miércoles, 10 de febrero de 2021

ASÍ HABÍA AMADO

 

y sufrido él por toda la tierra, y tan a menudo mudaba Dios su corazón que le costaba recordar por quién había sufrido y dónde había amado. Ahora bien, de esos momentos cuya espera había fascinado a uno de sus años, que siempre parecían imprecisos y hubiera querido poseer más allá de la muerte, al año siguiente ya no hallaba en su memoria más rastros que los que encuentran los niños, cuando llega la siguiente marea, de los castillos que con tanta pasión defendieron. El tiempo, como el mar, se lo lleva todo, lo abole todo, aun nuestras pasiones, no con sus olas, sino con la tranquila, la insensible y segura crecida de su oleaje, como si fuera un juego de niños. Y cuando los celos le hicieron sufrir demasiado, fue Dios mismo quien lo separó de aquella por la que habría querido sufrir toda la vida si por culpa de ella no podía ser feliz. Pero Dios no quería lo mismo que él, porque había depositado en él el don del canto y no quería que el dolor lo aniquilara. De modo que puso criaturas deseables a su paso y hasta le recomendó la infidelidad. Pues Dios no permite que las golondrinas, los albatros y demás pequeños cantores mueran de sufrimiento y de frío en la tierra que habitan. Pero cuando el frío está a punto de sorprenderlos, les pone en el corazón el deseo de emigrar para que no falten a su ley, que no es tanto ser fieles al suelo como cantar.

Marcel Proust

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