Javier García Rodríguez nos trae una
corta y peculiar novela, que nos trae aventuras, humor, mil y una referencias
literarias y audiovisuales, una tipografía que va cambiando según quien vaya
hablando (emoticonos incluidos), y nos explica qué es el narrador, qué es la
descripción, cómo se construye un diálogo, cómo se lee y se escribe…
TSO, el narrador deshilachado, empieza a
contar la misteriosa aparición de un pingüino en la playa asturiana de
Gulpiyuri, pero la sabihonda o sabionda
lectora, alias la Pepito Grillo de esta historia, lo interrumpe una y otra
vez. Entre los dos, junto con una voz en off (un wikipédico Vladimir Mijaíl VOZENOFF de origen ruso)
y el propio protagonista de la historia, el pingüino Gundemaro, se establece un diálogo a cuatro voces que es, al mismo
tiempo, un viaje literario a los distintos aspectos de la construcción de un
relato como hemos señalado antes. Toda una alegoría acerca de la magia de la
literatura.
Según
la editorial y el autor, Un Pingüino en Gulpiyuri es una
novela juvenil posmoderna. El objetivo de este proyecto es promover formas de
ficción innovadoras entre los jóvenes que les permitan explorar y experimentar
la narración de una manera individual y creativa, y desarrollar nuevas
sensibilidades y otras capacidades de análisis en un mundo de permanente cambio
La
historia en si es solamente uno de los capítulos: un día aparece, tras una
larga tormenta, un pingüino en la playa de Gulpiyuri, que nos va a contar su
historia. Culpable de ello es Aureliano, un niño que sueña con ver el hielo, (el
futuro coronel Aureliano Buendía, de Cien Años de Soledad de
Gabriel García Márquez). Los primeros capítulos nos pueden parecer
raros con esas cuatro voces que se entremezclan: el narrador que cuenta la
historia y contestar al lector que interrumpe su relato; el lector, que intenta
sabotear al narrador; la voz en off, que intenta dar explicaciones y que no se interrumpa la historia; y el pingüino, que
será el quien nos cuente su historia.
El libro,
indica el autor en una entrevista, “comienza cuatro veces de la misma manera
pero desde perspectivas distintas. Juega con diferentes tipografías. Al final
del primer capítulo aparece una lectora, que además es una sabihonda, poniendo
en tela de juicio esa idea que se tiene acerca del lector. Interviene y dice:
oye, que no soy lector, soy lectora. Y obliga así a parar a quien lee y preguntarse
qué está leyendo. O te hace dejar de creer en lo que cuenta el narrador cuando
surge otra voz que sugiere que miremos desde otro punto de vista. Y que
reflexiones sobre el propio discurso. Todos esos detalles son posibilidades. Pero
el caso es disfrutar de ella.”
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