lunes, 14 de mayo de 2018

AYER SOÑÉ CON LA MORA



Era uno de esos sueños que al principio no se distinguen de la realidad y a la vez son como los sueños de descubrimiento, que producen esa euforia no solo del reencuentro con lo muy amado, sino de maravillado asombro por todo lo que es nuevo, lo que siempre estuvo allí y uno no fue capaz de ver entonces.
La Mora brillaba como una joya en el fondo de un estanque, al mismo tiempo real e imposible, la superficie del agua alterada por ondas y reflejos que revelaban y ocultaban por turnos la existencia de lo que no debería estar allí pero sin embargo estaba.
Recorría sus senderos fijándome en las fuentes, en los faroles de hierro y cristales de colores que colgaban de los árboles, en los azulejos de los bancos, con sus dibujos geométricos azules y verdes y negros. Todo estaba florido y yo sabía que había llegado en la mejor época del año, en esa primavera atlántica fresca y fragante que luego morirá bajo el sol del verano, pero que ahora desplegaba sus encantos para todos los sentidos del contemplador, del raro paseante que se dejara arrastrar por la pura belleza de la vida que volvía a surgir, poderosa, después del letargo invernal.
Me detuve debajo de uno de esos árboles que nunca supe nombrar, cargado de bolas de flores de color de rosa que cuelgan como adornos de Navidad, disfrutando de la soledad, de la calma y el silencio de aquel jardín, que parecía uno de esos jardines encantados de los cuentos. De un cuento oriental abierto solo para mí.
La brisa que venía del mar agitaba las ramas altas, hacía balancearse las flechas oscuras de los cipreses sobre el cielo de un perfecto azul y se frotaba contra las palmas de las palmeras, produciendo ese ruido que, con los ojos cerrados, suena como la lluvia; trayendo desde algún lugar un perfume de clavellinas rojas que competía con el olor de la sal.
Sabía que no había nadie en el jardín y que nunca lo habría, que aquella magia era solo para mí. Eso me hizo reír de felicidad y eché a correr por los senderos encontrando tras cada recodo nuevas vistas que no conocía: un laberinto de boj con un reloj de sol en el centro, una gran alberca rectangular salpicada de nenúfares blancos con un surtidor en un extremo que lanzaba al sol su lluvia de diamantes, un templete de mármol desde el que se veía el mar rompiéndose en una playa desierta, un busto romano en una hornacina arropada por una nube de rosas de té.
De repente, la soledad empezó a pesarme y deseé intensamente tener con quien compartir toda aquella belleza, pero sabía que los había abandonado a todos, que la culpa era mía, que nunca nadie vendría a aliviar el peso de aquellas sombras que empezaban a salir de debajo de todos los arbustos, a conquistar los rincones más hermosos, a cubrir de tinieblas las estatuas y las flores.
Eché a correr de nuevo tratando de encontrar la casa para guarecerme. Yo sabía que había una casa en algún lugar y que la casa era mía. Las sombras me perseguían y eran sombras calientes, hambrientas, extrañamente vivas.
En mi carrera, tropecé contra una fuente, hundí la cabeza en el agua fría y, al sacarla, vi algo brillar en las profundidades, algo que relucía entre las algas intensamente verdes del fondo. Metí la mano en la fuente buscando a tientas el fulgor que había entrevisto, pero el agua se oscurecía por momentos y las sombras se acercaban.
Mis dedos se cerraron por fin en torno a algo metálico y frío. Lo saqué venciendo la resistencia de las plantas acuáticas y, cuando abrí la mano para ver qué había recogido, me di cuenta de que el agua se había vuelto roja, como mi mano, que sangraba apretada en torno a un cordón de oro del que pendían varias medallas sanguinolentas lanzando destellos dorados.
Dejé caer la joya en la fuente roja y, al alzar los ojos, vi tu sombra, la sombra que me ha acompañado toda la vida y nunca he sido capaz de exorcizar.
Luego me desperté en la oscuridad de un cuarto que no era el mío y me eché a llorar, rompiéndome en sollozos.

Elia Barceló, El Color del Silencio

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