lunes, 28 de mayo de 2018

UN CHICO POCO CORRIENTE



A medida que el sol se eleva, su luz se va filtrando a través de la niebla amarillenta que empieza a disiparse e ilumina una oscura marea humana: los sombreros de copa y de señora, ropas gruesas y botas que se aglomeran sobre los puentes y en las calles adoquinadas. Los cascos de los caballos golpean el pavimento, y su eco vence el estruendo de las ruedas de hierro, el ruido de la muchedumbre y los reclamos de los vendedores ambulantes. El aire está cargado con el olor de los caballos, la basura, el carbón y el gas. En esta mañana del final de la primavera del año de Nuestro Señor de 1867, prácticamente todo el mundo se dirige hacia algún lugar de la ciudad.
Entre aquellos que cruzan el turbio río desde el sur, se encuentra un joven alto y delgado cuya piel es tan pálida como los márgenes del periódico londinense The Times. Tiene trece años y debería estar en la escuela. De lejos parece elegante, vestido con su levita negra y corbata, chaleco y botas lustrosas. De cerca, la ropa se ve desgastada. Tiene la mirada triste, pero sus ojos de color gris están alerta.
Se llama Sherlock Holmes.
El crimen que sucedió anoche en Whitechapel, uno de tantos ocurridos en Londres, aunque quizás el más atroz, le cambiará la vida. Dentro de un momento se le pondrá delante, y en cuestión de días se verá involucrado en él.
El chico se acerca a estas calles ruidosas y bulliciosas para huir de sus problemas, en busca de emociones y para observar a los ricos y famosos, para saber qué los convierte en personas con éxito y reconocimiento. Tiene un fino olfato para el rastro que dejan las situaciones emocionantes y desesperadas, y, entre estas arterias abarrotadas, las encuentra.
Cada día sigue la misma ruta hasta aquí. Primero se dirige al sur desde la vivienda familiar, encima de la vieja sombrerería, en el mísero Southwark, y camina en dirección a la escuela. Pero, cuando está fuera del alcance de la vista de sus padres, siempre tuerce hacia el oeste y se escabulle hacia el norte cruzando el río junto a la muchedumbre por el puente de Blackfriars, en dirección al glorioso centro de la ciudad.
Los londinenses pasan junto a él en oleadas, cada uno con su historia. Todas le fascinan.
Sherlock Holmes es una máquina de observar; lo ha sido prácticamente desde que nació. Es capaz de formarse una opinión de un hombre o de una mujer en un instante. Sabe de dónde es una persona y a qué se dedica la otra. De hecho, en su callejuela le conocen por eso. Si algo desaparece —una bota o un delantal o una hogaza de pan crujiente—, él observa rostros, examina pantalones, encuentra pistas reveladoras y descubre al culpable, ya sea grande o pequeño.
El hombre que camina hacia él ha estado en el ejército, su porte le delata. Con el encallecido dedo índice de su mano derecha, ha apretado el gatillo de su rifle. Estuvo destinado en la India, basta con fijarse en el símbolo hindú de su gemelo izquierdo, idéntico al que el muchacho vio una vez en un libro.
Sigue caminando. Una mujer con un sombrero calado hasta las orejas y envuelta en un chal le roza al pasar. «¡Mira por dónde vas!», le gruñe mientras le lanza una mirada hostil.
«Esa es fácil», piensa el chico. «Acaba de perder un amor: fíjate en las ojeras que tiene, los labios apretados de rabia y el chocolate que oculta en la mano. Le falta un año para cumplir los treinta, está ganando peso y vive en la campiña de Sussex: su característica arcilla marrón le ha dejado marcas en el empeine de las botas negras».
El chico tiene la necesidad de saberlo todo. En una vida que le ha ofrecido pocas alegrías, le hace falta sentir que tiene alguna ventaja. Una vez, un maestro de escuela le dijo que era un chico brillante, pero a Sherlock le hizo gracia. «¿Brillante por qué?», refunfuñó para sus adentros. «¿Por llevar la vida equivocada en el momento equivocado?».
En Fleet Street mete la mano en un cubo de basura y saca un puñado de periódicos. The Times… fuera. The Daily Telegraph… fuera. The Illustrated Police News, sí. ¡Este sí que es un periódico como Dios manda! Cualquier suceso sorprendente que Londres pueda generar cobra vida en sus páginas con enormes fotografías en blanco y negro. Todos los días, Sherlock lee este periódico sensacionalista, pero el de hoy, con un fascinante relato de violencia sanguinaria e injusta, le revelará su destino. El chico se guarda el periódico bajo la levita.
En Trafalgar Square alza la vista buscando a los cuervos. Unos cuantos suelen colocarse en fila sobre la cornisa del hotel Morley, cerca de la majestuosa Northumberland House, en el lado sureste de la plaza, a cierta distancia de las orondas palomas y del gentío que hay alrededor de las fuentes. Eso le hace sonreír: uno de los hoteles más prestigiosos de todo Londres, coronado por cuervos. Son el tipo de pájaros que le gustan.
Esquiva el tráfico y cruza la plaza en dirección a las escaleras de piedra de la National Art Gallery. Los negros pájaros también se mueven. A veces cree que le siguen. Un par de cuervos desciende en picado y se posa cerca de él.
—Buenos días, pareja. Vamos a ver qué dicen las noticias.
Sherlock despliega el periódico. La primera plana acapara su atención: «¡ASESINATO!».
Debajo del titular hay un escabroso dibujo de una hermosa joven tendida en una calle de Londres, bañada en un charco de sangre.
Los cuervos graznan y se marchan volando. Sherlock sigue leyendo.
Sucedió en mitad de la noche, al este del casco antiguo de la ciudad. Nadie vio nada, y tampoco se oyó ningún grito. El arma utilizada fue un largo y afilado cuchillo.
Sherlock pasa la página y lee el artículo con avidez: una dama de estatus social indeterminado, cuyo nombre no ha sido revelado y a quien no se le conocen enemigos. Se sobresalta al darse cuenta de que esa mujer guarda un extraordinario parecido con su madre.

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