domingo, 31 de octubre de 2021

NOCHE DE BRUJAS

 


Cuando llegó la hora encantada, partimos hacia el bosque, uno por uno.

La noche estaba siniestramente cálida y tuve que hacer un esfuerzo para seguir el sinuoso sendero del bosque en la oscuridad afelpada como el terciopelo. Raíces que no podía ver se levantaban para arañar mis tobillos y, en una ocasión, pisé mal y caí al suelo y el aroma húmedo de una inminente tormenta invadió mi nariz. Sacudí la suciedad de mi cuerpo y avancé con más cuidado, mis pulsaciones aceleradas y superficiales, como los latidos de un conejo asustado.

Cuando llegué al comienzo del sendero, temí, por un momento, haber llegado tarde. Mi vestuario (pantalones, botas, camisa y abrigo de un estilo militar culturalmente ambiguo) no incluía reloj. Deambulé por el borde del bosque, mirando colina arriba, hacia la Mansión. En tres o cuatro ventanas destellaban luces tenues e imaginé a los pocos estudiantes demasiado cautos para venir a la playa espiando con timidez hacia afuera. Una rama crujió entre las sombras y me di la vuelta.

—¿Hay alguien ahí?

—¿Oliver? —La voz de James.

—Sí, soy yo —respondí—. ¿Dónde estás?

Emergió de entre dos pinos negros; su cara, un óvalo blanco en la penumbra. Iba vestido casi igual que yo, pero unas hombreras de plata brillaban en sus hombros.

—Tenía la esperanza de que fueras mi Banquo —dijo.

—Supongo que mereces una felicitación, Señor de Todo (…)

Medianoche: el tañido sordo del reloj de una iglesia resonó a través del aire de la noche calma y James sujetó mi brazo con fuerza.

—«La campana me invita» —declaró. La excitación hizo que sus palabras sonaran livianas y aspiradas—. «No la oigas, Duncan, ¡porque su tañido es un llamado al cielo o al infierno!». —Me soltó y desapareció entre las sombras de las malezas. Lo seguí, pero no demasiado cerca, por miedo a volver a tropezar y arrastrarnos a ambos al suelo.

La franja de árboles entre la Mansión y la orilla norte era densa pero estrecha y, pronto, una luz de un color naranja crepuscular comenzó a filtrarse por entre las ramas. James —podía verlo con claridad para entonces o, al menos, su contorno— se detuvo y yo avancé de puntillas hasta quedar detrás de él. Cientos de personas abarrotaban la playa, algunas estaban apiñadas en los bancos, otras apretadas en pequeños grupos en el suelo; sus siluetas, negras contra el resplandor fulgurante de la hoguera. El rumor lejano de los truenos, apagado por el chapoteo de las olas contra la orilla y el crepitar de las llamas. Susurros de excitación comenzaron a surgir de los espectadores cuando el cielo, pintado al óleo de un violeta retorcido y premonitorio, se enrojeció con la luz blanca de un relámpago. Luego, la playa quedó en silencio otra vez, hasta que una voz aguda, chillona, exclamó:

—¡Mirad!

Una forma blanca y sólida se acercaba sobre el agua, un arco largo y redondeado, como el lomo del monstruo del Lago Ness.

—¿Qué es eso? —susurré.

—Son las brujas —respondió James, lentamente. La luz del fuego se reflejaba en sus ojos como chispas rojas.

A medida que la forma bestial se deslizaba cada vez más cerca, lentamente se iba haciendo más nítida, lo bastante como para que yo me diese cuenta de que era una canoa dada vuelta. A juzgar por la altura del casco en el agua, debajo solo debía haber apenas espacio suficiente para una burbuja de aire. El bote flotó hasta los bajíos y, por un momento, la superficie del lago quedó lisa como un espejo. Luego, apareció una onda, una agitación, y emergieron tres figuras. Una bocanada de asombro colectivo salió disparada del público. Las chicas no parecían tanto brujas al principio, sino más bien como espectros: su pelo caía lustroso y mojado sobre sus rostros, sus vaporosos vestidos blancos parecían derretidos sobre sus extremidades y se arremolinaban en espirales detrás de ellas. Al salir del agua, sus dedos goteaban y le tela se aferró tanto a sus cuerpos que pude distinguir quién era quién, aunque permanecieron cabizbajas. A la izquierda estaba Filippa, con sus inconfundibles piernas largas y sus caderas pequeñas. A la derecha, Wren, más pequeña y delgada que las otras dos. En el medio, Meredith; sus curvas, audaces y peligrosas bajo el fino vestido blanco. La sangre me palpitaba en los oídos. James y yo, por el momento, nos olvidamos el uno del otro.

Meredith alzó el mentón solo lo suficiente como para que su cabello se deslizara fuera de su cara.

—«¿Cuándo volveremos a vernos las tres » —preguntó; su voz, baja y encantadora en el aire apacible—. «¿Cuando caigan rayos, truene o llueva?».

—«Cuando el alboroto termine —respondió Wren, con picardía—, cuando la batalla esté ganada y perdida».

La voz de Filippa sonó gutural e intensa:

—«Eso será antes de que el sol se ponga».

Un tambor hizo eco desde algún lugar en lo profundo del bosquecillo y el público se estremeció con gusto. Filippa miró hacia el sonido, directo al sendero donde James y yo estábamos escondidos bajo las sombras.

—«¡Tambor, tambor! Ahí viene Macbeth».

Meredith levantó sus manos a los costados y las otras dos avanzaron para sujetarlas.

TODAS: «Las raras hermanas, tomadas de la mano, por tierra y por mar viajamos, así giramos y giramos tres veces alrededor de ti y tres veces alrededor de mí y tres veces más para llegar a nueve».

Se unieron formando un triángulo y empujaron sus palmas abiertas hacia el cielo.

« ¡Silencio!» —exclamó Meredith—. «El hechizo está hecho».

James inhaló de repente, como si antes de eso se hubiera olvidado de respirar, y salió a luz.

«Jamás había visto un día tan feo y hermoso» —recitó y todas las cabezas se giraron hacia nosotros. Lo seguí de cerca, por detrás, ahora sin temor a tropezarme.

«¿Cuánto nos faltará hasta Forres?» —pregunté, luego me detuve en seco. Las tres chicas estaban paradas lado a lado y nos miraban con fijeza—. «¿Qué son estas mujeres tan arrugadas y tan excéntricas en su vestir, que no parecen habitantes de esta tierra y, sin embargo, están en ella?».

Descendimos más despacio. Mil ojos sobre nosotros, quinientos pares de pulmones contenían el aire.

YO: « ¿Estáis vivas? ¿Sois capaces de responderme una pregunta? Parece que me entendéis…».

JAMES: «Hablad, si es que podéis».

Meredith se hundió hasta quedar de rodillas frente a nosotros.

«¡Salve, Macbeth! ¡Salve, Señor de Glamis!».

Wren se arrodilló al lado de ella.

«¡Salve, Macbeth! ¡Salve, Señor de Cawdor!».

Filippa no se movió, pero con una voz clara y resonante, exclamó:

«¡Salve, Macbeth, que un día será rey!».

James retrocedió, sobresaltado. Lo sujeté del hombro y dije:

«Mi buen amigo, ¿por qué te sobresaltas y pareces temer cosas que suenan tan gratas?».

Me miró de lado y lo solté, a regañadientes. Después de un momento de duda, pasé a su lado y bajé el último escalón arenoso para pararme entre las brujas.

YO: «En honor a la verdad, ¿sois fantasmas o aquello mismo que por fuera mostráis? A mi noble compañero saludáis con gran cortesía y grandes anuncios de títulos de nobleza y futura realeza, que parecen haberlo dejado pasmado. A mí no me habláis, si podéis ver en las semillas del tiempo y anunciar qué grano crecerá y cuál no, entonces habladme a mí, que no ruego ni temo vuestros favores ni vuestro odio».

Meredith estuvo de pie en un instante.

«¡Salve!» —exclamó y las otras chicas la imitaron. Se inclinó hacia adelante, se acercó demasiado, su cara quedó solo a unos centímetros de la mía—. «Menos que Macbeth y más grande».

Wren apareció detrás de mí, sus dedos tamborilearon contra mi cintura, mientras me miraba con una sonrisa pícara.

«No tan feliz, pero mucho más feliz».

Filippa, sin embargo, se mantuvo lejos.

«Criarás reyes, pero rey no serás» —dijo ella, indiferente, casi aburrida—. «Por eso, ¡salve, Banquo! y ¡salve, Macbeth!».

Wren y Meredith siguieron acariciándome y tocándome, tirando de mi ropa, explorando las líneas de mi cuello y mis hombros, peinando mi cabello hacia atrás. La mano de Meredith vagó todo el camino hacia mi boca, las yemas de sus dedos recorrieron mi labio inferior, antes de que James —quien había estado observando con igual fascinación y repugnancia— se sacudiera y hablara. Las cabezas de las chicas apuntaron de inmediato hacia él y yo me tambaleé en el lugar, al temblar mis rodillas ante la pérdida de atención.

JAMES: «¡Quedaos, extrañas mensajeras! Contadme más. Por muerte de Sínel, sé que soy señor de Glamis; pero ¿de Cawdor?, ¿cómo? El Señor de Cawdor vive, próspero caballero. Y ser rey no está dentro de lo que creo posible».

Solo negaron con la cabeza, se llevaron un dedo a los labios y volvieron a sumergirse en el agua. Cuando habían desaparecido por completo debajo de la superficie y nosotros habíamos recobrado la sensatez, me giré hacia James con las cejas alzadas, expectante (...)

El resto de la escena fue breve. Cuando no era mi turno de hablar, no dejé de observar con atención el agua. Estaba en calma otra vez y reflejaba el violeta del cielo tormentoso. Cuando llegó el momento, los dos estudiantes de tercero que habían tenido la suerte de interpretar a Ross y a Angus y yo salimos por la derecha, fuera de la luz de la hoguera (...)

Oliver —dijo—. «Cubierto de sangre, Banquo me sonríe».

Uh. Uh. Mierda.

Me empujó hacia el cobertizo, la puerta chirrió traicioneramente detrás de nosotros. En el interior, el suelo estaba cubierto de remos y chalecos salvavidas, lo que dejaba apenas espacio suficiente como para que entráramos de pie el uno frente al otro. Una botella de cinco litros aguardaba en un estante bajo.

Por Dios —comenté, desabrochando a toda prisa mi chaqueta. ¿Cuánta sangre pensaron que necesitaríamos?

Mucha, al parecer —respondió James, mientras se inclinaba hacia abajo para quitar la tapa—. Y apesta. —Un olor dulce y rancio llenó la habitación cuando me retorcí para quitarme las botas—. Supongo que debemos darles puntos por originalidad (...)

Cerré con fuerza la boca y los ojos y él vertió la sangre sobre mi cabeza, como si fuera un retorcido bautismo pagano. Escupí y tosí mientras la sangre se derramaba por mi cara.

—¿Qué es esta porquería?

No lo sé. Y no sé cuánto tiempo tienes. —Sujetó mi cabeza—. Quédate quieto. —Derramó la sangre por mi cara, mi pecho y mis hombros, amontonó mi pelo con los dedos para que quedara de punto—. Ahora sí. —Durante medio segundo, solo me observó y, de alguna manera, parecía impresionado y, al mismo tiempo, completamente repugnado (…)

Salí del cobertizo a trompicones y corrí hasta los árboles, maldiciendo a las piedras y agujas de pino que se clavaban en mis pies descalzos. Aparecer a medianoche sin tener la menor idea de a quién encontraríamos en la oscuridad era ciertamente espeluznante, pero también problemático. Solo me sabía mis escenas, así que tan solo podía adivinar cuánto tiempo tenía antes de que me tocara entrar como el fantasma de Banquo (...)

Al final, llegué al límite del bosquecillo con tiempo de sobra. Me acerqué despacio y con torpeza, las ramas crujían bajo mis pies, pero los espectadores miraban con ansiosa atención la segunda reunión de James con las brujas y no notaron mi presencia. Me escondí bajo una rama que colgaba bien baja y el intenso aroma del pino penetró el hedor de la sangre falsa sobre mi piel (...)

Las chicas bailaron en círculo alrededor del fuego, tenían el pelo suelto y enredado y algunas algas verdes del lago se aferraban a sus faldas. De vez en cuando alguna de ellas arrojaba un puñado de polvo brillante al fuego y una nube de humo de colores estallaba sobre las llamas. Me moví con ansiedad en mi escondite, expectante. Yo aparecía al final de una serie de visiones, pero ¿cómo aparecerían? (…)

 Una risa aguda de otro mundo salió de Wren y llevó mi atención de vuelta a la playa.

MEREDITH: «¡Habla!».

WREN: «¡Pide!».

FILIPPA: «¡Responderemos!».

MEREDITH: «Dinos si prefieres oírlo de nuestra boca o de la de nuestros amos».

JAMES: «Llamadlos, quiero verlos».

Las voces de las chicas se alzaron en un cántico agudo y discordante. James se quedó parado mirando, siniestro y vacilante.

MEREDITH: «Vierte ahí dentro sangre de una cerda que ha devorado a sus nueve lechoncillos y aviva el fuego con la grasa que sudó en el patíbulo un asesino…».

TODAS: «Ven, de arriba o de abajo, y ¡muestra con destreza tu ser y tu poder!».

Filippa arrojó algo al fuego y las llamas rugieron al elevarse por encima de sus cabezas. Una voz tronó a través de la playa, formidable y aterradora como la de un dios primordial. Sin duda alguna, Richard.

«MACBETH. MACBETH. MACBETH. ¡CUÍDATE DE MACDUFF!».

No se lo veía por ningún lado, pero su voz parecía caer sobrenosotros desde todos lados, con tanta fuerza que me sacudió hasta los huesos. James no estaba menos alarmado que yo ni que nadie y las palabras trastabillaron en su boca cuando habló.

«Seas lo que seas, agradezco tu buena advertencia. Has dado justo en el blanco de mi miedo: pero una palabra más…».

Richard lo interrumpió de forma ensordecedora.

RICHARD: «SÉ SANGUINARIO, AUDAZ, DECIDIDO; RÍETE CON DESPRECIO DEL PODER DEL HOMBRE, PORQUE NADIE QUE HAYA NACIDO DE UNA MUJER PODRÁ DAÑAR A MACBETH».

JAMES: «Entonces, vive, Macduff; ¿por qué habría de temerte?».

RICHARD: «SÉ FUERTE COMO EL LEÓN Y ORGULLOSO; QUE NO TE IMPORTE QUIÉN TE ABORRECE O QUIÉN SE OFENDE O QUIÉN CONSPIRA CONTRA TI: MACBETH JAMÁS SERÁ VENCIDO HASTA QUE EL GRAN BOSQUE DE BIRNAM MARCHE AL ALTO MONTE DUNSINAN PARA ALZARSE EN SU CONTRA».

JAMES: «Eso jamás ocurrirá… ¿quién puede reclutar a un bosque, arrancar sus raíces de la tierra? ¡Dulces presagios son estos! ¡Bien! La cabeza de la rebelión no se alzará hasta que lo haga el bosque de Birnam y nuestro Macbeth vivirá en su trono todo lo que la naturaleza permita, pagará su aliento al tiempo y la costumbre mortal. Sin embargo, mi corazón palpita por saber una cosa: decidme, si vuestro arte consigue ver tan lejos: ¿la descendencia de Banquo alguna vez reinará este reino?».

TODAS LAS BRUJAS GRITAN AL UNISONO: « ¡No busques saber más!».

JAMES: «Exijo saber: ¡negadme esto y una maldición eterna caerá sobre vosotras! ¡Decídmelo!».

TODAS: «Que lo vean sus ojos y su corazón se llene de congoja; ¡venid como sombras y como sombras partid!».

Ocho figuras encapuchadas se alzaron en la última fila de espectadores. Una chica que estaba sentada a su lado chilló de sorpresa. Se deslizaron como flotando hasta el medio del pasillo y comenzaron a descender (me pregunté si se trataba de más estudiantes de tercero), mientras James los observaba con ojos horrorizados.

«¿Qué?» —cuestionó—. «¿Acaso esta serie durará hasta el final de los días?».

Mi corazón saltó hasta mi garganta. Salí a la luz por segunda vez, la sangre pegajosa y brillante sobre mi piel. James me miró boquiabierto y todo el público se giró hacia mí al mismo tiempo. Gritos reprimidos se agitaron en la superficie del silencio.

«Horrible visión» —dijo James, débilmente. Comencé a bajar las escaleras otra vez, alcé mi brazo para señalar a las ocho figuras y reclamarlas como propias—. «Ahora lo veo, es verdad; porque, cubierto de sangre, Banquo me sonríe y las señala como propias».

Bajé la mano y desaparecí, oculto por las sombras de alrededor,como si jamás hubiera existido. James y yo estábamos de pie a tres metros de distancia frente al fuego. Yo brillaba cubierto de rojo, ceñudo y ensangrentado como un recién nacido, mientras que la cara de James estaba fantasmalmente blanca.

«¿Qué? ¿Es así?» —pareció decirme a mí. Sobrevino un silencio extraño, creciente. Ambos nos inclinamos hacia adelante sin mover nuestros pies, esperando que algo pasara. Entonces Meredith apareció entre nosotros.

«Sí, señor» —respondió y alejó la mirada de James de mí—. «Todo esto es así: pero ¿por qué se asombra tanto Macbeth?».

Él se dejó llevar de vuelta al fuego y las tentadoras atenciones de las brujas. Yo trepé hasta el último escalón y allí me quedé merodeando para atormentarlo. En dos ocasiones, sus ojos vagaron hacia donde yo estaba, pero el público otra vez prestaba atención a las chicas. Ellas caminaban tambaleantes alrededor del fuego y reían a carcajadas hacia el cielo tempestuoso, entonces comenzaron a cantar de nuevo. James las observó un momento, horrorizado, luego dio media vuelta y huyó de la luz de la hoguera.

TODAS: «Dos veces dos el esfuerzo y el problema, el caldero arde y el fuego quema, escama de dragón, diente de león, momia de bruja y fauces de granuja…».

Mientras Meredith y Wren continuaron la danza, con movimientos salvajes y violentos, Filippa levantó un cuenco que había estado escondido en la arena. Un líquido rojo y viscoso salpicó a los lados, la misma sangre falsa que hacía picar mi piel.

TODAS: «Dos veces dos el esfuerzo y el problema, el caldero arde y el fuego quema. Un poco de sangre de babuino y el hechizo firme y fuerte devino».

Filippa volcó el cuenco. Hubo un chapoteo desagradable y todo se volvió negro. Los espectadores saltaron de sus asientos y surgió de ellos un rugido de alegría y confusión.

M. L. Rio, Todos somos villanos

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