que estaba muy
aburrida de vivir en casa de sus padres, donde todos los días tenía que lavar
las mismas tazas de té rosa y amarillas y las salseras a juego, debía dormir en
la misma almohada bordada y jugar con el mismo perrito simpático. Como había
nacido en mayo, tenía un lunar en la mejilla izquierda y los pies grandes y torpes,
el Viento Verde se compadeció de ella y voló hasta su ventana una noche justo
después de que cumpliera once años. Llevaba un batín verde, una capa verde de
conductor de carruajes, unos pantalones de montar verdes y unas raquetas de
nieve, también verdes. Y es que en las casas sobre las nubes donde habitan los
Seis Vientos hace mucho frío.
—Pareces una
niña con bastante mal genio e irascible —dijo el Viento Verde—. ¿Quieres venirte
conmigo a cabalgar a lomos del Leopardo de las Brisas Suaves y viajar hasta el
gran mar que delimita la frontera de Tierra Fantástica? Yo, por desgracia, no
podré entrar, porque a los Aires Fuertes no nos está permitida la entrada, pero
me encantaría poder acompañarte hasta el Mar Perverso y Peligroso.
—¡Claro! ¡Por
supuesto que quiero! —dijo Septiembre con un suspiro, pues tanto las tazas de té
rosa y amarillas como los perritos simpáticos le disgustaban profundamente.
—Perfecto.
Pues ven y siéntate conmigo. Ah, y procura no dar demasiados tirones a mi leopardo,
que muerde.
Septiembre
trepó hasta la ventana de la cocina, y dejó atrás la pila rebosante de tazas de
té rosa y amarillas llenas de jabón y con hojas todavía pegadas en el fondo,
que formaban figuras con las que se podía leer el futuro. Una de ellas le
recordaba un poco a su padre, que se encontraba lejos de allí, en el mar, con
su largo impermeable color café, un rifle y objetos relucientes en el sombrero.
Otra se parecía un poco a su madre, inclinada sobre un terco motor de avión con
su mono de trabajo y los músculos de los brazos marcados. En otra de ellas, la
forma de las hojas parecía un repollo aplastado. El Viento Verde le tendió la
mano, enfundada, cómo no, en un guante verde. Septiembre respiró hondo a la vez
que estrechaba la mano que le ofrecía. Sin embargo, cuando se subió al alféizar
perdió uno de los zapatos. Como éste será un hecho que más adelante cobrará
importancia en nuestra historia, tomémonos un momento para despedirnos de su delicada
y remilgada mercedita, adornada con una hebilla dorada, que cayó ruidosa sobre
el suelo de parqué. ¡Adiós, zapato! Septiembre no tardará mucho en echarte de
menos.
Catherynne M. Valente, La niña
que recorrió Tierra Fantástica
en un barco hecho por ella misma
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