A la salida de clase, por la tarde, su profesora había
invitado a un grupito de alumnos a su casa para que tomaran un vaso de leche
con tarta de chocolate y vieran sus cuentos de hadas. María Jesús llevaba toda
la vida coleccionando libros de cuentos de todos los países y tenía una de las
mejores bibliotecas privadas de literatura para niños de Fléroe. Tenía libros
antiguos y modernos, libros con cristales de colores en la portada, libros con
tapas de madera y un príncipe luchando con un dragón tallado en el lomo, libros
con las hojas amarillentas y una flor antigua apretada entre las páginas.
De
vez en cuando le gustaba invitar a unos cuantos alumnos, permitirles que
exploraran su biblioteca y luego ofrecerles una merienda deliciosa. Sus hijas
eran ya mayores y no sentían interés por los cuentos de hadas, y María Jesús
pensaba que era una lástima que todos aquellos libros estuvieran allí sin que
los abriera nunca nadie. Los niños siempre esperaban en secreto que les
regalara algún libro de cuentos, pero por supuesto que María Jesús no les
invitaba allí para eso. Además, muchos de sus libros eran muy valiosos.
A
Fridolín siempre le resultaba emocionante ir caminando hasta la casa de María
Jesús, que vivía cerca del colegio, en un edificio antiguo sin ascensor. Nada
más entrar había que descalzarse, porque en la casa de María Jesús no se podía
estar con zapatos.
La
puerta de la biblioteca estaba siempre cerrada. Era una puerta blanca, con
molduras de estilo suizo, y se abría con una llavecita dorada que María Jesús
tenía guardada en un cajoncito secreto del mueble del pasillo.
Siempre que María Jesús
sacaba la llave dorada del mueble y abría la puerta, Fridolín tenía la
sensación de entrar en un mundo mágico donde no existía el tiempo. La
biblioteca era una habitación grande, en forma de Z, con el suelo cubierto de
una gruesa moqueta verde en la que era muy cómodo sentarse a leer y una
escalerita dorada que corría por un carril a lo largo de los anaqueles para
poder alcanzar los libros que estaban más altos. A Fridolín, el hecho de ir
descalzo por aquel suelo verde y mullido le hacía sentir como si caminara sobre
el musgo tibio de algún bosque misterioso, un bosque de libros, de cuentos y de
sueños.
Ahora
estaban los cinco dentro de la biblioteca, Fridolín, Rani, Roto, Amapola y
Abbás. María Jesús encendió un interruptor y decenas de pequeñas lamparitas con
forma de tulipán se encendieron por doquier iluminando los anaqueles llenos de
libros.
Fridolín
encontró un grueso libro encuadernado en rojo y con el canto de las páginas
pintado también en rojo, lo abrió y se puso a mirar los dibujos.
Fue
pasando hoja tras hoja contemplando los bonitos dibujos a plumilla e iluminados
tan solo con dos colores, verde pistacho y amarillo limón, y llegó hasta una
lámina que ocupaba una página entera y representaba un árbol cargado de hojas,
de frutas y de flores, bajo el cual unos niños descansaban, charlaban entre sí
y miraban a lo alto.
El
cuento al que correspondía la ilustración comenzaba en la página siguiente, y
se llamaba «El manzano del Paraíso». Fridolín se sintió intrigado con el dibujo
y con el título, y buscó un rincón cómodo de la biblioteca para sentarse y
leerlo a sus anchas.
«Hace
muchos años vivía en Asia un jardinero que ya no era joven y que había perdido
a su mujer y a sus dos hijos...»
Esta
era la primera frase del cuento. Fridolín frunció el ceño. No era un comienzo
muy prometedor: solo en una frase ya habían muerto la mujer y los dos hijos del
protagonista. ¿Sería este un cuento triste? A Fridolín nunca le habían gustado
mucho los cuentos tristes. Sin embargo, había algo que le intrigaba, y era la
mención a Asia, el mismo lugar del que provenía Rani.
A
lo mejor por esta razón, decidió hacer otra intentona y probar a ver si aquel cuento
le gustaba o no le gustaba.
Andrés
Ibáñez, El Parque Prohibido
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