A medida que
el sol se eleva, su luz se va filtrando a través de la niebla amarillenta que
empieza a disiparse e ilumina una oscura marea humana: los sombreros de copa y
de señora, ropas gruesas y botas que se aglomeran sobre los puentes y en las calles
adoquinadas. Los cascos de los caballos golpean el pavimento, y su eco vence el
estruendo de las ruedas de hierro, el ruido de la muchedumbre y los reclamos de
los vendedores ambulantes. El aire está cargado con el olor de los caballos, la
basura, el carbón y el gas. En esta mañana del final de la primavera del año de
Nuestro Señor de 1867, prácticamente todo el mundo se dirige hacia algún lugar
de la ciudad.
Entre aquellos
que cruzan el turbio río desde el sur, se encuentra un joven alto y delgado
cuya piel es tan pálida como los márgenes del periódico londinense The Times.
Tiene trece años y debería estar en la escuela. De lejos parece elegante,
vestido con su levita negra y corbata, chaleco y botas lustrosas. De cerca, la
ropa se ve desgastada. Tiene la mirada triste, pero sus ojos de color gris
están alerta.
Se llama
Sherlock Holmes.
El crimen que
sucedió anoche en Whitechapel, uno de tantos ocurridos en Londres, aunque
quizás el más atroz, le cambiará la vida. Dentro de un momento se le pondrá
delante, y en cuestión de días se verá involucrado en él.
El chico se
acerca a estas calles ruidosas y bulliciosas para huir de sus problemas, en
busca de emociones y para observar a los ricos y famosos, para saber qué los
convierte en personas con éxito y reconocimiento. Tiene un fino olfato para el
rastro que dejan las situaciones emocionantes y desesperadas, y, entre estas
arterias abarrotadas, las encuentra.
Cada día sigue
la misma ruta hasta aquí. Primero se dirige al sur desde la vivienda familiar,
encima de la vieja sombrerería, en el mísero Southwark, y camina en dirección a
la escuela. Pero, cuando está fuera del alcance de la vista de sus padres,
siempre tuerce hacia el oeste y se escabulle hacia el norte cruzando el río
junto a la muchedumbre por el puente de Blackfriars, en dirección al glorioso
centro de la ciudad.
Los
londinenses pasan junto a él en oleadas, cada uno con su historia. Todas le
fascinan.
Sherlock
Holmes es una máquina de observar; lo ha sido prácticamente desde que nació. Es
capaz de formarse una opinión de un hombre o de una mujer en un instante. Sabe
de dónde es una persona y a qué se dedica la otra. De hecho, en su callejuela
le conocen por eso. Si algo desaparece —una bota o un delantal o una hogaza de
pan crujiente—, él observa rostros, examina pantalones, encuentra pistas
reveladoras y descubre al culpable, ya sea grande o pequeño.
El hombre que
camina hacia él ha estado en el ejército, su porte le delata. Con el
encallecido dedo índice de su mano derecha, ha apretado el gatillo de su rifle.
Estuvo destinado en la India, basta con fijarse en el símbolo hindú de su
gemelo izquierdo, idéntico al que el muchacho vio una vez en un libro.
Sigue
caminando. Una mujer con un sombrero calado hasta las orejas y envuelta en un
chal le roza al pasar. «¡Mira por dónde vas!», le gruñe mientras le lanza una
mirada hostil.
«Esa es
fácil», piensa el chico. «Acaba de perder un amor: fíjate en las ojeras que
tiene, los labios apretados de rabia y el chocolate que oculta en la mano. Le
falta un año para cumplir los treinta, está ganando peso y vive en la campiña
de Sussex: su característica arcilla marrón le ha dejado marcas en el empeine
de las botas negras».
El chico tiene
la necesidad de saberlo todo. En una vida que le ha ofrecido pocas alegrías, le
hace falta sentir que tiene alguna ventaja. Una vez, un maestro de escuela le
dijo que era un chico brillante, pero a Sherlock le hizo gracia. «¿Brillante
por qué?», refunfuñó para sus adentros. «¿Por llevar la vida equivocada en el
momento equivocado?».
En
Fleet Street mete la mano en un cubo de
basura y saca un puñado de periódicos. The Times… fuera. The Daily Telegraph…
fuera. The Illustrated Police News, sí. ¡Este sí que es un periódico como Dios
manda! Cualquier suceso sorprendente que Londres pueda generar cobra vida en
sus páginas con enormes fotografías en blanco y negro. Todos los días, Sherlock
lee este periódico sensacionalista, pero el de hoy, con un fascinante relato de
violencia sanguinaria e injusta, le revelará su destino. El chico se guarda el
periódico bajo la levita.
En Trafalgar
Square alza la vista buscando a los cuervos. Unos cuantos suelen colocarse en
fila sobre la cornisa del hotel Morley, cerca de la majestuosa Northumberland
House, en el lado sureste de la plaza, a cierta distancia de las orondas
palomas y del gentío que hay alrededor de las fuentes. Eso le hace sonreír: uno
de los hoteles más prestigiosos de todo Londres, coronado por cuervos. Son el
tipo de pájaros que le gustan.
Esquiva el
tráfico y cruza la plaza en dirección a las escaleras de piedra de la National
Art Gallery. Los negros pájaros también se mueven. A veces cree que le siguen.
Un par de cuervos desciende en picado y se posa cerca de él.
—Buenos días,
pareja. Vamos a ver qué dicen las noticias.
Sherlock
despliega el periódico. La primera plana acapara su atención: «¡ASESINATO!».
Debajo del
titular hay un escabroso dibujo de una hermosa joven tendida en una calle de
Londres, bañada en un charco de sangre.
Los cuervos
graznan y se marchan volando. Sherlock sigue leyendo.
Sucedió en
mitad de la noche, al este del casco antiguo de la ciudad. Nadie vio nada, y
tampoco se oyó ningún grito. El arma utilizada fue un largo y afilado cuchillo.
Sherlock pasa
la página y lee el artículo con avidez: una dama de estatus social
indeterminado, cuyo nombre no ha sido revelado y a quien no se le conocen
enemigos. Se sobresalta al darse cuenta de que esa mujer guarda un extraordinario
parecido con su madre.
Shane Peacock, El Joven SherlockHolmes: El Ojo del Cuervo
No hay comentarios:
Publicar un comentario