sábado, 1 de julio de 2017

CUENTO DE JULIO



El día que mi mujer me dejó porque dijo que necesitaba estar sola y tener tiempo para pensar, el 1 de julio, cuando caía un sol de justicia en el lago del centro del pueblo, cuando el maíz de los campos que rodeaban mi casa llegaba a la altura de la rodilla, cuando algunos niños demasiado entusiastas tiraban los primeros cohetes y petardos, los justos para asustarnos y salpicar el cielo del verano, yo construí un iglú de libros en mi jardín trasero.

Utilicé libros de bolsillo para levantarlo porque me asustaba el peso de los libros con tapas duras y las enciclopedias al caer si no lo construía con la solidez necesaria.

Y sin embargo, aguantó. Tenía tres metros y medio de altura y un túnel, por donde entraba gateando, para protegerlo de los amargos fríos polares.

Me llevaba más libros al iglú que había construido con libros, y leía dentro. Me sorprendía lo caliente y cómodo que se estaba. A medida que los iba leyendo, los dejaba por ahí, me hice un suelo con ellos, y luego cogí más libros y me senté en ellos, hasta eliminar de mi mundo los últimos retales de la hierba verde de julio.

Al día siguiente vinieron mis amigos. Se metieron en mi iglú gateando. Me dijeron que aquello era una locura. Les expliqué que lo único que se interponía entre el frío del invierno y yo era la colección de libros de bolsillo que mi padre había reunido en los años cincuenta, muchos de ellos con títulos subidos de tono, cubiertas morbosas e historias decepcionantemente aburridas.

Mis amigos se marcharon.

Yo me senté en mi iglú e imaginé la noche polar que habría en el exterior mientras me preguntaba si la aurora boreal se estaría extendiendo por el cielo. Miré fuera, pero sólo vi una noche salpicada de estrellas diminutas.

Dormí en mi iglú hecho de libros. Empezaba a tener hambre. Hice un agujero en el suelo, bajé el sedal y esperé a que picara algo. Lo saqué: era un pescado hecho de libros, antiguas historias de detectives de Penguin con las cubiertas verdes. Me lo comí crudo porque tenía miedo de encender una hoguera en el iglú.

Cuando salí me di cuenta de que alguien había forrado todo el mundo con libros: libros de cubiertas pálidas, en las que se distinguían todas las tonalidades de blanco, azul y violeta. Me di un paseo por los témpanos de hielo hechos con libros.

Vi alguien que se parecía a mi mujer  allí fuera, en el hielo. Estaba construyendo un glaciar con autobiografías.

—Pensaba que me habías dejado — le dije—. Pensaba que me habías dejado solo.

No me contestó, y me di cuenta de que sólo era una sombra de una sombra.

Era julio, y en esa época el sol nunca se pone en el Ártico, pero estaba empezando a cansarme y tomé el camino de vuelta hacia el iglú.

Vi las sombras de los osos antes de ver a los osos: eran enormes y blancos, estaban hechos con páginas de libros salvajes: poesía antigua y moderna deambulando por los témpanos de hielo en forma de oso, llena de palabras capaces de herir con su belleza. Podía ver el papel y las palabras que serpenteaban por ellos, y temí que los osos me vieran.

Regresé al iglú arrastrándome para evitar a los osos. Debí de quedarme dormido en la oscuridad. Y luego salí gateando, me tumbé boca arriba en el hielo y contemplé los colores inesperados de la aurora boreal iridiscente, y oí crujir y chasquear el hielo a lo lejos cuando un iceberg de cuentos de hadas se desprendió de un glaciar hecho de libros sobre mitología.


No sé cuándo me di cuenta de que había otra persona tumbada en el suelo, a mi lado. La oía respirar.

—Son muy bonitos, ¿verdad? —me dijo.

—Es la aurora boreal —le expliqué.

—Son los fuegos artificiales del Cuatro de Julio del pueblo, cariño —contestó mi mujer.

Me cogió de la mano y vimos juntos los fuegos artificiales.

Cuando los últimos fuegos artificiales se desvanecieron en una nube de estrellas doradas, me dijo:

—He vuelto a casa.

No le contesté. Pero le estreché la mano con fuerza, abandoné mi iglú hecho de libros y regresé con ella a la casa en la que vivíamos, disfrutando, como un gato, del calor de julio.

Oí los truenos a lo lejos y, por la noche, mientras dormíamos, empezó a llover, lo cual derribó mi iglú de libros y se llevó las palabras del mundo.

Neil Gaiman

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