jueves, 7 de septiembre de 2017

CUENTO DE SEPTIEMBRE

Mi madre tenía un anillo con forma de cabeza de león. Lo utilizaba para hacer pequeños hechizos: encontrar sitio para aparcar, lograr que la cola que había elegido en el supermercado se moviera un poco más rápido, conseguir que la pareja que se peleaba en la mesa de al lado dejara de discutir y volviera a enamorarse, esa clase de cosas. Me lo dejó a mí cuando murió.

La primera vez que lo perdí, estaba en una cafetería. Creo que había estado jugueteando con él un tanto nerviosa: me lo quitaba del dedo, volvía a ponérmelo. No me di cuenta de que ya no lo llevaba hasta que llegué a casa.

Volví a la cafetería, pero no había ni rastro del anillo.

Me lo devolvió un taxista varios días después; lo había encontrado en la acera de la cafetería. Me dijo que mi madre se le había aparecido en un sueño y le había dado mi dirección y la receta de su tarta de queso.

La segunda vez que perdí el anillo, estaba asomada a un puente y lanzaba piñas al río para pasar el rato. No creía que me viniera grande, pero el anillo salió volando junto a una piña. Contemplé el arco que dibujó al caer. Aterrizó en el barro oscuro y húmedo de la orilla del río y desapareció tras un sonoro ¡glup!

Una semana después le compré un salmón a un hombre que conocí en el pub: lo cogí de un congelador que llevaba en la parte trasera de su vieja furgoneta verde. Era para una cena de cumpleaños. Cuando abrí el salmón, el anillo de león de mi madre salió rodando de dentro.

La tercera vez que lo perdí, estaba leyendo y tomando el sol en el jardín trasero. Era agosto. El anillo estaba a mi lado en la toalla, junto a mis gafas de sol y la crema de protección solar, cuando un pájaro enorme (creo que era una urraca o una grajilla, pero tal vez me equivoque; sin duda, era alguna especie de córvido) descendió volando, y se marchó con el anillo de mi madre en el pico.

Me lo devolvió la noche siguiente un espantapájaros que se movía con torpeza. Me dio un buen susto cuando lo vi allí plantado, inmóvil bajo la luz de la puerta trasera, y después, en cuanto hube cogido el anillo de su mano enguantada rellena de paja, regresó tambaleándose a la oscuridad.

—Hay cosas que no deben conservarse —me dije.

A la mañana siguiente metí el anillo en la guantera de mi viejo coche. Conduje el vehículo hasta un desguace y observé, complacida, cómo las máquinas reducían el coche hasta
convertirlo en un cubo de metal del tamaño de un televisor viejo, y luego lo metían en un contenedor para enviarlo a Rumania, donde lo procesarían para convertirlo en cosas útiles.

A principios de septiembre vacié la cuenta del banco. Me mudé a Brasil, donde con un nombre falso conseguí trabajo como diseñadora de páginas web.

De momento no ha habido ni rastro del anillo de mi madre. Pero a veces me despierto de un sueño profundo con el corazón acelerado, empapada en sudor, preguntándome cómo me lo devolverá la próxima vez.

Neil Gaiman

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