miércoles, 27 de octubre de 2021

LA SANTA COMPAÑA

 

Acabada la cena, se reunieron casi todos frente al fuego, pues por la noche refrescaba bastante, a pesar de estar ya casi en verano, y más ese día. Según les dijo el hospitalero, en esa alberguería existía la costumbre de contar historias sobre el Camino en torno a la lareira o cocina de leña, sentados en los escaños con un vaso de orujo o de vino caliente con miel en la mano.

—A esto lo llaman en esta tierra el filandón, ya que en las casas suele hacerse mientras se fila o hila la lana de oveja o se lleva a cabo alguna tarea parecida —les explicó el hospitalero (...)

Tras esa historia milagrera, que complació mucho a la concurrencia, tomó la palabra un peregrino de origen berciano, si bien vivía en Segovia. Era casi un anciano, con la piel muy curtida y llena de cicatrices, al que todos llamaban el Gato, porque parecía tener siete vidas. Este les contó que había hecho varias veces el Camino y que no le tenía miedo a nada, salvo a una cosa, añadió con tono de misterio. Hacía ya muchos años, en el sendero que iba de Triacastela a Sarria, se le hizo de noche, por haberse distraído con una moza. No obstante, no se preocupó, pues llevaba una antorcha consigo y conocía bien la senda. Pero, al llegar a una especie de encrucijada, surgió una espesa niebla que le impedía distinguir nada más allá de un palmo. Así que se detuvo en medio del camino a esperar a que la bruma se disipara. Mas de pronto vio unas luces que se dirigían hacia él de manera pausada por uno de los ramales. Al principio pensó que podía tratarse de un grupo de peregrinos, pero enseguida se dio cuenta de que estaba equivocado.

—Yo, que he estado en la guerra de Granada y me he enfrentado muchas veces a fieras salvajes y a bandidos más fieros todavía, jamás he sentido tanto pavor como esa noche —continuó el hombre con tono lúgubre—. Cuando las luces llegaron a la encrucijada, comencé a vislumbrar a una persona con una cruz y un caldero lleno de agua bendita. Detrás iba una comitiva que no se podía percibir, salvo por el airecillo frío que producía a su paso y que a mí me hizo estremecer. Cada miembro portaba un cirio que parecía incombustible. El que iba en cabeza me ofreció la cruz y el caldero, que según los curas son símbolos de la salvación eterna. Yo me sentía tan aterrado que a punto estuve de aceptarlos. Pero, entonces, me acordé de lo que mi santa madre, que en paz descanse, me decía cuando era niño: «Si alguna vez se te aparece la Santa Compaña, no tomes nada de lo que te den, pues el que camina delante solo puede librarse de la muerte cediéndosela a otro. Y recuerda que, para protegerte de ella, habrás de trazar un círculo en la tierra a tu alrededor». Y así lo hice aquel día; con el bordón a modo de compás hice un redondel y los aparecidos pasaron de largo sin verme. Por eso ahora puedo contarlo —añadió, tras apurar con ganas su vaso de orujo.

La historia fue acogida con gran júbilo y algo de miedo, todo hay que decirlo, por parte de los presentes. Uno de ellos, sin embargo, puso en cuestión la existencia de la Santa Compaña, diciendo que eso eran supersticiones y cosas de viejas, historias que se contaban al amor de la lumbre, como en ese momento estaban haciendo ellos (…)

Después intervino un hombre mucho más joven, que hablaba con acento gallego y al que apodaban el Estudiante, porque sabía leer y escribir. No tendría más de veinticinco años. Era alto de estatura y de complexión fuerte, con el pelo negro y lacio, los ojos grandes y la nariz roma.

—Yo no soy un caminante tan experimentado como nuestro amigo el Gato. Pero sé de buena tinta que hay una hora en la noche, la más triste y fatídica de todas, en la que los espíritus y fantasmas dejan sus ocultas moradas y vienen a este mundo a expiar sus culpas. Suele ser a medianoche o poco después de ocultarse el sol, momento en el que se levanta una espesa niebla y empiezan a distinguirse en lontananza multitud de luces que, pausada y majestuosamente, caminan sin rumbo fijo, así como ruidos misteriosos, de cadenas y campanillas, acompañados de susurros ululantes y rumor de viento. También se escuchan lamentos o quejidos que parecen salir del cementerio, como si fueran una bandada de pájaros que volaran cerca del suelo, impregnando el aire con la humedad de los sepulcros. Son las ánimas de los difuntos, os espíritus da noite, como dicen en mi pueblo. El nombre es lo de menos, lo importante es que existen; por lo general, son seres andariegos y nocturnos que traen la desgracia a todos aquellos que tienen la desdicha de verlos aparecer. Algunos entran en la iglesia, de donde toman la cruz, y luego empiezan a deambular por los contornos y a penetrar en las casas, donde se apoderan de las personas dormidas, las sacan por el ojo de la cerradura y, entregándoles un hacha de cera, las incorporan a su lúgubre procesión. El que lleva la cruz suele ser muy delgado, con la piel macilenta y amarilla y los ojos hundidos en las cuencas, pues apenas duerme ni descansa. Si el camino es estrecho y, por casualidad, coinciden los vivos y los muertos, los primeros tienen que apartarse y ceder el paso si no quieren ser arrastrados por tan triste cortejo. Y aquellos que sobreviven a tan fatídico encuentro lo hacen con el permiso de la Muerte, pero algún día tendrán que pagar por ello. Eso es todo lo que puedo decir.

—Que no es poco, y lo habéis contado de tal forma que, por un momento, he sentido su presencia aquí dentro —comentó el hospitalero—. ¿Y vos qué pensáis? —le preguntó a Rojas.

—Yo soy de La Puebla de Montalbán y vivo en Talavera de la Reina —explicó el pesquisidor, al que le costaba un poco hablar con soltura, a causa del orujo que había bebido—, y allí no tenemos esta clase de procesiones. Yo, al menos, no me he tropezado nunca con ellas, ni conozco a nadie que las haya visto ni de lejos ni de cerca, ni de día ni de noche… Preguntadle mejor a mi compañero, que de esto sabe mucho más que yo, ya que es gallego y buen caminante.

—Y bien, ¿qué tenéis que decir? —inquirió el hospitalero, dirigiéndose a Elías.

—En efecto, soy gallego y ya sabéis lo que se dice en mi tierra de las meigas y de otras criaturas no menos extrañas, que haberlas haylas. Y si existen las meigas, ¿por qué no va a existir también la Santa Compaña? Yo hasta la fecha no he tenido la desgracia de toparme con nada parecido, pero recuerdo que mi madre, poco antes de morir, me contó que ella, de moza, sí que la había visto al lado de la iglesia de su pueblo, Liñares, y que una de las ánimas le había ofrecido una vela para que la cogiera y se sumara a la procesión, pero que ella no había obedecido porque tenía las dos manos ocupadas, pues venía de coger agua de la fuente. De modo que me aconsejó que hiciera lo mismo si alguna vez me encontraba con la estadiña.

—¿Lo veis? Tenía yo razón: cosas de viejas que amamantan y educan a sus hijos con estas creencias —concluyó el que se había mostrado más escéptico.

—Lo que no quita para que tales cosas existan —replicó Elías con vehemencia—, ¿o es que vais ahora a dudar de la palabra de mi madre?

Luis García Jambrina, El manuscrito de barro

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