Mi
madre tenía un anillo con forma de cabeza de león. Lo utilizaba para hacer
pequeños hechizos: encontrar sitio para aparcar, lograr que la cola que había
elegido en el supermercado se moviera un poco más rápido, conseguir que la
pareja que se peleaba en la mesa de al lado dejara de discutir y volviera a
enamorarse, esa clase de cosas. Me lo dejó a mí cuando murió.
La
primera vez que lo perdí, estaba en una cafetería. Creo que había estado
jugueteando con él un tanto nerviosa: me lo quitaba del dedo, volvía a
ponérmelo. No me di cuenta de que ya no lo llevaba hasta que llegué a casa.
Volví
a la cafetería, pero no había ni rastro del anillo.
Me
lo devolvió un taxista varios días después; lo había encontrado en la acera de
la cafetería. Me dijo que mi madre se le había aparecido en un sueño y le había
dado mi dirección y la receta de su tarta de queso.
La
segunda vez que perdí el anillo, estaba asomada a un puente y lanzaba piñas al
río para pasar el rato. No creía que me viniera grande, pero el anillo salió
volando junto a una piña. Contemplé el arco que dibujó al caer. Aterrizó en el
barro oscuro y húmedo de la orilla del río y desapareció tras un sonoro ¡glup!
Una
semana después le compré un salmón a un hombre que conocí en el pub: lo cogí de
un congelador que llevaba en la parte trasera de su vieja furgoneta verde. Era
para una cena de cumpleaños. Cuando abrí el salmón, el anillo de león de mi
madre salió rodando de dentro.
La
tercera vez que lo perdí, estaba leyendo y tomando el sol en el jardín trasero.
Era agosto. El anillo estaba a mi lado en la toalla, junto a mis gafas de sol y
la crema de protección solar, cuando un pájaro enorme (creo que era una urraca
o una grajilla, pero tal vez me equivoque; sin duda, era alguna especie de
córvido) descendió volando, y se marchó con el anillo de mi madre en el pico.
Me
lo devolvió la noche siguiente un espantapájaros que se movía con torpeza. Me
dio un buen susto cuando lo vi allí plantado, inmóvil bajo la luz de la puerta
trasera, y después, en cuanto hube cogido el anillo de su mano enguantada
rellena de paja, regresó tambaleándose a la oscuridad.
—Hay
cosas que no deben conservarse —me dije.
A
la mañana siguiente metí el anillo en la guantera de mi viejo coche. Conduje el
vehículo hasta un desguace y observé, complacida, cómo las máquinas reducían el
coche hasta
convertirlo en un cubo de metal
del tamaño de un televisor viejo, y luego lo metían en un contenedor para
enviarlo a Rumania, donde lo procesarían para convertirlo en cosas útiles.
A
principios de septiembre vacié la cuenta del banco. Me mudé a Brasil, donde con
un nombre falso conseguí trabajo como diseñadora de páginas web.
De
momento no ha habido ni rastro del anillo de mi madre. Pero a veces me
despierto de un sueño profundo con el corazón acelerado, empapada en sudor,
preguntándome cómo me lo devolverá la próxima vez.
Neil Gaiman
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