Dejaba
Florinda todos los días a la niña en la escuela a las seis de la mañana, aunque
no abrían hasta las ocho, para poder tornar el autobús que la llevaba a la
ciudad. El portero, don Herminio, la dejaba estar en la pequeña biblioteca
hasta la hora en que quitaba el pesado candado de la puerta de la calle y una
algarabía de gritos y carreras llenaba todo el lugar.
Y esas dos
horas, a la luz de los mortecinos amaneceres que despliegan una tímida luz
pálida, Anabella leía.
Cuentos de
piratas, de ogros, de brujas, de princesas encerradas en un castillo esperando
a ser rescatadas.
Y soñaba que
algún día ella, también princesa, aunque nadie lo supiera, sería sacada del
hoyo donde vivía y llevada sobre un caballo blanco a una torre reluciente de
departamentos, en la capital.
O mejor aún, a
Los Ángeles. Donde hablaban en inglés y comían tres veces al día, y pagaban en
dólares y todos tenían carros enormes y relucientes aparatos que tocaban
cumbias y merengues y rancheras a todo volumen, todo el bendito día.
Pero primero
había que saber nadar como una sirena, escribir y leer como una maestra, luego
aprender inglés, pero había tiempo de sobra.
Por ahora le
bastaba y sobraba con ser la única princesa del pueblo.
Benito
Taibo, Anabella y la Bestia
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