Como autor de
libros infantiles, realizo frecuentes visitas a los colegios, y los profesores
y profesoras suelen pedirme que anime a los niños a leer. En tales casos,
empiezo por preguntarles si les gusta la lectura (no tiene mucho sentido animar
a quienes ya están animados), y casi siempre hay alguien que se atreve a
reconocer que no.
¿Por qué?,
pregunto entonces, y las respuestas suelen pertenecer a una (o a varias) de
estas tres categorías:
1. Porque
es muy cansado.
2. Porque
es más divertido ver la televisión.
3. Porque
no sirve para nada.
En resumen:
leer es un esfuerzo tedioso e inútil. Y si las estadísticas sobre hábitos de
lectura no mienten, muchos adultos deben de pensar lo mismo, aunque no se
atrevan a decirlo.
Entonces les pregunto
a los pequeños teleadictos si prefieren ver jugar a los demás o participar
personalmente en los juegos, e invariablemente se decantan por lo segundo.
Pero jugar es
mucho más cansado que ver jugar a otros, les digo.
Pero también
es más divertido, replican. ¿Por qué? Porque lo haces tú, porque tú eres el
protagonista.
Lo mismo
ocurre con la lectura, les digo entonces. La televisión te lo da todo hecho:
imágenes, sonidos, acciones... Deja muy poco margen a la participación
personal. Sin embargo, cuando lees, ante tus ojos sólo hay unas hileras de
garabatos negros que, misteriosamente, tu cerebro convierte en imágenes
mentales, voces interiores, ideas... junto con la creación artística, literaria
o científica, junto con su complemento la escritura, la lectura es la actividad
intelectual por excelencia, el ámbito privilegiado de la reflexión, de ese
pensamiento abstracto que nos define como individuos y como especie. Solo la
lectura nos hace plenamente dueños del lenguaje, que es la materia misma de la que
estamos hechos.
Leer es jugar
con la imaginación, mientras que ver la tele es ver jugar a otros (que, además,
suelen hacerlo bastante mal), les digo a los niños. Y jugando con tu
imaginación no solo te diviertes más, sino que la ejercitas, te vuelves más
ágil mentalmente, del mismo modo que al jugar a fútbol ejercitas tu cuerpo y
mejoras tu forma física.
A veces les
digo a los niños: ¿Sabéis por qué la Historia propiamente dicha empieza con la
escritura y a la etapa anterior se la denomina Prehistoria? Porque sin
escritura, sin libros, la cultura no tiene más capacidad que la de la memoria
individual ni más alcance que el de la voz humana. Sin escritura no hay
Historia: solo pequeñas historias dispersas, y a lo sumo algunos mitos que
intentan darles unidad y sentido. Sin escritura no hay siquiera tiempo: solo
ciclos que se repiten una y otra vez.
Y lo que vale
para las sociedades, vale también, mutatis mutandis, para las personas. Sin
escritura -sin lectura- no hay una estructuración mental sólida, no hay progresión
continua, no hay auténtico desarrollo. Leer para crecer, y no solo los niños.
Somos
lenguaje, incluso cuando callamos. Continuamente nos recorre un río de
palabras, y somos los ecos innumerables que esas palabras multiplican en los
laberintos de la mente. Y la lectura alimenta, depura y vivifica ese río verbal
mejor que ninguna otra fuente. Leer para ser.
Y cuando, con
distintas o parecidas palabras, termino de exponer estas poderosas razones, les
digo a los niños que se olviden de ellas, porque hay obra que las hace
innecesarias.
Un día conoces
a una persona, hablas con ella, se establece un vínculo, el tiempo lo consolida
y enriquece... Tienes un amigo o una amiga. No te preguntas por qué ni para
qué, pues es algo que se justifica en sí mismo: no requiere una razón de ser,
sino que la brinda.
Un día abres
un libro, hablas silenciosamente con él (leer nunca es una actividad meramente
receptiva), se establece un vínculo, el tiempo (con ayuda de otros libros) lo
consolida y enriquece. Tienes un amigo que te acompañará siempre.
Esa es la
razón última de la lectura: que, al igual que la amistad, su perfecta metáfora,
no necesita ninguna.
Carlo Frabetti
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