En España, por
el contrario, Enid Blyton es una de las pocas señas de identidad que tiene mi
generación, la de los nacidos en los sesenta, la década en la que todo cambió
sin que eso nos haya afectado a nosotros, que no tenemos narrativa ni
características singulares. En la Transición éramos demasiado jóvenes para
andar pensando en ocupar posiciones de poder y la Gran Recesión nos ha pillado
demasiado viejos para protagonizar el relevo. Aunque no participamos en las
protestas de 1968, compartimos valores y prejuicios con quienes sí lo hicieron,
nuestros hermanos mayores, a quienes admiramos y detestamos al mismo tiempo. No
somos como ellos, pero tampoco somos muy diferentes; nos hemos quedado un poco
a la mitad de todo, en tierra de nadie. Somos el furgón de cola, un pelotón muy
numeroso de benjamines que ha llegado tarde a todo. Leer las aventuras de Los
Cinco es probablemente el único placer de nuestra infancia que nuestros
hermanos mayores no experimentaron antes. Ellos leyeron a Salgari, a Julio
Verne, las aventuras de Guillermo o de Tintín, pero no pudieron
conocer a Enid Blyton porque hasta 1964 no se tradujo al español. Los
Cinco y el tesoro de la isla se publicó ese año y desde entonces la
Editorial Juventud no ha dejado de imprimirlo.
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Temía que con Los
Cinco y el tesoro de la isla me sucediera lo mismo que con otros libros
que había intentado leer en vano. Su ilustración de cubierta no me llamaba la
atención: un niño con pinta de niña sentado al lado de un perro y mirando el
horizonte. Lo abrí una tarde de verano, en ese intervalo de dos o tres horas de
silencio obligatorio que había después de comer, en el que sólo se podía dormir
la siesta o «coger un libro», como llamaba mi madre a leer.
La siesta no
nos gustaba dormirla, pero tenía más ventajas que coger un libro porque mi
padre, que era muy estricto con nuestras horas de sueño incluso en vacaciones,
nos permitía ver la película de la noche si no tenía dos rombos y habíamos
dormido la siesta. Aquella tarde, sin embargo, renuncié a todos los privilegios
y cogí un libro.
Para mi
sorpresa, los protagonistas no eran piratas ni aventureros, sino niños de mi
edad en un mundo que podía reconocer más o menos. Digo más o menos porque,
aunque eran niños y eso me acercaba a ellos, no eran españoles, sino ingleses,
lo que producía un desajuste cultural que paradójicamente hacía más eficaz el
funcionamiento de la ficción. Todo lo que de su mundo me resultaba exótico —los
pasteles de carne que comían, los shorts que vestían y sobre todo su libertad
de movimientos, sus excursiones en bote sin adultos a una isla desierta— no los
alejaba de mí hasta hacerlos inalcanzables como sucedía con los piratas, sino
apetecibles porque en casa nunca hubo pastel de carne, sino filete de hígado,
muy hecho, que nos daba náuseas a todos los hermanos, razón por la que mis
padres lo consideraban, con esa especie de catolicismo doméstico que aplicaban
a todo, doblemente nutritivo: para el cuerpo por las proteínas y para el alma
por el calvario que suponía deglutirlo.
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Quizás fuera bueno
recordar en este punto que Los Cinco y el tesoro de la isla
empezaba con un desayuno familiar: el padre, la madre, los dos hermanos mayores
y la hermana pequeña hablaban de las vacaciones de verano, que empezaban ese
día. Los niños querían saber dónde las iban a pasar ese año. ¿Irían a las
playas de Polzeath, como siempre? Busqué Polzeath en el Sopena: pueblo costero
en el noroeste de Inglaterra. La madre les decía que no, que aquel año Polzeath
iba a estar lleno de veraneantes, y no habría sitio «para vosotros», decía.
Podría haber dicho que no habría sitio «para nosotros», pero no; lo decía en
segunda persona, como si los hijos y los padres ya no formaran parte de la
misma familia o como si los tiempos en los que unos y otros se iban juntos de
vacaciones hubieran pasado a la historia. A los niños la noticia les hacía
sentirse «grandemente decepcionados», pero no por ese «vosotros», sino porque
«no habían conocido playa mejor» que la de Polzeath.
El padre
quería mandarlos a casa de su hermano Quintín, que vivía junto al mar y tenía
una hija de la misma edad que ellos; pero la madre tenía dudas. Aunque tía
Fanny era muy agradable, no se podía decir lo mismo de su marido, que detestaba
a los niños. Como su profesión «era la ciencia», se pasaba la mayor parte del
día estudiando y no soportaba el alboroto. Además, su hija era algo «rara», le
gustaba mucho «la vida solitaria».
Para los tres
hermanos aquellos detalles carecían de importancia. Aunque tío Quintín les
diera un poco de miedo, les apetecía conocer a su prima y pasar las vacaciones
en un lugar donde nunca habían estado. El padre de los chicos «telefoneaba»
entonces a tía Fanny, que aseguraba no tener inconveniente en recibirlos. Todo
lo contrario: a su marido y a ella les venía muy bien recibir una pequeña
asignación por la visita. Las dos familias ultimaban los detalles, y lo
disponían todo para la semana siguiente.
Nada de lo que
acabo de resumir me pareció en aquella primera lectura extraño o sospechoso. Mi
vida era muy diferente a la de Los Cinco, pero no lo suficiente como para que
no pudiera proyectar sobre ellos mi deseo. ¿Qué podía haber de sospechoso en un
desayuno familiar, en unos padres que someten a la consideración de sus hijos
dónde van a ir de vacaciones? A un niño como yo, hijo de militar y por tanto
con una idea muy jerarquizada de la familia, acostumbrado además a no tener voz
ni voto en las decisiones familiares, aquella especie de democracia doméstica y
aquellos padres que al mismo tiempo parecían ir un poco a su aire, tan diferentes
de mi madre protectora, debieron de parecerle irresistibles.
Antonio Orejudo, Los Cinco y Yo
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