Era uno de
esos sueños que al principio no se distinguen de la realidad y a la vez son
como los sueños de descubrimiento, que producen esa euforia no solo del
reencuentro con lo muy amado, sino de maravillado asombro por todo lo que es
nuevo, lo que siempre estuvo allí y uno no fue capaz de ver entonces.
La Mora
brillaba como una joya en el fondo de un estanque, al mismo tiempo real e
imposible, la superficie del agua alterada por ondas y reflejos que revelaban y
ocultaban por turnos la existencia de lo que no debería estar allí pero sin
embargo estaba.
Recorría sus
senderos fijándome en las fuentes, en los faroles de hierro y cristales de
colores que colgaban de los árboles, en los azulejos de los bancos, con sus
dibujos geométricos azules y verdes y negros. Todo estaba florido y yo sabía
que había llegado en la mejor época del año, en esa primavera atlántica fresca
y fragante que luego morirá bajo el sol del verano, pero que ahora desplegaba
sus encantos para todos los sentidos del contemplador, del raro paseante que se
dejara arrastrar por la pura belleza de la vida que volvía a surgir, poderosa,
después del letargo invernal.
Me detuve
debajo de uno de esos árboles que nunca supe nombrar, cargado de bolas de
flores de color de rosa que cuelgan como adornos de Navidad, disfrutando de la
soledad, de la calma y el silencio de aquel jardín, que parecía uno de esos
jardines encantados de los cuentos. De un cuento oriental abierto solo para mí.
La brisa que
venía del mar agitaba las ramas altas, hacía balancearse las flechas oscuras de
los cipreses sobre el cielo de un perfecto azul y se frotaba contra las palmas
de las palmeras, produciendo ese ruido que, con los ojos cerrados, suena como
la lluvia; trayendo desde algún lugar un perfume de clavellinas rojas que
competía con el olor de la sal.
Sabía que no
había nadie en el jardín y que nunca lo habría, que aquella magia era solo para
mí. Eso me hizo reír de felicidad y eché a correr por los senderos encontrando
tras cada recodo nuevas vistas que no conocía: un laberinto de boj con un reloj
de sol en el centro, una gran alberca rectangular salpicada de nenúfares
blancos con un surtidor en un extremo que lanzaba al sol su lluvia de
diamantes, un templete de mármol desde el que se veía el mar rompiéndose en una
playa desierta, un busto romano en una hornacina arropada por una nube de rosas
de té.
De repente, la
soledad empezó a pesarme y deseé intensamente tener con quien compartir toda
aquella belleza, pero sabía que los había abandonado a todos, que la culpa era mía,
que nunca nadie vendría a aliviar el peso de aquellas sombras que empezaban a
salir de debajo de todos los arbustos, a conquistar los rincones más hermosos,
a cubrir de tinieblas las estatuas y las flores.
Eché a correr
de nuevo tratando de encontrar la casa para guarecerme. Yo sabía que había una
casa en algún lugar y que la casa era mía. Las sombras me perseguían y eran
sombras calientes, hambrientas, extrañamente vivas.
En mi carrera, tropecé contra una
fuente, hundí la cabeza en el agua fría y, al sacarla, vi algo brillar en las
profundidades, algo que relucía entre las algas intensamente verdes del fondo.
Metí la mano en la fuente buscando a tientas el fulgor que había entrevisto,
pero el agua se oscurecía por momentos y las sombras se acercaban.
Mis dedos se
cerraron por fin en torno a algo metálico y frío. Lo saqué venciendo la
resistencia de las plantas acuáticas y, cuando abrí la mano para ver qué había
recogido, me di cuenta de que el agua se había vuelto roja, como mi mano, que sangraba
apretada en torno a un cordón de oro del que pendían varias medallas
sanguinolentas lanzando destellos dorados.
Dejé caer la
joya en la fuente roja y, al alzar los ojos, vi tu sombra, la sombra que me ha
acompañado toda la vida y nunca he sido capaz de exorcizar.
Luego me
desperté en la oscuridad de un cuarto que no era el mío y me eché a llorar,
rompiéndome en sollozos.
Elia Barceló, El Color del Silencio
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