Al examinar,
pues, al último viajero, Valentín renunció a descubrir a su hombre, y casi se
echó a reír: el curita era la esencia misma de aquellos insulsos habitantes de
la zona oriental; tenía una cara redonda y roma, como pudín de Norfolk; unos
ojos tan vacíos como el mar del Norte, y traía varios paquetitos de papel de
estraza que no acertaba a juntar. Sin duda el Congreso Eucarístico había sacado
de su estancamiento local a muchas criaturas semejantes, tan ciegas e ineptas
como topos desenterrados. Valentín era un escéptico del más severo estilo
francés, y no sentía amor por el sacerdocio. Pero sí podía sentir compasión, y
aquel triste cura bien podía provocar lástima en cualquier alma. Llevaba una
sombrilla enorme, usada ya, que a cada rato se le caía. Al parecer, no podía
distinguir entre los dos extremos de su billete cuál era el de ida y cuál el de
vuelta. A todo el mundo le contaba, con una monstruosa candidez, que tenía que
andar con mucho cuidado, porque entre sus paquetes de papel traía alguna cosa
de legítima plata con unas piedras azules. Esta curiosa mezcolanza de
vulgaridad —condición de Essex— y santa simplicidad divirtieron mucho al
francés, hasta la estación de Stratford, donde el cura logró bajarse, quién
sabe cómo, con todos sus paquetes a cuestas, aunque todavía tuvo que regresar
por su sombrilla. Cuando le vio volver, Valentín, en un rapto de buena
intención, le aconsejó que, en adelante, no le anduviera contando a todo el
mundo lo del objeto de plata que traía. Pero Valentín, cuando hablaba con
cualquiera, parecía estar tratando de descubrir a otro; a todos, ricos y
pobres, machos o hembras, los consideraba atentamente, calculando si medirían
los seis pies, porque el hombre a quien buscaba tenía seis pies y cuatro
pulgadas.
G. K. Chesterton, El Candor del Padre
Brown
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