Escribo porque
soy diferente.
Escribo para
ser diferente.
Empecé a
escribir porque era diferente. Empecé a escribir porque quería ser diferente.
Nadie quería ser escritor cuando yo decidí ser escritor. Recuerdo a un niño que
quería ser dentista y a otro que quería ser mecánico. Tenía doce años. No
conocía a ningún escritor. Nunca había hablado con un escritor. Había leído a
Rimbaud. Había leído una biografía de Rimbaud. Había leído los manifiestos
dadaístas y El hombre aproximativo de Tristan Tzara. Siempre había leído. Había
leído los libros de Enid Blyton. Había leído los siete secretos y los cinco.
Había leído otros libros que no eran de Enid Blyton pero lo parecían, como los
de los tres investigadores.
Y, antes de
que supiera leer, mi madre me leía cuentos y me contaba historias que yo
entendía a medias: historias de su pueblo, Castejón de Tornos, Teruel, junto a
la Laguna de Gallocanta, que para mí estaba tan lejano como Tokio; historias de
estraperlos; historias sobre la obstinación de los burros, sobre todo cuando
hacía un frío del demonio y al parecer lo hacía siempre; de los maquis y sus
razias; historias del azafrán y la dificultad de conseguirlo; historias de los
carnavales secretos de la posguerra, con ensabanados y rondas; de las cartas de
amor que le enviaba mi padre... personajes abandonados en mitad de la nada que
trataban de escapar no se sabe de dónde ni cómo. Unas historias que luego leí
en Agota Kristof.
Quería ser un
escritor porque era diferente y quería ser un escritor de los diferentes. Digo
escritor, pero lo que yo quería era ser un poeta diferente. En 8º de EGB
fabriqué mis primeras plaquettes fotocopiadas. Las destruí poco después porque
me daba vergüenza escribir tan mal. Ahora puedo decir que en esas plaquettes
está lo mejor que he escrito.
Quería
escribir para robarle la máquina de escribir a mi padre, su más precioso
tesoro: la cuidaba con esmero y no nos dejaba tocarla. Thomas Mann escribió un
ensayo en el que hablaba de la gran cantidad que hay de escritores huérfanos de
padre. El padre de Truman Capote desapareció y el padre de Alejandro Gándara se
fue sin dejar rastro y el padre de… Mi padre era huérfano de padre, huérfano
desde los dos años, pero a él se le pasó la vez y el que se hizo escritor fui
yo. Huérfano heredero. Aunque mi padre escribía a máquina todo el tiempo: su
Olivetti gigante con forma de ballena. Mi padre escribía informes sobre sus
servicios de policía y sobre el tráfico y sobre las incidencias del trabajo.
Tenía unas hojas de calco y guardaba copia de todo lo que escribía.
Me hice
escritor para robarle esa estupenda máquina de escribir. Me hice escritor para
consumar un incesto raro. Mi padre me puso una condición para poder usar su
Olivetti: aprender mecanografía perfectamente... una práctica que él, que
escribía sólo con dos dedos, no conocía. Quizá pensaba que yo no conseguiría
escribir a máquina, pero pasé el verano de mis trece años sacrificando la
piscina y aprendiendo a escribir a máquina en una academia con un calor
sofocante: asdf ñlkj etcétera. Así rendí a mi padre y le quité su bien más
preciado. Truman Capote escribió algo sobre la mecanografía y la literatura, y
es posible que, pese a su afirmación, se trate de ramas de la misma actividad.
Durante un tiempo tuve que usar la máquina siempre en la mesa del comedor, bajo
vigilancia, y guardarla siempre en su maleta. Mi madre cosía en su máquina de
coser y yo escribía en mi máquina de escribir. Unos meses más tarde llevé la
Olivetti ballena a la mesa de estudio de mi cuarto.
Tenía catorce
años y escribía poseído. Escribía todo el tiempo. Nunca he vuelto a escribir de
esa manera y cuando escribo deseo poder volver a escribir así alguna vez.
Febril. Enfermo. Escribía poemas. Escribía minúsculas vidas imaginarias.
Escribía obras de teatro. Era diferente y quería ser un escritor diferente.
Leía a Beckett, y mis obras de teatro querían parecerse a Esperando a Godot.
Leía a Jack Kerouac. Leía a Henry Miller, al que había llegado siguiendo a
Rimbaud, un camino excéntrico. Leía a Joyce, pero las piezas más raras, Poemas
manzanas. Leía solo. Escribía solo. Entonces yo era el único escritor. Rey
soberano.
Aunque quizá
leía más solo que escribía solo, porque entonces publiqué mis primeros poemas
en una revista. No guardo ni un ejemplar. Me avergonzaba esa revista, sabía que
estaba mal hecha, que era cutre... y aunque sabía que la revista estaba mal
hecha y que era cutre, me sentía feliz porque publicando en esa revista que me
avergonzaba me convertía en escritor. Nadie lo sabía, pero yo había cruzado una
línea y ya no podía volver atrás. Recuerdo el nombre de la revista.
Escribo porque
tengo miedo: antes cuando tenía miedo me metía debajo de la cama. Escribo para
levantarme cuando quiera. Escribo para acostarme cuando quiera. Escribo para
imponer mi versión de los hechos. Escribo por envidia. Escribo por fascinación.
Escribo para ser feliz. Escribo para ganar dinero. Escribo para saber cómo
escribo. Escribo para que se publique lo que escribo. Escribo para seducir.
Escribo para ser apreciado. Escribo para existir. Escribo para ser visible.
Escribo para despertarme cada día en un lugar del mundo. Escribo para que me
insulten. Escribo para seguir vivo. Escribo para no matarme. Escribo para saber
lo que pienso. Escribo para mentir. Escribo porque soy feliz. Escribo para
pedir perdón. Escribo para no pedir perdón. Escribo porque cuando escribo no
vivo. Escribo para vivir más tiempo. Escribo porque me lo piden. Escribo porque
no me reconozco en las fotografías. Escribo porque quiero dar mi versión de la
historia. Escribo porque en mi escritura sólo mando yo. Escribo porque me gusta
escribir. Escribo porque no sé conducir. Escribo porque soy vanidoso. Escribo
para perder el sentido. Escribo porque busco el sentido. Escribo como el
cultivador de champiñones: con los pies enterrados en mierda y con la certeza
de que el producto no es un manjar. Escribo como el pescador de un barco
congelador. Escribo para follar. Escribo para respirar. Escribo para no tener
que escribir. Escribo para mirar todo y todo el tiempo. Escribo para recordar.
Para recordarme. Para volver a alcanzar ese estado febril. Febril y fabril.
Escribo por insatisfacción. Escribo por venganza. Escribo por remordimiento.
Escribo para confesar mis pecados. Escribo para esconder mi vergüenza. Escribo
para reírme. Escribo porque me da miedo el fuego.
Escribo porque
tengo algunas historias viejas que contar. Las que me llenan la cabeza ahora
sucedieron todas antes de que cumpliera veintiocho años: la de un asesino que
mató a su mujer y con el que compartí celda en 1995 en la cárcel de Torrero de
Zaragoza, que ya ha desaparecido, demolida por la piqueta; la de una loca,
prima de mi padre, a la que visitamos en un manicomio de Valencia en el verano
de 1975; la de unos curanderos de Petrel, Paco y Lola, que visitamos cuando mi
abuela Rosario había sido desahuciada por los médicos.
Mi padre me
cedió su máquina de escribir. Y una vez que se la arrebaté ya no podía cambiar:
tenía que escribir y tenía que ser escritor. Ahora, más que diferente, me
siento extraño.
Félix Romeo
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