jueves, 30 de abril de 2015

LA NAGA

En Kambuja, cerca del palacio de los reyes, se alza una torre completamente revestida en oro, como acostumbra ser el estilo de la realeza por aquellas tierras. Esta torre la construyó hace mucho tiempo un joven rey en cuanto accedió al poder, para que sirviera de aposentos para él y su reina cuando contrajeran matrimonio. Pero, con la arrogancia propia de su juventud, se impacientaba y no se contentaba con nada: esta doncella era demasiado vulgar, aquélla demasiado apagada, esta otra lo suficientemente bella pero demasiado locuaz, y aquella otra no sólo no convenía como esposa por motivos familiares, sino que además olía a pescado muerto. Por consiguiente, su primera juventud transcurrió en la soledad de la realeza, que -según me comentan a menudo- no puede de ningún modo sustituir a la compañía y tierna sabiduría de una verdadera esposa, ya sea reina o sirviente.
Y el rey se sentía cada vez más solo, aunque se negara a admitirlo, y por ello siempre andaba malhumorado. Y, aunque no era cruel ni voluble a la hora de gobernar, manifestaba una actitud indiferente, sin hacer nada malo pero tampoco el bien, al no tener entrañas ni para lo uno ni para lo otro. Y la torre dorada permaneció vacía, año tras año, a excepción de las arañas y mochuelos que criaban a sus propias familias en lo más alto de los chapiteles.
Cuentan que, en los cálidos crepúsculos, el rey solía pasear disfrazado entre su pueblo por las calles y el mercado. Suponía que de este modo llegaría a conocer mejor sus vidas cotidianas, lo cual no era cierto en absoluto. En primer lugar, porque no había golfillo que no lo reconociera a primera vista, por muy ingenioso que fuera su disfraz; y, en segundo lugar, porque en realidad no deseaba adquirir el conocimiento. Sin embargo, siguió fiel a esta costumbre, y una tarde, mientras divagaba, una mendiga con el rostro sucio se le acercó y le preguntó en un dialecto vulgar:
-Perdone, señor alfarero -ya que así iba vestido-, ¿qué es aquello de allí que brilla?
Y señaló la torre dorada que el rey había diseñado para su felicidad hacía tanto tiempo.
Al parecer al rey no le faltaba humor, aunque se tratase de un humor crudo e incómodo. Respondió cortésmente a la mendiga, diciendo
-Aquello es un museo consagrado a la memoria de alguien que nunca existió, y yo no soy alfarero sino su guardián. ¿Le gustaría satisfacer su curiosidad? Aceptamos visitantes, la torre y yo.
La mendiga asintió enseguida, y el rey la cogió de la mano y la condujo por los jardines que había plantado con sus propias manos hasta la enorme puerta brillante, cuya llave siempre llevaba consigo, aunque nunca hasta ese día la había abierto.
El rey escoltó a la mendiga de habitación en habitación, de chapitel en chapitel, conversando con ella todo el tiempo y burlándose seriamente de sus propios sueños del pasado.
-Aquí es donde habría cenado, ese hombre que nunca fue, y en esta sala se habría sentado con su mujer y sus amigos a escuchar tocar a los músicos. Y este lugar debería haber sido para las doncellas de su mujer, y éste otro para los niños..., como si los que no han nacido pudieran engendrar hijos.
Pero, cuando llegaron al dormitorio real, el rey retrocedió ante la puerta y se negó a entrar, diciendo bruscamente:
-Aquí hay serpientes, y peste. Vayámonos.
Pero la mendiga avanzó con resolución y entró en la alcoba, como quien ha abandonado un lugar durante largo tiempo y aun así lo recuerda perfectamente. El rey la llamó, indignado, y cuando ella se giro vio que no era una miserable mendiga sino una gran reina, con un traje y unas joyas mucho más valiosos que todo lo que él poseía. Y ella le dijo:
-Soy una naguini, y he dejado mi palacio y mis posesiones en el interior de la tierra por el amor y la compasión que siento por ti. A partir de esta noche, ni tú ni yo dormiremos en otro lugar que no sea esta torre, nunca jamás.
Y el rey la abrazó, ya que su exquisita belleza lo impulsaba a hacerlo; y, además, se había sentido muy solo.
Bien pronto, cuando su júbilo dio paso a una cierta serenidad, el rey empezó a hablar de su boda, de festejos que durarían meses, y de cómo gobernarían y mantendrían su corte.
Pero la naguini replico:
-Querido, ya nos hemos casado en dos ocasiones: primero cuando te vi por primera vez, y luego cuando nos abrazamos por primera vez. En cuanto a consejeros, ejércitos y decretos, todo eso representa tu mundo de día, pero no me concierne. Mi propio reino, mi propia gente necesitan mi atención y mi gobierno tanto como los tuyos te necesitan a ti. Pero en nuestro mundo nocturno, nos cuidaremos el uno al otro aquí, y ¿cómo podrían no ser felices nuestros días si siempre nos aguarda la noche?
Esto no agradó al rey, ya que deseaba presentar a su pueblo su tan esperada reina, tenerla a su lado en todo momento del día.
-Veo que no acabaremos bien -le dijo-. Tú te cansarás de viajar continuamente de un mundo a otro y me abandonarás por algún caballero naga, ya que a su lado pareceré un barrendero, un don nadie. Y yo, afligido, recurriré a una cantante callejera, a una cortesana común, o, lo que es peor, a una mujer de la corte, y me sentiré más solo y más extraño que nunca por haberte amado. ¿Es éste el presente que has venido a ofrecerme desde tan lejos?
Al oír esto, los bellos y grandes ojos de la naguini centellearon, y tomó al rey por las muñecas, diciendo:
-No me hables nunca de celos y traición, ni siquiera en broma. Mi pueblo es fiel durante toda la vida. ¿Acaso puedes decir lo mismo del tuyo? Y te diré algo más, mi señor, mi único señor: si alguna vez llegara la noche a esta torre sin traerte con ella, no amanecerá sin que acontezca una terrible catástrofe en tu reino. Si una vez siquiera dejas de reunirte aquí conmigo, nada salvará a Kambuja de mi ira. Así somos nosotras las nagas.
-Y, si no vienes a mí todas las noches -dijo el rey sin más-, moriré.
Entonces los ojos de la naga se llenaron de lágrimas, y lo rodeó con sus brazos, diciendo:
-¿Por qué nos herimos hablando de alto que no sucederá jamás? Por fin estamos en casa juntos, amigo mío, esposo mío.
Y no es necesario hablar de su felicidad en la torre dorada, salvo añadir que las arañas, serpientes y mochuelos habían abandonado el lugar antes del amanecer.
Fue de este modo, pues, que el rey de Kambuja tomó a una naguini como esposa, aunque sólo la viera al anochecer, y siempre en la torre dorada. No le habló a nadie de esto, como ella le había ordenado; pero, como abandonaba todos los asuntos de estado, desfiles y ceremonias en cuanto se ponía el sol, para apresurarse a llegar a la torre, no tardó en correrse la voz por todo el país de que se encontraba allí todas las noches con una mujer. Los curiosos lo seguían tan de cerca y hasta tan lejos como se atrevían. Y algunos esperaban toda la noche fuera de la torre con la esperanza de espiar a la amante secreta cuando llegara o se marchara. Pero nadie consiguió ver jamás ni la sombra de la naguini; tan sólo al rey, caminando despacio en el nuevo día, tranquilo y pensativo, su rostro brillando con los últimos reflejos de la luna.
Con el tiempo, estas habladurías y curiosidad de la gente dieron paso a su asombro frente al cambio que experimentó el rey, ya que gobernaba de una forma cada vez más apasionada, consciente de la verdadera existencia de su pueblo, como si hubiera despertado al verlos por primera vez con toda su humana inocencia, perversidad y sufrimiento. De no preocuparse más que de su amarga soledad, pasó a intentar mejorar su suerte, con la misma intensidad con la que ellos trabajaban únicamente para sobrevivir. No había nadie en el reino que no pudiera verlo y hablarle libremente; ningún criminal condenado, ningún comerciante oprimido por los impuestos, ningún sirviente azotado, ninguna hija vendida en matrimonio sin derecho a protestar ni a ser escuchada. Esta profunda preocupación del rey por su pueblo desconcertó a muchos que estaban acostumbrados a otro tipo de gobernantes, y surgió en el país un dicho burlón: «De noche tenemos una reina, pero de día tenemos por lo menos cinco reyes». Poco a poco el amor del rey se vio correspondido por el de su pueblo, aunque no lo comprendieran, y se llegó a decir también que, a pesar de que la justicia no existiera en ningún otro lugar del universo, había sido inventada en Kambuja.
Este cambio, como bien sabía el rey, se debía a dos razones: por un lado, se sentía feliz por primera vez en su vida y deseaba ver felices a los demás; y, por otro, tenía la sensación de que, cuanto más trabajaba, más rápido transcurría el día, dando paso al anochecer y a su reina naguini. A su vez, como ella le había dicho, la felicidad que le inspiraba su amor hacia que disfrutara incluso de las horas en que se separaban; sucedía como por reflejo, al igual que el sol, aun habiéndose puesto horas atrás, sigue iluminando nuestras noches gracias a la luna. De este modo uno aprende a valorar, sin confundirlos, el día, la noche y el crepúsculo, con todo lo que encierran.
Los años transcurrieron rápidamente, con sus días y sus noches. No hubo una sola noche que el rey no pasara en la torre dorada, lo que significaba, entre otras muchas cosas, que durante su reinado Kambuja nunca se vio envuelta en una guerra. Y la naguini siempre estaba allí para recibirlo cuando él llegaba, y lo llamaba por el nombre secreto que le habían puesto los sacerdotes de niño, nombre que nadie más conocía. A su vez ella le había dicho su nombre naga (y se reía con ternura cada vez que él intentaba pronunciarlo correctamente), pero nunca permitió que él la viera tal y como era en realidad, entre su propio pueblo.
-Lo que soy contigo es mi ser más auténtico -le dijo-. Nosotras las nagas siempre estamos pasando del agua a la tierra, de la tierra al aire, de una forma a la otra, de un mundo a otro, de este deseo a aquel otro, de un sueño a otro. Aquí en nuestra torre soy como me conoces, ni más ni menos; y yo no pido ver que forma adoptas tú cuando te sientas a juzgar la vida y la muerte. Aquí los dos somos libres, como si tú no fueras un rey y yo no fuera una naga. Dejémoslo así, querido.
El rey respondió:
-Será lo que tú digas, pero debes saber que muchos rumorean que su reina de noche es en realidad una naga. La tierra se ha vuelto demasiado abundante, la lluvia es demasiado perfecta y segura. ¿Quién sino una naga podría estar detrás de tan buena fortuna? La mayoría de mi pueblo ha creído durante años que eres tú quien gobierna realmente Kambuja, aunque seas también algo más. La verdad es que me cuesta no darles la razón.
-Yo nunca te he dicho cómo debes gobernar tu país -le contestó la naguini-. No necesitabas que yo te enseñara a ser rey.
-¿Crees que no? -replicó él-. Pero yo no era un rey en absoluto hasta que tú viniste a mí, y mi pueblo lo sabe tan bien como yo. Puede que nunca me enseñaras a construir una calle o un granero, a crear un impuesto justo o a mantener las fronteras de mi tierra libres de enemigos, pero sin ti nunca me habría interesado por hacer esas cosas. Hubo un tiempo en que Kambuja sólo se hacía soportable porque contenía nuestra torre dorada. Ahora, poco a poco, la torre ha llegado a acoger a toda Kambuja, y todo mi pueblo ha entrado en ella con nosotros, tan valiosos como nosotros. Eso ha ocurrido gracias a ti, y por ello eres tu quien gobierna aquí, tanto de día como de noche.
De vez en cuando él le decía:
-Hace tiempo, cuando te dije que moriría si alguna vez no te reunías aquí conmigo, tu rostro cambió y supe que había hablado demasiado. Ahora sé, con lo sabio que me ha hecho el amor, que si no vienes una noche moriré de veras, y no me importa que sea así. Te he conocido. He vivido.
Pero la naguini nunca lo dejaba proseguir, ya que se deshacía en lágrimas, prometiéndole que jamás llegaría esa noche, y entonces el rey la consolaba hasta el amanecer. Así permanecieron juntos, y pasaron los años.
El rey envejeció con la naguini, del mismo modo en que habían compartido su juventud, con alegría y sin temor. Pero sus más allegados envejecieron también, y murieron o se retiraron de la corte. Entretanto, surgió un rebelde grupo de jóvenes soldados y cortesanos que se lamentaban cada vez más de que el rey no le hubiera proporcionado un heredero al trono, ya que cuando él muriera las disputas de sus primos acabarían con el reino. Se quejaban también de que el rey estuviera tan esclavizado por su naguini, o hechicera, o mujer-leopardo (ya que en Kambuja es común creer en este tipo de cambios), que se preocupara poco de la gloria y el renombre del reino, por lo que Kambuja era conocida por su gran timidez entre las naciones. Y, aunque nada de eso fuera cierto, es bien sabido que una paz duradera inquieta a muchos, dispuestos a seguir a cualquiera que prometa cambios tumultuosos.
Varios intentaron advertir al rey de que tal era la situación en su corte, pero él no prestaba atención y prefería pensar que todos a su alrededor estaban tan serenos como él. Por ello, cuando un apacible mediodía se vio bruscamente truncado por la sangre, los gritos y el entrechocar de las espadas, al rey lo cogió totalmente desprevenido. Y se encontró de repente en la sala del trono luchando por su vida.
Si el mejor tercio de su ejército, compuesto por los veteranos más fuertes, no se hubiera mantenido leal, la batalla habría terminado en aquellos primeros minutos, y aquí finalizaría la historia del mercader. Pero las fuerzas del rey resistieron tenazmente, luego se replegaron, y a medía tarde estaban a la ofensiva. Con lo cual, cuando empezó a ponerse el sol, la insurrección había quedado reducida a unos pocos rebeldes desesperados que luchaban como locos, conscientes de que la rendición sería inaceptable. Fue en un combate con uno de ellos que el rey de Kambuja recibió su herida mortal.
El no sabía que la herida era mortal. Sólo sabía que estaba cayendo la noche y que seguía habiendo hombres que se interponían entre él y la torre, hombres que se habían pasado la tarde gritando que lo mataran a él primero y luego a su mujer-leopardo, su mujer-serpiente, el monstruo que había corrompido el reino durante tanto tiempo. Por ello los iba matando con toda la fuerza que le quedaba, mientras se dirigía, medio desnudo, ensangrentado y cojeando, hacia la torre. Si algún hombre se interponía en su camino, lo mataba. Pero se desplomaba a menudo, y cada vez le costaba más levantarse, lo cual lo enfurecía. Parecía que la torre no llegaba nunca, y sabía que ya hubiera debido estar con su naguini.
Nunca habría alcanzado la torre si no llega a ser por el coraje de un jovencísimo oficial. El comendador de este niño, encargado de la seguridad del rey, había muerto antes durante la rebelión, por lo que el niño se había proclamado protector del rey en su lugar, y lo seguía por la polvorienta confusión de la batalla, siempre luchando a su lado o tras él. Ahora corría para incorporarlo y ayudarlo, y lo llevó casi en brazos hasta la lejana puerta a la que hacía mucho tiempo el rey había conducido en broma a una mendiga. Ninguno de los dos bandos se acercó a ellos mientras avanzaban con dificultad en el crepúsculo. Ninguno osaba hacerlo.
Cuando por fin llegaron á la puerta de la torre, el niño sabía que el rey se estaba muriendo. Este no tenía fuerzas para girar la llave en la cerradura ni podía hablar, salvo con los ojos, para ordenarle al niño que lo hiciera. Sin embargo, una vez dentro, se puso en pie y subió la escalera como cualquier joven ansioso por reunirse con su amada. El niño lo siguió, asustado por este lugar de los relatos de sus padres, por esta gran oscuridad llena de susurros de reinas endemoniadas. Pero el afecto que sentía por su rey fue más fuerte que todos estos horribles temores, y se encontraba de nuevo junto al viejo hombre cuando llegaron al umbral del dormitorio, cuya puerta estaba entreabierta.
La naguini no estaba allí. El niño se apresuró a encender las antorchas de las paredes, y vio que en la alcoba no había más que sombras, sombras y un ínfimo, ínfimo olor a jazmín y sándalo. Tras él, el rey dijo claramente:
-No ha venido.
El niño no tuvo tiempo de impedir que cayera al suelo. Tenía los ojos abiertos cuando el pequeño lo cogió en brazos, y señaló la cama sin decir nada. Después de que el niño lo estiró allí y le vendó las heridas lo mejor que pudo, el rey le indico que se acercara y murmuró:
-Vigila la noche. Vigila conmigo. -No era una súplica, sino una orden.
El niño se paso toda la noche sentado en la gran cama donde el rey y la reina de Kambuja habían dormido, felices, durante tanto tiempo, y nunca supo cuándo murió el rey. Lucho por permanecer despierto tan duramente como había luchado contra sus enemigos ese día, pero estaba fatigado, y herido a su vez, y se dormía y se despertaba y se dormía de nuevo. La última vez que se despertó fue porque todas las antorchas se apagaron de golpe, con un ruido similar al de las velas de un barco agitadas por la brisa; y también porque oyó otro ruido, pesado y lento, como si estuvieran arrastrando una carga fría y rugosa sobre la piedra fría. La vio con la última luz de la luna: un inmenso cuerpo que llenaba la alcoba como una humareda de negro verdoso, con sus siete cabezas balanceándose como si fueran una, y un cierto fulgor a su alrededor, como si estuviera titilando entre dos mundos a una velocidad que sus ojos no lograban comprender. Se hallaba lo bastante cerca de la cama como para que él pudiera observar que tenía heridas recientes y sangrantes (dijo más tarde que su sangre resplandecía tanto como el sol, y lo cegaba). Cuando el niño se apartó de un salto y se revolcó hasta un rincón, ella ni siquiera lo miró. Inclinaba sus siete cabezas sobre el rey yaciente, y su cálida sangre caía y se mezclaba con la de él.
-Mi pueblo intentó alejarme de ti -dijo.
El niño no podía distinguir si hablaban todas las cabezas o tan sólo una. Contó que su voz estaba llena de otras voces, como un acorde musical. La naguini prosiguió:
-Me dijeron que hoy era el día designado para tu muerte, fijado en los átomos del universo desde el inicio de los tiempos, y así ha sido, y yo siempre lo he sabido, al igual que tú. Pero no podía permitir que ocurriera, estuviera escrito o no, así que luché contra ellos y vine aquí. Aquel que se esconde entre las sombras cantará que tú y yo nunca nos fallamos, ni en la vida ni en la muerte.
Entonces llamó al rey por un nombre que el niño no reconoció, y lo colocó en los anillos de su cuerpo. Y no abandonó la estancia por la puerta, sino que se desvaneció lentamente en la oscuridad y desapareció sin dejar más rastro que el del aroma a jazmín y a sándalo, llevando consigo la música de todas sus voces. Y lo que fue de ella, o de los restos del rey, nunca más se supo.

Peter S. Beagle, Homenaje a Tolkien

miércoles, 29 de abril de 2015

MATEMÁTICA, MAGIA Y MISTERIO

Magia matemática: ingeniosos trucos con cartas, dados, calendarios, fósforos, billetes, monedas, tableros de ajedrez... Y ciencia mágica con los más diversos elementos. Magia y matemáticas, la fusión de dos mundos que da como resultado trucos sorprendentes, paradojas iluminadoras, ejercicios de ingenio, piruetas pedagógicas... La segunda parte del libro está dedicada a la ciencia mágica y reúne una amena colección de trucos, ardides y acertijos sobre temas científicos, que invitan al lector a introducirse de una manera lúdica en los grandes temas científicos. Veamos que nos dice el autor, Martin Gardner,  en el prologo:

Como muchos otros temas híbridos, la magia matemática es a menudo despreciada por partida doble. Los matemáticos se inclinan a considerarla un juego trivial, y los magos la descartan por tediosa. Parafraseando un epigrama sobre los biofísicos, puede decirse que quienes practican la magia matemática pueden aburrir a los amigos matemáticos con una charla sobre magia, a sus amigos magos con una charla sobre matemática, y a ambos con una charla sobre política. Todas estas animadversiones tienen algo de fundamento. La magia matemática —admitámoslo— no es el tipo de magia con la que se puede tener fascinado a un público de mentalidad no matemática. Sus trucos demoran demasiado y su efecto dramático es escaso. Tampoco es demasiado probable obtener profundas revelaciones matemáticas por observar trucos de carácter matemático.

Sin embargo la magia matemática, como el ajedrez, tiene su propio y curioso encanto. El ajedrez combina la belleza de una estructura matemática con las delicias recreativas de un juego competitivo. La magia matemática combina la belleza de una estructura matemática con el entretenimiento que aporta un truco. No es sorprendente, en consecuencia, que las delicias de la magia matemática sean mayores para quienes disfrutan tanto del ilusionismo como de los entretenimientos matemáticos.

W. W. Rouse Ball (1851-1925), académico en matemática del Trinity College, Cambridge, y autor del famoso libro Mathematical Recreations and Essays era un individuo de este tipo. Durante toda su vida se interesó activamente en la prestidigitación. Fundó y fue primer presidente del Pentacle Club, una sociedad mágica de la Universidad de Cambridge, que sigue creciendo hasta el día de hoy. Su clásico trabajo de consulta contiene muchos de los primeros ejemplos del ilusionismo matemático.

Que yo sepa, los capítulos que siguen representan el primer intento de examinar el campo completo de la magia matemática moderna. La mayor parte del material se extrajo de la literatura de ilusionismo y de contactos personales con magos aficionados y profesionales, más que de la literatura de entretenimientos matemáticos. Durante los últimos cincuenta años, ha sido el mago, y no el matemático, el más prolífico en la creación de trucos matemáticos. Por esta razón, los estudiantes de matemática recreativa que no están familiarizados con la prestidigitación moderna, posiblemente encuentren aquí un rico y nuevo campo, un campo que posiblemente desconozcan por completo.

Es un campo que está en su infancia. Es un campo en el que se pueden inventar docenas de sorprendentes efectos nuevos antes de que este libro haya estado un año a la venta. Ya que sus principios se pueden captar rápidamente, sin entrenamiento en alta matemática, tal vez usted, lector, pueda en cierta forma participar del rápido crecimiento de este pasatiempo singular y encantador.

martes, 28 de abril de 2015

MENTIRA

            Xenia, intentando sacar mejores notas, va a leer El Guardián entre el Centeno, a raíz de la lectura del libro de J. D. Salinger, Xenia entra en un foro y allí encuentra la opinión de otro lector, Marcial, con el que va a comenzar una relación vía email, ya que ambos comparten la pasión por la lectura.

            Poco a poco esas palabras le van atrayendo y, como Xenia es decidida y su amor virtual se niega a una cita, se propone sorprenderlo, de modo que inicia sus averiguaciones con los pocos datos de que dispone. Y todo resulta ser falso, una mentira, ni la foto ni el nombre son reales. ¿Quién es en realidad su alma gemela?

            Arrepentida por el abandono de sus estudios confiesa todo a sus padres, segura de haber sido víctima de algún desaprensivo. Pero pronto un paquete inesperado va a revelarle la identidad del muchacho con el que compartió sus más íntimas emociones. Proviene de la cárcel de menores y contiene la historia de un asesino.

            Care Santos, tal y como nos cuenta en su blog, a partir de unos hechos reales y de unas reflexiones, ha escrito una historia sobre el trato que reciben por parte de la sociedad los jóvenes criminales. Mentira es un relato que intriga desde el comienzo: primero, queremos conocer lo que le ha sucedido a Xenia; luego, saber quién es Marcelo. El ritmo de lectura es ágil, facilitado por los diálogos. Los dos personajes principales se van desarrollando a lo largo de la historia, lo que nos permite conocerlos poco a poco y, sobre todo, saber cómo piensan, cómo reaccionan.

PREMIO EDEBÉ DE LITERATURA JUVENIL 2015

lunes, 27 de abril de 2015

EL DECLIVE DE LA LECTURA Y SUS CAUSAS

Fragmento del artículo on line de Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz el 24-03-2015

El mercado editorial español ha vuelto a tener un comportamiento negativo en 2014. Las ventas realizadas por las librerías independientes asociadas a CEGAL ─que representan el 45% del total de los libros vendidos en España─ han bajado un 40% desde que empezó la crisis en el año 2008. El futuro de la primera industria cultural del país es incierto y muchas empresas están en riesgo de extinción. Cada día se cierran 2 librerías, sobre todo, las más pequeñas, ya que las grandes tienen más recursos para sobrevivir; las que sobreviven lo consiguen porque se aprietan el cinturón… o hasta que a su propietario le llegue la hora de jubilarse.

Este fenómeno no afecta solamente a España, sino a la mayoría de los países llamados “ricos”. Por el contrario, en los países emergentes, el mercado del libro aumenta año tras año, al surgir una clase media con más recursos económicos que demanda libros para la educación y para el entretenimiento.

Se culpa a la crisis económica, se culpa a las nuevas tecnologías, se culpa a la competencia del libro digital ─que sólo representa el 3,7% de las ventas totales─, se culpa a la piratería. Es verdad que cerca del 90% del consumo cultural “online” en España es ilegal, pero su impacto en el mundo del libro es mucho más bajo.

Las verdaderas causas de esta caída son otras:

En primer lugar, la industria editorial menospreció la irrupción de Amazon y el resto de tiendas digitales, por lo que reaccionó mal y tarde ante un modelo que reducía los costes de intermediación y ofrecía un servicio de entrega rápido y eficaz. Y en lugar de apoyar a su aliado tradicional ─el librero de toda la vida─, lo que ha hecho es abandonarlo, para aliarse con las grandes cadenas de distribución o lanzarse a la captura del lector y venderle el libro directamente. ¿Es posible aún regenerar ese tejido de librerías o estamos ya abocados a vivir en ciudades sin ellas?

En segundo lugar, la industria editorial nunca se ha preocupado de educar al ciudadano español en la práctica de la lectura. Ha pensado más en vender libros que en crear lectores. En las últimas décadas, nadie se ha acordado de formar a las nuevas generaciones en el valor de la cultura, del saber como instrumento para buscar la verdad… y encontrar la libertad. Nadie se ha interesado en inyectar a los jóvenes el hábito de leer, de inculcarles ese respeto a los libros ─incluso veneración─ que yo he percibido en mis mayores cuando era niño. El 54’6% de españoles no lee nunca o casi nunca, revela la encuesta realizada en diciembre de 2014 por el CIS (pregunta 17). Estamos a la cola de Europa en hábito de lectura.

Para intentar cambiar esta tendencia, la Federación de Gremios de Editores de España va a proponer al Gobierno un “Plan Integral para el Fomento del Libro y la Lectura”, con el fin de que “la sociedad tome conciencia del valor del libro como centro del conocimiento, la cultura y el ocio, estrechamente vinculados a la educación y al progreso humano”. Con él se pretende recuperar el valor del libro como agente de progreso y mejorar la comprensión lectora de nuestros estudiantes… 

domingo, 26 de abril de 2015

ALICIA Y EL GATO DE CHESHIRE

¿Qué puede ser peor que un idiota en un bosque?
Aquél de vosotros que ha gritado que nada, se equivoca. Hay algo peor que un idiota en un bosque.
Y esto es una idiota en un bosque.
A una idiota en un bosque —atención— se la puede reconocer por las cosas siguientes: se la escucha a una distancia de media milla, cada dos o tres pasos realiza unos saltitos poco graciosos, canturrea, habla consigo misma, intenta dar una patada a cada piña que haya por el camino sin conseguir acertar a ninguna.
Y cuando os ve tumbados sobre la rama de un árbol dice «¡Oh!», después de lo cual se os queda mirando desvergonzadamente.
—¡Oh! —dijo la idiota, echando la cabeza para atrás y mirándome desvergonzadamente—. Hola, gato.
Sonreí y la idiota, que ya estaba de por sí pálida, palideció aún más y puso las manos a la espalda. Para esconder sus temblores.
—Buenos días, señor gato —masculló e hizo luego un feo gesto.
—Bonjour, ma fille —respondí sin dejar de sonreír. El francés, como ya os imaginaréis, tenía por objetivo el confundir a la idiota. No había decidido todavía qué hacer con ella, pero no podía rechazar un poco de diversión. Y una idiota confundida es una cosa muy divertida.
—Où est ma chatte? —chilló de pronto la idiota.
Como imagináis acertadamente, no se trataba de una conversación. Ésta era la primera frase de su manual de francés. Pese a ello, una reacción interesante.
Corregí mi posición en la rama. Poco a poco, para no espantar a la idiota. Como ya he dicho, todavía no había decidido qué hacer. No tenía miedo de vérmelas con Les Coeurs, quienes usurpaban para sí el derecho exclusivo de destruir a los visitantes y se ponían violentos si alguien se atrevía a precederles en ello. A mí, como soy un gato, me importaban un pimiento sus derechos exclusivos. Me importaba un pimiento, hablando en plata, cualquier derecho. Por eso había tenido ya ciertos pequeños conflictos con Les Coeurs y con su reina, la pelirroja Mab. No me asustaban tales conflictos. Hasta los provocaba cuando me apetecía. En aquel momento, sin embargo, no me apetecía especialmente. Pero corregí mi posición en la rama. En caso necesario prefería arreglar el asunto de un salto porque no tenía ni puñetera gana de echar a correr por el bosque detrás de la idiota.
—Jamás en mi vida —dijo la muchacha con una voz ligeramente temblorosa— había visto a un gato que se riera. De tal modo.
Moví la oreja en señal de que aquello no era nuevo para mí.
—Yo tengo una gatita —aclaró—. Mi gatita se llama Dinah. ¿Y tú cómo te llamas?
—Tú eres la visitante, querida muchachita. Tú eres quien se tiene que presentar primero.
—Perdón. —Hizo una reverencia, al tiempo que bajaba la vista. Una pena, pues tenía los ojos oscuros y, para un ser humano, bastante bonitos—. Es cierto, no ha sido muy educado por mi parte, debiera presentarme primero. Me llamo Alicia. Alicia Liddell. Estoy aquí porque entré en la madriguera de un conejo. Persiguiendo a un conejo blanco de ojos rosas que llevaba un chaleco. Y un reloj en el bolsillo del chaleco.
Un inca, pensé. Habla de modo inteligible, no escupe, no tiene un cuchillo de obsidiana. Pero también es un inca.
—¿Hemos fumado yerba, señorita? —le dije con cortesía—. ¿Nos tragamos barbitúricos? ¿O puede que nos pusiéramos hasta arriba de anfetas? Ma foi, sí que empiezan pronto ahora los jóvenes.
—No entiendo ni una palabra. —Meneó la cabeza—. No he comprendido ni una palabra de lo que hablas, gatito. Ni palabrita, ni palabritita.
Hablaba raro, e iba vestida todavía más raro, sólo entonces me di cuenta. Una falda de campana, un delantalito, un cuello de bordes redondeados, cortos guantes de bullón, pololos… Sí, joder, pololos. Y zapatitos de charol. Fin de siècle, para curarnos en salud. Así que había que excluir narcóticos y alcohol. Por supuesto, si el traje no era un disfraz. Podría haber caído en el País directamente desde una función teatral de su colegio en la que hacía de la Pequeña Miss Muffet sentada en la arena junto a la araña. O desde una fiesta en la que un joven grupo de teatro festejaba el éxito de su espectáculo con un puñado de farlopa. Y precisamente esto, decidí después de reflexionar, era lo que parecía más posible.
—¿Qué es entonces lo que nos metimos? —pregunté—. ¿Qué sustancia nos permitió alcanzar un estado alterado de consciencia? ¿Qué preparado fue el que nos transportó al país de los sueños? ¿O simplemente hemos bebido sin medida vasos de gin and tonic tibio?
—¿Yo? —Se ruborizó—. Yo no he bebido nada… Es decir, sólo un traguitito pequeñitito… Bueno, puede que dos… O tres… Pero al fin y al cabo en la botella había un papelito que ponía: «Bébeme». Esto no me ha podido dañar, de ninguna manera.
—Exactamente como si estuviera escuchando a Janis Joplin.
—¿Cómo?
—No importa.
—Ibas a decirme cómo te llamas.
—Chester. A tu servicio.
—Chester está situado en el condado de Cheshire —anunció con orgullo—. Me lo enseñaron hace poco en el colegio. ¡Así que eres un gato de Cheshire! ¿Y cómo me servirás? ¿Me harás algo agradable?
—No te haré nada desagradable. —Sonreí, mostrando los dientes y decidiendo finalmente que al fin y al cabo la dejaría a disposición de Mab y Les Coeurs—. Tómate esto como un servicio. Y no cuentes con más. Hasta la vista.
—Humm… —Vaciló—. Bien, ahora me voy… pero primero… dime, ¿qué haces en el árbol?
—Estoy situado en el condado de Cheshire. Hasta la vista.
—Pero yo… Yo no sé cómo salir de aquí.
—Me refería solamente a que te alejaras —le expliqué—. Porque si se trata de salir, entonces es un esfuerzo en vano, Alicia Liddell. De aquí no se puede salir.
—¿Cómo?
—De aquí no se puede salir, tontita. Tendrías que haber mirado en el reverso del papelito de la botella.
—No es verdad.
Agité la cola que colgaba hacia abajo de la rama, un gesto que en nosotros, los gatos, es el equivalente a encogerse de hombros.
—No es verdad —repitió con aire de desafío—. Daré un paseo por aquí y luego volveré a casa. Tengo que hacerlo. Voy a la escuela, no puedo faltar a las clases. Aparte de eso, mamá me echaría de menos. Y Dinah. Dinah es mi gatita. ¿Te he hablado ya de ella? Hasta la vista, Gato de Cheshire. ¿Serías tan amable de decirme adónde conduce este sendero? ¿Adónde iré a parar si ando por él? ¿Vive alguien allí?
—Allí —señalé con un pequeño movimiento de la cabeza— vive Archibald Haigh, Archie para los amigos. Está más loco que una liebre en marzo. Por eso le llamamos Liebre de Marzo. Allí vive Bertrand Russell Hatta, que está tan loco como un sombrerero. Por eso le llamamos Sombrerero. Ambos, como seguramente ya te habrás imaginado, son dementes.
—Pero yo no tengo ganas de conocer a dementes ni grillados.
—Todos aquí estamos locos. Yo estoy loco. Tú estás loca.
—¿Yo? ¡Mentira! ¿Por qué dices eso?
—Si no estuvieras loca —le expliqué, un poco aburrido ya—, no hubieras venido a parar aquí.
—Hablas sólo con enigmas… —comenzó, pero de pronto abrió mucho los ojos—. Hey… ¿Qué te pasa? ¡Gato de Cheshire! ¡No desaparezcas! ¡No desaparezcas, por favor!

Andrzej Sapkowski, La Tarde Dorada

viernes, 24 de abril de 2015

CELEBRACIÓN DEL DÍA DEL LIBRO

Para poner punto final a esta semana, os dejo con el vídeo del año pasado del Centro de Documentación Teatral realizado con imágenes de su archivo fotográfico en las que el libro es el protagonista de la escena. 

jueves, 23 de abril de 2015

GEORGOS

         
                 23 de abril.


                 Día de San Jorge, patrón de Aragón.

          Jorge de Capadocia, tribuno militar a las ordenes del emperador Diocleciano, quien, al negarse a perseguir cristianos y confesar pertenecer a esta religión, fue torturado y muerto. Su vinculación con el dragón aparece recogida en La Leyenda Dorada, colección de vidas de santos del domínico Santiago de la Voragine, en el siglo XIII

                Y es esta historia la que recrea Carolina Lozano en su novela Georgos, situándola en la Cataluña medieval:

El duque Berenguer, más preocupado por la política y la guerra que por sus vasallos, se enfrenta a los rumores de que una bestia ronda sus bosques matando y devorando a aquellos que se interan en el bosque que rodea a la ciudad. Primero apaciguan al dragón con ovejas, despues con hombres (unos se sacrificarán voluntariamente; otros son conducidos para pagar por sus delitos; y, finalmente, entre aquellos elegidos mediante sorteo). Hasta que un día la suerte recae en Elisenda, la hija mayor del duque…  

La historia nos la cuenta Blanca, hija menor del duque y que desde niña está en el convento. Ella pondra por escrito la historia y se la entregara a Georgos, representante del Papa, que se dedica a viajar recogiendo información sobre sucesos inverosímiles.

La novela se lee de un tiron; es ágil y está bien documentada en las costumbres medievales; los personajes responden a los modelos tipos de los cuentos, de la literatura oral. Conocemos la leyenda, y esperamos con ansia el momento en que San Jorge ha de intervenir para rescatar a la princesa. Se me olvidaba; en el libro hay un interesante acróstico, primero con la primera letra de cada título de capítulo, y luego con la primera letra del primer párrafo de cada capítulo

                Os dejo con un fragmento de la introducción, cuando el dragón prueba por primera vez carne humana:

Uno de esos muchos viajeros, un monje itinerante que trabajaba como escriba, avanzaba una tarde calurosa por el amplio camino. Ocioso, se había separado del grupo de peregrinos a los que se había unido al salir de la posada aquella mañana. Estaban en las cercanías del burgo, y allí ya nada temía de asaltantes ni forajidos. Así que se permitió retrasarse para disfrutar del paisaje de árboles altos y sotobosque aromático que le rodeaba, y que pronto se marchitaría con la llegada del frío del invierno.

Al cabo de un rato sintió ganas de aliviar sus necesidades y se adentró en el boscaje. Estaba a punto de arremangarse los faldones de la saya, cuando se dio cuenta de que a su alrededor todo parecía haber enmudecido. En sus largos viajes había aprendido a escuchar el ruido y el silencio, porque los animalillos del bosque, tan vulnerables, intentaban hacerse invisibles ante cualquier peligro.

El monje soltó sus ropas, agarró con fuerza su bastón y miró a su alrededor buscando a los rufianes que estuvieran dispuestos a atacarle. Frunció el ceño cuando oyó el fuerte susurrar de la hojarasca, deduciendo que debían de formar una cuadrilla numerosa. Pero no vio aparecer a nadie, pese a que el rumor se había detenido a apenas unos pasos del lugar donde se encontraba. Con su angustia acrecentándose, giró bruscamente la cabeza al sentir que a su derecha se movía un arbusto de lentisco. Y vio entonces algo que lo hizo encogerse con horror. Unos ojos negros, demoníacos pero inteligentes, lo observaban desde una cabeza de reptil.

No pudo retroceder dos pasos antes de que el animal, monstruoso y terrible como no había visto ninguno hasta entonces, se abalanzara sobre él. Los dientes finos y serrados le laceraron profundamente la pierna pero, espoleado por el miedo, el monje consiguió seguir corriendo. El animal aún lo persiguió unos metros, infligiéndole una profunda herida en la espalda con las zarpas, antes de quedarse atrás y permitirle marcharse.

El monje adivinaba pese a su ansia por huir que, si hubiese querido, o si el cielo no le estuviese protegiendo, el monstruo podría haberlo alcanzado. Lo dominaban el desconcierto, la sorpresa y el dolor mientras cojeaba hacia el camino. Temía que el monstruo volviera a buscarlo si se quedaba a la intemperie, y esperaba encontrar alguna caravana que se dirigiera todavía al burgo a aquellas horas de la tarde. Tenía que avisar a las gentes de aquel lugar del peligro que los amenazaba.

Pero el animal no iba a ir a buscarlo, ni siquiera cuando la ponzoña hiciera su efecto. No lo había atacado por hambre, sino porque el monje había sido un intruso extraño en su territorio. Un intruso de sabor aún más extraño, que pese a todo podía ser en el futuro una presa aceptable en caso de que no hubiera nada mejor.

Y su olor era el que flotaba en el ambiente, concentrado, no muy lejos de aquel sitio donde se había encontrado con su primer humano.

LA ESCAPADA

                  
                 23 de abril.

          Día del Libro; para celebrarlo traigo este relato basado en la figura de Don Quijote de Antonio Pascual Lázaro, autor dque comienza ahora a publicar, pero con historias muy interesantes que contar, como las que podéis encontrar en su libro Relatos para Gente Normal.

Aquel día, harto de estar atrapado entre unas tapas duras sin que nadie las abriera, Don Alonso Quijano decidió salió de su largo encierro, se deshizo de los cientos de páginas que le acorralaban y a duras penas, se desplazó por la estantería.
Miró hacia atrás y leyó el titular impreso en el lomo del libro donde había estado alojado: “El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha” escrito por Miguel de Cervantes Saavedra. Dedujo que por su origen manchego, por su hidalguía y por la semejanza verbal entre Quijano y Quijote, podría ser él su protagonista. Recordó a su escudero Sancho, a su caballo Rocinante y a su amada, la sin par doncella Doña Dulcinea del Toboso y comprobó las lejanas posibilidades que tenía de volver a entrar en su encierro para liberarlos.
Se encontraba en el extremo de una estantería alta, de difícil acceso, en la última balda del mueble. Esa donde se colocan los libros más preciados que no se prevé leer ni consultar en la vida.
Estaba terriblemente fatigado. Los esfuerzos por deshacerse de todos los impedimentos y abrir la rendija suficiente para poder escaparse le estaban pasando factura. Además, en el intento, había perdido su lanza y su adarga, así como su famoso yelmo de Mambrino, esa bacinilla de barbero que solía portar sobre su cabeza.
Se desplazó por el aparador mientras leía los títulos de los volúmenes que estaban grabados en sus lomos, “Divina Comedia”, “Cumbres Borrascosas”, “Cien Años de Soledad”, “Crimen y Castigo”, “Madame Bovary”, “Guerra y Paz” y otros clásicos de la literatura mundial.
Miró hacia abajo y encontró una estantería con ejemplares de distintos tamaños y colocados de una manera más informal. Esos libros parecía que gozaban de una vida más dinámica y que eran manoseados, cambiados de sitio y leídos con cierta frecuencia.
Descendió con cuidado por un extremo de la balda. Ya no estaba para demasiados trotes, a su escualidez innata se unía una musculatura atrofiada por los años de inmovilidad forzosa atrapado entre las tapas rojas de su libro.
Recorrió el estante con curiosidad. Eran Premios Planeta y otros libros de autores de gran prestigio aunque menos conocidos, obras menores en relación con los del estante superior. La mayoría de tapas duras y tamaño estándar de novela. Caminó despacio mientras leía sus títulos y sus autores tratando de imaginar las mágicas historias que encerraban.
Más abajo descubrió la estantería de uso cotidiano, la que siempre se encuentra a la altura de la vista y de las manos de su dueño. Descendió con mucho mas esfuerzo, el agotamiento y la fatiga se le estaba acumulando y sus piernas le flaqueaban por momentos. A punto estuvo de dar con sus huesos en el suelo, solo le salvó la agilidad propia de su extrema delgadez.
Allí olía más a libro, a tinta impresa, nada que ver con ese horrible olor a polilla que había soportado durante tantos años. La mayoría de ejemplares eran novelas de tapas blandas, de tamaños dispares, muchos eran ediciones de bolsillo, de rastro de mañana de domingo en la Plaza Mayor de la ciudad.
Paseó lentamente de un extremo a otro de la estantería, saboreando el aroma intenso que añoraba, fijándose en los autores y títulos que llamaban su atención y disfrutando al observar el desgaste propio de su uso. Pensaba en lo que le hubiera gustado haber sentido que las páginas donde se alojaba se hubieran agitado a la caricia de unos dedos y haber sentido unos ojos clavados en cada una de sus páginas.
Alguno de los libros de ese estante llamó poderosamente su atención, como uno que parecía el más sobado de todos, “Ambiciones y Reflexiones”. Por el título dedujo que sería un tratado de filosofía. Estaba escrito por una tal Belén Esteban, una autora completamente desconocida para él. Alonso supuso que sería una gran psicóloga o filosofa española del siglo XXI.
Mientras paseaba, no podía dejar de pensar en su compañero Sancho y en alguno de los vecinos de su pueblo, como el Bachiller Sansón Carrasco que nunca aprobó su vida dedicada íntegramente al triunfo de la honradez sobre la sinrazón y la injusticia.
Aunque andaba ensimismado en sus pensamientos, pudo oír a lo lejos unos tremendos chillidos que procedían de un libro de tapas azules titulado “Los malos días de Arsenio Benítez”. Se acercó y pudo escuchar nítidamente una voz varonil que gritaba lo siguiente:
-¡Cacho puta!, no me esperaba esto de ti, después de todo lo que te he ayudado y me pones los cuernos con Raúl. ¡Cabrona!- rugía el tal Arsenio Benítez mientras todo daba a entender que estaba golpeando a una muchacha.
Don Quijote, nuestro personaje, pensó que no debía tolerar esa infamia, abrió una rendija separando las tapas del libro y exclamo:
-Soltad presto a esa damisela, ¡Malandrín!, que yo soy Don Quijote de la Mancha, llamado el Caballero de los Leones por otro nombre, a quien está reservado por orden de los santos cielos dar final feliz a esta aventura-.
-¿Quién es ese mamarracho? ¿Es algún amigo tuyo?- preguntó Arsenio a la muchacha.
-Suerte tenéis, bellaco, que en estas tristes circunstancias no cuente con mi lanza, mi adarga y la compañía de mi fiel escudero Sancho –replicó Don Quijote mientras se dirigía hacia Arsenio con decisión.
El protagonista de la novela salió a su encuentro y se entabló una desigual lucha cuerpo a cuerpo. Al primer embate, el Caballero de la Triste Figura acabó rodando por los suelos. Arsenio pateaba sin piedad la cabeza de Don Quijote que sangraba como un toro de lidia.
La muchacha no podía separarlos de ninguna manera y solo acertaba a gritar: “¡Déjalo, salvaje, que lo vas a matar!”.
Don Quijote, desde el suelo, seguía: “Dejad a esta doncella nacida de las entrañas de un libro, al igual que la bellísima Dorotea de Medici emergiendo de las aguas. Que ningún villano ose zaherir a moza de tan noble cuna”.
Arsenio siguió golpeando a Quijano al tiempo que sus patadas le hacían escurrirse por la estantería hasta que cayó al suelo de la estancia. Allí quedo Don Quijote tendido, boca arriba, inmóvil, con la cabeza llena de sangre que manaba de sus múltiples heridas.

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A la mañana siguiente, Don Mariano González de Castañeda, Marques de Castañeda, entró a su biblioteca y encontró su ejemplar de “El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha” tirado en el suelo. Era un facsímil del siglo XVII de gran valor histórico y artístico con ilustraciones originales lacradas junto a las hojas de texto.
El libro estaba totalmente dañado, el golpe contra el suelo le había causado importantes lesiones en su encuadernación. Las hojas separadas del lomo y las ilustraciones esparcidas por los lados. Encima, se podía ver la estampa del Caballero de la Triste Figura con una mancha roja de lacre sobre su cara, con toda la sensación de estar herido de muerte.
Don Mariano no pudo saber la causa del destrozo. La empleada de la limpieza juraba y perjuraba que hacía días que no quitaba el polvo a los libros de la estantería superior y que ella ni sabía ni había visto nada. Al final la culpa se la llevó su nieto Ivancito, el más gamberro de todos ellos, aunque él, evidentemente, siempre lo negó.
El señor marqués nunca llegó a entender cómo un niño de siete años había llegado hasta allí arriba simplemente para destrozar el mejor libro de su biblioteca.
Pensó que la vida tiene cosas muy extrañas. Su biblioteca había sido testigo de una de ellas.

Antonio Pascual Lázaro, Relatos Para Gente Normal

miércoles, 22 de abril de 2015

REYES DE AIRE Y AGUA

Todas las historias tienen algo de verdad y de mentira, pues son tan ciertas o tan falsas como el hombre que las cuenta. Prestadme oídos en esta ocasión, pues mi abuelo me contó esta historia, y de todas las cosas buenas o malas que hizo en esta vida, jamás mentira alguna salió de sus labios en las muchas ocasiones en las que habló conmigo. Así como él me la contó, yo os la cuento, honradas gentes, para que andéis precavidas en el comercio con las hadas y aprendáis que sólo dificultades pueden esperar los que se cruzan con tan extraño pueblo.

Reyes de Aire y Agua está formado por dos poemas (la Canción para la Reina de los Grajos, al comienzo, y la Canción del Rey de los Sapos, al final), que enmarcan cinco relatos. Tanto las poesías como los relatos están entrelazados entre sí: un personaje le cuenta a otro un  relato del libro, algunos personajes secundarios están en varios relatos; o se nombran algunas de las historias leídas.

Wendy de los Gatos nos cuenta empieza que los niños han dejado de crecer en un pueblo, porque una rata ha robado, por orden de un brujo, los dientes de leche de los niños y el ratoncito Mikal Oglu no puede realizar su trabajo. La gata Wendy decide ayudar, con la música de fondo de un grillo.

El Rey que no Podía Dormir parece un cuento tradicional. Un rey se casa y todo es alegría y esplendor. Pero un sueño lo angustia, y, como su esposa no puede ayudarlo, enfadado le corta la cabeza. Esto sucederá tres veces, hasta que una vieja le propone un viaje para encontrar a la mujer de sus sueños.

Rafensthalf es la búsqueda de la riqueza y del honor por un joven campesino para conseguir a la hija de un noble.

Cómo el Rey de los Grillos Consiguió su Violín nos presenta a un joven campesino ingenuo que sale de una situación comprometida con su valor y sentido común, y la ayuda de un grillo.

Maeve es una hermosa tabernera que por la noche baila a la luz de la luna. El protagonista cree que es una princesa y hará todo lo posible para probarlo. Y esta historia se entrelaza con otra, y con otra…  

Estos relatos de Jesús Fernández Lozano nos llevan a un mundo maravilloso con hadas y castillos encantados. Su forma de escribir muchas veces nos recuerda la prosa poética, en estos episodios que pueden recordarnos la épica, la picaresca o las leyendas. Hay escenas que recuerdan o homenajean a Lord Dunsany, Michael Ende, C.S. Lewis, Robert E. Howard, o Neil Gaiman.

CÓMO CONDENSAR A LOS CLÁSICOS


Casi han acabado el trabajo de condensar a los clásicos. Se trata de un pequeño grupo de entusiastas condensadores, supuestamente subvencionados por Andrew Carnagie, que han trabajado durante los últimos cinco años para reducir la literatura mundial a bocados comestibles para consumición del agotado hombre de negocios.

Los Miserables ha sido reducido a diez páginas. Parece que Don Quijote ocupa una columna y media. Las obras teatrales de Shakespeare no pasan de ochocientas palabras cada una. La Iliada y La Odisea cabrán en el texto de un componedor y medio cada una.

Es algo magnífico poner a los clásicos al alcance del hombre de negocios cansado o retirado, aunque estigmatice el intento de colegios y universidades de poner al hombre de negocios al alcance de los clásicos. Pero aún hay un modo más rápido de presentar el asunto a quienes han de correr mientras leen: reducir toda la literatura a titulares de prensa, seguidos de una pequeña nota que resuma el argumento.

Por ejemplo, El Quijote:

CABALLERO DEMENTE EN UNA LUCHA ESPECTRAL

Madrid, España (Agencia de Noticias Clásicas) (Especial). Se atribuye a histerismo de guerra la extraña conducta de don Quijote, un caballero local que ayer por la mañana fue arrestado mientras «combatía» con un molino. Quijote no supo dar una explicación de sus actos. [...]

Ernest Hemingway

martes, 21 de abril de 2015

FIGURA DE CARBÓN

                En protesta de los tristes hechos ocurridos ayer en Barcelona, este duro relato de Alfredo Gómez Cerdá que recoge el monólogo interior de una profesora maltratada por sus alumnos. En protesta por nuestra indefensión. Por ello este relato y la viñeta de Gallego y Rey en el ejemplar de hoy en El Mundo.

No me di cuenta hasta el día 15 de marzo. Entré en clase y vi una de mis compresas pegada en la pizarra. justo en medio de la pizarra. Con una tiza roja, habían pintarrajeado alrededor. Churretes rojos como hilillos de sangre. ¿Cómo es posible que tardara tanto en comprenderlo? Entonces empecé a repasar mentalmente las casas que habían sucedido desde el comienzo del curso. Todo adquirió otro sentido. El verdadero sentido. Entendí el porqué de cada palabra y el significado de cada gesto. Nada fue gratuito ni casual. ¡Mierda! Ser una ingenua no justifica que tardara tanto en comprenderlo. Tenía que haber adivinado sus intenciones desde el principio. Eso me habría ayudado a reaccionar. ¡Mierda! Soy una tonta de remate. Una idiota. ¡Mierda! ¡Mierda! Ahora mi mente anda descontrolada y me bombardea todo el tiempo. No me deja en paz ni de día ni de noche. ¡Es horrible! No se puede vivir así. No se puede vivir con una cabecita que se empeña en recordártelo a todas horas. Debo reaccionar. Respiraré hondo varias veces. Que se oxigenen mis pulmones. Todo mi cuerpo debería oxigenarse. Pensaré después en otra cosa. Haré un esfuerzo sobrehumano para pensar en otra cosa. Lo estoy haciendo. Trato de pensar en la última película que he visto. Fue la semana pasada. En realidad no pude ver nada. La pantalla estaba allí. Enorme. Las imágenes se sucedían para contar una historia que a la salida todo el mundo alababa en voz alta. Fui a ese cine con la intención de obligar a mi mente a desconectar. El cine siempre me atrapa. Me transporta. Me hace volar y soñar. Pero ese día no conseguí despistar a mi mente. No sirvió de nada la sala del cine. La sala oscura. Yo creo que la oscuridad me provoca más pensamientos. Me ocurre por la noche. Apago la luz para intentar dormirme y entonces noto que ese bombardeo se intensifica hasta hacerse insoportable. Tengo que encender la lamparita de la mesilla y tratar de que el sueño haga un quiebro a mis pensamientos para poder abrirse un hueco entre ellos. El otro día mi madre se levantó a media noche a tomarse una aspirina. Le dolía la cabeza. Se extrañó al ver la luz encendida a las tantas de la madrugada y entró en mi habitación. ¿Estás bien? Me he desvelado un poco preparando el examen de mañana. ¿Seguro que estás bien? Sí. En ese momento pensé en levantarme de la cama y tomarme también una aspirina. Dicen que la aspirina es un medicamento maravilloso que lo cura todo. Debí hacerlo. Me di cuenta entonces de que he aprendido a mentir bien. No me había desvelado preparando un examen ni me encontraba bien. Tenía la idea de que no sabía mentir. Nunca me han gustado las mentiras. Pero he aprendido a mentir. Lo he hecho a mi pesar. Algo dentro de mí me empuja a hacerlo. Me digo que no volveré a mentir nunca más. Pero vuelvo a hacerlo. Estoy bien. Estoy bien. Estoy bien. Siempre había pensado que podría resistir la verdad por dura que fuera. Estaba equivocada. Ahora sé que hay verdades que no puedo soportar. Verdades que no puedo compartir. No puedo hacerlo ni con mis seres más queridos. Ni con mi madre. Ni con mi padre. Ni con mi hermano. Ni siquiera con Alicia. A veces lo que no podemos compartir con nuestra familia podemos compartirlo con la mejor amiga. Pero tampoco puedo hacerlo con ella. Me habla de sus cosas y yo sé que no me miente. Yo le hablo de las mías y siempre le miento. ¡Qué rabia me da! A veces lo siento como una traición. Respirar hondo. En profundidad. Oxigenar los pulmones. Intentar que el corazón se calme un poco y recobre su ritmo. Setenta pulsaciones. Setenta y cinco. Ahora no hay forma de que baje de las cien. Ni siquiera cuando me acuesto y trato de relajarme en la cama. Aflojo todos los músculos y me imagino que floto en un mar de ingravidez. Debería tomarme una aspirina. Sirven para todo. Trataré de pensar en el último libro que he leído. ¿Leído? Es sorprendente. Sé que mi vista recorrió, uno a uno, todos los renglones del libro. Todas sus páginas. Pero cuando llegué al final me di cuenta de que nada de ese libro había penetrado en mi mente. Ella estaba ocupada en otros asuntos y no dejaba ni un resquicio para libros. ¡Puta mente! La insulto, sí, pero en el fondo ella no tiene la culpa de nada. Ella se limita a recordármelo a todas horas. Ella solo me repite que tengo un problema muy serio y que como no lo solucione pronto las cosas pueden acabar fatal. ¡Fatal! ¡Qué palabra! Fatal suena fatal. Fatalidad. No es lo mismo. Lo sé. Pero las dos cosas me afectan. Fatal. Fatalidad. Noté algo raro cuando entré en el aula y todos estaban callados. Como muertos. Me sorprendió el silencio. Era un silencio forzado. Hasta alguien ajeno al instituto se habría dado cuenta. Un silencio premeditado. Estudiado. Consensuado. Miré la compresa pegada en la pizarra. Era como las mías. La misma marca. El mismo modelo. El mismo color. Corrí a mi asiento. Habían abierto mi mochila. La habían volcado sobre el asiento. Ya no cabía duda. Era una de mis compresas. Lo recogí todo apresuradamente. Me temblaban las manos. Cerré la mochila y eché a correr. Entonces se produjo la carcajada. Nunca podré olvidarla. Treinta energúmenos riendo a la vez. Riéndose de mí. Corría como una loca por el pasillo y la risotada crecía a mis espaldas. Parecía que me perseguía. Me encerré en el servicio y me puse a llorar. He llorado muchas veces en mi vida. He llorado por muchos motivos. Pero jamás he llorado como lo hice encerrada en aquella estrecha cabina sentada en la taza del váter. Lo hacía en silencio. Temía que pudieran oírme. Lo hacía apretando los dientes. Me llevé las manos a la cara y me di cuenta de que mis lágrimas eran un torrente imparable. Un río desbordado. Un mar. Ese mismo día hablé con Víctor y con Mario. También hablé con Concha. No les mencioné lo de la compresa. Me daba mucho corte. Sí les hablé de las sensaciones que había experimentado. Víctor frunció el ceño. ¡Menudos elementos te han tocado en esa clase! Mario asentía con reiterados gestos de su cabeza.. ¡Angelitos! Concha se limitó a decirme que pasara de ellos. Tú a lo tuyo. Ni caso. Son una panda de descerebrados. Hasta ese momento había pensado que eran mis amigos. Después de hablar con ellos ya no lo tuve claro. ¿Cómo no se dieron cuenta de que necesitaba su ayuda? Necesitaba al menos su comprensión. ¡Cómo se puede ser tan ciego! Tú a lo tuyo. Es fácil decirlo. Sería fácil hacerlo si la panda de descerebrados se limitasen a lo suyo. Pero estaba claro que no iban a hacerlo. Habían dado un paso adelante y no estaban dispuestos a dar ni un solo paso atrás. Les había salido bien. Habían conseguido su objetivo. Yo era su objetivo. A diario oía sus comentarios a mis espaldas cuando atravesaba el vestíbulo o cuando recorría los pasillos. ¡Guarra! ¡Te vamos a matar un día de estos! ¡O mejor te marcaremos la cara con una navaja para que no nos olvides jamás! ¡Zorra! ¡Te vamos a follar! ¡Será divertido hacerlo! ¡Estás muy buena! Trataba de acelerar el paso. Trataba de no oírlos. Me preocupaba que el corazón estallase dentro de mi pecho. Los latidos martilleaban mis sienes con.fuerza. No quería volverme. No quería encararme a ellos. Sabía que sería peor. Mucho peor. Tú a lo tuyo. Ni caso. Son una panda de descerebrados. Un día uno de ellos me escupió. Fue a la salida. Bajando las escalinatas de la puerta principal. Se puso a mi altura. Yo noté su presencia. No quise volver la cabeza. No quise mirarlo. Noté el salivazo en mi mejilla. Sentí un asco indescriptible. Aceleré el paso. Oía las risas de los demás. Todos felicitaban al que me había escupido. Tal vez hubiesen hecho una apuesta. ¡Quién tiene cojones de escupirle en la cara! ¡Yo! ¡No te atreverás! ¡Ahora lo veréis! Y lo hizo. Yo tenía ganas de llorar. Y de vomitar. Y de gritar. Fue la primera vez que me escupieron. No fue la última. Un día me encontré mi moto en el suelo con las ruedas rajadas. Lo habían hecho a propósito. El cristal del faro roto. La chapa llena de golpes y de rayones. Tuve que mentir a mis padres. No les dije que me habían hecho eso dentro del instituto. ¡Gamberros! ¡Lo denunciaré a la policía! Mi padre estaba indignado. Yo traté de convencerlo de que no lo hiciera. No servirá de nada. Entonces pensé que debería decirles la verdad a mis padres. Mis padres se volcarían conmigo. Siempre lo han hecho. También lo haría mi hermano. También lo haría Alicia. Pero algo me bloqueaba. Era una sensación extraña. Me avergonzaba hacerlo. Mintiéndoles me sentía como una piltrafa. Pero sabía que diciéndoles la verdad me sentiría aún peor. Humillada. Sin consuelo posible. Derrotada. Aunque arreglamos los desperfectos de la moto, nunca volví a utilizarla para ir al instituto. Cogía el autobús. Pero ellos me vigilaban y se dieron cuenta. Me esperaban en la parada. Se escondían entre los coches para que yo no los viese al bajar. Luego formaban una piña y me seguían. ¡Puta! ¡Gúarra! ¡Zorra! Se animaban entre ellos. Se crecían todos juntos. A lo que no se atrevía uno, se atrevía el otro. Un día se abalanzaron sobre mí. Casi me tiran. Me tocaron el culo. Uno de ellos me pellizcó un pecho. ¡Puta! ¡Guarra! ¡Zorra! ¡Te vamos a follar! No quería que me viesen llorar. Sabía que eso me volvería más débil a sus ojos. No quería hacerlo. No quería. A veces me limpiaba la cara y no sabía si me estaba enjugando unas lágrimas o un escupitajo. No podía dormir por las noches. Las pasaba en vela. Me metía en la cama y durante horas me peleaba con las sábanas tratando de encontrar el sueño. Mi madre se dio cuenta. Se levantaba dos y tres veces para preguntarme. ¿Qué te pasa? Nada. ¿Estás bien? Sí. Y buscaba una excusa que sonase convincente. Había aprendido a mentir. Cada día lo hacía mejor. Mentir también necesita práctica. Todas las cosas necesitan práctica. ¿Te caliento un vaso de leche? No. Dejé de ir en autobús y empecé a ir andando. Algo más de media hora de camino. Procuraba cambiar de itinerario. Consultaba un plano del barrio y cada día buscaba nuevas calles. A veces daba un gran rodeo. No me importaba. Salía de casa con tiempo. Como no dormía por la noche, no me costaba madrugar. Cualquier cosa antes que encontrarme con ellos. Lo conseguí durante algunos días. Daba mil rodeos y me escondía hasta que veía llegar a algunos profesores. Entonces corría a su lado y entraba con ellos. Eso me salvaba. No se atrevían a actuar si me veían acompañada. ¡Mierda! No sé cómo lo hicieron. He llegado a pensar que consiguieron averiguar dónde vivo. Tal vez me siguieron sin que yo me diese cuenta. Pero una mañana me encontré con ellos al doblar una esquina. Era una calle estrecha y muy poco transitada a esas horas. Eligieron con cuidado el lugar. Lo planearon todo. Me detuve en seco frente a ellos. Estaban todos. Envalentonados. Me quedé paralizada. jamás he sentido una sensación igual. Quería echar a correr. Quería gritar para pedir auxilio. No podía moverme. Tenía la sensación de haber recibido una tremenda descarga eléctrica que me había dejado achicharrada. Carbonizada. Una estatua de carbón. Me rodearon. Pensé que no sobreviviría. Pensé que el corazón me explotaría de golpe. Pensé que ya estaba muerta del todo. Pero sentir sus escupitajos sobre mi rostro me hizo comprender que seguía viva. ¿Merecía la pena? Uno de ellos se acercó hasta apoyar su frente contra la mía. Era el cabecilla. Es el cabecilla. Sus palabras eran amenazas que me atravesaban las sienes. ¡Escúchame bien, puta! ¡Vas a aprobarnos a todos! ¿Lo has entendido? Afirmé con la cabeza. Quería explicarles que los aprobaría a todos. Pero no podía hablar. Afirmé otra vez con la cabeza. Y otra. Y otra. El cabecilla sonrió satisfecho. Se volvió a sus secuaces. ¿Habéis oído? ¡Todos estamos aprobados! Afirmé una vez más con la cabeza. El grupo comenzó a disgregarse entre alaridos. Se alejaban al fin. Pero de pronto volvió el cabecilla y puso de nuevo su frente contra la mía. Sentía que me faltaba el aire. Pensaba que si no me explotaba el corazón, fallarían mis pulmones. Daba igual morir de un modo u otro. El cabecilla desabotonó mi blusa e introdujo su mano por el escote. Me tocó los pechos. Acercó su boca a la mía. ¿Por qué no vomitaba? Me habló en voz baja. ¡A mí me pondrás un sobresaliente! Afirmé de nuevo con la cabeza. ¡Quiero un sobresaliente! Parecía un autómata subiendo y bajando la cabeza. ¡Y no creas que te has librado de nosotros! ¡Puta! ¡Tienes unas buenas tetas! Se alejaron todos. Los he perdido de vista por ahora. Pueden volver. Volverán. ¿Por qué no me explota el corazón? ¿Por qué no revientan mis pulmones? Solo soy una figura de carbón. Carbón quemado. Residuos. Escoria. ¡Corazón! ¡Estalla de una vez!

Alfredo Gómez Cerdá, 21 Relatos contra el Acoso Escolar

lunes, 20 de abril de 2015

FORGES Y EL QUIJOTE

Muchas veces Antonio Fraguas, Forges, se ha basado en Cervantes, el Quijote o Sancho para confeccionar su viñeta diaria a lo largo de su vida. Son personajes entrañables como lo fueron en su día el Blasillo o la Concha.

Veamos algunos de sus chistes: