lunes, 7 de mayo de 2018

LA PRIMERA COMUNIÓN



Carmen se sintió conmovida por el relato de aquella escena. El joven tenía una voz extraña y sugerente. Una voz que no se correspondía con alguien de su edad. Pero lo que realmente la cautivó fue, mirando de nuevo el cuadro, de qué forma tan bella había pintado la sencilla escena familiar que acababa de relatarle.
—¿Y estos dibujos?
—Son estudios para un cuadro que hice el año pasado. Se titulaba La Primera Comunión. La niña arrodillada en el reclinatorio con el misal y vestida de comunión es mi hermana Lola. El hombre que está a su lado no es mi padre, sino el señor Vílchez, un amigo suyo. El monaguillo es su hijo. Lo difícil fue hacer el perfil de mi hermana, mirando a la derecha.
—¿Por qué es más difícil?
—Porque es más fácil hacia la izquierda. ¿Ves? Aquí tengo unos bocetos en que Lola mira hacia el otro lado.
—Parece un cuadro muy grande.
—Lo es. Lo difícil fue la composición, trazar las diagonales. El misal de Lola me sirvió como punto de intersección.
—No entiendo nada.
—Bueno, es igual. Ya lo entenderás. Yo te lo explicaré todo.
Dijo la última frase con una convicción que iba más allá de lo que en realidad expresaba. Aquel todo implicaba muchas cosas.
—Lo presenté a la exposición de Bellas Artes e Industrias Artísticas.
—Eso es importante, ¿verdad?
—Y tan importante. Se presentaron Rusiñol, Graner, Casas, Mir, Nonell y muchos otros… —y añadió, pues iba tan rápido que le pareció que Carmen no le seguía—: Son grandes pintores.
—Cuando me hiciste el dibujo no dibujaste la cadena que llevo al cuello.
—Lo sé.
La joven llevaba una cadena con una pequeña medalla de la Virgen del Carmen.
Pablo tardó en responder.
—No creo en Dios —dijo.
—Pero éste es un cuadro religioso —dijo señalando los dibujos de La Primera Comunión.
Pablo no lo había visto desde esa perspectiva. Se trataba de una estampa familiar, de su hermana tomando la primera comunión. Poco o nada significaban las convicciones del pintor.
—Verás, cuando vivíamos en La Coruña, Conchita, mi hermana pequeña, estuvo muy enferma. Tenía apenas ocho años.
—¿Y tú qué edad tenías?
—Doce o trece, creo. —Pablo se detuvo buscando las palabras exactas para que Carmen comprendiera lo que sintió en aquel momento—. Conchita se iba apagando poco a poco y mi padre, desde entonces, ya no fue el mismo. Yo le hice un juramento a Dios: juré que no volvería a pintar nunca más si él permitía que la niña viviese. Le prometí que le entregaría lo que más amaba en el mundo, pintar. Nunca tomaría un lápiz, jamás un pincel. Pero Conchita murió, y desde entonces no creo en Dios.
A Pablo se le saltaron las lágrimas, tenía un nudo en la garganta.

Esteban Martín, El Pintor de Sombras

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