZ DE ZOMBI

Es normal que después de leer mis aventuras sientas muchos deseos de convertirte en zombi. Pero seguro que tus padres no te dejan hasta que hayas terminado la universidad. Para que puedas ir de monstruo sin que se enfaden, te daré algunos trucos para monstruficarte.

Un buen zombi siempre viste ropa asquerosa. Y no me refiero a unos calzoncillos usados durante dos días. Lo mejor es que busques ropa vieja en tu armario o se la pidas a tus hermanos, primos o al perro. Con unas tijeras, recorta pedazos de la ropa vieja para que quede más rota y penosa.

Si aún vas demasiado elegante, mancha tu ropa con mercromina para que parezca que eres un zombi muy peligroso y asqueroso.

Después, pídele a un adulto que te compre maquillaje de colores raros, como verde, amarillo o azul. Con su ayuda, ensúciate la cara y las manos para parecer un muerto viviente.

Mójate el pelo con agua y despéinate a lo bestia.

Ahora que ya tienes el uniforme de zombi, sólo falta ensayar la actuación: camina gruñendo con los brazos hacia delante y arrastrando una pierna.


¡Felicidades! Ya te has convertido en un falso zombi con una pinta muy asquerosa.  Disfruta asustando a los vecinos y hazte fotos de recuerdo, porque nunca estarás más guap@.

LEER ES UN VERBO FRIKY

Si alguien tiene alguna duda, conjugadlo un poco, o si no, mirad la siguiente viñeta:


Pero, si a alguien le quedan más dudas, observad a nuestro nuevo fichaje como ayudante de biblioteca:

martes, 17 de febrero de 2015

RESTOS DEL CARNAVAL

No, no del último carnaval. Pero éste, no sé por qué, me transportó a mi infancia y a los miércoles de ceniza en las calles muertas donde revoloteaban despojos de serpentinas y confeti. Una que otra beata, con la cabeza cubierta por un velo, iba a la iglesia, atravesando la calle tan extremadamente vacía que sigue al carnaval. Hasta que llegase el próximo año. Y cuando se acercaba la fiesta, ¿cómo explicar la agitación íntima que me invadía? Como si al fin el mundo, de retoño que era, se abriese en gran rosa escarlata. Como si las calles y las plazas de Recife explicasen al fin para qué las habían construido. Como si voces humanas cantasen finalmente la capacidad de placer que se mantenía secreta en mí. El carnaval era mío, mío.

En la realidad, sin embargo, yo poco participaba. Nunca había ido a un baile infantil, nunca me habían disfrazado. En compensación me dejaban quedar hasta las once de la noche en la puerta, al pie de la escalera del departamento de dos pisos, donde vivíamos, mirando ávidamente cómo se divertían los demás.  Dos cosas preciosas conseguía yo entonces, y las economizaba con avaricia para que me durasen los tres días: un atomizador de perfume, y una bolsa de confeti. Ah, se está poniendo difícil escribir.  Porque siento cómo se me va a ensombrecer el corazón al constatar que, aun incorporándome tan poco a la alegría, tan sedienta estaba yo que en un abrir y cerrar de ojos me transformaba en una niña feliz.

¿Y las máscaras? Tenía miedo, pero era un miedo vital y necesario porque coincidía con la sospecha más profunda de que también el rostro humano era una especie de máscara. Si un enmascarado hablaba conmigo en la puerta al pie de la escalera, de pronto yo entraba en contacto indispensable con mi mundo interior, que no estaba hecho sólo de duendes y príncipes encantados, sino de personas con su propio misterio. Hasta el susto que me daban los enmascarados era, pues, esencial para mí.

No me disfrazaban: en medio de las preocupaciones por la enfermedad de mi madre, a nadie en la casa se le pasaba por la cabeza el carnaval de la pequeña. Pero yo le pedía a una de mis hermanas que me rizara esos cabellos lacios que tanto disgusto me causaban, y al menos durante tres días al año podía jactarme de tener cabellos rizados. En esos tres días, además, mi hermana complacía mi intenso sueño de ser muchacha -yo apenas podía con las ganas de salir de una infancia vulnerable- y me pintaba la boca con pintalabios muy fuerte pasándome el colorete también por las mejillas. Entonces me sentía bonita y femenina, escapaba de la niñez.

Pero hubo un carnaval diferente a los otros. Tan milagroso que yo no lograba creer que me fuese dado tanto; yo, que ya había aprendido a pedir poco. Ocurrió que la madre de una amiga mía había resuelto disfrazar a la hija, y en el figurín el nombre del disfraz era Rosa. Por lo tanto, había comprado hojas y hojas de papel crepé de color rosa, con las cuales, supongo, pretendía imitar los pétalos de una flor. Boquiabierta, yo veía cómo el disfraz iba cobrando forma y creándose poco a poco. Aunque el papel crepé no se pareciese ni de lejos a los pétalos, yo pensaba seriamente que era uno de los disfraces más bonitos que había visto jamás.

Fue entonces cuando, por simple casualidad, sucedió lo inesperado: sobró papel crepé, y mucho. Y la mamá de mi amiga -respondiendo tal vez a mi muda llamada, a mi muda envidia desesperada, o por pura bondad, ya que sobraba papel- decidió hacer para mí también un disfraz de rosa con el material sobrante. Aquel carnaval, pues, yo iba a conseguir por primera vez en la vida lo que siempre había querido: iba a ser otra aunque no yo misma.

Ya los preparativos me atontaban de felicidad. Nunca me había sentido tan ocupada: minuciosamente calculábamos todo con mi amiga, debajo del disfraz nos pondríamos un fondo de manera que, si llovía y el disfraz llegaba a derretirse, por lo menos quedaríamos vestidas hasta cierto punto. (Ante la sola idea de que una lluvia repentina nos dejase, con nuestros pudores femeninos de ocho años, con el fondo en plena calle, nos moríamos de vergüenza; pero no: ¡Dios iba a ayudarnos! ¡No llovería!) En cuanto a que mi disfraz sólo existiera gracias a las sobras de otro, tragué con algún dolor mi orgullo, que siempre había sido feroz, y acepté humildemente lo que el destino me daba de limosna.

¿Pero por qué justamente aquel carnaval, el único de disfraz, tuvo que ser melancólico? El domingo me pusieron los tubos en el pelo por la mañana temprano para que en la tarde los rizos estuvieran firmes. Pero tal era la ansiedad que los minutos no pasaban. ¡Al fin, al fin! Dieron las tres de la tarde: con cuidado, para no rasgar el papel, me vestí de rosa.

Muchas cosas peores que me pasaron ya las he perdonado. Ésta, sin embargo, no puedo entenderla ni siquiera hoy: ¿es irracional el juego de dados de un destino? Es despiadado. Cuando ya estaba vestida de papel crepé todo armado, todavía con los tubos puestos y sin pintalabios ni colorete, de pronto la salud de mi madre empeoró mucho, en casa se produjo un alboroto repentino y me mandaron en seguida a comprar una medicina a la farmacia. Yo fui corriendo vestida de rosa -pero el rostro no llevaba aún la máscara de muchacha que debía cubrir la expuesta vida infantil-, fui corriendo, corriendo, perpleja, atónita, ente serpentinas, confeti y gritos de carnaval. La alegría de los otros me sorprendía.

Cuando horas después en casa se calmó la atmósfera, mi hermana me pintó y me peinó. Pero algo había muerto en mí. Y, como en las historias que había leído, donde las hadas encantaban y desencantaban a las personas, a mí me habían desencantado: ya no era una rosa, había vuelto a ser una simple niña. Bajé la calle; de pie allí no era ya una flor sino un pensativo payaso de labios encarnados. A veces, en mi hambre de sentir el éxtasis, empezaba a ponerme alegre, pero con remordimiento me acordaba del grave estado de mi madre y volvía a morirme.

Sólo horas después llegó la salvación. Y si me apresuré a aferrarme a ella fue por lo mucho que necesitaba salvarme. Un chico de doce años, que para mí ya era un muchacho, ese chico muy guapo se paró frente a mí y con una mezcla de cariño, grosería, broma y sensualidad me cubrió el pelo, ya lacio, de confeti: por un instante permanecimos enfrentados, sonriendo, sin hablar. Y entonces yo, mujercita de ocho años, consideré durante el resto de la noche que al fin alguien me había reconocido; era, sí, una rosa.

Clarice Lispector