Carmen se
sintió conmovida por el relato de aquella escena. El joven tenía una voz
extraña y sugerente. Una voz que no se correspondía con alguien de su edad.
Pero lo que realmente la cautivó fue, mirando de nuevo el cuadro, de qué forma
tan bella había pintado la sencilla escena familiar que acababa de relatarle.
—¿Y estos
dibujos?
—Son estudios
para un cuadro que hice el año pasado. Se titulaba La Primera Comunión. La niña
arrodillada en el reclinatorio con el misal y vestida de comunión es mi hermana
Lola. El hombre que está a su lado no es mi padre, sino el señor Vílchez, un
amigo suyo. El monaguillo es su hijo. Lo difícil fue hacer el perfil de mi
hermana, mirando a la derecha.
—¿Por qué es
más difícil?
—Porque es más
fácil hacia la izquierda. ¿Ves? Aquí tengo unos bocetos en que Lola mira hacia
el otro lado.
—Parece un
cuadro muy grande.
—Lo es. Lo
difícil fue la composición, trazar las diagonales. El misal de Lola me sirvió
como punto de intersección.
—No entiendo
nada.
—Bueno, es igual. Ya lo
entenderás. Yo te lo explicaré todo.
Dijo la última
frase con una convicción que iba más allá de lo que en realidad expresaba.
Aquel todo implicaba muchas cosas.
—Lo presenté a
la exposición de Bellas Artes e Industrias Artísticas.
—Eso es importante,
¿verdad?
—Y tan
importante. Se presentaron Rusiñol, Graner, Casas, Mir, Nonell y muchos otros…
—y añadió, pues iba tan rápido que le pareció que Carmen no le seguía—: Son
grandes pintores.
—Cuando me
hiciste el dibujo no dibujaste la cadena que llevo al cuello.
—Lo sé.
La joven
llevaba una cadena con una pequeña medalla de la Virgen del Carmen.
Pablo tardó en
responder.
—No creo en
Dios —dijo.
—Pero éste es
un cuadro religioso —dijo señalando los dibujos de La Primera Comunión.
Pablo no lo
había visto desde esa perspectiva. Se trataba de una estampa familiar, de su
hermana tomando la primera comunión. Poco o nada significaban las convicciones
del pintor.
—Verás, cuando
vivíamos en La Coruña, Conchita, mi hermana pequeña, estuvo muy enferma. Tenía
apenas ocho años.
—¿Y tú qué
edad tenías?
—Doce o trece,
creo. —Pablo se detuvo buscando las palabras exactas para que Carmen
comprendiera lo que sintió en aquel momento—. Conchita se iba apagando poco a
poco y mi padre, desde entonces, ya no fue el mismo. Yo le hice un juramento a
Dios: juré que no volvería a pintar nunca más si él permitía que la niña
viviese. Le prometí que le entregaría lo que más amaba en el mundo, pintar.
Nunca tomaría un lápiz, jamás un pincel. Pero Conchita murió, y desde entonces no
creo en Dios.
A Pablo se le
saltaron las lágrimas, tenía un nudo en la garganta.
Esteban
Martín, El Pintor de Sombras
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